viernes, 31 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 12

- 13 + 12 -

Roque salió de la calle por el lado más largo. Los buitres siguieron más al otro grupo, pero él no se dio cuenta.
Estaba conmocionado todavía por la muerte de Lucía. Él la quería, no tenía claro si tanto como ella a él, si tanto como para querer pasar el resto de su vida con ella. Pero la quería. Era su amiga.
Lloró mientras corría, cruzándose con gente a oscuras, peleando y muriendo a manos de ujkus, tanjings, sagnants vidua y chapadlas. Pero el grandullón no prestaba atención a todo aquello. No podía.
Llegó a la confluencia de tres calles, un cruce en el que la zona se ensanchaba. Allí acabó deteniéndose, llorando, presa de los sollozos y los temblores. No podía pensar en los monstruos que podían estar acechándole. Sólo pensaba en Lucía.
- ¡Eh! – le llamó la atención una voz. – ¡Eh, tú! – Roque miró a todas partes, con los ojos llenos de lágrimas. El frontal encendido iluminó las fachadas de alrededor. – ¿Quieres que te coman? Entonces no te muevas de ahí, así tendré mejores blancos cuando vengan esos bichos.... Pero si quieres seguir viviendo puedes subir aquí.
Roque se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, volviendo a mirar en torno. No veía a nadie.
- ¡Aquí arriba, pasmao! – dijo una mujer, asomándose a una ventana rectangular, más larga que alta. Estaba en una casa abandonada, a la derecha de Roque. La ventana era del desván de la casa. – ¿Subes o no?
Roque no se lo pensó dos veces: obedeció. Estaba en una situación en la que seguir órdenes era bastante más fácil que tener ideas propias.
Entró en la casa y subió por las escaleras polvorientas, entre muebles viejos y rotos. Se orientó para alcanzar el desván y subió usando una escalerilla de mano.
Arriba le esperaba la mujer, que había abandonado la ventana. Era una bella mujer morena y de piel pálida, muy atractiva. Era alta, tan sólo un poco menos que Roque. Vestía a lo soldado y llevaba en la mano un mortífero fusil de asalto.
- ¿Tienes un arma? – preguntó, a modo de saludo. Roque mostró sus dos cuchillos, el de trinchar de plata y el enorme del queso. La mujer compuso una mueca y se sacó una pistola de la cintura del pantalón, una automática. – Toma, anda. No sé cómo has sobrevivido hasta ahora.
La mujer volvió al lado de la ventana, asomándose por ella, colocándose en el suelo con el fusil en las manos y la cara, para poder disparar. Roque se tendió en el suelo a su lado.
- Pues he sobrevivido porque tengo más información que tú – dijo el chico, picado en su amor propio.
- ¿Ah, sí?
- ¿Tú sabías que la luz daña a esos bichos más que tus balas? – dijo Roque, con tono de reproche, quitándose el frontal apagado y enseñándoselo a la mujer. Ella apartó el fusil y lo cogió, mirándolo. Era un frontal normal y corriente, con bombilla halógena.
- ¿En serio? – preguntó incrédula.
- Si no es en serio, no sé por qué he sobrevivido.... – dijo Roque, recuperando su frontal. La mujer sonrió, aceptando la palabra del muchacho.
- Soy Elena.
- Roque.
Los dos estuvieron un rato en silencio, escuchando solamente los chillidos de los animales y los gritos de muerte de los humanos que venían desde la calle.
Unos cascos sonaron abajo. Los dos se asomaron un poco por la ventana. Un tanjing cruzaba la calle, husmeando, buscando la próxima víctima. Elena cogió con firmeza el rifle y apuntó.
- ¿Me permites? – susurró Roque. La mujer apartó el dedo del gatillo. El chico se incorporó un poco y encendió el frontal, apuntándolo hacia el animal.
La luz dio sobre la piel de la bestia, quemándola al instante. Burbujas aparecieron en su superficie, como si estuviese hirviendo. El animal se levantó sobre dos patas, relinchando herido y asustado. Roque mantuvo la luz en su cara, cruel.
Elena se quedó atónita ante el poder que una simple luz podía tener sobre aquellos seres. La cara del caballo se quemó toda y sus crines se inflamaron. El tanjing salió de allí corriendo, como una antorcha veloz. El fuego de su cabeza fue visible a lo largo de la calle mientras se alejaba.
- Increíble.... – murmuró la mujer.
Pero no hubo mucho más tiempo para halagos. Una riada de arañas, las sagnant vidua, se acercó al cruce por la calle que había usado el caballo en llamas para huir. Eran decenas, corriendo unas sobre otras. Chirriaban como cadenas de bici oxidadas.
Las arañas entraron en el edificio, como si supieran que la luz había venido de allí. Elena empezó a disparar sobre las sagnant, reventándolas de una en una. Pero eran demasiadas.
- ¡Maldita sea! – dijo la mujer, poniéndose en pie y corriendo a la puerta, cerrándola con llave y atrancándola con un pesado armario que había en el desván. – ¡Esas hijas de puta vienen a por nosotros!
Roque se puso también de pie, asustado, pensando en cómo salir de allí. Sabía que poco podían hacer su linterna y su cuchillo de trinchar contra una treintena de arañas peludas gigantes.
- ¿Tienes mechero? – preguntó de pronto, recordando el resto de armas que habían preparado Sergio y él.
- Sí.
