domingo, 30 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos (Extra)



LA CORONA DEL REY
(el cuento de Sergio el escudero)


Había una vez un rey muy bueno que vivía en un reino muy lejano. Era un rey muy mayor que necesitaba gafas para leer de cerca, usaba bastón para caminar y era muy despistado.
Tan despistado era que no era raro que se dejase olvidada la corona siempre en cualquier sitio: en la mesa del comedor, en el trono, en el baño, en la silla del caballo y en la cama al levantarse.
Pero hubo un día en que no la encontró. El rey había perdido la corona, no se acordaba de dónde la había dejado y lo malo es que no la encontraba, aunque registró todo el castillo.
Por eso el viejo rey decidió salir a buscar su corona fuera del castillo, por el reino. Se puso las gafas en la punta de la nariz, cogió su bastón y echó a andar.
Se encontró con un estanque, donde nadaba un pato. Se agachó y le preguntó:
- Señor Pato, ¿habéis visto por aquí mi corona?
El pato se sumergió y revisó todo el estanque.
- No, lo siento majestad.
El viejo rey volvió a caminar, hasta llegar al bosque. Allí se encontró con un zorro, al que preguntó:
- Señor Zorro, ¿habéis visto por aquí mi corona?
El zorro negó con la cabeza.
- No, lo siento majestad.
El viejo rey echó a andar otra vez, apoyándose en el bastón, adentrándose en el bosque. Vio un pajarito posado en una rama y le preguntó:
- Señor Pájaro, ¿habéis visto por aquí mi corona?
El pájaro remontó el vuelo y sobrevoló el bosque por encima de los árboles.
- No, lo siento majestad.
El viejo rey siguió su camino por el bosque, hasta que llegó a un río caudaloso. Se agachó para beber un poco de agua y vio una piraña que lo miraba sumergida.
- Señora Piraña, ¿habéis visto por aquí mi corona?
La piraña buceó por todo el río, arriba y abajo, sin encontrar nada.
- No, lo siento majestad.
El viejo rey siguió el curso del río, hasta llegar a la desembocadura. Se había hecho de noche y el rey miró al cielo, donde habían salido las estrellas. Una de ellas brillaba mucho más fuerte y mucho más cerca.
- Señora Estrella, ¿habéis visto por aquí mi corona?
La estrella miró desde el cielo en las cuatro direcciones.
- No, lo siento majestad.
El viejo rey siguió caminando por la playa, hasta que llegó a una barca que estaba allí atada.
- Señora Barca, ¿habéis visto por aquí mi corona?
La barca montó al viejo rey y lo paseó por la costa, pero no vieron nada.
- No, lo siento majestad.
El Sol empezó a asomar por el horizonte, allá a lo lejos y se hizo de día. El viejo rey vio un gran carguero que se adentraba en mar abierto. Lo llamó con grandes voces y le preguntó:
- Señor Carguero, ¿habéis visto por aquí mi corona?
El carguero montó al viejo rey encima y viajó por el océano, sin encontrar nada.
- No, lo siento majestad.
El carguero llegó a una isla, en la que había una casa. El viejo rey se bajó en la playa y caminó despacito, apoyado en su bastón hasta la casa.
- Señora Casa, ¿habéis visto por aquí mi corona?
La casa abrió las persianas y miró bien por toda la isla.
- No, lo siento majestad.
El viejo rey entró dentro de la casa, para descansar, y allí encontró un niño.
- Niño, ¿has visto por aquí mi corona?
- No, lo siento majestad. Pero tengo en casa una caja muy grande: a lo mejor vuestra corona está dentro.
El viejo rey buscó dentro de la caja pero no encontró su corona. Se sentó triste en una silla y se puso a llorar, en silencio. El niño se puso triste al ver llorar al viejo rey, así que buscó en la caja y sacó una gorra.
- Majestad, no es una corona, pero os servirá para cubriros la cabeza.
El viejo rey tomó de manos del niño la gorra y se la puso en la cabeza, sonriendo contento y feliz.


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Las palabras en negrita indican las formas que se construyen con el papel al contar el cuento.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XXVI


UN FINAL INESPERADO (Y FELIZ)

