martes, 31 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 12

- 12 -

Ya era de noche en Castrejón. El cielo negro marcado de estrellas lo ocupaba todo. Las farolas del pueblo daban un refugio contra la oscuridad. Pero contra los monstruos no había refugio, así que todos los vecinos permanecían en casa.
Sergio miró por la ventana, intentando traspasar la oscuridad, pero era imposible ver nada. No estaba en su casa, aunque esta noche había pedido permiso y avisado a sus padres. Estaba en casa de Mowgli, con Victoria. Los tres amigos habían decidido pasar la noche juntos.
Aquel fulano del gobierno había ido a buscar a Sergio a su casa varias veces a lo largo del día, pero el chico no había querido tener tratos con él. Roque le había dicho que parecía buen tío, pero a Sergio no le caía muy bien. Había optado al final por irse de casa, para no verle, y había pasado la tarde con Victoria. Los dos estaban preocupados y nerviosos. Cada noche moría alguien en el pueblo. ¿Quién sería el siguiente?
Mowgli les había llamado al atardecer, para invitarles a dormir a su casa. Los amigos se echaban de menos y necesitaban estar todos juntos. Sólo faltaban Roque y Lucía: al chico no habían podido localizarlo y Lucía rechazó la oferta. Estaba rara, no triste y afectada como el día anterior. Parecía preocupada y despistada por alguna cosa.
- ¿Acabará esto algún día? – preguntó Victoria. Sergio se dio un leve susto: su amiga se había colocado detrás de él para mirar por la ventana, sin que él se diera cuenta.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Acabarán los asesinatos? ¿O seguirán hasta que muramos todos? – dijo Victoria, mirándole a los ojos, con voz fúnebre.
- Claro que acabará. Encontrarán al culpable – dijo Sergio, con sonrisa falsa. No les había contado a sus amigas lo que Bruno le había explicado la noche anterior, no sabía muy bien por qué. Ahora le parecía mala idea, al ver la cara de su amiga Victoria: nunca la había visto tan triste, tan pesimista. Sergio se asustó.
- ¿Pero quién puede hacer unas cosas tan horribles? –intervino Mowgli, sentada en uno de los colchones que habían puesto en el suelo para dormir los tres en la misma habitación.
Sergio tomó aire profundamente, mirando hacia la oscuridad. Después se separó de la ventana, cogiendo a Victoria de la mano y llevándola hasta el colchón, sentándose delante de Mowgli.
- Os voy a contar algo que sé desde hace poco tiempo. No sé por qué lo he ocultado, porque tenía que habéroslo contado hace tiempo.
- ¿Qué pasa? – preguntó Mowgli, nerviosa. Le preocupaba ver a Sergio tan serio.
- Es sobre las muertes del pueblo.... sé quién lo ha hecho.
Las dos chicas ahogaron una exclamación.
Entonces el timbre del teléfono de Sergio les asustó a los tres. El chico lo sacó del bolsillo del vaquero y lo miró.
- Es Roque – dijo, asombrado y aliviado.
- ¿Quién ha sido? ¿Quién lo ha hecho? – preguntó Victoria, sacudiéndole del brazo. Sergio la pidió que esperara un momento con un gesto de la mano.
- ¿Sí?
- Sergio, tío. He visto que me habéis llamado muchas veces las chicas y tú esta tarde – dijo Roque, con su voz serena. Sergio se calmó al instante.
- Sí. Queríamos verte y no nos cogías el teléfono....
- Ya, es que me lo he dejado en casa.... Me he tirado toda la tarde en los terrenos con mi padre y mi tío, arreglando unas cosas, recogiendo al ganado.... ¿Estás ahora en casa?
- Estoy en casa de Mowgli, con Victoria también.
- ¿Estáis todos juntos? Mejor, voy para allá, estoy al lado.
- ¡¿Estás en la calle?! – se asustó Sergio, poniéndose de pie sobre el colchón.
- Sí, estoy cerca de casa de Mowgli. No tardo nada – contestó Roque, sin inmutarse.
- ¿Ha salido a la calle? – preguntó Victoria, agarrándose al brazo de Sergio, aterrada.
- ¡¿Pero estás loco?! – dijo Sergio.
- No hay problema, la calle está tranquila.
- ¡Ven para acá cagando leches! – le ordenó Sergio.
- Tranquilízate, tío, que ya estoy. Abridme la puerta, anda.... – dijo Roque, con tono despreocupado.
- Abrid la puerta – dijo Sergio, tapando el teléfono con la mano. En ese momento sonó el timbre. Mowgli se acercó para abrir.
- ¿Y lo que nos ibas a contar? ¿El culpable? – preguntó Victoria, mirando con prisas a los ojos de Sergio.
- Después – dijo el chico, colgando el teléfono.
Mowgli entró tirando de la mano de Roque. El grandullón sonrió con tranquilidad a todos. Sergio le admiró al momento, como tantas otras veces: su amigo había venido paseándose por las calles malditas del pueblo. Las mismas calles donde hacía justo un día él mismo había estado a punto de morir. Pero Roque estaba tranquilo, inmutable.
- ¿Todo bien? – le preguntó, señalando con la cabeza hacia la ventana.
- Ni un alma – sonrió su amigo.
- ¿Qué hacías por la calle? – preguntó Mowgli, preocupada.
- Vengo de casa de Lucía. Está muy rara....
- ¿Qué le pasa? – preguntó Victoria.
- No lo sé exactamente.... Pero no deja de hablar de su misión.... De que tiene trabajo que hacer.... No ha querido que me quedara con ella.
Para Sergio, Victoria y Mowgli ese detalle ya fue suficiente prueba de que Lucía estaba muy rara.
- ¿Trabajo?
- No me ha querido explicar nada. Pero me ha dicho que dentro de unos días hablaría conmigo, que la vería de otra forma....
- Joder, ¿qué la pasa? – se preocupó Victoria.
- Ha hablado con Bruno.... con el tío del gobierno – dijo Sergio, convencido.
- ¿Con ése? – preguntó Roque, extrañado. – ¿Y qué?
- Ha venido a buscarme a mí también. Quería que le ayudase a.... a arreglar lo que está pasando en el pueblo. Lucía encontró a Fuencisla, seguro que ese tío quería que le ayudase: ella ha tenido contacto casi directo con el problema.
Los otros tres amigos se miraron, entendiendo casi todo el discurso de Sergio.
- ¿Qué quieres decir con contacto casi dir....? – preguntó Victoria.
- ¿Y por qué no la deja en paz? – saltó Roque, tapando a Victoria. El grandullón parecía molesto de verdad. – La pobre Lucía ya ha tenido suficiente....
- Bueno, parece que a ella no le molesta ayudar, por lo que cuentas.... – intervino Mowgli, con cautela.
- No la habéis visto.... está obsesionada, buscando cosas en internet, leyendo libros sobre el pueblo, arrancando páginas y tachando párrafos enteros.... Está fuera de sí, frenética – explicó Roque, preocupado. – No podemos dejar que siga así.
- ¿Y qué podemos hacer? – preguntó Victoria, sintiéndose impotente.
- Lo primero hablar con ese tipo del gobierno, para que la deje en paz – dijo Roque, poniéndose de pie. – ¿Sabéis dónde se aloja?
- Creo que está en casa del tío Germán.... – contestó Mowgli, con voz temblorosa: se temía lo que Roque estaba a punto de hacer.
- No está lejos, voy para allá.
- ¡¿Pero qué dices?! – se levantó Sergio, cabreado y asustado a partes iguales. – ¡¿Vas a volver a salir ahí fuera?!