La puerta saltó sobre las bisagras. Las sagnant vidua la estaban empujando desde fuera, cargando sobre ella para echarla abajo.
- ¿Y gasolina o queroseno o algo así? – volvió a preguntar Roque, poniéndose frenético.
- ¡No! – contestó Elena, empujando el armario para ejercer más resistencia.
- Confiemos en que la madera esté suficientemente seca.... – dijo Roque, cogiendo el mechero de manos de la soldado y encendiéndolo. Después lo acercó al armario, prendiendo los trapos viejos que había dentro.
- ¿Qué haces? – preguntó enfadada Elena.
- Luz – contestó Roque, corriendo hacia la ventana. El armario se inflamó de repente, como una antorcha. Elena se separó de él y corrió con Roque.
El chico abrió la ventana horizontal del todo, descolgando las piernas por ella. Se agarró como pudo a un canalón que bajaba hasta la calle y se descolgó por él. Elena, sin dudar, cogió su rifle de asalto y siguió al chico.
La casa era vieja y Castrejón estaba en medio de la llanura castellana: la madera estaba muy seca. Muy pronto todo el edificio empezó a arder, con altas llamas. Los chillidos y crujidos de muerte de las arañas compitieron con el fragor del fuego por ver cuál hacía más ruido.
- Buena idea, chico – alabó Elena, mientras los dos miraban el incendio desde el otro lado de la calle. Roque sonrió orgulloso.
Un rugido animal borró su sonrisa.
Se giró veloz, para ver llegar un puño del tamaño de una tostadora contra su cara. Roque voló por los aires, cayendo al suelo con dolor.
Elena se giró, ágilmente, y esquivó el puñetazo que iba dirigido a ella. La soldado era mortal en el combate cuerpo a cuerpo. Se acuclilló y se echó el fusil a la cara, quitando el seguro y apretando el gatillo repetidas veces, todo en un movimiento.
La ráfaga de balas impactó en la bestia que había cargado contra ellos, atravesando su piel negra, manchando el suelo con la sangre granate. El monstruo bramó, de dolor y furia.
Roque no sabía qué monstruo era ése: era del tamaño de un gorila, con cuatro brazos y manos enormes. Pero lo más extraño era su cabeza, formada por dos conchas alargadas de color gris oscuro que guardaban en su interior la carne rosácea, dotada de una fila vertical de ojos y una boca repleta de dientes.
La ráfaga de Elena había dado en el lado izquierdo del cuerpo de la bestia, inutilizándole los brazos de ese lado. Pero aún quedaba mucha fuerza dentro del monstruo. El ser cargó contra la mujer, que todavía fue capaz de dispararle a la cabeza. Pero no hubo daños: el gorila cerró sus conchas y las balas rebotaron.
Elena saltó a un lado, escapando del monstruo, pero éste también era rápido. La cogió al vuelo, sujetándola por un tobillo.
La mujer se revolvió, mientras el monstruoso ser la sujetaba en alto, cabeza abajo. Otros tres disparos le dieron al gorila en el pecho.
La bestia se enfureció aún más. Bramó, abriendo al máximo las conchas de su cabeza y la boca. Se cernió sobre la mujer, mordiéndola en la cara, con una presa fortísima. Elena no llegó a gritar. Las conchas calcáreas de color gris se cerraron sobre el cuello de la bella mujer y la bestia retorció el cuerpo, tirando del tobillo, arrancándole la cabeza. El monstruo soltó el cuerpo desmadejado, que quedó sangrando en el suelo. Se volvió hacia Roque, con las conchas cerradas: la boca, en su interior, seguía masticando los huesos y la carne de la cabeza de Elena.
Roque tragó saliva, sabiendo que era el siguiente.
La vaina formada por las conchas se abrió, mostrando la blanda cabeza de la bestia manchada de sangre. Bramó de nuevo, atacando al chico, con los dos brazos izquierdos colgantes.
Roque supo que iba a morir. Pero entonces notó el cuchillo enorme que llevaba en la cintura cortándole la pierna. Estaba caído en el suelo, sentado con la espalda apoyada en la pared de una casa: la postura forzada hacía que el cuchillo le cortase el pantalón y la piel del muslo.
Sacó el cuchillo con un movimiento rápido, sintiendo dolor en la pierna. Se puso de rodillas y lo clavó en el vientre de la bestia, que ya estaba encima de él.
El gorila aulló de dolor, pero golpeó a Roque, mandándole por los aires hasta chocar contra la fachada de la casa de enfrente, al otro lado de la calle. El cuchillo seguía clavado en su vientre y el gorila seguía en pie. Roque se irguió, sangrando por la nariz.
La bestia volvió a correr hacia él.
Con la mano izquierda sacó el cuchillo de trinchar de plata del bolsillo. Lo cogió con las dos manos y lo blandió por encima de su cabeza hacia adelante, corriendo hacia el gorila, gritando como un loco. El choque fue brutal.
Pero el cuchillo se clavó en el pecho de la bestia.
El gorila empezó a respirar con dificultad, intentando arrancarse el cuchillo, buscándolo con las dos manos derechas. Cayó al suelo, luchando por respirar. Roque lo miró agonizar, viendo cómo la plata hacía su efecto.
Cuando el monstruoso gorila quedó inmóvil en el suelo, con los dos cuchillos clavados en su cuerpo, Roque arrancó el que tenía en el vientre y cosió a puñaladas el cadáver, dejando que su frustración y su dolor se diluyeran en la sangre granate que surgía de la bestia muerta y en el sudor que cubrió su propio cuerpo.