El caso es que, al final, todo volvió (más o menos) a la normalidad. El mago Jeremías se puso serio y mandó a todo el mundo al Gran Salón del castillo. Los reunió a todos allí y les pidió que le explicaran, despacito y sin decir mentiras, todo lo que había pasado en los tres días que había estado ausente.
Poco a poco todo quedó claro: la idea del fraile Malaquías para raptar a Adelaida; el viaje de Bernabé y el rapto de la princesa, que el verdugo realizó por orden de la reina; la petición de Rosalinda a Marciano para que la princesa nunca llegara a Astudillo, o para que desapareciera de la capital una vez que llegó; el intento de asesinato de Gadea, cumpliendo órdenes; los intentos vanos del aprendiz de mago para matar a la princesa; la “milagrosa” recuperación de “Lepre”, por intervención y torpeza de Marciano; el pánico a la peste que se extendió por el reino, tras el incidente con la aceituna de “Lepre” en la taberna; la serie de pruebas a las que se habían visto sometidos los tres jóvenes escuderos del reino de Castillodenaipes; los intentos del fraile Malaquías, siempre en busca de su apocalipsis, para que Adelaida se quedara en Astudillo; y el hechizo de Marciano, para matar a la princesa y probar que era mago.
Rosalinda pidió perdón a Adelaida; Marciano pidió perdón a la princesa y también a su maestro; la reina pidió perdón a todos por haber obrado mal como regente; Gadea pidió perdón a la princesa Adelaida por haber intentado matarla; “Lepre” pidió perdón por haber provocado que el reino de Cerrato se hubiese quedado vacío; Romero pidió perdón a Bernabé por no haberle devuelto todavía los libros que le había prestado su amigo y Maruja pidió perdón por ser tan cotilla. Pero como no había pasado nada malo, nadie había sufrido ningún daño (salvo el padre Malaquías, el causante de todo aquel lío) y todo se había resuelto al final felizmente todos se perdonaron.
La princesa Adelaida perdonó de corazón a los habitantes de Astudillo, prometiendo que explicaría todo a sus padres para que la guerra no estallase entre los dos reinos. Además agradeció la valentía y la lealtad que habían demostrado los tres jóvenes escuderos, yendo a rescatarla y consiguiéndolo.
Además, reconoció que Rosalinda era toda una princesa, a pesar de no serlo por ascendencia de sangre. De esa forma, Rosalinda se sintió completamente feliz. La reina Guadalupe, que no tenía un pelo de tonta, decidió no hacer mucho caso de las leyes y de la tradición y nombró princesa a Rosalinda allí mismo. La noticia corrió como un galgo por el reino y la gente del Cerrato volvió a sus hogares para aclamar a su nueva princesa y el reino volvió a la normalidad.
Marciano siguió siendo aprendiz de mago durante una temporada, mientras Jeremías no dijera lo contrario. Romero siguió haciendo herraduras y corazas, Maruja continuó contando cotilleos y chismorreos, Gadea siguió disparando y protegiendo el reino, “Lepre” volvió a ejercer la medicina y la reina Guadalupe siguió igual de simpática y divertida que siempre, cuidando de que sus súbditos fuesen felices y tuviesen siempre dónde apostar.
La princesa Adelaida, acompañada por los tres escuderos y el verdugo Bernabé (que prometió llevarla sana y salva a su hogar, sintiéndose muy avergonzado por haberla raptado), volvió a Marfil, para regocijo y alegría de sus padres los reyes y de todos sus súbditos.
Los tres escuderos fueron nombrados caballeros inmediatamente, pues habían demostrado valentía, fuerza, inteligencia y honradez. Fueron héroes para sus vecinos.
Y la princesa Adelaida, mandando todo el protocolo a la porra, se casó con el verdugo Bernabé, a quien quería de todo corazón.


Y colorín, colorado, está crónica de dos reinos vecinos se ha acabado....


viernes, 21 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XXV




UN MAGO QUE VUELVE



Darío abrió la puerta y los tres escuderos entraron apelotonados en la habitación. Había una cama pequeña, una silla incómoda de madera y mimbre y una ventana con barrotes por la que entraba la luz del sol poniente.

Y la princesa Adelaida estaba en el centro de la habitación, de pie, atenta a los ruidos que llevaba escuchando desde hacía un rato del otro lado de la puerta. Los tres niños, al verla tan guapa y tan elegante, erguida en medio de la habitación, pusieron una rodilla en tierra e hicieron una reverencia.

- Majestad – dijeron, con respeto.

- ¿Quiénes sois? – preguntó Adelaida.

- Somos tres jóvenes escuderos de vuestro reino, alteza – dijo Darío, ya que María parecía haberse quedado sin palabras ante la princesa, alucinada.

- Hemos venido a rescataros – añadió Sergio.

- Muy bien – dijo Adelaida, sonriendo ampliamente. – Os lo agradezco de corazón.

- Pues vamos, que se hace tarde.... – murmuró María, saliendo de la habitación. Sus dos amigos y la princesa la siguieron. Buscaron la estrecha escalera de caracol que les había indicado el verdugo Bernabé y bajaron por ella a todo correr, deseando salir de una vez de aquel castillo (sobre todo la princesa) y volver corriendo a su hogar, en Marfil. Llegaron hasta una sala en la que todas las paredes tenían colgadas cabezas disecadas de animales y había alfombras de piel de oso, de lobo y de gato montés. Buscaron la puerta y salieron al vestíbulo del castillo. Allí, al lado de la puerta de salida, vieron al verdugo.

- ¡Aquí la traemos! – gritó María, alegre.

- ¡Ma.... Maj.... Majestad! – tartamudeó el verdugo, viendo a Adelaida. Tragó saliva y continuó. – Me alegro.... me alegro mucho de vernos.... ¡De veros!.... Me alegro mucho de veros sana y salva, alteza....