Roque asintió con decisión.
- Ahí fuera no pasa nada. Además es por Lucía.
En ese momento Sergio se dio cuenta de que el grandullón sentía algo por su amiga rubia. Estuvo a punto de contarles el secreto de los asesinatos, para intentar convencer a Roque de que se quedara y así todos tendrían cuidado de allí en adelante, pero supo al instante que sería inútil. Si Roque sentía algo más que amistad por Lucía, por mínimo que fuera, nadie podría detenerle.
- Ten cuidado, ¿vale? – se oyó decir. Las chicas le miraron asombradas, incluso Roque le miró con las cejas levantadas. Después le dedicó su sonrisa inocente y le agradeció con un asentimiento.
- ¿Cómo que tenga cuidado? ¡Quédate aquí, Roque! – dijo Victoria, poniéndose más nerviosa.
- No salgas.... – dijo Mowgli, con lágrimas en los ojos, suplicante.
- Vuelvo en un momento – dijo Roque, intentando tranquilizarlas. Sergio estuvo seguro de que parte de aquella frase y su misión tranquilizadora eran para el mismo Roque.
El grandullón salió de la casa y cerró la puerta, marchando decidido hacia la derecha. Sergio y Victoria le vieron marchar desde la ventana del piso de arriba.
- Espero que esté bien.... – dijo Mowgli desde el colchón. Dos lágrimas brillantes le surcaban ambas mejillas oscuras.
Entonces una sombra enorme cruzó la franja de luz de la farola que estaba casi enfrente de la casa. Sergio y Victoria dieron un respingo. Había sido un cuerpo enorme, negrísimo y muy rápido. Sonó como un manojo de ramas de brezo sacudiéndose al viento, acompañado de un gruñido fugaz, como de perro. Pero aquello era bastante más grande que el más grande de los perros.
Y había corrido en la dirección que llevaba Roque.
- ¿Qué ha sido eso? – preguntó Victoria, asustada.
- ¿Qué ha sido qué? – preguntó Mowgli, confusa.
En el cerebro de Sergio sólo surgió una palabra.
MONSTRUO.
Se giró con prisa, saltando por encima del colchón y de Mowgli, corriendo escaleras abajo, hacia la puerta de la calle.
- ¡¿Qué haces?! – chilló Mowgli.
- ¡Sergio! ¡Vuelve! – gritó Victoria, fuera de sí, presa del llanto.
Pero Sergio sólo pensaba en Roque, no en sí mismo. Y si pensaba en sí mismo era para echarse la culpa, para llamarse irresponsable por haber dejado que su amigo saliese a la calle, sabiendo lo que le podía estar esperando allí. Corrió por el asfalto, a toda prisa, como nunca había corrido en los campos de fútbol, esperando llegar a tiempo de avisar a Roque o de ayudarle, sabiendo que no lo iba a lograr.
Entonces escuchó un aullido, más cercano al gruñido de un león que al ladrido de un perro. Y escuchó la voz de Roque, gritando.
Corrió aún más rápido, quedándose sin aliento, escuchando un ronroneo peligroso en un callejón, entre dos casas del pueblo. Sergio se detuvo en la entrada, a la luz de la farola.
- ¡¡Roque!! – gritó desesperado, notando que estaba llorando. En realidad no sabía cuándo había empezado.
Vio un pedrusco, un cacho de hormigón que se había roto de no sabía dónde. Lo cogió con rabia y lo tiró hacia el callejón, hacia la oscuridad, sin saber para qué, solamente para descargar su frustración. Un quejido fue la respuesta.
Sergio se asombró y tragó saliva, asustado. Una sombra más oscura que las sombras se movió dentro del callejón. Era una sombra alargada, que caminaba agachada, a cuatro patas. Sergio no identificó nada más que dos puntos rojos que surgieron frente a él. Los ojos de la bestia.
El animal caminó hasta el límite de la oscuridad, allí donde la farola derramaba su cono de luz. Los ojos se detuvieron y miraron a Sergio detenidamente. Un gruñido enfadado llegó hasta el chico.
- ¡¡Sergio!! – escuchó detrás de él, de sopetón, lo que le asustó. Entonces Victoria llegó hasta él, cogiéndole del brazo y quedándose a su lado. La chica estaba asustadísima y muy nerviosa, y se puso todavía más al ver el par de ojos malignos que los observaban desde la oscuridad.
Los dos ojos miraron alternativamente al par de humanos, valorándolos. Después se elevaron, y Sergio imaginó que el animal estaba levantando la cabeza. La bestia miraba ahora hacia la farola.
El gruñido del animal se hizo más fuerte, más peligroso. Sergio y Victoria lo sintieron vibrar en el pecho.
La luz entonces empezó a parpadear, como lanzando un SOS. Luego explotó en una cascada de chispas. La calle se quedó a oscuras.
Sergio y Victoria empezaron a temblar. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad al momento, y pudieron ver al ser que los acechaba. Era una especie de perro, de lobo más bien. Pero era del tamaño de un caballo, o incluso de un oso. Caminaba a cuatro patas, donde unas garras grandes y plateadas relucían incluso en la oscuridad. Su cabeza y hocico eran como los de un lobo, pero las orejas tenían penachos de pelos negros, como los linces. Los dientes y colmillos sobresalían de la boca. El pelaje del lomo y de los flancos era negro, negrísimo, grueso y duro. Estaba apelmazado, como si estuviese sucio de barro, y de lejos parecía fuerte como el plástico.
El animal abrió las fauces y ladró, en una mezcla de lobo y león. Sus dientes brillaron y la saliva cayó al suelo, caliente y espesa.
Sergio tragó saliva, agarrándose aún más a Victoria. Iban a acabar como el pobre Roque.
El enorme lobo negro tensó las patas, ladró otra vez y saltó hacia adelante.
Entonces otra figura apareció desde la oscuridad del callejón, saltando en el aire e interceptando al lobo, que gimió lastimeramente. El animal cayó al suelo, a unos dos metros de Sergio y Victoria, que retrocedieron, presas del pánico. La otra sombra se irguió y se puso de pie, dando cuenta de que era un ser humano.
El lobo lo miró, lleno de furia y se lanzó contra él. El hombre o mujer lo esquivó con gran agilidad, agachándose y girando. Una hoja metálica brilló en la mano del ser humano, volando velozmente. El lobo volvió a gemir y cayó al suelo a lo largo. Su sangre granate, casi marrón, manchó el suelo.
El ser humano se irguió lentamente, con tranquilidad. Sacudió la mano que sostenía la cuchilla y gotas de sangre cayeron al suelo. Se acercó con pasos deliberadamente lentos al animal que descansaba en el suelo, que respiraba con dificultad.
Levantó la cuchilla estirando el brazo hacia arriba todo lo que pudo, deteniéndose allí un momento. Sergio escuchó una voz cascada que emitía unas palabras imposibles de identificar. Entonces el ser humano bajó la cuchilla, clavándola en la nuca del lobo negro.
La bestia dio un respingo y quedó tiesa en el suelo, sin moverse. El ser humano sacó el cuchillo y se giró hacia los chicos. Los miró en silencio, mientras la cuchilla, misteriosamente, seguía centelleando con brillo plateado en su mano. Después se acercó a ellos, con pasos lentos.