* * * * * *

Sergio se alejó de la calle a oscuras, huyendo de los buitres de dos cabezas. No sabía hacia dónde habían corrido sus amigos y sabía que era un error separarse, pero lo primero era lo primero: había que sobrevivir.
Corrió por otra calle del pueblo, cruzándose con un montón de vecinos que luchaban para poder seguir viviendo. Las criaturas habían tomado el pueblo. Era su victoria.
Escuchó unos cascos de caballo a su espalda. Se giró asustado y vio a un tanjing correr tras él. Presa del miedo, Sergio se dio la vuelta y corrió aún más rápido, sabiendo que no podría escapar.
El caballo demoníaco lo alcanzó y le arrolló con el pecho, lanzándole al suelo. Sergio cayó y rodó, haciéndose daño en las manos y en una rodilla. Intentó ponerse en pie, pero le falló la pierna y volvió a caer.
El tanjing se acercó a él al paso, casi victorioso. Había cobrado una nueva presa y se disponía a comérsela. Pero Sergio no se iba a rendir tan fácilmente.
Sacó como pudo las linternas de los bolsillos y las encendió, apuntando con las dos directamente a la cara del animal. El tanjing se asustó, al sentir la potente luz en el hocico. Se apartó, pero no se fue. Sergio dirigió mejor las linternas y los focos apuntaron a la cara y las patas del animal.
Entonces el monstruo se puso de manos, asustado. Su piel y su carne habían empezado a quemarse, hirviendo. Sergio se animó, al ver que le hacía daño. Pero se asustó al ver la postura del animal.
El caballo se había erguido sobre sus patas traseras no para huir de la luz o echar a correr: lo había hecho para patear al chico. Y Sergio fue consciente de ello un segundo antes de que cayera sobre él.
Pero entonces una escopetada sonó cerca. El tanjing cayó de lado, relinchando de dolor. Se puso en pie y nuevos disparos le dieron en el flanco, salpicando sangre granate sobre el suelo y sobre Sergio. El monstruo huyó al final, corriendo.
- ¿Estás bien, chico? – dijo una voz amable, cerca de él. Sergio se quitó los brazos de la cara y vio a un hombre inclinado sobre él, atento.
- Estoy bien – contestó, aunque le dolía todo el cuerpo, sobre todo la pierna. Se levantó con ayuda.
Sergio se fijó en su salvador, que no era un hombre solo, sino dos. Llevaban pistolas como de la policía, y el que le había ayudado a levantarse tenía además una escopeta de caza y una canana con cartuchos cruzada al pecho.
- Muchas gracias.
- No hay de qué – dijo el otro hombre, acercándose. Era mayor que el primero, pero no viejo. – ¿Por qué no vuelves a tu casa, chico? A lo mejor allí estás más seguro....
- No puedo – contestó Sergio, agachándose a por sus linternas y probando la resistencia de su pierna herida. – Mis amigos están por ahí. Tengo que encontrarles antes de largarnos del pueblo.
- Me parece que es lo más sensato – dijo el hombre de la escopeta, volviéndose hacia su compañero, que arrugó el gesto. Parecía que era el tema de conversación de una discusión inconclusa que habían tenido entre ellos. – Aquí poco podemos hacer ya....
- Eso parece.... – dijo el otro hombre. Después se volvió a Sergio. – ¿Tenéis modo de salir del pueblo?
- Creo que sí....
- Nosotros tenemos un coche. Podemos ayudaros – dijo el hombre. Después le tendió la mano a Sergio. – Soy Manuel. Y este pringao de aquí es Félix.
- Sergio.
- Encantado colega. Y ahora, ¿dónde están tus amigos? – dijo Félix, empuñando la escopeta con las dos manos.
- Les he perdido por ahí atrás – dijo Sergio, señalando, dándose cuenta entonces de cuánto se había alejado de la calle donde se habían reunido todos momentos antes.
- Pues vamos para allá.
Los tres se pusieron en marcha.
Los ruidos de las bestias venían de todas partes, desde la lejanía, pero también desde las calles cercanas. Unos horribles chasquidos empezaron a sonar a su espalda. Sergio creyó saber a qué se debían.
Se giró y apuntó hacia la oscuridad con las linternas halógenas. Los potentes focos iluminaron un grupo de kehipys, que retrocedieron cuando la luz les quemó. Pero eran muchos monstruos.
- Déjalo, chico, son demasiados – dijo Manuel, tirando de él y haciéndole correr. Sergio lo hizo, lanzando la luz de las linternas hacia atrás a menudo, haciendo que los gigantescos escorpiones se quedaran alejados, aunque no dejaban de seguirles.
Llegaron a un cruce de calles, muy cerrado. Las casas estaban muy juntas unas de otras en ese punto. Un coche lo tendría difícil para girar allí.
Manuel iba en cabeza, mirando hacia dónde girar. No se le ocurrió que la pistola que llevaba para proteger su vida activaría la trampa. Los sensores magnéticos se dispararon y la red eléctrica, sujeta con finos cables de sedal a los balcones de las casas, cayó sobre él.
La corriente eléctrica que liberaban las redes estaba pensada para detener a animales mucho mayores que un humano. La descarga dejó inconsciente a Manuel al instante, aflojándole además la vejiga y los intestinos.
- ¡Manuel! – gritó Félix, al ver a su amigo atrapado bajo una malla de color negro y cordones gruesos. Cuando el otro guardia civil cogió la red para sacar a su compañero recibió una descarga que le atontó la mano. Tuvo suerte de que la descarga principal se la hubiese llevado su amigo: sólo quedaba una pequeña carga residual para calmar a la presa recién capturada.
- ¡Manuel! ¡Manuel! ¡Sal de ahí, hombre! – pidió Félix, gritando airado. Pero su amigo no estaba para escuchar órdenes o peticiones. Y los escorpiones seguían acercándose.
- Tenemos que irnos – dijo Sergio, tirando de la manga de Félix, que seguía intentando sacar a su amigo de la red, sin importarle las descargas que le daban a él.
Sergio tragó saliva, poniéndose en el lugar del hombre de la escopeta, recordando a Lucía. Tiró de él con más fuerza y le separó del hombre inconsciente. El chico echó a correr y Félix acabó siguiéndole, mirando hacia atrás, descompuesto, viendo cómo dejaba atrás a su amigo.
La oscuridad pronto le tapó.
No pudo ver cómo los escorpiones gigantes lo devoraban, pero sí que escuchó los ruidos mientras lo hacían.


