domingo, 10 de noviembre de 2013

Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de Cabeza (6 de 6)

Ramón quería ser dentista.
No es que siempre hubiese soñado con esa profesión, o que supiese mucho de dientes y enfermedades. En realidad no sabía nada de ello y nunca se le había pasado por la cabeza que su oficio soñado fuese el de dentista.
En realidad lo que ocurría era que, después del encuentro con el último gato, Ramón había comprendido que lo que quería era estar en la granja con sus padres, vivir en el campo como siempre había hecho, y que para hacer eso no debía trabajar a disgusto en la ciudad hasta conseguir mucho dinero para volverse a la granja.
Lo que debía hacer era dedicarse a trabajar en algo que hiciese falta en el campo, algo que sus vecinos y los demás ratones de campo necesitasen y no tuviesen. Y Ramón pensó en los dientes.
Los dientes de los ratones nunca dejan de crecer, por eso siempre están royendo cosas. Eso hace que la mayoría de los ratones tengan los dientes mal, o que les duelan, o que se les rompan o que se les ensucien tanto que sufren enfermedades dentales. Ramón decidió que podría aprender a ser dentista, porque si bien no era lo que más le gustaba, sí que le gustaba mucho la idea de tener un oficio que ayudaría verdaderamente a sus vecinos y compañeros del campo.
Al día siguiente buscó una clínica dental y se coló en ella. Entró en la sala donde el dentista atendía a sus pacientes, para aprender todo lo que pudiese de él y aplicarlo a los ratones del campo.
Pero nada más entrar en la consulta, un gato gris se lanzó maullando sobre él. Era un gato europeo de pelaje corto, lo que se conoce como gato doméstico o gato común. Era largo y musculoso, de cabeza redonda y ojos verdes, y un pelaje muy bonito de color gris perla. Sin embargo, Ramón no se fijó en todos esos detalles. Se dedicó a huir de él lo más rápido que pudo.
Por suerte pasó por debajo de la butaca que el dentista tenía para los pacientes y el gato gris, al seguirle, se enredó con las piernas de su dueño, lo que le dio a Ramón una gran ventaja. Trepó por un cable que había en la pared, pegado a ella, hasta una pequeña caja de plástico con ruletitas, encajada en la pared. Era la caja de controles del hilo musical de la consulta y le proporcionó a Ramón un escondite alejado del gato.
Éste, dando vueltas como loco por la consulta, no encontraba ni rastro del ratón que había visto hacía un momento. Molestaba tanto que su dueño acabó por echarle de allí.
- ¡¡Venga!! ¡¡Fuera!! Ya está bien de molestar....
Ramón disfrutó entonces de una jornada estupenda, tranquilo y sin interrupciones. El dentista trató a muchos pacientes aquel día y Ramón observó atentamente cómo los trató a todos. A veces el gato volvía a entrar en la consulta, cuando salían o entraban los pacientes, pero su dueño lo echaba siempre, así que Ramón estaba tranquilo subido en lo alto.
Pero Ramón comprendió poco a poco que el oficio de dentista era muy triste. Muchos de los pacientes de aquel dentista eran niños, y Ramón vio lo mal que lo pasaban en la butaca. La mayoría lloraba y le dolían mucho la boca o los dientes, tanto antes como después de ser tratados por el dentista.
Ramón, que era un ratón de campo muy listo, comprendió que no debía dedicarse a ser dentista para los ratones del campo. Debía ocuparse de los dientes, pero de otra forma.
En un descuido del dentista Ramón bajó de su escondite y se llegó hasta la mesa del instrumental del dentista. Allí recogió un diente picado que acababa de sacarle a un niño, lo metió en la bandolera que le había regalado su madre y salió corriendo de allí.
Ya en la pensión se pasó toda la noche tallando el diente, fabricando con él unos pendientes y un colgante a juego. A la mañana siguiente se sentó en un taburete en la calle y anunció las joyas que tenía. Pronto las vendió y consiguió un par de monedas.
Ramón sonrió contento. Había encontrado su oficio.
Se quedó otra semana más en la ciudad, visitando todos los días varias casas, hasta dar con alguna en la que viviese un niño al que se la había caído un diente. Entonces se colaba en ella, guardaba el diente en la bandolera, se lo llevaba y por la noche lo tallaba, haciendo joyas con él. Lo vendía al día siguiente y le llevaba una moneda al niño. Le parecía lo más justo: él había tallado las joyas y las había vendido, pero la materia prima se la había proporcionado el niño.