jueves, 26 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 11

- 11 -

El día fue pasando, triste, tranquilo, lento. El domingo se fue yendo y los habitantes de Castrejón le dejaron irse. La gente del pueblo estaba asustada, cansada, indiferente. Estaban insensibles a lo que ocurría a su alrededor, pero también impotentes. Nadie sabía qué pasaba, nadie sabía quién estaba detrás de las muertes, nadie sabía por qué les pasaba aquello a ellos, nadie sabía qué podían hacer para solucionarlo....
Nadie salvo Bruno Guijarro Teso.
El hombre de la ACPEX patrullaba por el pueblo, intentando averiguar dónde se escondían los monstruos de día. Era su obsesión, su verdadera misión.
Había entablado conversación con la gente del pueblo, intentando hacerse aliados, intentando encontrar ayuda entre los vecinos. Pero la mayoría tenían poco que ofrecerle. Su mayor esperanza estaba en Lucía.
La chica quería cooperar, Bruno estaba seguro. Lo que no sabía el hombre era que el mayor aliciente para Lucía era que, si lograba ayudar al hombre del gobierno con éxito, quizá Roque la viese con otros ojos.
Bruno también esperaba conseguir la ayuda de Sergio, el chico con el que se había escondido de uno de los “encarnados” la noche pasada. Aquel chico prometía, pero no sabía muy bien cómo acercarse a él. Lo había intentado durante todo el día, pero el chico no había querido atenderle. Las últimas veces que se pasó por su casa, Sergio ni siquiera estaba.
Bruno estaba desesperado. Para cuando llegasen Suárez y su equipo apenas habría conseguido nada. No quería darles motivos a aquellos “gallitos de gimnasio” para que se burlaran de él.
Al menos, pensó el hombre de la ACPEX, había conseguido que la gente se quedara en sus casas de noche. Hoy no habría ningún muerto.

* * * * * *

- ¡Vamos! ¡Métete! ¿Te da vergüenza?
Julio Gómez Serra miró el agua desde el borde. No tenía miedo, era sólo una piscina (en realidad una acequia ancha y profunda) pero no las tenía todas consigo.
Y si algo podía convencerle, era la chica que le acompañaba. Silvia Abril García estaba al otro lado de la acequia, después de cruzar la plataforma. Estaba quitándose la ropa, quedándose totalmente desnuda. Desde el otro extremo de la piscina Julio contempló su cuerpo, bellísimo y pequeño. Tragó saliva, llamándose estúpido. No podía perderse aquello.
Silvia se zambulló en el agua, después de lanzarle una mirada salvaje y una sonrisa traviesa.
Los dos llevaban tonteando desde que empezó el verano, sin llegar a nada. Y hacía unos pocos días por fin se habían enrollado. Aquello había sido una liberación para Julio, un descanso después de tanta presión y tanto jugueteo.
Parecía una locura que, siendo de pueblos tan cercanos, se hubiesen conocido al final en la gran ciudad, siendo compañeros de clase. Por eso, durante el verano se habían visto tanto.
Silvia nadó de un extremo a otro de la acequia, llamando la atención de Julio. Era guapísima. La chica se detuvo y pataleó para no hundirse, mirándole.
- ¿Te vas a meter de una vez o me vas a dejar sola?
Julio ya estaba decidido. En realidad no sabía por qué no se había metido aún.
Bueno, en realidad sí que sabía por qué estaba fuera. Aquella acequia era de un hombre de su pueblo y ellos se estaban bañando a escondidas. Por eso habían ido hasta allí al atardecer. El cielo estaba cada vez más oscuro: el Sol se iba y las estrellas veraniegas despertaban.
Julio era de Castrejón y sabía lo que pasaba en su pueblo por las noches. Sabía que estaban violando el “toque de queda” que el alcalde había decretado, aunque en realidad estaban bastante lejos del pueblo: Silvia y él habían decidido encontrarse a medio camino entre los pueblos de los dos.
De todas formas Castrejón se veía a lo lejos: un racimo de luces en la distancia. La colina con el repetidor de telefonía y las ruinas del castillo se recortaba en el cielo morado oscuro.
Silvia rió desde el agua, y Julio por fin se decidió. Se quitó la ropa con rapidez, casi con rabia. Él era horrible, en comparación con Silvia, no sabía cómo podía gustarle. Sabía que era muy afortunado.
Saltó, gritando de felicidad, haciendo una bomba al caer en el agua. Silvia volvió a reír.
Los dos chicos se encontraron en medio de la acequia. Tenían que seguir pataleando, porque el canal era profundo y no hacían pie. Se abrazaron y se besaron.
Julio se sintió bien al instante. ¿Y pensar que hacía un momento había dudado en meterse?
Silvia se agitó y rió de nuevo.
- ¿Qué?
- Me has hecho cosquillas....
- Yo no he sido – dijo Julio, sonriendo, besándola en el cuello.
- ¿No? Algo me ha hecho cosquillas en la planta del pie....
- Habrá sido alguna planta – dijo Julio, volviendo a besarla. Flotaron durante un rato, dedicándose caricias y besos. Los dos estaban en la gloria.
- ¡Ay! – chilló de pronto Silvia. – ¡Ya vale!
- ¿Qué? Yo no he hecho nada....
- Algo me ha arañado el pie.... – dijo Silvia. Ya no reía.
Julio tragó saliva, asustado.
- Yo no he sido, cariño – dijo, girándose en el agua, mirando alrededor.
La superficie se agito, en ondas sinuosas, como siguiendo una línea. Julio se fijó y retrocedió, chapoteando, nadando hacia atrás hacia Silvia.
- ¿Qué pasa? – preguntó Silvia, agarrándose a la espalda de Julio.
- No lo sé. Será mejor que salgamos....
- Sí. Vamos – dijo Silvia, asustada. Ninguno de los dos quería estar ya dentro del agua.
Nadaron hacia el borde, donde Silvia había dejado su ropa. La chica nadaba con rapidez, empujada por el miedo. Julio nadaba detrás de ella, haciendo lo que podía. Nunca se le había dado muy bien nadar.
De pronto sintió que le agarraban del pie derecho, en un agarre doloroso, y tiraban de él. Trató de chillar, pero tiraron con fuerza de él y acabó bajo el agua.
Silvia salió con penurias del agua, sentándose en el borde de cemento. El agua se agitaba ligeramente, pero no había rastro de Julio.
- ¿Julio? ¿Julio? – llamó, terriblemente asustada. Se puso de pie y escudriñó la superficie del agua, invisible casi en la creciente oscuridad. – ¡No me hace gracia!
Pero Silvia sabía que Julio no era un chico que gastara bromas.
La chica empezó a sollozar, cuando le pareció evidente que Julio había desaparecido. El agua entonces empezó a agitarse de nuevo, pero no con violencia: surgieron ondas que acompañaban el sinuoso movimiento de algo que nadaba justo bajo la superficie.
Silvia empezó a jadear, aterrada, irguiéndose de nuevo, trastabillando hacia atrás en el ancho borde de la acequia. Decidió que tenía que alejarse de allí.
En ese momento la bestia saltó fuera del agua. Silvia alcanzó a ver un cuerpo alargado, como el de una serpiente, a franjas negras y amarillas. Y en la parte delantera, que se lanzaba sobre ella, unas fauces abiertas llenas de dientes afilados, con dos colmillos enormes a ambos lados.
Chilló aterrada, mientras el animal caía sobre ella, mordiéndola en el cuello y lanzándola hacia atrás. Cayó encima de ella y la destrozó a dentelladas.