miércoles, 29 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 11

- 13 + 11 -

El todoterreno entró en el pueblo desde el camino de tierra. El sacerdote conducía a velocidad normal, así que pudieron ver el terrible espectáculo.
En Castrejón había cundido el caos. Los corpóreos provenientes de Satánix se habían hecho con el pueblo. De nada valía ya esconderse en las casas: las bestias veían próxima la llegada de su caudillo y habían perdido toda precaución.
Los vecinos del pueblo luchaban en la calle por sus vidas, peleando con los horribles seres que los habían conquistado. Mowgli y Victoria reconocieron a amigos y conocidos peleando en la calle: Juliana, la panadera, mataba a palos a un kehipy, el número cinco; el maestro de la escuela, el señor Tomás, acuchillaba como podía a una gulslange, la número siete; varios antiguos compañeros de clase peleaban en el parque infantil contra varias sagnant vidua, la número nueve; Antonio Pozuelo, que siempre venía al pueblo con su furgoneta blanca, golpeaba con una pata de jamón a un ailigedar, el extraño cocodrilo con pico de cigüeña, el número tres; el señor Amador estaba siendo devorado por tres chapadla, los perros gelatinosos con tentáculos, el número seis; el tío Germán mataba a tiros con su escopeta a un ujku, el número uno....
El Infierno se había desatado en el pueblo.
- ¿Dónde estarán los chicos? – preguntó Victoria.
- ¡Llámales! – dijo Mowgli, horrorizada ante lo que veía desde las ventanas del coche. – A lo mejor contestan.
Victoria marcó con dedos temblorosos el número de Roque, consiguiéndolo al tercer intento. El teléfono sonó varias veces, antes de que su amigo contestara por fin.
- ¡Victoria! ¿Estáis bien? – preguntó Roque, notablemente aliviado. Se le oía bastante mal.
- ¡Sí! ¡Estamos bien! ¿Y vosotros?
- Estamos bien.... ¿Dónde estáis?
- En el pueblo – respondió la chica, tranquilizando al grandullón. – Ahora mismo estamos pasando al lado de la iglesia....
- ¡Cuidado! – gritó Mowgli.
El padre Beltrán frenó como pudo sin poder evitar el violento choque. Victoria gritó, asustada.
- ¿Victoria? ¿Qué pasa? ¡¡Victoria!! – se preocupó Roque. Pero Victoria no podía atender al teléfono.
Un tanjing, el enorme y violento caballo, el número cuatro, había salido de la oscuridad, atacando el todoterreno. El coche chocó contra el corpulento animal, abollándose toda la parte frontal. Sangre espesa y marrón saltó sobre el capó.
El monstruo relinchó, con su característico sonido mezcla de relincho de caballo y rugido de león. Golpeó el cristal con las fauces, astillándolo. Los ocupantes del vehículo sólo podían gritar de pánico.
- ¡¡Las luces!! ¡¡Padre, las luces!! – apremió Victoria.
El sacerdote acertó a enchufar las largas, haciendo que la luz impactara sobre el corpóreo. El tanjing se encabritó, empezando a humear, abrasándose. Golpeó el coche con sus patas delanteras, furioso, pero después se dio la vuelta, vencido. Corrió a la oscuridad, donde se refugió, relinchando de dolor.
El padre Beltrán intentó arrancar el todoterreno, en vano. Los daños de la parte delantera eran muy graves.
- Tenemos que irnos de aquí. ¡Rápido! – dijo, desabrochándose el cinturón y saltando fuera del coche. Las chicas le imitaron, con prisa y miedo.
Dejaron el coche abandonado y salieron corriendo, mirando hacia atrás, vigilando que el tanjing no volviese a cobrarse las piezas que se le habían escapado.
Se adentraron en el pueblo, en una calle iluminada fuertemente por farolas. Toda ella era un río de luz. Las chicas corrieron con ganas, pero el padre Beltrán tuvo que detenerse a media calle, jadeando.
- ¡Victoria! – llamó Mowgli, volviendo atrás para reunirse con el anciano, que respiraba trabajosamente. La chica regresó y se quedó al lado de las dos figuras agachadas. Los aleteos de los chimvet resonaban en lo alto, por encima de las farolas iluminadas.
Unos pasos acelerados llegaron hasta ellos desde el otro extremo de la calle. Miraron hacia allí, alarmados, para descubrir que eran Sergio y Roque, que llegaban a todo correr. Los chicos estaban jadeando por el esfuerzo, pero sonreían.
Cuando llegaron al lado de sus amigas todos se abrazaron, tranquilizados al volver a estar juntos. El padre Beltrán los miró, y hubiese sonreído de estar más acostumbrado a hacerlo.
Había esperanza. Si algo podía acabar con el trece era la unión de la gente.

* * * * * *

Bruno colocó la última red eléctrica en la báscula de camiones del pueblo. Era una especie de pasillo con bordillos de metal de treinta centímetros de altura a los lados. Cualquier corpóreo que pasase por allí caería en la trampa.
Se giró, empuñando la pistola. Ahora sólo le quedaba esperar. Esperar y dar caza con el fusil de dardos a los “encarnados” que le interesasen y que se pusieran a su alcance.
Escuchó ruido de cristales rotos y gritos humanos allí cerca, hacia el interior del pueblo. Guardó la pistola en el cinturón y cogió el fusil de dardos que llevaba colgado al hombro. Se encaminó hacia allí, esperando tener suerte: quería encontrarse a uno de los lobos negros.
Pero cuando cruzaba la carretera lo que le salió al paso fueron media docena de grandes escorpiones, negros y brillantes, pegados al suelo. Tenían ocho patas articuladas y un par de pinzas como de langosta a ambos lados de la cabeza. Pero lo que más asustó a Bruno fueron las colas largas y móviles que remataban el cuerpo, acabadas en un punzón con forma de punta de flecha.
- Muy bien.... Corpóreos era lo que quería y corpóreos es lo que me encuentro – dijo, para sí mismo, mientras los escorpiones se acercaban a él, abriéndose en semicírculo. Nervioso se echó el fusil a la cara y disparó, apuntando cuidadosamente.
El dardo rebotó en la dura concha que cubría el cuerpo de aquellos seres. Pero el animal alcanzado se encabritó, chillando asquerosamente. Sus compañeros también se enfadaron y chillaron con él. Después se pusieron en marcha y cargaron contra el humano.
Bruno soltó el fusil inútil que sostenía y trató de sacar la pistola del cinturón, pero se le atascó. El primer escorpión le golpeó las piernas y le tiró al suelo de espaldas, haciéndole daño en el cuello por el latigazo al caer. Otro de los escorpiones llegó hasta él y le cortó en el gemelo, con una de sus pinzas. Bruno chilló de dolor, al notar su sangre gotear.
La pistola seguía enganchada, pero el fusil de balas que llevaba al hombro se le había descolgado y estaba caído a su lado en el suelo. Lo cogió y apuntó al escorpión más cercano, disparando.
Una sustancia verdosa y espesa le salpicó en la cara y el pecho, cuando la cabeza de aquel monstruo explotó delante de él. Apuntó a otro cercano y le voló la cabeza también. El resto huyó, con prisas, chillando lastimeramente. Todavía alcanzó a dar a un tercero, en la cola que llevaba levantada tras él. El ser dejó un reguero de su sangre verdosa y maloliente.
Bruno jadeó, apretándose la herida de la pierna para atajar el sangrado. Se puso de pie, siguiendo hacia el pueblo.
Decididamente no quería uno de esos “encarnados” para llevarse a casa.