Pronto tuvo que contratar una cuadrilla de ratones para que lo ayudaran: ellos se encargaban de traerle los dientes y de venderlos, mientras que él los tallaba cada día. Las monedas que conseguían vendiendo las joyas que Ramón tallaba (pendientes, collares, anillos, colgantes, broches.... todo para ratones) se repartían entre él, su cuadrilla de ayudantes y los niños que habían perdido los dientes.
Al principio su cuadrilla era de cinco ratones, después de diez, luego de veinte y pronto más de un centenar de ratones estaban a su servicio. Con tantos trabajadores, enseguida pudieron empezar a dejar las monedas al mismo tiempo que recogían los dientes que los niños le dejaban. Recogían cientos de dientes cada noche, que Ramón tallaba cada día. Se vendían muy bien, así que los beneficios eran suficientes para pagar a todos los trabajadores, para los regalos de los niños y para que Ramón pudiese darles parte a sus padres para que se jubilaran.
Ramón fundó una empresa, bautizada con el apellido de su padre, que dirigía desde la granja, viviendo con sus padres. Allí gestionaba todo el negocio y tallaba las piezas. Los niños tomaron por costumbre dejar los dientes debajo de la almohada, lo que facilitaba el trabajo de los ayudantes de Ramón.
La leyenda del ratón que recogía dientes caídos de debajo de la almohada y dejaba monedas se hizo muy famosa y se extendió por todos los campos y todas las ciudades del país.
Ramón Pérez se sentía muy satisfecho y muy contento con su oficio.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de cabeza (5 de 6)



Ramón recorrió la ciudad entera el siguiente día, un poco desesperado. Tenía que encontrar un trabajo urgentemente o tendría que volver a la granja con sus padres con las manos vacías.
Recordaba el consejo de su padre, así que se dejaba guiar por sus gustos y sus preferencias: si algún trabajo no le daba buena espina o no le gustaba, lo dejaba pasar.
Todo lo que había intentado hacer y aprender ya no le valía, pues sus encuentros con los gatos le habían quitado atractivo e interés. No sabía qué buscar ni a qué dedicarse.
A última hora de aquella tarde pasó por delante de un taller mecánico. El olor de la grasa, del aceite de motor y de la gasolina le estimularon los bigotes y el hocico. Aquel sitio olía muy bien: aquello era buena señal.
Ramón entró en el taller y vio a tres humanos, vestidos con unos monos de trabajo de color azul. Los tres se encargaban de arreglarles las tripas a unas cosas metálicas que los humanos llamaban “coches” y que les servían para ir de un sitio a otro. Ramón no lo entendía muy bien, porque los humanos seguían teniendo piernas para andar, pero bueno.
Aquel sitio le gustaba, el trabajo de aquellos hombres era casi como hacer un puzzle. Las piezas de aquellos vehículos se montaban y desmontaban: lo importante era recordar dónde iba cada una de ellas. A Ramón le pareció muy complicado, pero también muy interesante. Necesitaría mucho tiempo para aprender, pero una vez que lo hiciera sería el único mecánico de la granja.
¿Para qué podría servir eso? No estaba seguro, pero quizá podría servirle para arreglar el motor de la lancha de los vecinos, o para mejorar la bomba de la fuente que todos los granjeros de la zona usaban para conseguir agua, o incluso para inventar algún tipo de “coche” para ratones. A lo mejor, si le ponían un motor a los carros....
- ¿Qué hace un ratoncito tan suculento aquí solito? – le dijo una voz peligrosa, desde lo alto. Ramón notó que el pelo se le ponía de punta mientras miraba hacia el lugar de donde había venido la voz. Encaramado en el maletero de uno de aquellos “coches” había un gato tendido sobre su vientre.
Era un gato largo y fuerte, muy esbelto, con aspecto de salvaje. Tenía el pelaje corto, con aspecto atigrado. Los ojos, ligeramente oblicuos, de color amarillo, lo miraban con glotonería.
- No hacía nada, ya me iba.... – empezó a decir Ramón, echando a andar para alejarse del gato. Pero éste saltó del maletero y aterrizó sin un sonido al lado de Ramón, cortándole el paso.