- Yo también me alegro mucho de verte, Bernabé – dijo la princesa Adelaida, sonriendo, mirando al verdugo con intención, con una mirada atractiva cargada de significado. El verdugo sostuvo la mirada un instante y luego tragó saliva, sonoramente. Los tres escuderos rieron por lo bajinis, divertidos.

- Eso es lo que te pasa a ti cuando ves a Jacinto, ¿no? – dijo Darío con mala idea.

- ¡Cállate, tú! – respondió María, dándole un puñetazo en el brazo.

- La puerta está abierta.... deberíamos irnos – dijo Bernabé, con voz débil, sin poder dejar de mirar a Adelaida.

- Vamos, pues – dijo la princesa con decisión.

Salieron al patio del castillo y corrieron hacia la puerta, que efectivamente estaba abierta, con el rastrillo subido: “Lepre” había cumplido su parte de la apuesta. Fray Malaquías y la reina Guadalupe también, pues había un gran carro tirado por dos buenos caballos fuera del castillo, al lado de la puerta.

- ¡¡No podéis iros!! – oyeron una voz que gritaba desde lo alto. Los tres escuderos, el verdugo Bernabé y la princesa Adelaida pararon de correr y se giraron. Arriba, en uno de los pasillos exteriores que unían las torres del castillo, estaba el fraile Malaquías, con una gran cruz en las manos, alzada por encima de su cabeza. Era una cruz de madera, muy alta y pesada. – ¡¡No podéis abandonar Astudillo con la princesa!! ¡¡Adelaida es una santa!! ¡¡Aquí hace milagros!!

- ¿Pero qué dice usted? – dijo María.

- ¡¡Padre Malaquías!! ¡¿Qué pasa aquí?! – preguntó la reina Guadalupe, apareciendo en el mismo pasillo exterior que el fraile pero saliendo a él por la otra torre. Con ella llegaban la infanta Rosalinda, Romero el herrero, Maruja, “Lepre” y Gadea la arquera. Se quedaron todos en grupo, algo alejados del fraile que parecía un poco loco.

- ¡¡Esos extranjeros pretenden llevarse a la princesa Adelaida!! ¡¡Y no podemos permitírselo!! – dijo el fraile, siguiendo con su papel. Quería liarla parda, montar un follón bien gordo, a ver si el apocalipsis se decidía de una vez por todas a aparecer.

- ¿Por qué no? Han superado todas las pruebas que les hemos puesto.... – dijo la reina, confusa.

- ¡¡La princesa Adelaida curó a un leproso de su maligna enfermedad!! – gritó el fraile, fuera de sí. – ¡¡Es una santa!! ¡¡No puede abandonar su santuario!!

- ¡Pero si yo no hice nada! – gritó Adelaida. – ¡Esa señora cogió una copa que estaba encima de la mesa, se la bebió y se curó!

- ¡¡Sí!! ¡¡Es verdad!! – dijo de repente otra voz. Todos miraron hacia allá y vieron al aprendiz de mago, que apareció desde su torre en otro de los pasillos exteriores del castillo. – ¡¡Y fui yo el que preparó aquella poción!! ¡¡Soy un mago de verdad por fin!!

- ¡Pero tú lo que pretendías era envenenar a la princesa, so memo! – dijo Rosalinda, harta de la ineptitud del aprendiz de mago. – ¡Fallaste! ¡Conseguiste justo lo contrario de lo que querías! ¡No eres un mago de verdad!

- ¡¿Pero qué está pasando aquí?! – dijo el mago Jeremías, el mago del reino, el mago de verdad. El hombre acababa de llegar de la reunión de la ALMYBAR y se había encontrado con aquel desbarajuste.

- ¡¡Maestro!! ¡¡Por fin habéis vuelto!! – gritó de alegría el aprendiz.

- ¡¡Marciano!! ¿Pero qué haces ahí arriba?

- ¡Maestro, estaba deseando que volviera! ¡Todos se han vuelto locos mientras usted estaba fuera y no había manera de controlarlos! ¡Pero ahora verá, maestro! ¡¡Va a ver cómo me convierto por fin en un mago de verdad!!

- ¿Qué vas a hacer, Marciano, hijo? ¡¡Ten cuidado!!

El aprendiz de mago, Marciano, se remangó la túnica y estiró los brazos hacia la princesa Adelaida, mientras decía unas palabras mágicas:



“Ringoni circum puniceus,

manducate acetaria,

edunt dominorum,

oranges et lemons”



- ¡¡Marciano!! ¡¡No!! – gritó el mago Jeremías, reconociendo el hechizo mortal. De las manos del aprendiz salieron unos rayos de color verde y rosa.

- ¡¡Ay, mi madre!! ¡¡Que se quiere cargar a la princesa!! – gritó Rosalinda, recordando que el aprendiz de mago había dicho algo de un hechizo para demostrarle a ella que podía cumplir el encargo que le había ordenado hacía un par de días.

El hechizo voló como una flecha disparada por Gadea hasta la princesa Adelaida, que no pudo hacer nada por apartarse. Bernabé tampoco pudo reaccionar, asustado al ver que el hechizo llegaba hasta su amada.