* * * * * *

Los cuatro chicos tardaron un rato en separarse. No sabían cuándo volverían a tener un momento como ése, de tranquilidad. No sabían cuándo volverían a poder detenerse. No sabían cuándo volverían a estar los cuatro juntos.
- ¿Estáis bien? – preguntó Roque, cuando al fin se separaron.
- Sí. Estamos bien. ¿Y vosotros? – preguntó Victoria.
- Bien.
- Hemos visto a Lucía – dijo Mowgli, con timidez.
- ¿Sí? ¿Dónde? – apremió Roque.
- En el castillo.... está muerta – contestó la chica.
Los dos chicos se quedaron sin habla, inmóviles. No podían creer lo que habían oído.
- ¿Muer.... ta? – gimió Roque. Dos lágrimas enormes se descolgaron de sus ojos. Sergio se tambaleó, conmocionado.
Roque cayó al suelo, quedando sentado. Se abrazó la cabeza, tapándosela, y rompió a llorar. Mowgli le abrazó los anchos hombros, llorando ella también.
Sergio le miró, sin saber qué le sacudía más: la muerte de su amiga o ver a su amigo destrozado. Roque, el grandullón, el más fuerte de todos ellos, la roca, el inquebrantable, el chico que siempre mantenía la calma y tranquilizaba a los demás con su voz, su sonrisa y su serenidad.
Maldijo a aquellos seres ya malditos. Deseó que nunca hubiesen sido creados, que murieran todos ellos. Deseó matarlos a todos.
Victoria le cogió la mano, llorosa también. Sergio agradeció el contacto, calmándose ligeramente, poco a poco. Sin embargo, sus ganas de pelea no se habían aplacado.
- Chicos, debemos movernos – dijo el padre Beltrán, odiándose por ser él el que tuviese que romper aquel momento. – Corremos peligro.
Y, como si los monstruos estuviesen esperando aquellas palabras, las farolas de la calle se apagaron todas a la vez. La lluvia de chispas recorrió toda la travesía, cayendo sobre el grupo de amigos.
- Quieren cazarnos – dijo Sergio, sombrío.
- A todo el pueblo – dijo el padre Beltrán, mirando hacia el final de la calle, hacia lo alto. La luminosidad naranja que las farolas conferían al cielo nocturno estaba desapareciendo del cielo. – Todas las farolas del pueblo se están apagando.
Las criaturas que estaban desperdigadas por el pueblo elevaron sus gritos al cielo. Parecían carcajearse de los humanos.
- Tenemos que prepararnos – dijo Roque, y Sergio se descolgó la mochila y sacó linternas para todos. Después cogió un puñado de cuchillos y los repartió. El padre Beltrán negó el ofrecimiento.
- Gracias, hijo – dijo, sacando su daga de la funda que llevaba colgada al cinturón. Pero no se negó a coger una de las linternas halógenas.
Todos estaban armados con cuchillos de plata y llevaban al menos una linterna halógena. El sacerdote de negro, además, cogió la lata de gasolina, que metió en uno de los grandes bolsillos del largo abrigo negro. Tomó también un puñado de los trapos que Sergio había confeccionado con las camisetas viejas.
Un aleteó resonó por encima de ellos, muy distinto al de los chimvet: era más lento, más pesado, más profundo. Los cinco levantaron la mirada y las linternas.
La luz iluminó un pajarraco enorme, tan grande como un ala delta. Un pajarraco de dos cabezas.
- ¡Un lesyeyan! – bramó el padre Beltrán. – ¡Es el número diez!
El monstruo parecía un buitre, con el cuerpo contrahecho y las alas de plumas largas. Era negro, con las alas grises oscuras y las puntas de las plumas amarillentas. Las dos cabezas, provistas de picos rojizos, ojeaban a los humanos.
La luz de las linternas hizo humear su cuerpo, abrasándolo, haciendo que las plumas se incendiasen. El lesyeyan remontó el vuelo, con un graznido ronco, con eco, que hizo daño a los oídos.
- ¡Seguid apuntándole! – animó el padre Beltrán, al ver que el diez huía despavorido.
Pero otros tres lesyeyan se abatieron sobre los humanos, volando rasante desde el fondo de la calle. Los chicos chillaron, asustados, agachándose y protegiéndose con los brazos. Las linternas dejaron de apuntar al pajarraco que huía.
Sergio notó un corte en un brazo, profundo y doloroso. Agitó los brazos, espantando al animal.
- ¡¡Corred!! ¡¡Corred!! – escuchó la voz del padre Beltrán, atemorizada. Y obedeció.
Todos lo hicieron, cada uno en una dirección. Hacia donde pudieron, rodeados por los buitres de dos cabezas. Corrieron todos para salvar la vida.