- No tengas tanta prisa, amiguito, que aquí no molestas.... – dijo el gato bengalí, sin dejar de caminar en torno a él, despacio y acechante. – Sólo me parecía raro ver a un gato de campo como tú solo por aquí.... Normalmente se os ve siempre en grupo....
- He venido yo solo a la ciudad.... – dijo Ramón, dándose cuenta de que no era una información que debía darle a un gato que le miraba con aquellos ojos golosos. – Quiero decir, he venido solo pero mis hermanos viven en la ciudad. Tengo tres hermanos y todos viven por aquí cerca.... Debería irme con ellos porque me están esperando....
Ramón estaba casi seguro de que el gato bengalí no le había creído, porque hasta para él había sonado a mentira todo lo que le había dicho. Pero el gato no dijo nada, sólo lo miró sonriente, sin dejar de dar vueltas a su alrededor, lo que hacía que Ramón se sintiese mareado.
- Así que has venido a la ciudad a reunirte con tu familia, ¿no es eso? – le dijo el bengalí, al cabo.
- No exactamente, pero más o menos....
- Nunca entenderé a los ratones y sus manías con la familia.... – dijo el gato, despectivo.
- ¿Manías? – se extrañó Ramón, olvidando un poco que el gato pretendía cazarlo y comérselo.
- Sí. Los ratones siempre vais en familia, todos juntitos y acompañados. ¿No os dais cuenta de que así es más fácil cazaros?
- Pero.... pero en grupo, en familia, es más fácil sobrevivir. Todos se ayudan, todos trabajan por el bien de los demás. Todos se quieren....
- Eso quedará muy bonito si lo dices en voz alta, pero en realidad a mí no me dice nada – replicó el gato atigrado. – Los gatos somos solitarios y así entendemos las cosas.
Ramón escuchó las palabras del gato bengalí y entonces comprendió muchas de las cosas que le habían pasado durante su estancia en la ciudad. Comprendió lo que le había pasado con todos los gatos, por qué todos le hablaban antes de atacarle. Todos los gatos de la ciudad eran unos solitarios y por eso se sentían solos. Tan solos que incluso necesitaban hablar con las presas que iban a cazar para comérselas.
Ramón comprendió que él no quería una cosa así. Él quería un trabajo que no le separase de su familia, que era con quien realmente quería estar. Había ido a la ciudad a encontrar un trabajo, cuando lo que realmente tenía que encontrar era un trabajo que hiciese falta en el campo.
- Ya veo.... – dijo en respuesta a las últimas palabras del gato bengalí. – Ahora entiendo por qué los gatos sois tan tristes....
Y, sin dar tiempo al gato a reaccionar, salió corriendo, trotando sobre sus cuatro patas. El gato arrancó a correr y fue detrás de él.
Ramón se coló por debajo de los coches del taller, corrió entre las herramientas del suelo y las máquinas que había por allí, torció y esquivó para perder al gato. Éste lo seguía sin perderse, pero Ramón era más pequeño y podía colarse por huecos que el gato sólo podía olisquear, así que el ratón le sacó ventaja.
Ramón trepó por un cable hasta subir a un coche en reparación, colándose en el maletero. El gato atigrado llegó después y también saltó dentro. Buscaba como loco a Ramón, dando vueltas dentro del maletero, pero el ratón hacía un rato que había salido, aprovechando un hueco entre el tapizado y la carrocería del coche. 
Ramón salió trotando del taller mecánico, jadeando pero contento. Había vuelto a burlar a un gato y por fin sabía qué era lo que quería hacer.



jueves, 7 de noviembre de 2013

Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de cabeza (4 de 6)



Caminó por la ciudad, buscó algo de comer y descansó el resto de la tarde en las orillas del río que atravesaba la ciudad, tumbado en la hierba, escondido entre los arbustos.
Era cierto que la ciudad era muy peligrosa y también era cierto que él no aguantaría allí más de una semana, pero Ramón era muy cabezota y decidió aquella tarde que no iba a irse de la ciudad hasta que no hubiese encontrado un trabajo en el que no quisiesen comérselo.