Pero el mago Jeremías hizo honor a su cargo y se apareció delante de la princesa, haciendo un gesto con el dorso de la mano, desviando el hechizo. Los rayos verdes y rosas volaron hasta las torres del castillo, golpeando la cruz que sujetaba fray Malaquías, lanzándola hacia lo alto. Los rayos rebotaron en la madera y acabaron cayendo en una bandera del reino, que se incendió al instante. El fuego y el humo espantaron a unas palomas, que volaron hacia lo alto de las torres, golpeando una de las veletas del castillo. El gallo de metal cayó rebotando por los tejados, espantando a un gato negro que había por allí. El felino saltó asustado, maullando, cayendo sobre la espalda de la reina Guadalupe. Su majestad se asustó, sacudiéndose encorvada. El gato se asustó más y se agarró con las uñas al vestido de la reina, sin caerse. La infanta y los súbditos que la rodeaban intentaron ayudarla, espantando al gato, montando una algarabía monumental.

El caso es que nadie vio como la gran cruz de madera salía hacia arriba, girando sobre sí misma, para caer otra vez en vertical hacia abajo.

- Ay, mierda.... – murmuró fray Malaquías, resignado, viendo lo que se le venía encima.

La cruz cayó sobre él y le aplastó, con un estruendo enorme y levantando una gran polvareda. El gato se fue de allí, asustadísimo, y el resto de personajes miraron a su alrededor, volviendo a la normalidad, comprobando cómo había acabado el pobre fraile.

Al final, el padre Malaquías se había quedado sin su tan deseado apocalipsis.


martes, 18 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XXIV


UN NOMBRE Y UN COLOR

Llegaron a la última habitación de la torre, después de subir un montón de escaleras. Los tres amigos llegaron resoplando, como perros al Sol.
La escalera terminaba allí, en una especie de descansillo, delante de una pared con una puerta de madera muy vieja, pero que parecía fuerte y resistente. La puerta tenía un pomo de hierro y una cerradura.
Delante de la puerta había una doncella, vestida con lujo y elegancia. Estaba sentada en una mecedora y se puso en pie en cuanto los tres escuderos llegaron allí. Los miraba con interés y atención, y sonreía ligeramente.
- No imaginaba que llegaríais aquí – dijo, a modo de saludo. – Lo esperaba, pero no podía imaginarlo. Pero bueno, ya estáis aquí, ya podéis rescatar a la princesa Adelaida....
La infanta sacó de la manga ancha de su vestido un aro de metal con una llave y se giró hacia la puerta, con intención de abrirla. Los niños se sorprendieron mucho, al ver que no tenían que pasar la última prueba para rescatar a la princesa.
- Pero.... ¿esto es de verdad? ¿No tenemos que apostar ni nada? – preguntó María, diciendo en voz alta lo que los tres estaban pensando, sorprendidos pero también aliviados y contentos. La infanta Rosalinda se giró entonces hacia ellos, con la cara tensa. Empezó a sudar mucho y le temblaba la mano en la que sujetaba la llave, que tintineó.
- Es verdad.... Tenemos que apostar.... – dijo, respirando con fuerza. – Yo no quería, pero si me lo proponéis, no me queda más remedio....
La muchacha empezó a calmarse, al haberse convencido a sí misma de que iba a apostar. Darío y Sergio miraron a María con cara enfadada y acusadora: la niña había despertado el espíritu apostador que la infanta, como habitante del reino de Cerrato, tenía grabado a fuego en la cabeza y ahora no podrían librarse de la prueba. La escudera se encogió de hombros, pidiendo perdón.
- Bien – dijo la infanta, calmada. Su deseo de apostar se había despertado ante las palabras de la niña, pero lo había calmado ante la perspectiva de una apuesta. – Os diré un acertijo, que tendréis que adivinar en un minuto. Sólo podéis darme una respuesta. Si es la correcta os daré este collar de perlas....
- ¿Y por qué no nos dais mejor la llave que guardáis en la manga? – intervino María, intentando arreglar el error que había cometido antes.
La infanta se lo pensó un momento y después asintió.
- De acuerdo. ¿Qué me ofrecéis vosotros? – dijo Rosalinda.
Los tres amigos se miraron, sin saber qué podían ofrecer a una muchacha de la nobleza que ya lo tenía todo.
- Nos apostamos una aventura de amor – dijo Darío, inspirado de repente. – Conocemos a muchos caballeros que os cortejarían sin dudarlo. Podemos hablar con ellos....
Rosalinda levantó una ceja, interesada. Estuvo pensando un instante para aceptar al final.
- Muy bien. Una llave por una historia de amor con un caballero de verdad – dejó claro la infanta. – Ahí va el acertijo:

“El enamorado le dijo a la dama
que de qué color vestía y cómo se llamaba.
Si el enamorado es entendido
ahí lleva el nombre de la dama y el color de su vestido”