martes, 24 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 10

- 10 -


Sergio se despertó asustado. Se agitó, sin saber muy bien dónde estaba.
Miró alrededor, dándose cuenta de que seguía en el suelo de la casa abandonada y medio en ruinas. Al parecer se había dormido mientras esperaba que la calle fuese segura.
Por entre las rendijas de las contraventanas pudo ver la luz del Sol. Se sintió seguro, aunque no sabía muy bien por qué. De todas formas, le parecía que los monstruos no eran muy amigos del Sol. Desencajó la maltrecha puerta y salió a la calle.
- ¡Joder! – dijo, al darse cuenta de dónde estaba. Su casa estaba a tan sólo unos cien metros, en otra calle paralela. Pero por la noche su pueblo le había parecido distinto, más grande, más terrorífico.... más sobrenatural.
Echó a andar, frotándose la cara y el pelo. Se sentía sucio, sudado y polvoriento. Tenía ganas de darse una ducha. Entró en casa, con precaución. No quería alarmar a sus padres. Pero sus precauciones fueron vanas: su madre estaba en el salón, sentada preocupada en el sofá.
- ¡Sergio! ¡Hijo mío! – dijo, asustada y aliviada, levantándose del sofá y yendo a abrazar a su hijo pequeño. Sergio se dejó mecer, pues se dio cuenta que lo necesitaba. Después su madre se separó de él y le dio una colleja fuerte. – ¿Se puede saber dónde leches te habías metido?
- ¡Ay! – se frotó la nuca Sergio. – Pues.... he estado en casa de Roque.
- ¿En casa de Roque? – preguntó su madre, asombrada.
- Sí.... Ya sé que no se podía salir de casa de noche, pero tenía que hablar con él. Estoy preocupado por Lucía. Ya sabes que fue ella la que encontró a Fuencisla....
- Sí, sí, ya lo sé – dijo su madre, comprensiva, olvidando el enfado previo. – ¿Cómo está?
- Bastante afectada – dijo Sergio, intentando que las lágrimas no surgieran de sus ojos. – Roque me ha estado contando cómo lo lleva.
- Pobre chica....
- Mamá, voy a pegarme una ducha, ¿vale?
Sergio se fue al baño, desnudándose por el camino. Quería quitarse toda la porquería que llevaba pegada encima, todo el polvo, todo el miedo que había pasado, toda la preocupación por sus amigas, todo el malestar que le provocaba la situación de su pueblo....
Debajo del chorro de la ducha pensó en lo que le había contado Bruno la noche anterior. ¿Monstruos? ¿Seres bestiales? No tenía sentido. Y, sin embargo, los muertos estaban allí....
Cuando salió de la ducha su padre ya había vuelto a casa. Después de no haberle encontrado en su cama por la mañana había salido a buscarle, con el miedo en el cuerpo, esperándose lo peor.
- Hijo mío, vaya susto nos has dado – le dijo, abrazándole. Sergio volvió a agradecer el contacto humano.
- Estoy bien, estoy bien. He estado en casa de Roque.
- Tu madre ya me lo ha contado.... Me parece bien, pero para otra vez podrías decírnoslo, ¿vale?
- Vale – sonrió Sergio. – De todas formas hoy no ha ocurrido nada malo, ¿no? Nadie ha muerto, ¿verdad?
La cara sombría que le dedicó su padre fue suficiente respuesta.

* * * * * *

Bruno Guijarro Teso observó las maniobras de los guardias civiles. La calle estaba cortada con la cinta policial, y no había muchos curiosos apostados en ella. Los habitantes de Castrejón se estaban habituando a la presencia de cadáveres cada mañana.
Bruno estaba dentro de la línea policial. Como miembro de la ACPEX tenía permiso para estar presente durante la investigación y para participar en ella.
La víctima había sido una mujer, que había muerto en la puerta de su casa. El corpóreo la había sacado de allí a la fuerza y la había devorado sin piedad. Apenas quedaban restos. Bruno había estado a punto de vomitar de nuevo.
El nerviosismo de la guardia civil era patente. Estaban desbordados, no tenían pistas. Cada asesinato era distinto del anterior: unos parecían ataques de animales, otros arranques de locura de un asesino humano desequilibrado. Pero lo que no se podía dudar es que cada día moría un habitante del pueblo. El pánico estaba a punto de cundir.
Bruno decidió que tenía que empezar a actuar, sin esperar la llegada de Suárez y su equipo. Los corpóreos debían de tener un nido, un refugio.
Y tendría que encontrarlo.
Pero para eso necesitaba la ayuda de alguien que conociese el pueblo. Y creyó que tenía al aspirante adecuado.
Salió de la escena del crimen, sacando su netbook de la bolsa-bandolera que llevaba colgada al hombro. Lo encendió mientras andaba y consultó sus notas. Buscó la dirección y se encaminó hacia allí.
La casa era de dos pisos, moderna pero guardando un poco el estilo de casa molinera. Esperó un rato delante, sin decidirse si era mejor hablar con la persona a solas o pedir permiso a sus padres.
Al final se decidió y se plantó delante de la puerta, llamando al timbre. Al cabo de un instante una mujer joven le abrió.
- ¿Sí?
- Buenos días, señora. Mire, soy Bruno Guijarro Teso, de una agencia del gobierno para la cooperación entre los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Estoy aquí destinado para lograr resolver la cadena de asesinatos que se vienen cometiendo en el pueblo....
- Sí.... – dijo la mujer, con cautela.
- Sé que no es un buen momento, pero necesito hablar con su hija Lucía. Imagino cómo se encontrará, pero su testimonio será de gran ayuda.
- Ya, pero mi hija está muy afectada. No sé si será bueno que....
- Sé que su hija ha sufrido mucho – dijo Bruno, señalando ligeramente las manchas de sangre que todavía quedaban en el asfalto, a unos pasos de allí. – Pero sólo quiero hablar con ella un momento. Tenemos que atajar este problema cuanto antes – dijo Bruno, usando su irresistible sonrisa y sus buenos cuidados modales.
La mujer lo miró un rato más, valorando las opciones.
- Está bien, pase. Pero no la ponga más nerviosa, por favor.
- No se preocupe.
La madre de Lucía le guió por la casa, hasta la habitación de su hija. Una vez allí la mujer llamó a la puerta.
- Lucía, hija, hay aquí un hombre que quiere hablar contigo.
No hubo respuesta desde dentro de la habitación.
- Lucía, soy Bruno Guijarro Teso. He venido a tu pueblo para intentar resolver el problema que aquí tenéis. Sólo quiero hablar un rato contigo, a ver si puedes ayudarme.
Pero siguió sin haber respuesta desde dentro de la habitación. La madre se giró hacia Bruno, con una mueca de disgusto en la cara. Bruno sonrió y se encogió de hombros.
Entonces la puerta se abrió. Lucía apareció en el hueco, pálida y algo llorosa, pero guapísima como siempre. Miró detenidamente al hombre que acompañaba a su madre.
- Hola, Lucía – dijo, amablemente.
- Roque me ha dicho que es usted un buen hombre – dijo Lucía, con un hilo de voz.
- Chico listo – sonrió Bruno.
Lucía le miró un rato más y terminó por sonreír también, aunque de forma ligera y tímida.
- Pase – dijo, dejando sitio para que Bruno entrara en la habitación.
La habitación de Lucía era la de una típica adolescente. Las paredes estaban cubiertas de posters y de fotografías, en las que Lucía salía acompañada de sus amigos o de su familia. Había una estantería repleta de libros, un armario enorme con un gran espejo en la puerta, un escritorio lleno de papeles y una cama con un edredón de colores, sobre el que descansaban dos docenas de peluches, de todos los tamaños y familias del reino animal.
Bruno sonrió. No se diferenciaba mucho de su propia habitación cuando tenía la edad de Lucía.
La chica se sentó en la cama, mirando seria al hombre. Bruno cogió la silla de la mesa, que tenía ruedas, y la movió hasta colocarla frente a Lucía. Se sentó en ella con lentitud y después miró a la chica con tranquilidad.
- Verás, Lucía, no quiero que sufras, ni hacerte daño, pero de lo que quiero hablarte te va a recordar lo que viste en la calle ayer.... Así que quiero que estés preparada.
La cara de Lucía se ensombreció un poco, pero la chica se mantuvo serena y asintió, segura.
- Bien – continuó Bruno. – Lo que está pasando en tu pueblo es algo fuera de lo común. No estamos hablando de un asesino normal. Ni siquiera hablamos de un asesino – explicó, haciendo que Lucía arrugara el ceño.
- ¿Entonces....?
- Monstruos. Aunque te parezca una locura, los que están matando a la gente son monstruos. Bestias que han llegado a nuestro mundo desde el suyo. No sé exactamente cómo, pero han encontrado un camino que une nuestro mundo con el suyo.
Lucía parpadeó asombrada.
- ¿Espera que me crea eso?
- Si no esperase que lo creyeras no estaría aquí hablando contigo – dijo Bruno, volviendo a usar su sonrisa irresistible. – No te miento, Lucía. Has pasado por algo terrible al encontrar a Fuencisla, no quiero remover eso sólo para reírme de ti. Quiero que me ayudes.
- ¿Cómo?
- Los monstruos, esos animales de una dimensión demoníaca, sólo atacan de noche, ¿no te has dado cuenta? Durante el día se esconden. Tienes que ayudarme a encontrar su nido.
- ¿Por qué yo?
- Bueno, conoces el pueblo mejor que yo. Eso nos dará ventaja. Además, creí que tendrías ganas de vengarte de esos bichos.... – dijo Bruno, dejando la última frase en el aire.
Lucía le miró, adivinando sus intenciones. Pero tuvo que reconocerse que el hombre tenía razón. Tenía mucho miedo, no dejaba de ver las horribles escenas que descubrió en la calle.... pero la idea de poder vengarse de quien le hizo aquello a Fuencisla le gustaba. Aun así, tenía sus dudas.
- Pero, ¿no sería mejor alguien como Roque? Sería mejor compañero – dijo, intentando que la voz no le temblara, como cada vez que hablaba de Roque.
- ¿Roque? Es un buen chico.... pero demasiado práctico. No creería nada de lo que te estoy contando. Es demasiado prudente, demasiado pegado a la realidad. Me gustaría tenerlo al lado si las cosas se ponen feas, pero no nos serviría ahora.
- ¿Si las cosas se ponen feas?
- Si los monstruos se descontrolan y toman el pueblo.... – dijo Bruno, y Lucía se estremeció.
Los dos se quedaron en silencio, Bruno esperando y Lucía valorando la oferta del hombre del gobierno.
¿Bruno tenía razón? ¿Roque era así exactamente? Lucía sabía que sí. Pero era una de las cosas que tanto le gustaban de Roque. Deseó tenerle al lado. Borró esos pensamientos de un plumazo y se concentró en lo que tenía delante. Quizá, si ayudaba a aquel hombre, la amenaza desaparecería.
- ¿Y qué tendría que hacer exactamente? – preguntó al fin Lucía.
- Por ahora poca cosa. Solamente piensa dónde podría estar el nido, la madriguera de esos bichos. Si sabemos dónde se esconden de día, ya serán nuestros.
- ¿Y yo qué sé dónde....?
- ¡Da igual! Simplemente piensa en algún lugar oscuro, a resguardo del resto de la gente del pueblo. Un lugar grande y amplio, porque estos bichos son grandes. Quizá se te ocurra sin pensar.
- Está bien....
- Muchas gracias, Lucía. De verdad – dijo Bruno, sonriendo cálidamente, poniéndose en pie. – Ya volveremos a hablar. Espero que en un par de días pueda acabar con esto.
- Eso espero.... – dijo Lucía.
Bruno se despidió con un cabeceo y salió de la habitación, dejando a Lucía tan esperanzada e ilusionada como desorientada y preocupada.
Y no sabía explicar muy bien por qué.