Así, asustadísimo, pero decidido, salió al día siguiente de la pensión para ratones y trotó por la ciudad, pegado a las paredes, aprovechando los callejones y las calles menos concurridas, pasando por debajo de los coches aparcados, intentando pasar desapercibido.
De esta forma llegó hasta una tienda pequeña, ante la cual se detuvo. El olor que salía de ella era fuerte y atractivo. Ramón se detuvo delante de ella, escondido debajo de un coche aparcado al lado de la acera. Olía a cuero, a betún, a aceites impermeables.
Estaba frente a una zapatería pequeña, pero muy aparente. Ramón pensó entonces que hacer zapatos parecía un buen trabajo. Era verdad que los ratones de campo no iban calzados, pero los estirados ratones de ciudad quizá encontrasen elegante llevar dos pares de zapatos o de botas en sus diminutas patitas. Si se lo montaba bien podía llegar a convencer a sus clientes urbanos de que unas botas elegantes les darían estilo y clase al caminar.
Así que salió de debajo del coche (cuando estuvo seguro de que ningún humano pasaba por allí) y se coló en la tienda, que tenía la puerta abierta.
El olor a cuero, a piel y a ungüentos para tratar el calzado era más fuerte una vez dentro. Incluso el olor de la cola para cuero y para caucho era atractivo. Ramón cruzó la pequeña tienda y pasó al otro lado del mostrador, pasando al taller posterior.
Allí estaba el maestro zapatero, arreglando un par de zapatos, poniéndoles suelas nuevas y atendiendo un par de botas que estaban puestas en la horma para ensancharlas.
Ramón trepó con dificultad por el lateral de una mesa de trabajo que había detrás del maestro zapatero, aprove-chando la pared de una cajonera vieja de madera, llena de grietas que le ayudaron a escalar. Una vez sobre la mesa (en la que había trozos de suelas de caucho, agujas curvadas, trozos de cordel y de cordones....) Ramón no quitó ojo del maestro zapatero.
- Es un genio.... – escuchó una voz a su lado, al cabo de un rato. Ramón se giró y vio a un gato negro, de cabello largo y esponjoso. Ramón dio un brinco y se alejó del gato, que se había colocado a su lado con sigilo, pero no hizo ninguna intención de ir a por él. – Verlo trabajar es un espectáculo, una obra de arte....
Ramón lo miró un rato más, sin poder bajar de la mesa. El gato persa no quitaba ojo del maestro zapatero, con admiración. Después de un rato, volvió su cara chata hacia Ramón y lo miró con sus ojos color miel.
- ¿Y tú qué estás haciendo aquí? ¿No habrás venido a molestarle? – preguntó, en voz baja para no molestar al maestro zapatero, pero con tono molesto.
- No, no.... – contestó Ramón, con dificultad. Le costaba mucho mantener la calma delante de aquel gato, después de sus experiencias recientes, aunque este ejemplar parecía tranquilo y educado. – He venido a aprender de él.
- ¿Quieres ser zapatero? – se sorprendió el gato, alegrándose. – Entonces has venido a aprender con el mejor....
Los dos animales miraron al maestro zapatero un rato más, desde su espalda, el ratón curioso y asustado y el gato persa negro orgulloso.
- ¿Y para qué quieres ser zapatero? – preguntó el gato persa al cabo de un rato, volviéndose a mirar al ratón. – Si los ratones no lleváis zapatos....
Ramón se quedó un instante en silencio, pensando cómo explicarle a aquel desconocido (y gato, para más señas) su plan de vida.
- Estoy buscando trabajo – acabó por explicar – y he descubierto que lo de ser zapatero me gusta. Parece un trabajo tranquilo, bonito y muy interesante.
- Pero los ratones no lleváis zapatos.... – repitió el gato persa, machaconamente.
- Ya lo sé.... – dijo Ramón, sintiéndose atacado. Empezaba a dudar de ser zapatero, cuando creía que lo tenía tan claro. – Pero eso no es ningún problema: convenceré a los ratones de ciudad para que lleven zapatos, botas, katiuskas y zapatillas de andar por casa. Si se lo vendo de la forma adecuada les convenceré de que es lo que necesitan.
El gato persa lo miró sin cambiar su cara chata y enfurruñada. Después hizo una mueca de extrañeza.
- ¿Y por qué querría trabajar un ratón? – preguntó, volviéndose a mirar al maestro zapatero.