domingo, 26 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 10

- 13 + 10 -

- Siguen saliendo criaturas – dijo el padre Beltrán.
Los tres estaban escondidos todavía detrás del último muro del castillo, alejados del patio interior, donde estaba el portal. El sacerdote de negro aseguraba que seguía abierto y que los monstruos seguían saliendo y las chicas no tenían duda de que así era: confiaban en la visión paranormal que habían visto que el anciano tenía.
- Ha salido un oborozene, el número ocho – dijo, refiriéndose al extraño gorila de cuatro brazos. – También han salido varios chimvet y un par de gulslanges, la serpiente.
Los tres se quedaron en silencio, escuchando los sonidos de la noche. Escuchaban los chillidos de los chimvet, que volaban desperdigados hacia Castrejón. La bandada grande de unos sesenta animales se había dividido en tres grupos, de no más de quince.
- ¿Podemos irnos de aquí? – preguntó Mowgli, asustadísima.
- Creo que sí.... ¡esperad! – dijo el cura.
Unos ladridos de ultratumba se escucharon desde dentro del castillo. Victoria recordó al lobo enorme y negro.
- Son los ujku. Son tres – dijo el sacerdote de negro, mirando al suelo, concentrado. Parecía ver con total nitidez con sus extraños ojos las criaturas que estaban saliendo del portal. – Y ahora.... ahora.... ¡Maldito sea el cielo!
Las chicas se asustaron al ver al cura enfadarse de ese modo. Apretaba los puños y miraba el muro del castillo con furia, como si pudiese traspasarlo con la mirada. Y quizá pudiese hacerlo.
- ¿Qué ha pasado?
- El número nueve. La sagnant vidua. Acaba de atravesar el portal – dijo, tenso.
- ¿Qué son? – preguntó Victoria, temiendo la respuesta.
- Arañas gigantes. Peludas y peligrosas – dijo el sacerdote de negro. – Cientos de ellas.
Las dos chicas sufrieron un escalofrío, sintiendo asco.
Escucharon los sonidos espasmódicos y asquerosos de las arañas mientras salían del portal a cientos, durante un gran rato. Después todo quedó en silencio.
- Tenemos que movernos ahora – dijo el padre Beltrán, poniéndose en marcha, rodeando las ruinas del castillo. – El portal parece estar en calma. Hay que aprovechar ahora.
Las chicas le siguieron asustadas.
Dejaron atrás el castillo, recorriéndolo con prisa. No querían detenerse por allí más de lo necesario, a pesar de que el padre Beltrán aseguraba que los monstruos se habían dirigido hacia Castrejón.
Al pasar por el patio interior ninguno dirigió la mirada hacia el portal. Una fuerza misteriosa les impulsaba a mirarlo, pero supieron que era mejor no hacerlo.
Lo que sí vieron fue el cuerpo de Lucía. Las chicas lo reconocieron al instante, a pesar de que tenía la cabeza aplastada y destrozada. Mowgli sollozó desconsolada y Victoria lloró en silencio, con una congoja muy honda en el pecho. En ese momento tuvo la certeza de que ninguno sobreviviría.
Salieron de las ruinas y recorrieron el campo salvaje hasta la antena, con precaución. Pero parecía que el padre Beltrán tenía razón: aquella zona estaba libre de monstruos.
Por el momento.
- ¿Sabéis conducir? – preguntó el padre Beltrán, señalando un todoterreno que había aparcado a los pies de la antena de telefonía. Las chicas negaron con la cabeza.
- ¿Y usted no sabe?
- Sí. Pero hace mucho que no lo hago – dijo, sincero.
Un impulso de energía llegó desde el castillo y los tres miraron hacia allá. Los sonidos de las patas retráctiles de los kehipy fueron perfectamente audibles.
- Vámonos – dijo el cura, montando en el coche.

* * * * * *

Bruno llegó al pueblo con el coche revolucionado. El motor estaba en las últimas cuando el hombre frenó delante de la casa de Lucía, en la plaza mayor. Salió acelerado, abriendo el maletero y sacando armas de él, apoyándolas en el coche. Sacó más fusiles de asalto y los colocó en el capó; sacó las escopetas de dardos tranquilizantes y las puso en el techo; sacó las cajas de municiones y las colocó en el techo, en la parte trasera; sacó las redes eléctricas y las extendió en el suelo.
Cogió su fusil de asalto y lo recargó con municiones que sacó de las cajas. Después se colgó una escopeta de dardos del hombro. Cogió una de las redes y se dispuso a prepararla.
Lo que había ocurrido en el castillo había sido una tragedia. Pero Bruno estaba allí para otra cosa. No podía dejar pasar esa oportunidad. Las vidas humanas que se habían perdido serían lloradas y recordadas más tarde.
Cuando tuviese en su poder a un corpóreo.
Quizá uno de esos lobos gigantes, o el caballo enorme con fauces de león. Uno de los murciélagos-mono tampoco estaría mal.... ¿Y el cocodrilo marrón con pico? No, ése no, le daba repelús....
Colocó la red eléctrica con su batería y volvió al coche a por otra. Entonces oyó los chillidos sobre su cabeza.
Una bandada de una docena de los murciélagos-mono pasó sobre la plaza mayor, a toda velocidad. Aquellos bichos ya habían llegado al pueblo. Bruno sonrió.
Sus hermanos mayores estarían al caer.