sábado, 21 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 9

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Domingo. Día del Señor.
El hombre de negro marchaba por la calle con decisión, con un destino marcado en mente. Hacía años que no paseaba, que no deambulaba por la calle sin motivo alguno. Llevaba mucho tiempo ya dedicado a la causa: siempre tenía algo que hacer, alguien a quien ver, algo que investigar. Alguien a quien matar.
Caminaba por la acera, cruzándose con la gente madrugadora que llenaba las calles. Todos le miraban extrañados, algunos incluso con un deje de temor. La gente iba arreglada, contrastando con la sobria vestimenta del hombre de negro: abrigo largo de paño, sombrero de ala ancha redonda, gafas redondas y pequeñas, todo de color negro.
Desde que supo que el trece estaba al llegar se sintió viejo. Lo era, desde hacía tiempo, pero nunca se había sentido como tal. Seguía siendo lo suficientemente ágil, lo suficientemente independiente como para seguir cumpliendo su misión, su cruzada. Pero la inminente llegada del caudillo del mal.... Se sintió muy mayor, muy cansado, muy cascado. Esperaba estar a la altura cuando el trece apareciese.
Y eso tenía que averiguar. Dónde y cuándo pensaba hacer su aparición el trece.
Era temprano, y la mayoría de los comercios estaban cerrados. Al ser domingo sólo los bares y los quioscos abrirían sus puertas, pero el hombre de negro sabía que el local que buscaba estaría abierto. Jonás nunca cerraba.
Llegó a la calle y se detuvo en medio de la acera. Era una acera estrecha, y los transeúntes tenían que apartarse para poder pasar por delante del hombre, que no se movía. Parecía estar en otro lugar, ajeno a esta realidad. Sus ojos, detrás de las gafas pequeñas y oscuras, no se movían de un local pequeño que había al otro lado de la calle.
Alguien salió de dentro de la tienda, haciendo sonar las campanillas que colgaban por dentro. El hombre de negro supo entonces que la tienda estaba vacía y cruzó la calle, decidido, haciendo que un coche tuviese que frenar casi en seco. Pero el hombre de negro no se inmutó.
Empujó la puerta con cristalera de la tienda, golpeando ligeramente las campanillas que colgaban por dentro. El ruido de cascabeles le acompañó mientras se adentraba en el establecimiento. Había altas y largas estanterías abarrotando el local, unas muy juntas de las otras. Los estantes estaban llenos de hierbas, de sobres de infusiones, de imágenes de dioses y musas, de piedras místicas, abalorios, collares, pulseras y amuletos paganos. En otras había libros de curación y autoayuda y en otras, más apartadas del gran público, había hechizos y embrujos.
El hombre de negro caminó entre ellas, hacia el mostrador que había al fondo. No había nadie tras él. El hombre de negro esperó, pacientemente, apoyado en el largo tablero de formica. Miró con el rabillo del ojo a su alrededor, buscando algún peligro, pero no lo había. Olisqueó el ambiente y todo estaba en orden.
Entonces salió de la trastienda un hombre mayor, de piel negra y pelo muy blanco, corto y ensortijado, pegado al cráneo. Salía sonriente, tarareando una canción, observando unas piedras preciosas que llevaba en las manos. Cuando llegó al mostrador levantó la mirada y vio al siguiente cliente.
- ¡¡Tú!! – gritó, asustado, soltando las piedras que resonaron por el suelo. Con la cara mostrando su miedo tropezó hacia atrás, desapareciendo de nuevo en la trastienda.
El hombre de negro saltó el mostrador, con una agilidad que nadie le hubiese presupuesto al ver su aspecto. Aterrizó al otro lado y cruzó la cortina de cuentas que daba acceso a la trastienda.
El almacén era como la propia tienda, sólo que más abarrotado aún. Las estanterías eran más altas y más viejas, de madera añeja. Estaban llenas de todos los artículos expuestos fuera, metidos en cajas de madera o cartón. El polvo se había adueñado de todo y flotaba en el ambiente.
El dueño de la tienda, Jonás, intentaba escapar entre las estanterías. El hombre de negro le seguía de cerca. Jonás se asomaba entre estantería y estantería, sin perder de vista la puerta de entrada al almacén. Pero entonces el hombre de negro surgía de detrás de un estante, ocupando todo el pasillo, cortándole el paso.
La situación se repitió varias veces, con Jonás corriendo por toda la estancia. El hombre de negro, no sabía cómo, siempre le cerraba el paso: aparecía siempre en el pasillo que pensaba recorrer. Pero cada vez aparecía más cerca. Le estaba empujando hacia la parte trasera del almacén.
Jonás se escondió detrás de unas estatuas de unos tigres de tamaño natural, envueltas en papel de burbujas. Intentó recobrar el aliento: ya no tenía edad para esos juegos.
Miró desde detrás de la estatua, a todo lo largo del  pasillo. Al fondo estaba la puerta cubierta con las cortinas de abalorios, justo al final del pasillo. Era muy largo, pues Jonás estaba casi al fondo del almacén, pero si el hombre de negro no estaba por allí cerca podría escapar.
Entonces el hombre de negro apareció desde un lateral, cargando contra Jonás justo cuando éste se disponía a echar a correr hacia la libertad. El hombre de negro le agarró por el cuello de la camisa y le hizo chocar contra la estatua con la que se escondía.
Jonás gritó de dolor, y aún más cuando el hombre de negro le zarandeó y le lanzó contra una estantería cercana, que gimió y se meneó, sin llegar a caer. Jonás se dobló de dolor, siendo levantado otra vez por el hombre de negro, que le llevó hasta la estatua del tigre y le hizo recostarse contra su lomo, en una postura muy incómoda para la espalda.
- ¡¡Aaaaahh!! ¡Déjame! ¡Esta vez no he hecho nada! – gritó Jonás, dolorido y asustado. – ¿Qué quieres de mí?
- Información – dijo el hombre de negro, con su voz de cuervo.
- ¡Yo no sé nada! – se defendió Jonás.
- Sé que sólo tú puedes saberlo....
Jonás abrió los ojos como platos.
- ¡No sé nada de ningún corpóreo!
- ¿Y cómo sabes que estoy buscando a un corpóreo? – preguntó el hombre de negro, juguetón.
Jonás tragó saliva, apurado. Se había descubierto él solo.
- ¡Vamos! ¡Habla! – rugió el hombre de negro, sacudiendo a Jonás, que se encogió, asustado. – No dudaré en hacerte un exorcismo....