Ramón se sorprendió teniendo que pensar la respuesta un segundo.
- Bueno.... Quizá los gatos no tenéis que trabajar porque vivís con los humanos, y ellos os dan todo lo que necesitáis.... pero nosotros vivimos por nuestra cuenta, incluso escondidos de ellos. Tenemos que ganarnos la vida.
- Me parece muy tonto tener que trabajar cuando ya lo hacen todo ellos.... – respondió el gato persa.
- A los ratones no nos hacen nada. Y si me apuras, lo que nos hacen es ponernos trampas, cazarnos y matarnos. Por eso tenemos que trabajar....
En ese momento el maestro zapatero se puso en pie, habiendo terminado su trabajo. Se enderezó y estiró la espalda, con un gemido de placer. Metió la silla dentro de la mesa y se dirigió a la tienda, acariciando descuidadamente al gato persa negro al pasar por su lado. No notó la presencia de Ramón.
- Es un genio.... – dijo el gato persa, con tono de admiración. – Por eso no he querido molestarle mientras estaba trabajando.
Y a continuación, sin más avisos, se lanzó encima de Ramón.
Pero el ratón estaba preparado. Aunque la conversación con el gato le había pillado de sorpresa, no había bajado la guardia. Había estado alerta todo el rato.
Por eso, cuando el gato persa se le echó encima, Ramón cogió una de las agujas curvadas que había encima de la mesa de trabajo y la blandió hacia él, clavándosela en las mullidas patas, que el gato llevaba por delante para atraparle. 
El gato persa maulló de dolor, intentando sacarse la aguja de la garra, mientras Ramón corría por la mesa y saltaba al suelo, rodando al aterrizar hecho un ovillo de pelo. Después salió corriendo de allí, olvidando sus ganas de ser zapatero.





martes, 5 de noviembre de 2013

Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de Cabeza (3 de 6)

Ramón se pasó dos días metido en su habitación en la pensión para ratones, asustado. Estaba decidido a volver a la granja con sus padres, aunque aquello significase que se había rendido y la ciudad había podido con él, pero de aquella manera estaría a salvo y no acabaría en el estómago de ningún gato.
Con el paso del tiempo se calmó y acabó convenciéndose de que lo que le había ocurrido en el taller del maestro carpintero era algo normal en la gran ciudad, y que a partir de entonces debería tener más cuidado.
Así que al tercer día salió de su caja llena de viejas servilletas (muy cómodas y suaves) y volvió a la calle, dispuesto a encontrar un trabajo, aunque más precavido.
Dio vueltas durante casi una semana, hasta que acabó llegando a una parte de la ciudad que todavía no había visitado. Allí las calles estaban más limpias, había más árboles y las aceras eran más amplias. Todo parecía distinto.
Se fijó en un gran escaparate, desde el que se podía ver un local muy lujoso, con paredes de mármol y bonitos cuadros colgados sobre ellas. Se fijó en el cartel y descubrió que aquel sitio tan bonito y elegante era un restaurante.
Ramón buscó la puerta trasera de aquel sitio, para poder entrar. Le gustaba mucho cocinar (en la granja lo hacía muy a menudo) y quería comprobar si era verdad que podía trabajar de cocinero y se ganaba mucho dinero con ello.
Encontró el callejón y se coló en la cocina por un agujero en la puerta metálica, que estaba cerrada pero muy oxidada.
Un montón de olores (verduras, carne al horno, pescado en salazón, queso fuerte muy curado, frutas en almíbar, sopa cociendo, lavavajillas, lejía, desinfectante....) le golpearon en la pequeña naricilla. Ramón recorrió la cocina con mucho cuidado, escondiéndose por entre los equipos de la cocina, las mesas de acero inoxidable y por debajo de los fregaderos y los lavavajillas.
En aquella cocina inmensa había un montón de humanos vestidos de blanco trabajando, cada uno ocupado con sus quehaceres: uno atendía unos fuegos, otro aderezaba unas ensaladas, otro limpiaba unos hornos, otro guisaba varias sopas en diferentes pucheros, otro cortaba la carne sobre una mesa amplia con un cuchillo enorme....