La infanta dio la vuelta al pequeño reloj de arena, que empezó a dejar caer su contenido. Tenían un minuto para adivinar el acertijo, y las caras de los tres mostraban que ninguno lo sabía. Estaban perdidísimos.
- Vamos a ver: tenemos que adivinar el nombre de la dama y de qué color va vestida, ¿no? – preguntó María, a sus amigos, que se habían colocado en círculo.
- ¿Pero cómo vamos a divinar un nombre y un color, sin ninguna pista? – se quejó Sergio.
- No lo sé.... – dijo Darío, pensativo. – Pero sólo tenemos una oportunidad, así que no podemos decir nombres y colores hasta acertar....
El tiempo pasaba y los tres escuderos intentaban encontrar una pista en el acertijo, pero no la acertaban. No podían creerse que, estando tan cerca de Adelaida, iban a fallar justo entonces.
- Un momento.... – dijo Darío de pronto. – A lo mejor es una tontería, pero puede ser una pista....
- ¿Lo tienes? ¡Pues dilo! – dijo María, mirando al reloj de arena: quedaba muy poco para que se acabara.
- No estoy seguro.... – dijo Darío, volviéndose hacia la infanta Rosalinda, nervioso. – La dama se llama Elena y el vestido es morado....
La arena del reloj terminó de caer y todos se quedaron en silencio, Darío mirando a la infanta con resignación, María y Sergio mirando a su amigo tensos por los nervios y Rosalinda observando con cara de póker al escudero que había contestado.
- Correcto – dijo la infanta Rosalinda, sacándose de la manga la llave y entregándosela a Darío. Los otros dos escuderos saltaban y gritaban de alegría, abrazándose a su amigo, que suspiraba aliviado contemplando la llave de latón.
La infanta los miró y sonrió, contenta por la alegría de los niños. No sabía si también la alegraba perder de vista a Adelaida o no.


sábado, 15 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XXIII


UN CUENTO DE PAPEL

María, Sergio y Darío subieron por la escalera oculta hasta llegar a una puerta de madera. Estaba abierta, así que tiraron de ella y pasaron al otro lado. Salieron detrás de un tapiz, que apartaron para darse cuenta de que habían llegado a la Sala del Trono.
Allí los estaba esperando la reina Guadalupe, sentada en su trono, despreocupada, leyendo una revista del corazón. Cuando se dio cuenta de que los tres extranjeros estaban allí, dejó la revista, bajó los pies del reposabrazos y les sonrió, tranquila.
- Veo que habéis llegado hasta aquí – dijo la reina, serena y admirada de verdad. – Sois unos contrincantes muy buenos y duros. Pero no os confiéis, os quedan unas pruebas muy difíciles....
- Eso dicen todos.... – murmuró María, para sus amigos.
- ....pero antes de la prueba – seguía diciendo la reina Guadalupe – hay que fijar la apuesta. Yo me apuesto tres tazones de pepitas de rubí a que no sois capaces de superarla....
- ¿Y para qué queremos nosotros pepitas de rubí? – dijo María, arisca. – Esa moneda sólo es válida en el Cerrato y nosotros pretendemos volver a Castillodenaipes. ¿Para qué querremos una fortuna en pepitas de rubí si no nos valdrá para nada? – razonó la niña. – Sin embargo, nos vendrían bien un par de buenos caballos, capaces de tirar de un carro....
- ¿Queréis que me apueste unos caballos? – preguntó la reina.
- Solamente necesitamos dos.
- ¿Y qué me ofrecéis vosotros? – pidió la reina.
- Podemos ofrecerle un bonito peine que tiene mi amiga María – propuso Darío. – Es de nácar y marfil, muy suave y muy bonito. Podréis peinaros vuestra larga cabellera con él....
María lo había sacado de su mochila para que la reina lo viera y es verdad que era muy bonito. A la reina le convenció el trato y dio paso a explicar su prueba.
- Estoy harta de que el bufón Pichiglás intente entretenerme todos los días con sus monerías y tonterías – empezó a contar, cansada. – Siempre hace lo mismo: volteretas, saltos, malabares, andar en monociclo, equilibrios, piruetas.... y tiene la manía de terminar siempre el espectáculo dándose unos trompazos tremendos.... ya se ha roto un brazo, una pierna, los dedos de la mano derecha y dos veces la nariz esta temporada – la reina sacudió la cabeza, decepcionada. – Por eso quiero que intentéis entretenerme. Tenéis cinco minutos para hacer algo que me entretenga y me guste.
Los tres niños se quedaron inmóviles, asombrados y sin saber qué hacer ante la propuesta de la reina Guadalupe. Pero cuando su majestad dio la vuelta al reloj de arena se pusieron en movimiento y empezaron a hacer cosas.
Sergio hizo el pino y empezó a andar con las manos por todo el salón, pero la reina lo miró sin interés. Darío empezó a contarle adivinanzas a la reina, pero ésta sólo bostezaba. María lo intentó con los chistes, pero sólo se rieron Darío y Sergio: la reina Guadalupe ni siquiera sonrió.
Bailaron entre los tres, improvisaron una obrilla de teatro, pero la reina no se inmutaba. Y los cinco minutos pasaban.
- Majestad, ¿tenéis un trozo de papel por ahí? – preguntó Sergio, casi al final, cuando quedaba muy poca arena. La reina se lo alcanzó y el escudero empezó a hacer dobleces en él, con rapidez, vigilando con el rabillo del ojo la arena del reloj que quedaba por caer. Una vez que lo terminó empezó a contarle un cuento a la reina, usando el papel para crear a los personajes. Doblando y desdoblando el papel Sergio formó un pato, un zorro, un pajarito, un barco, una casa, una corona de rey.... mientras iba contando las desventuras del pobre rey que había perdido su corona. (1)
Darío, María y (lo que era más importante) la reina Guadalupe lo miraron embelesados, sin perderse ninguna de sus palabras, ni de sus gestos, ni de las formas que creó con el papel. Sergio terminó su cuento algo más tarde de que la arena hubiese terminado de caer, pero la reina acabó tan contenta y entretenida que no se fijó en un detalle tan insignificante.
- ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Bravo! –aplaudió la reina al final del cuento. Sergio se puso todo colorado, mientras sus dos amigos también le aplaudían. – Me ha gustado mucho, sí señor. Tienes que hablar con Pichiglás y enseñarle a hacer esas cosas para que me pueda deleitar con ellas cuando esté aburrida.
Sergio hizo una reverencia, avergonzado.
- Tendréis los caballos que nos apostamos, no os preocupéis – dijo la reina, humilde. – Haré que alguien os los prepare. Salid ahora por la puerta y caminad hacia la derecha. Allí encontraréis unas escaleras: subid hasta la última habitación de la torre. Sólo os queda una prueba con la infanta y, aunque espero que no la superéis, os deseo buena suerte....
- Muchas gracias – contestaron los tres escuderos, haciendo una reverencia educada, que la reina aceptó con un asentimiento.
Después salieron de la Sala del Trono hacia la última prueba.