- ¡¡No!! – aulló Jonás, y durante un instante sus ojos se volvieron amarillos, lo que dura un parpadeo. – Está bien, está bien. Te diré lo que quieres saber....
- ¿Ha habido actividad de corpóreos?
- Sí – contestó Jonás, resignado. – De muchos.
- ¿Sabes dónde? – preguntó el hombre de negro y Jonás negó con la cabeza.  – ¡¿De verdad?!
- ¡De verdad! He notado su presencia, pero no sé dónde han surgido. Puedo averiguarlo para ti....
- Hazlo – ordenó.
Jonás se incorporó y el hombre de negro le soltó. El dueño de la tienda caminó hacia la parte de atrás del almacén y el hombre de negro le siguió de cerca. Allí, al fondo de la trastienda, detrás de todas las estanterías, en un rincón, Jonás tenía su “despacho”. No era más que una mesa puesta en la esquina del edificio, con una silla cómoda delante. Había papeles en una cesta de metal, un par de libros sobre la mesa y un portátil en el centro del escritorio.
Jonás se sentó en la silla, bajo la atenta mirada del hombre de negro. El dueño de la tienda abrió un cajón y sacó unos mapas, viejos y arrugados, muy manoseados. En la otra mano sostenía una botella de whisky, a la que apenas le quedaba un sexto de su contenido.
Jonás extendió los mapas por encima de la mesa, alisándolos con las manos extendidas. El hombre de negro pudo ver que eran mapas políticos y físicos de toda la península, de algunas comunidades autónomas sueltas e incluso de algunas provincias en concreto, bien grandes, con mucho detalle. El dueño de la tienda tomó un trago de whisky y lo mantuvo en la boca, mientras cerraba los ojos y paseaba las manos entre los mapas extendidos encima de la mesa. Un murmullo tenue empezó a oírse, emitido por Jonás, en trance.
Sus manos revoloteaban por encima de los mapas, algunas veces lentamente, otras acelerándose. En ocasiones rozaba el papel, tocaba algún plano, pero no llegaba a coger ninguno. Sus manos empezaron a moverse más rápido, haciendo círculos encima de los mapas. Con un zarpazo veloz apartó un mapa, lanzándolo al suelo. Repitió la operación con la mano izquierda, mandando esta vez dos mapas al suelo. Apartó otro de un manotazo, que chocó contra la pared, arrugándose y quedando apartado. Entonces sus manos se pararon.
Jonás tragó el whisky, abrió los ojos y bajó la mano derecha, con el índice extendido. Lo posó suavemente en un punto del mapa que quedaba ahora encima del montón de todos los que había sobre la mesa: un mapa político de la comunidad de Castilla y León.
- Aquí.... – dijo con voz temblorosa, sin mirar todavía el papel. El hombre de negro se inclinó para mirar en el mapa.
Castrejón de los Tarancos. No estaba lejos. Podía llegar ese mismo día, si se agenciaba un medio de transporte rápido.
Sin dirigirle la palabra a Jonás se irguió y se dirigió hacia la tienda, recorriendo uno de los pasillos entre estanterías del almacén.
Jonás respiró tranquilo, al ver alejarse la espalda del hombre de negro. Pero dio un respingo cuando la figura oscura se giró y le miro de forma amenazadora.
- Tú, ectoplasma – dijo, con voz cascada, perversa. Levantó una mano y le señaló directamente. – Recuerda nuestro trato. No vuelvas a hacerme perseguirte. Si te permito estar aquí es para que me ayudes.
Jonás asintió, muerto de miedo.
El hombre de negro se volvió y siguió su camino, para salir de la tienda.
- Otra cosa – dijo al aire, sin volverse, alzando la voz para que Jonás le oyera. – El trece está en camino. Si yo fuera tú arreglaría todos mis asuntos pendientes. Sólo por si acaso....
Jonás empezó a temblar como una hoja marchita en la rama de un árbol en pleno otoño.
El hombre de negro se regocijó por dentro, cruel.



viernes, 20 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 8

- 8 - 

La noche parecía tranquila, pero no había más que ruidos y sonidos todo el rato. El viento soplaba lamentándose, y las pisadas y el murmullo de algo arrastrándose se burlaban del bando del alcalde que ordenaba que todo el mundo se quedara en casa con la llegada de la noche.
Alicia Gutiérrez Arranz se asomó a la ventana de su casa, oteando la calle. No había nada allí, pero los ruidos seguían llegando. El viento ululó como un búho, con fuerza. Parecía lamentarse, con lástima, pero también con furia. A pesar del calor de la noche, Alicia sintió un escalofrío.
La brisa entró por entre los barrotes que la ventana tenía por fuera, colocados para evitar que nadie se colara por las ventanas del piso de abajo. Alicia decidió que cerraría las ventanas.
Entonces sonó un ladrido lastimero. Alicia se asustó primero, pero luego se asomó entre los barrotes. Los ladridos se repetían, dolorosos, cada vez más cerca.
Un perrillo salió de la oscuridad, arrastrándose. Dejaba un reguero de sangre detrás de él en el asfalto de la calle. Tiraba de su cuerpo con las patas delanteras, arrastrando las de atrás, heridas. Su cara estaba contraída por el dolor.
Alicia se apiadó de él al instante. Se agarró a los barrotes de su ventana, asomándose aún más, con la cara crispada por la pena. Tenía que ayudar a aquel animal.
Pero no pudo.
De repente, un animal enorme surgió de la oscuridad, entrando en el cono de luz que derramaba la farola. Arrugó la cara, entornando los ojos, encogiendo un poco el cuerpo: parecía que la luz no le gustaba, le hacía daño.
Era una bestia enorme y brutal. Tenía la forma de un caballo, de color marrón oscuro. Pero no era un caballo. Su lomo estaba cubierto de placas, láminas de piel endurecida como velas de barco, como las de algunos lagartos. Las crines eran largas y duras, como alambres. Púas gruesas le salían de las rodillas. Y el hocico, alargado como el de un caballo, no era el de un caballo: se abría desmesuradamente, mostrando unas fauces repletas de dientes afilados y colmillos, amarillos, desordenados, amontonados unos sobre otros.
Se encabritó, sobre las patas traseras, alzándose. Su relincho sonó desde el infierno. Resopló, en una mezcla de ladrido y gruñido de felino.
Se abalanzó hacia adelante, hacia Alicia, metiendo sus fauces entre los barrotes. Con sus dientes atrapó a la mujer por la cabeza y tiró de ella. Los hombros de Alicia chocaron contra los barrotes, arrancándolos gracias a la fuerza de la bestia.