Ramón estaba maravillado con todos ellos, pero sobre todo con una mujer que pasaba por todos los puestos, atenta al trabajo de todos los cocineros: era la cocinera jefe. Iba también de blanco, pero el uniforme era ligeramente diferente. Su cara también lo era, seria y concentrada, de una manera profesional.
Ramón se encaramó a lo alto del fregadero, trepando por un trapo de cocina colgado del borde y luego subió hasta una repisa llena de botes de especias, escondiéndose entre ellas para ver mejor todo lo que ocurría en la cocina. Estaba maravillado, y aquello era mejor que la carpintería.
Ya sabía a qué quería dedicarse.
- ¡¿Qué haces tú aquí?! – le dijo una voz malhumorada desde el suelo. – ¿No habrás venido a robar?
Ramón miró bajo él, al suelo, y vio un gato blanco, largo y delgado, con las patas finas y largas. Tenía el pelaje fino y brillante y le observaba con dos grandes ojos azules, ligeramente oblicuos hacia arriba.
- No, no, no, no.... Todo lo contrario – repuso Ramón, preocupado. Todo el miedo que había sentido de forma repentina al ver al gato se había cambiado por preocupación al oír llamarle ladrón. Quería dejar claras sus intenciones honradas. – No pretendo robar nada, por supuesto. He venido a aprender.
El gato lo miró sorprendido, con el ceño fruncido sobre sus transparentes ojos azules.
- ¿Quieres convertirte en cocinero? – le preguntó el angora turco.
- Nada me gustaría más....
- ¡Qué alegría! Así que eres otro aficionado a la cocina, ¿eh? – le dijo el gato, contento. Ramón no pudo evitar sonreír mientras asentía. – ¡Oh, qué bien! Desde que mi ama me trajo aquí me he convertido en una especie de experto.... ¿Cuál dirías que es tu plato favorito?
Ramón se quedó un instante en silencio, algo sorprendido por la pregunta.
- El queso, supongo.... – contestó al final, sin estar muy seguro de si el queso podía considerarse como un “plato” de cocina.
- ¡¡Mmmmhh!! ¡El queso es una delicia! – dijo el angora turco, cerrando los ojos y poniendo cara de éxtasis. – Una buena fondue de queso es un plato exquisito....
Ramón asintió, sin estar muy seguro de lo que era una fondue.
- ¿Y la verdura? ¿Te gusta la verdura? – preguntó el gato, emocionado, apoyándose en la puerta del horno para mirar hacia arriba a Ramón. Éste pensó en las zanahorias y los calabacines crudos que a veces cogía del huerto de los humanos en la granja y cómo los roía durante horas y asintió al gato. – Pues entonces te encantará la ensalada de rúcula e ibéricos que la cocinero jefe hace aquí. ¡Maravillosa! No es porque sea mi ama, pero es una cocinera magnífica.
Ramón asintió, algo asombrado.
- Y el pisto, ¡ay el pisto! Si te gusta la verdura tienes que probarlo. Es una de las especialidades de la casa – aseguró el gato, relamiéndose, asintiendo con seguridad hacia Ramón.
- Lo probaré algún día, está claro.... – dijo Ramón, algo confundido.
- El pescado al horno tampoco se hace mal aquí, sobre todo la merluza y la dorada a la sal. Son dos platos deliciosos.... ¿Te gusta el pescado?
Ramón, que alguna vez en la granja había recogido de la basura de los humanos algún resto de pescado para comer él y sus padres, asintió.
- Entonces vas a disfrutar una barbaridad con los pescados al horno. ¡Bueno, y con las sardinas! Uno de los cocineros las hace al escabeche que son una maravilla. Se deshacen en la boca.... ¡Mmmmhh!
Ramón miró otra vez a los cocineros que no dejaban de deambular por allí, sin parar de trabajar. Quizá no fuese su trabajo soñado. Estaba claro que aquello era mucho más complicado que hacer pan y cocer maíz o judías, como hacía él en la granja. Sacudió la cabeza, apenado.
- ¿Y las cucarachas? ¿Te gustan? – dijo entonces el gato, haciendo que Ramón se volviera hacia él extrañado. – Son divinas. A veces las cazo en el almacén, correteando por los rincones. Me encanta cuando crujen.... Las palomas no están mal, son muy tontas y es fácil cazarlas en el callejón de atrás, pero comen mucha porquería y luego me salen granos y eccemas y todas esas cochinadas – dijo el angora turco con una mueca de asco. – Sin duda lo mejor son los ratones.