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(1) El cuento que Sergio el escudero le contó a la reina Guadalupe usando un papel podréis leerlo en este mismo blog el 27 de noviembre.

martes, 11 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XXII


UNA LISTA DE COSAS
  
Mucho más adelante, siguiendo por el pasillo y después de haber subido dos tramos de escaleras, los tres escuderos vieron una puerta a la izquierda que tenía un crucifijo clavado. Sabiendo que tenían que ir a la capilla, decidieron entrar en esa sala.
En efecto la capilla era allí: era una sala pequeñita, con ocho o diez bancos de madera delante de un altar pequeño, que estaba por delante de un crucifijo grande de madera, con la imagen del Cristo clavado en él. Arrodillado delante de uno de los bancos había un fraile, de espaldas a ellos, con las manos juntas, rezando hacia el altar. Cuando cerraron la puerta, el fraile se dio la vuelta.
- ¡Alabados seáis! – dijo el hombre, poniéndose de pie. – Acercaos, acercaos. Sentaos por aquí – dijo señalándoles el banco detrás del que ocupaba él. Los tres niños obedecieron. – Me alegro de que hayáis llegado hasta tan lejos. Estáis a punto de rescatar a vuestra princesa, ¿eh? Bueno, eso no está tan mal como pudiese parecer a primera vista.... – dijo el fraile, sonriendo con bondad  ....cuanto más desorden, más revuelo. Cuanto más revuelo, más agitación. Cuanta más agitación, más caos. Cuanto más caos, más cerca queda el Apocalipsis....
Los tres niños no sabían a qué se refería el fraile, así que se quedaron sentados en silencio, mirando alrededor, contemplando la capilla del castillo: era pequeña y bonita.
- Bueno, me presentaré: soy fray Malaquías, el confesor de la reina. Soy fraile en el monasterio de Torre Marte, pero mi compromiso con su majestad me permite vivir en el castillo. La prueba que voy a poneros es de ingenio, cosa muy poco valorada en estos tiempos. Mi apuesta es esta Biblia que tengo....
- Déjese de Biblias.... – cortó María, sacudiendo una mano. – No la necesitamos, ya tenemos una Biblia cada uno. Pero no nos vendría mal un carro.... ¿Tenéis carros en el castillo?
- Por supuesto que sí, en las cuadras.
- Entonces consíganos un carro de cuatro ruedas, cubierto, que sea cómodo – dijo María, resuelta. – Y nosotros apostaremos una reliquia de San Vito que Darío tiene en muy alta estima....
- ¡¡Eh!! – saltó Darío, ofendido. – ¡Mi reliquia no!
- Vamos, hombre.... – pidió María.
- Está bien.... Un carro por mi reliquia de San Vito – aceptó el escudero.
- Muy bien. La apuesta está hecha. Me juego un carro contra vuestra reliquia a que no sois capaces de decir más animales mitológicos que yo.... – dijo fray Malaquías, con expresión inocente.
- ¡Bah! Eso es muy fácil – se envalentonó María.
- Yo soy capaz de deciros cinco animales mitológicos – dijo fray Malaquías, siguiendo con su tono ingenuo.
- Nosotros podemos decir seis animales mitológicos – aseguró Darío.
- Muy bien.... – el fraile hizo como que meditaba. – Yo diré ocho....
- Nosotros nueve.... – dijo Darío, calculador.
- Uff.... – fingió el fraile que se ponía nervioso. Se quedó un rato pensativo y dijo. – Venga, me arriesgo con diez....
- ¡Quince! – saltó María, animada, queriendo terminar con aquel regateo inacabable. Sus dos amigos se volvieron hacia ella con susto.
- Muy bien.... – dijo el padre Malaquías, sonriendo como un zorro astuto. Tenía a los tres escuderos justo donde quería desde el principio. – Adelante con vuestras quince....
- Pero.... cómo....
- Habéis asegurado que sois capaces de citar quince animales mitológicos.... veamos si es verdad y ganáis la apuesta.... – dijo el fraile, con tono inocente y sereno, pero con una sonrisa astuta y malintencionada.
- ¡Mira lo que has hecho, María! – se quejó Darío.