* * * * * *

Pablo Moreno y Elena Escalante llevaban patrullando por el pueblo desde la hora de comer. Habían recibido órdenes de buscar y encontrar el nido, sin éxito. Tampoco habían recibido noticias de Suárez, sobre los datos recibidos por los equipos instalados. Habían intentado ponerse en contacto con él y no habían recibido respuesta. No sabían nada de la operación.
Y la noche había ocupado su lugar en el mundo. Era peligroso seguir al descubierto.
Ellos dos no tenían miedo. Eran soldados curtidos y veteranos. Pero no tenían ninguna gana de exponerse inútilmente a los “encarnados” que tomarían el pueblo con la oscuridad.
- ¿Nos vamos? – preguntó Pablo. Elena le miró, sorprendida. Ella también quería hacer lo mismo, y estaba a punto de proponerlo, pero no habría imaginado nunca que sería el gigantón el que lo sugeriría primero. – ¿Nos ponemos a cubierto?
- Sí. Es lo mejor. No me gusta nada estar en blanco.
- No puede haberle pasado nada a Suárez, ¿verdad? – dijo Pablo.
Segunda sorpresa en menos de treinta segundos. Su enorme compañero estaba muy nervioso, si dudaba de Suárez y quería ponerse a salvo antes de que empezara la acción.
- No lo creo. Habrán tenido problemas con los equipos, o las comunicaciones. Iban a instalar radares por toda la zona, en un radio de diez kilómetros. Quizá los pinares obstaculicen las señales de radio y les habrá llevado más tiempo toda la misión.... – dijo Elena, sin tenerlas todas consigo. Aquella situación y aquel pueblo les estaban poniendo a todos muy negativos....
Escucharon ruido de aleteo, muy fuerte. Los dos levantaron sus fusiles y apuntaron con ellos, vigilando toda la calle. Las farolas estaban encendidas, así que no pudieron ver lo que volaba por encima de ellas. Pero era algo grande. Algo oscuro.
- Movámonos – sugirió Elena, con voz dura. Los dos se pusieron en marcha a la vez, coordinados. Caminaban con soltura, vigilando cada rincón, asegurando la zona, con sigilo. Los aleteos y los chillidos seguían sonando por encima de ellos.
Entonces una de las farolas explotó, detrás de ellos, dejando una zona de la calle en sombras. Pablo se giró y apuntó con su fusil, pero no había nada. Siguió andando pegado a Elena.
Otra farola, delante de ellos se fundió, dejando caer chispas anaranjadas al suelo. Los dos soldados se detuvieron entonces, apuntando nerviosos a no sabían qué.
Entonces los corpóreos voladores atacaron.
Una bandada de murciélagos enormes, con cuerpo de chimpancé y alas de piel descendieron desde la oscuridad del cielo, evitando las zonas de luz de las farolas. Gritaban como posesos, sin perder de vista a los dos seres humanos. En fila, coordinados, uno detrás de otro, se lanzaron a por ellos.
Pablo y Elena abrieron fuego, con puntería. Los murciélagos enormes recibieron los disparos de bala, chillando de dolor. Heridos, remontaron el vuelo, sin siquiera rozar a los humanos, que no se movieron del sitio. Sólo un par de las bestias quedaron tendidas en la calzada, muertas.
Pablo y Elena recargaron los fusiles, con precisión, sin perder de vista la zona. Parecía que habían neutralizado la amenaza.
Pero entonces un bramido animal sonó delante de ellos. Los dos fusiles se orientaron hacia allá. En la oscuridad brillaron dos ojos rojos. Los dos soldados tragaron saliva y no se movieron.
Un lobo enorme saltó entonces desde la oscuridad, hacia ellos. Los fusiles abrieron fuego. El lobo recibió los disparos en el aire, haciendo que cayera al suelo antes de tiempo, tropezando y quedando acostado, bajo la luz de la farola, que empezó a quemarle la piel. Sus pelos se derritieron y su piel burbujeó.
Elena se detuvo, sorprendida por la presencia del corpóreo. Pablo, exaltado, siguió disparando, acertando al animal caído, agujereándolo. El soldado reía, ligeramente histérico: se alegraba de seguir vivo, de haber vencido al enemigo, pero también se sentía confuso ante tan extraño animal, ante lo desconocido.
- ¡Pablo! ¡Ya vale! – gritó Elena, a su lado, cuidándose que los disparos no la hiriesen. El soldado seguía disparando y riendo.
Un segundo lobo los atacó desde detrás, desde la farola fundida que tenían a su espalda. Atrapó al enorme soldado por la espalda y se lo llevó a rastras, en un visto y no visto. Pablo fue arrastrado y seguía riendo a carcajadas, desbocado, apretando aún el gatillo. Desapareció en la oscuridad y al poco tiempo dejaron de escucharse sus risotadas y sus disparos.
Elena apuntó hacia allí e hizo unos pocos disparos sueltos, apretando los dientes. El ataque había sido rapidísimo. Pablo era un hombre muy pesado, pero aquel corpóreo se lo había llevado en volandas sin dificultad.
Dejó de disparar, pues era inútil. Salió corriendo de allí, pasando al lado del lobo moribundo, mientras recargaba el fusil.
Tenía que ponerse a cubierto.

* * * * * *

El padre Beltrán condujo el todoterreno con seguridad. Aquel era un buen coche, que respondía bien ante las inestabilidades de la carretera, a pesar de la inexperiencia de su conductor.
Bajaron con prisa por el camino empinado de la colina, hacia la llanura. Querían volver al pueblo. El sacerdote no sabía si podrían acabar con la plaga que seguro se iba a abatir sobre Castrejón, pero tenían que volver a estar todos juntos. E intentar sobrevivir.
- ¿Qué es eso? – preguntó Victoria, en el asiento del copiloto. El padre Beltrán frenó bruscamente.
Delante de ellos, ocupando toda la carretera, entre cadáveres de chimvet quemados, había una multitud de arañas enormes como tapas de alcantarilla, andando alzadas sobre sus ocho patas segmentadas. Mowgli gimió en el asiento trasero.
- ¿Qué hacemos? – dijo, al ver que las arañas los habían visto.
- Este coche tiene faros de xenón – dijo Victoria, mirando fijamente al sacerdote de negro. El padre Beltrán la miró sin comprender durante un instante, hasta que cayó en la cuenta. Asintió hacia la muchacha, y la habría sonreído si hubiese estado acostumbrado a hacerlo.
Metió primera y aceleró a fondo, lanzándose sobre las arañas, que se dispusieron en posición de combate. Cuando estaban casi encima de ellas, el sacerdote encendió las luces del coche y puso las largas.
Los potentes faros del todoterreno derramaron su poderosa luz sobre las sagnant vidua, quemándolas al instante. Sus cuerpos negros hirvieron en un segundo, abrasados por la luz pura. El todoterreno pasó entre ellas, destrozándolas, atropellándolas, partiéndolas en pedazos.
Restos de las arañas quedaron cubriendo el camino de tierra, tras el paso del todoterreno. Sus ocupantes gritaron de alegría.