- ¿Ratones? – dijo Ramón, mirándolo asustado, asomándose por el borde de la repisa.
Entonces el gato blanco brincó, ágilmente. Se apoyó con sus patas traseras en lo alto del horno y se impulsó otra vez, para alcanzar la repisa de las especias. Ramón, con los nervios a flor de pelaje, saltó hacia abajo, aterrizando sobre un trapo de cocina. El gato chocó contra todos los botes de las especias que había en la repisa, tirándolos al suelo y haciendo que resonaran por toda la cocina.
Ramón se descolgó hasta el suelo y salió corriendo por la puerta, para darse cuenta después de que se había equivocado y se había metido en la cámara frigorífica. El angora turco lo persiguió con rabia por entre carne envuelta en plásticos, bandejas de frutas jugosas (uvas, ciruelas, melocotones y melón en rodajas), cajas de huevos y cajas de verduras frescas que salpicaban de rocío cuando Ramón y el gato de angora corrieron sobre ellas.
Ramón consiguió despistarlo y salir del frigorífico, volviendo a correr por el suelo de la cocina, hasta llegar a un horno vacío que acababan de limpiar. La puerta estaba abierta, plana cerca del suelo. Ramón se subió a ella de un salto, buscando la puerta de salida con prisa.
El gato llegó corriendo entonces, saltando a por él. Ramón se apartó con buenos reflejos, y el gato blanco acabó al fondo del horno. Ramón trepó por el lateral del horno y corrió por la parte superior, empujando sin querer unas cazuelas apiladas que había encima. Las cazuelas cayeron sobre la puerta abatible del horno, haciéndola rebotar hacia arriba y encerrando al gato.
Con todo el revuelo montado la cuadrilla de cocineros no vio a Ramón, que acabó por encontrar la puerta trasera, rota y oxidada. A pesar de estar cerrada, Ramón pudo salir por el agujero cercano al suelo, corriendo por la calle de vuelta a la pensión, donde la casera le daría de comer sin peligros.

Se le habían quitado las ganas de ser cocinero.




Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de Cabeza (2 de 6)

Al día siguiente Ramón salió a la calle muy temprano, decidido a encontrar un buen trabajo.
El ritmo de la ciudad no había cambiado: todo parecía ir muy rápido y muy escandaloso. Ramón resopló, intimidado: ya echaba de menos la tranquilidad y el sonido del silencio en el campo.
Correteó por el asfalto, escondiéndose de los humanos (como le había indicado su hermano la noche anterior), fijándose en todos los carteles de las tiendas, buscando alguna en la que se buscase empleado o aprendiz.
Al fin, a media mañana, después de corretear durante horas, llegó a un taller de carpintería, muy amplio y grande. Tenía  la  puerta  abierta  y  el  olor dulzón  del serrín y de la
madera salía a la calle. Ramón se sintió tentado y entró.
Era un taller muy grande, con grandes mesas en las que había muchos objetos de madera. En otras partes del taller había tablas grandes y varas largas de madera, esperando con paciencia a que el maestro carpintero las trabajase y transformase en mesas, sillas, armarios y caballitos de balancín.
El serrín cubría el suelo (con un olor dulce que hizo que se le sacudiesen los bigotes a Ramón) y pegotes de barniz brillaban aquí y allá (que le hicieron arrugar el diminuto hocico, con su olor fuerte y penetrante). Ramón se encaramó a una estantería repleta de cajones sueltos, que descansaban en sus baldas esperando a que los introdujeran en sus respectivos armarios, todavía por terminar, y observó desde allí al maestro carpintero.
Le vio serrar, lijar, clavar, pulir y barnizar. Le vio crear muebles y puertas a partir de tablas de madera. Y todo aquello le gustó. El olor, el tacto y el sonido de la madera le cautivaron.
- ¿Qué haces tú aquí? – escuchó de repente una voz a su lado.
Ramón se giró y descubrió un gato encaramado a la estantería, en la misma balda que él. Era un gato de color marrón rojizo, grande y pesado. Tenía abundante pelo, blanco y de grandes mechones en el vientre y denso y de color marrón en la espalda y las patas. Sus ojos verdes eran grandes.