Alicia cayó al suelo, notando la cara destrozada, húmeda y caliente. El monstruoso caballo se colocó sobre ella. Alicia gritó desde el suelo, mientras el ser se abatía sobre ella, devorándola.


martes, 17 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 7

- 7 -

La noche había ocupado su lugar en Castrejón. Las calles del pueblo estaban vacías, prácticamente: la gente iba dejándolas libres, de camino a sus casas. El bando que el alcalde había emitido había recorrido todo el pueblo y había cumplido su cometido.
Sergio miraba la calle desde la planta baja de su casa. Observaba la calle desde la ventana, medio escondido detrás de las cortinas. Una farola solitaria iluminaba el cacho de calle que había frente a su casa. Más allá del límite del foco, la oscuridad dominaba la noche.
Se removió incómodo. Su amiga Lucía estaba muy nerviosa, desesperada. Estaba destrozada después del terrible espectáculo que había presenciado en la plaza mayor. De Victoria y de Mowgli no sabía nada, no las había visto desde esa mañana. Las había llamado, pero ninguna contestaba al móvil.
Sergio soltó un ¡joder! bien sonoro y salió de casa, cogiendo las llaves al vuelo del gancho que había al lado de la puerta. Sabía que no debía salir de casa, pero tenía que hacerlo. Estaba preocupado por sus amigas, por Roque también, y no podía quedarse en casa sin saber cómo estaban. Además, tenía curiosidad por saber quién era aquel tío que Roque había acompañado al ayuntamiento, a ver al alcalde. Sergio esperaba que trajera una solución.
En la calle hacía frío, a pesar de ser verano. No corría el aire, pero el ambiente estaba fresco. Sergio caminó con paso rápido en dirección a casa de Roque, para alejar el frío y el miedo.
Estaba solo en la calle. Ningún otro habitante del pueblo se había atrevido a estar fuera de noche. Todos habían hecho caso al alcalde y a su bando. Sergio sintió un nudo en el estómago, una inquietud que le crecía dentro. Prestó atención a su alrededor, pero no oyó nada raro.
El camino hasta la casa de Roque, cercana a la suya, se le hizo eterno. Parecía que las calles hubiesen crecido y las distancias se hubiesen alargado. Pero acabó llegando, llamando a la puerta con alivio. Esperó en medio de la calle, bajo el foco de una farola. La oscuridad era lo malo.
La puerta se abrió una rendija, y dejó ver media cara de su amigo. Sergio se inquietó mucho: Roque parecía asustado, una sensación que nunca esperó ver en la cara de su amigo.
- ¡Sergio! ¿Qué haces aquí? – preguntó, abriendo la puerta un poco más, dejándose ver al completo. Su voz sonó suave y tranquila, como siempre, lo que calmó bastante a Sergio.
- Necesitaba hablar contigo.... – dijo, sin moverse del sitio, bajo la luz de la farola.
- ¿Y no podías haberme mandado un mensaje al Facebook? – contestó Roque, con el deje cómico que a veces le salía y que tanto hacía reír a sus amigos.
- Necesitaba verte cara a cara....
- ¿Es sobre Lucía?
- Sí. Y sobre ese tío que ha venido preguntando por el alcalde....
- Bruno. Bruno Guijarro no sé qué. No deja de repetirlo al presentarse, pero no me acuerdo – dijo Roque, saliendo a la calle con su amigo.
- ¿Quién es? ¿A qué ha venido? – preguntó Sergio, apurado.
- Es un fulano del gobierno, de no sé qué agencia. Dice que trabaja con la guardia civil y la policía, para encargarse de casos raros....
- ¿Entonces va a investigar lo que está pasando aquí?
- Para eso ha venido. Eso me ha dicho.
Sergio se pasó la mano por la cara, nervioso.
- ¿Eso es todo? ¿Es lo que querías saber? – preguntó Roque, suavemente.
Sergio asintió.
- Sí. Pero no sé.... Estoy un poco... no sé.... perdido, desorientado....
- Descolocado.
- ¡Eso es! Lo que está pasando aquí.... No sé.... Y luego está Lucía.... Y Mowgli....
- Yo también me siento mal al verlas mal a ellas. Pero no podemos hacer mucho más. Si este tío es del gobierno y se encarga él, sólo podemos esperar que consiga algo y todo se arregle – dijo Roque, posando su manaza en el hombro de Sergio. Fue balsámico: Sergio se sintió bien el momento. – Y también, lo que tenemos que hacer, es quedarnos en casa de noche. No se lo vamos a poner tan fácil al cabrón que nos está matando uno por uno – terminó, censor y divertido a partes iguales.
- Tienes razón.... – sonrió Sergio.
- ¿Te acompaño?
- No. Luego tendrías que volver tú solo hasta aquí.
Vuelve a  casa. Yo haré lo mismo. Cuídate, tío – dijo Sergio, chocando el puño con su amigo. Roque se volvió dentro y él volvió sobre sus pasos a su casa.
Se levantó aire, una brisa débil, que ululaba como un alma en pena. Sergio tuvo un leve escalofrío. Aceleró el paso, para llegar cuanto antes a su casa.
Sintió pisadas detrás de él, sobre el asfalto. Se giró repentinamente y miró detrás de sí. Allí no había nada. La luz de la farola iluminaba el asfalto vacío. Sergio miró más allá, pero no vio nada. No se había fijado nunca en lo pobremente iluminado que estaba su pueblo: entre farola y farola había espacios en sombras, en medio de los conos de luz.
Tragó saliva y volvió a andar. Al cabo de una docena de pasos volvió a escuchar las pisadas, rítmicas, como si alguien le siguiera trotando. Sonaban a cascos de caballo, lentos y acompasados.
Sergio se volvió a dar la vuelta. Sólo el tío Germán y Amador, el primo de Lucía, tenían caballos en el pueblo. Pero aquellas no eran horas de estar paseando a caballo. De todas formas, detrás de él no había nada.
Caminó de nuevo, casi trotando, deseando llegar a casa. Volvió a pasarle lo mismo que a la ida, cuando la casa de Roque, cercana a la suya, se había alejado. Ahora parecía que nunca llegaría a su casa.
Un resoplido, como un relincho, sonó detrás de él. No se molestó en mirar por encima del hombro hacia atrás: sabía que no encontraría nada.
Empezó a correr, sudando y jadeando. Pero lo que le puso los pelos de punta fue escuchar a su espalda, muy cercanos, unos ladridos, unos gruñidos como de león.
Corrió, desesperado. Miró a su alrededor, sin saber dónde estaba. ¿Era posible que se hubiese despistado y no supiese dónde estaba? ¿Era posible que se hubiese perdido en su propio pueblo?
Los gruñidos resonaban tras él, los cascos del caballo sonaban más rápidos. Los ladridos sonaban como expulsados a mordiscos.
Giró una esquina, volando sobre el asfalto. Una figura estaba frente a él, enorme. Chocó contra ella y rebotó, cayendo al suelo, chillando de terror.