- Vamos, hombre, no te enfades.... No tengas miedo, que lo podemos conseguir.... – dijo la niña, segura de sí misma, optimista. Miró fijamente al fraile y empezó a enumerar. – A ver, quince animales mitológicos: el grifo, la esfinge, el basilisco, el ave fénix.... la gárgola, el leviatán.... – María guardó silencio un par de segundos, pensando. –....el centauro, el cíclope, la sirena.... – miró de refilón a sus dos amigos, con una mirada de ayuda, nada tranquilizadora –....el unicornio, Pegaso, el Minotauro, la Medusa, el can Cerbero....
La niña se quedó callada, a falta solamente de uno. El fraile sonreía, superior, a punto de dar por terminada la prueba. Pero entonces Sergio abrió los ojos como dos platos enormes.
- ¡El dragón! ¡El dragón! – dijo, contento y acelerado. Los tres amigos se pusieron a dar saltos y botes, alegres y felices. El fraile bajó los hombros, hundido.
- Veo que sois gente instruida – reconoció, demostrando que tenía buen perder. – Me encargaré de que os preparen vuestro carro. Ahora seguid por aquí hasta la Sala del Trono – explicó, empujando una pared, que se abrió como una puerta, demostrando que era un pasadizo secreto. – Os espera su majestad la reina.
Los tres escuderos asintieron, agradecidos, y empezaron a subir por la escalera de caracol escondida tras la pared.
El fraile se quedó atrás, en la capilla, pensativo. Aquellos escuderos eran muy buenos. ¿Podrían rescatar a la princesa Adelaida? Parecía que sí.... ¿Y eso sería bueno para el reino o malo? ¿Se acercarían al apocalipsis si la princesa era rescatada o era mejor que se quedara prisionera en Astudillo?
Fray Malaquías no estaba seguro, pero pensó que tendría que hacer algo para liar un poco más la cosa....


domingo, 9 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XXI


UNA TIZA Y UNA PIZARRA
  
Salieron al pasillo y continuaron por él. Más adelante vieron a una mujer que bloqueaba el pasillo con una gran pizarra de color negro en la que escribía un montón de palabras y hacía diversos dibujos.
Los tres niños llegaron hasta ella, deteniéndose a unos pasos, mirándola curiosos. La mujer se dio cuenta de que estaban allí al cabo de un rato, dejó de escribir, se dio la vuelta y los saludó con una reverencia.
- ¡Bienvenidos! Soy “Lepre” y habéis llegado a mi prueba.... – dijo, volviéndose de nuevo a la pizarra. De repente miró al suelo, a una alpargata que tenía atada con una correa y añadió: – ¡Cállate, Paco! ¡Ahora se lo explico, cagaprisas! Hay que ver, qué hombre....
- Vaya un nombre curioso que tiene usted – comentó María, extrañada.
- Sí, es un mote que me pusieron en la villa – explicó “Lepre”, volviéndose de nuevo a los tres niños, olvidándose de Paco. – Antes era leprosa, pero gracias a un milagro de la princesa Adelaida me he curado. Ahora podré volver a ser médico y encargarme de la gente del reino, curarles y ayudarles.
- Para curarles de la peste....
- ¡Oh! No hay peste – dijo “Lepre”, desechando la idea con un movimiento de la mano. – Todo fue un malentendido, nada más.... En el reino de Cerrato nunca ha habido peste. ¡Bueno! Y ahora vamos con la prueba.... ¿Qué vais a apostaros? Yo puedo ofreceros....
- ¿Nos podemos apostar un servicio, en lugar de una cosa? – preguntó Darío, interrumpiéndola.
- ¿Un servicio?
- Sí.... Por ejemplo, si usted nos gana o nosotros no podemos pasar la prueba, seremos sus ayudantes durante un año, en su labor de médico del reino. Pero si ganamos nosotros, si pasamos la prueba, usted se encargará de bajar a la puerta principal del castillo, bajar el puente levadizo y recoger el rastrillo, para dejar la puerta abierta. ¿Trato hecho?
- Muy bien. Hay trato – dijo “Lepre”, volviéndose hacia la pizarra. Cogió una tiza y dibujo una figura sencilla:



 - ¿Lo veis? Tenéis el tiempo de ese reloj de arena – dijo la mujer, señalando un reloj de arena que había en un taburete – para copiar ese dibujo, sin levantar la tiza de la pizarra, de un solo trazo, sin pasar dos veces por la misma línea – los escuderos se acercaron a la pizarra y “Lepre” dio la vuelta al reloj de arena. – Y el tiempo comienza ¡ya!
Los tres chicos empezaron a hacer pruebas, nerviosos y acelerados. En el reloj no habría más que un minuto de arena, quizá un poquito más. Sólo tenían una tiza, así que se la iban pasando por turnos, después de que cada uno probase tres veces y se rindiera, sin haberlo conseguido. Borraban la pizarra con la mano, nerviosos, manchándose luego la cara al pasarse la mano por ella, desesperados. Parecía que iban a conseguirlo, pero siempre se dejaban una línea por hacer.
Después de muchas vueltas y revueltas, empezando desde una esquina de abajo, trazando la diagonal, y cuando sólo quedaban un par de pizcas de arena en el reloj, Darío lo dibujó, siguiendo las indicaciones de sus amigos.
- Muy bien.... – dijo “Lepre” impresionada. – En el último grano de arena, pero muy bien.
La mujer apartó la pizarra para que pudiesen seguir por el pasillo, apoyándola contra una pared y dejando libre el corredor.
- Seguid por aquí hasta la siguiente prueba, en la capilla, donde encontraréis al confesor de la reina – explicó la ex-leprosa. – Yo mientras me encargaré de cumplir mi parte de la apuesta e iré a abrir la puerta del castillo.
- Muy bien. Muchas gracias – dijo María, vivaracha. Los tres echaron a andar y siguieron juntos su camino.


jueves, 6 de noviembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XX




UN OFRECIMIENTO DE AYUDA
 
Cuando llegaron a la sala de armas entraron, esperándose algo peligroso. Aquella sala tenía un montón de espadas colgadas en las paredes, lanzas ordenadas en sus astilleros, cajas de mazas, pilas de escudos, manadas de hachas, bandadas de flechas y puñados de puñales. La prueba que les iban a proponer allí sería dura y peligrosa.
De repente se acercó a ellos un hombre muy grande, vestido de negro, con una capucha morada que sólo le dejaba al aire la boca y los ojos y armado con un hacha grande de doble filo. Los tres escuderos sintieron miedo y retrocedieron un poco, asustados.
El verdugo se detuvo, apoyó el hacha en la pared y se quitó la capucha, dejando ver su cara por primera vez en todo este relato. Era un hombre joven, de piel morena, barba y bigote cuidados y el pelo corto muy negro y muy duro, pegado al cráneo. Estaba serio y parecía preocupado.
- No voy a poneros ninguna prueba – dijo, con voz tranquila. – No me gusta lo que le están haciendo a la princesa Adelaida, así que lo que más deseo es que podáis liberarla y rescatarla.
- Un momento.... ¡usted es amigo de Romero, el herrero! – dijo María. – ¡Usted está enamorado de Adelaida!
- ¡¿Pero qué dices, niña?! ¡¿De donde te has sacado semejante tontería?! – se indignó el verdugo, fingiendo. Se acercó a la puerta de la armería y miró hacia fuera, para ver si había alguien. El pasillo estaba vacío y el verdugo se volvió otra vez hacia los escuderos. – Está bien, es verdad, tenéis razón. Me he enamorado de la princesa, pero nadie lo sabe, y a mí no me interesa que nadie más lo sepa. Lo único que quiero es que podáis rescatarla, y quiero ayudaros.
Los tres escuderos se acercaron a él y guardaron silencio, escuchando con atención.
- No dejéis que los personajes que os van a poner las pruebas elijan su apuesta – dijo el verdugo. – En el reino de Cerrato nos gusta mucho apostar y perdemos la cabeza por el juego. Cuando tengáis que apostar contra ellos pedidles lo que necesitéis para escapar, no seáis vergonzosos. Si se lo pedís con ingenio seguro que los convencéis. Cuando rescatéis a Adelaida (y confío y espero de todo corazón que lo hagáis) necesitaréis un medio de transporte para volver a Marfil, por ejemplo – dijo, con intención, y los tres niños asintieron. – Otra cosa. Adelaida está prisionera en una habitación que se cierra con llave en lo alto de una torre. Cuando la rescatéis no volváis por donde habéis subido: es más rápido si buscáis una pequeña escalera de caracol que hay al lado derecho de la puerta. Bajando por ella llegaréis a la Sala de los Trofeos, que está al lado del vestíbulo. Así podréis salir por la entrada principal del castillo: yo os estaré esperando allí.
- Muchas gracias – dijo Darío, en representación de los tres.
- No hay de qué – dijo el verdugo. – Y ahora, ¡largo! ¡Salvad a Adelaida!