- Hola – contestó Ramón, bastante tranquilo. El gato no parecía peligroso. – Me llamo Ramón y soy un ratón de campo. He venido a la ciudad en busca de un oficio al que dedicarme.
- ¡Vaya! Bienvenido, entonces.... – dijo el gato con amabilidad. – Ya me habías parecido un ratón un poco raro: sabía que eras un forastero. ¿Del campo, dices?
- Sí, vivo en una granja, con mis padres.
- ¿Y qué haces aquí? – le dijo el gato, extrañado.
- Busco un trabajo, como te he dicho. Quiero ganar dinero para que mis padres puedan dejar de trabajar en la granja: son ya mayores.
- Eso es muy bonito. ¿Y has venido a la ciudad para encontrar trabajo? – le dijo el gato, sorprendiéndose. – Eres muy valiente, entonces.
- Oh, no te creas....
- Sí que lo eres – le dijo el gato, asintiendo, con vehemencia. – No sabes lo peligrosa que es la ciudad, sobre todo para un ratón de campo como tú.
- ¿Ah, sí? – se interesó Ramón, olvidando al maestro carpintero y mirando al gato siberiano con mayor interés. – ¿Y por qué?
- Porque se os reconoce en seguida – respondió el gato, amable. – Cualquiera puede ver que eres un forastero y tratará de engañarte. O peor, de comerte.
- ¡¿Comerme?! – se asustó Ramón.
El gato asintió, con una mueca de pena.
- La ciudad es muy peligrosa. Hay animales muy fieros, que se comen a los ratones: perros, ratas, hurones.... y gatos. Tienes que tener mucho cuidado.
- ¿Y qué puedo hacer? – preguntó Ramón, a quien se le había esfumado todo el valor con el que había salido de la pensión aquella mañana.
- ¿Tienes dónde quedarte a dormir? – Ramón asintió, abriendo la boca para explicarle a aquel gato tan majo dónde estaba su pensión. – Pues olvídate de ese sitio. A partir de ahora te quedarás en el taller. Hay mucho sitio y el maestro carpintero ni se enterará de que estás aquí. Así estarás protegido y podrás verle trabajar para aprender el oficio. ¿Te gustaría ser carpintero, verdad?
- Bueno.... – contestó Ramón, preocupado por los peligros de la ciudad y olvidadas sus ganas de encontrar un oficio.
- Ven, sígueme, te llevaré a tu nuevo hogar. Verás cómo te gusta – dijo el gato siberiano, bajando de la estantería con elegancia. Ramón lo siguió con cuidado, pasando de balda en balda despacio, para no caerse.
Una vez en el suelo siguió al gato marrón, que lo condujo hasta un rincón del taller, entre maderas embaladas y armarios con herramientas. Allí había una cesta grande, con cojines, un plato de plástico con restos de comida y un cajón con arena limpia.
- Pero esto.... ¿no es donde tú vives? – preguntó Ramón, extrañado.
- Sí – respondió el gato, ufano. – No me gusta comer en otro sitio.
Entonces abrió la boca y enseñó los dientes, goloso. Ramón comprendió el engaño al instante, componiendo una mirada de terror, para salir corriendo a continuación.
El gato siberiano le había cerrado el paso, así que Ramón corrió hacia la cesta con cojines que había en el rincón, colándose debajo. El gato llegó maullando hasta allí, sacudiendo la cesta con las garras. Ramón se escondió entre los mimbres, asustadísimo, sin saber qué hacer.
El gato sacudió la cesta y la golpeó, lanzándola contra la pared y dándole la vuelta. Ramón salió disparado por el aire, aterrizando en el plato de comida, lleno de una pasta apestosa de comida para gatos. Salió de allí corriendo sobre sus cuatro patitas, galopando por el suelo del taller. El gato lo alcanzó en cuatro zancadas y lo zarandeó por el suelo, con sus garras, jugando con él. La plasta de comida para gatos que cubría completamente a Ramón se llenó de pelusas y serrín del suelo. El gato se llevó al ratón a la boca, pero lo escupió asqueado al notar el serrín. Ramón aprovechó para salir corriendo, asustado, mareado, sucio y babeado. Pero consiguió escapar, porque el gato siberiano seguía ocupado escupiendo trocitos de serrín y pelusas de polvo.