- ¡Eh, chico! ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Sergio miró al hombre con el que había chocado. Era el forastero que había visto esa mañana en el bar, el hombre que según Roque estaba allí para ayudarles. Había cambiado su traje por ropas cómodas, llevaba una mochila al hombro y una linterna en la mano. No parecía asustado, pero sí sorprendido de encontrarse con el chico.
Entonces sonó de nuevo la mezcla de ladrido y gruñido, emitido a través de unas fauces enormes.
- Hay algo que me viene siguiendo.... – dijo Sergio, espantado, sintiéndose estúpido nada más decirlo.
Pero el hombre se puso serio de inmediato. Su cara no era de burla: creía a Sergio. Le tendió la mano y le ayudó a levantarse.
- Arriba. ¡Vamos! – metió prisa, pasando una mano por los hombros del chico. – Acompáñame. ¡Rápido! ¡Tenemos que escondernos!
Los dos corrieron por la calle, el hombre tirando del chico, buscando un lugar para ocultarse. A la vuelta de la esquina por la que había aparecido Sergio sonó un resoplido, un bufido lleno de hambre y de ira.
- ¡Aquí! – chilló el hombre, empujando una puerta de madera medio deshecha, de una casa abandonada. Sergio se unió a él y la puerta cedió después de un par de empujones. Entraron los dos atropellándose, cerrando la puerta tras ellos. Ya no se quedaba en su sitio, pero por lo menos se mantenía en el marco y los ocultaba.
Los dos se quedaron en silencio, sentados en el suelo y apoyados contra la pared a medio caer, jadeando, de cansancio y miedo.
Los malditos cascos resonaron en la calle, caminando a paso tranquilo. El hombre y el chico se miraron, con los ojos abiertos, aterrados. Lo que fuera que había fuera estaba justo delante de la casa. Un murmullo sordo, como el ronroneo de un gato gigantesco, reverberó desde fuera. Un olfateo le acompañó.
Contuvieron la respiración. Sergio se giró y se asomó a una rendija que había entre la puerta y su marco. El cuerpo del animal estaba justo delante, a unos centímetros de distancia. Sergio empezó a temblar, advirtiendo sólo que estaba cubierto de un pelo fino y brillante, de color marrón oscuro. La piel se movía con la respiración del animal, que no dejaba de olisquear.
Al cabo, el campo de visión de Sergio se quedó despejado. La bestia se había marchado. El chico soltó el aire que había retenido, volviendo a respirar, con jadeos entrecortados.
- ¿Estás bien? – le dijo el hombre que lo acompañaba, poniéndole una mano en el hombro. Sergio asintió, sorprendiéndose porque el hombre sonreía, visiblemente alegre.
Sergio siguió sentado y mirando al hombre, que se levantó y miró hacia fuera, por entre los postigos de las ventanas. No parecía nervioso ni inquieto: a Sergio le volvió a sorprender que el hombre pareciese contento. Estaba disfrutando con aquello.
- ¿Qué hacías por la calle? – dijo el hombre, mirando aún por las ventanas, con precaución. Después se giró y le miró a los ojos. – ¿No has oído el bando del alcalde?
Sergio asintió en la oscuridad. Como no supo si el hombre le había visto acabó contestando.
- Sí.
- ¿Y por qué has salido?
- Tenía que hablar con un amigo. Estaba preocupado – y, dándose cuenta de que aquel  hombre conocía a Roque, agregó – Es el chico que le ha acompañado esta mañana a ver al alcalde.
- ¿Eres amigo de Roque? – preguntó el hombre, alejándose de las ventanas y sentándose al lado de Sergio. Encendió la linterna que llevaba, apuntando hacia abajo. Colocó la linterna horizontal en el suelo y colocó el pie enfundado en un playero delante de la luz: los dos se veían ahora las caras, sin que hubiese mucha luz que llamase la atención de los monstruos de fuera.
- Sí.
- Es un buen tipo.
- El mejor.
- ¿Y por qué estabas preocupado por él?
- No era por él – dijo Sergio, sin saber cómo explicarle a aquel hombre que no se le ocurría qué podía pasarle a Roque con lo que no pudiese enfrentarse. – Era por mis amigas. Por mí.
- ¿Les ha pasado algo a tus amigas?
- Están.... están mal. Afectadas por lo que ha pasado. Una de ellas es la que encontró el cadáver esta mañana.
- Es normal....
- Yo también lo estoy. Es.... Es difícil de explicar. ¿Qué está pasando? Nadie sabe nada, nadie puede hacer nada. No sé.... Por primera vez me siento incómodo en mi propio pueblo. Me siento indefenso.
- Y el ver que tus amigas se sienten igual no ayuda mucho – opinó el hombre, comprensivo.
- ¡Eso es! Todo ha dado un vuelco....
- No te preocupes.... – dijo el hombre, dejando la frase sin terminar, mirándole con intención. Sergio tardó un momento en darse cuenta de lo que quería.
- Sergio.
- No te preocupes, Sergio – terminó el hombre. – He venido a encargarme de todo.
- ¿Encargarse de qué? Quiero decir.... ¿Qué es exactamente lo que está pasando?
El hombre se irguió un poco, pensando en qué contestar. Parecía valorar la integridad del chico.
- No sé cómo, pero tu pueblo se ha llenado de monstruos, Sergio.
- ¿Monstruos?
- Ya has visto lo que nos ha perseguido. O lo has intuido, al menos – contestó el hombre, señalando al otro lado de la puerta. – Llámalos como quieras: monstruos, bichos, animales, bestias.... Son algo que ha recalado en tu pueblo. Algo que no es de este mundo.
- ¿Y qué es lo que quieren? – preguntó Sergio, atónito.
- Lo que todo el mundo. Sobrevivir.
- ¿Y usted ha venido a cazarlos?
- Algo parecido.... – contestó, meneando la cabeza a un lado y a otro. – Compañeros míos vendrán mañana, o el lunes. Entre todos haremos algo con esos bichos.
El hombre se puso en pie, apagando la linterna. Se acomodó la mochila y volvió a mirar por la ventana. Sergio seguía sorprendido de verle tan tranquilo, tan alegre incluso. Disfrutaba con aquella situación, estando allí, en medio de aquel pueblo perdido poblado de monstruos.
El hombre volvió al lado de Sergio, enfrente de la puerta.
- Tengo que seguir con mi ronda.
- ¿Va a volver a salir ahí? – preguntó Sergio, asustado.
- Para eso he venido – sonrió el hombre. – Quédate aquí hasta que veas que todo está tranquilo. Entonces lárgate a tu casa echando leches.
Sergio asintió y el hombre abrió la puerta de un tirón, saliendo a la calle y volviéndola a cerrar. Sergio contuvo la respiración, pero no escuchó ningún sonido, ni respiraciones, ni cascos caminando, ni gruñidos.... ni siquiera las pisadas del hombre.
Unos golpes aporrearon la puerta, haciendo que Sergio soltara un chillido y saltara hacia atrás. La puerta se abrió, dejando ver de nuevo al hombre, asomándose al interior de la casa a oscuras.
- Por cierto, soy Bruno. Bruno Guijarro Teso – dijo, presentándose. Sonrió y se dio la vuelta, volviendo a la calle.
Sergio se tumbó en el suelo cubierto de polvo y escombros de la casa, con el corazón botándole en el pecho.