* * * * * *

En el castillo, el portal soltó una nueva descarga de energía. Nuevos habitantes de Satánix cruzaron a nuestro mundo.

* * * * * *

Roque y Sergio llegaron al pueblo y se dirigieron a casa del primero, dejando la moto en el garaje. Salieron de allí a todo correr, sabiendo que donde mejor estarían era dentro de una casa. Pero sus amigas y el padre Beltrán seguían por allí fuera. En la colina.
Roque sacó el frontal del bolsillo del pantalón y se lo puso. Sergio sacó sus dos linternas y se colgó la mochila.
Salieron a la calle, decididos, nerviosos y asustados.
Los chillidos de la gente empezaron en ese momento.
- ¿Qué hacemos? – preguntó Sergio, encendiendo las dos linternas, atravesando la oscuridad con ellas.
- Tenemos que encontrar a Mowgli y a Victoria. Si los monstruos han empezado a salir seguramente habrán venido hacia el pueblo.
- O quizá hayan muerto – dijo Sergio, con un escalofrío, recordando las palabras del sacerdote por teléfono.
- Quizá – contestó Roque, serio.
Los dos amigos echaron a andar por la calle iluminada por las farolas, con sus linternas halógenas encendidas y dispuestas.

* * * * * *

Manuel y Félix estaban sentados en un banco de madera que el ayuntamiento había colocado en la acera, en la salida sur del pueblo. No sabían qué pintaba allí un banco, justo donde acababa la acera y empezaba el arcén de la carretera local que llevaba hasta el siguiente pueblo, doce kilómetros más allá. A lo mejor estaba allí para que los viejos del pueblo viesen marchar a los coches.
Desde aquel banco los dos guardias civiles escucharon los gritos de la gente.
Se pusieron los dos de pie, asustados. Los dos habían desenfundado las pistolas, nerviosos.
- ¿Qué está pasando? – preguntó Félix, acojonado.
- Se supone que para eso estamos aquí – contestó Manuel, encaminándose hacia el centro del pueblo.
Félix lo siguió y los dos anduvieron juntos, con las armas preparadas.
Chillidos animales y gritos humanos les marcaron el camino.


jueves, 23 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 9

- 13 + 9 -

Lucía y Manuel miraron maravillados la mano que salía del portal. Era atrayente, pero también terrible.
Era una mano negra, correosa como el cuero, de la misma forma que una mano humana pero más grande, más fuerte. Más espantosa.
De pronto todo se precipitó. La mano retrocedió, ocultándose en el telón acuoso del portal, para reaparecer al instante, junto con el resto de la criatura. Un nuevo soldado del trece cruzó el vestíbulo entre los dos mundos.
Era un ser enorme, brutal. Era negro y brillante, aunque tenía la espalda y las piernas cubiertas de pelo. Tenía la forma de un gorila, aunque con cuatro brazos. Caminaba erguido, mirando hacia todas partes. Pero no tenía una cabeza como la de los gorilas: tenía como dos conchas convexas, que formaban una vaina que le salía del cuello, vertical. Dentro de las conchas, de color gris oscuro, palpitaba una masa de carne rosácea, de la que salían colmillos afilados.
La bestia localizó a los seres humanos y salvó la distancia que la separaba de ellos de dos grandes zancadas. Lucía chilló cuando la bestia la atrapó con los cuatro brazos.
La vaina calcárea de la cabeza del monstruo se abrió, dejando ver la carne pálida y blanda del interior. Una fila vertical de ojos observó a la chica: eran ojos redondos, rojos y malignos. Una boca desigual, llena de colmillos se abrió con hambre.
El monstruo mordió a Lucía en la cabeza, quebrándola el cráneo y alimentándose con su carne y su sangre. Manuel, aterrado, trastabilló hacia atrás. El monstruo soltó a la chica, cerró las conchas de su cabeza y observó al hombre.
Cargó contra él, bramando. Manuel acertó a disparar, mandando una ráfaga de balas con la metralleta. Las balas impactaron en el costado izquierdo de la bestia, arrancándola gritos de dolor y frenándola. Pero no la detuvieron.
De un salto magnífico recorrió la distancia que la separaba del soldado, cayendo sobre él y derribándole en el suelo. Manuel sintió cómo se le rompía una pierna cuando la bestia cayó sobre él. Después vio, con desesperación, cómo las conchas de la cabeza del ser volvían a abrirse.

* * * * * *

- ¿Qué ha sido eso? – dijo Sara, alzando la mano, acallando las voces de Bruno. La discusión se cortó de golpe.
La mujer y el hombre escucharon el grito de Lucía, que se cortó de golpe. Después llegó la ráfaga de metralleta y el grito sostenido de Manuel, que también acabó por cortarse.
- No lo sé, pero creo que hemos llegado tarde – dijo Bruno, temblando. Su deseo, su misión, habían pasado a un segundo plano. Lo que quería en ese momento era vivir.
El hombre rompió a correr, dirigiéndose a la salida de las ruinas. Sara miró hacia atrás, hacia el interior del castillo. Apretó los dientes y, con pena, abandonó allí a su compañero y a la chica rubia y corrió detrás de Bruno.
Pero no pudo correr durante mucho tiempo.
Un golpe magnífico, como de un látigo enorme, le sacudió las piernas, lanzándola al suelo. Gritó, más sorprendida que otra cosa, antes de rodar por el suelo y amortiguar la caída. Se puso en pie, apuntando con la metralleta a su alrededor.
Una serpiente gigante, a franjas negras y amarillas se irguió a su lado, con las fauces abiertas, repletas de dientes y con dos colmillos en los extremos, largos y puntiagudos. Miró a la mujer durante un segundo con sus ojos rojos y se lanzó a por ella, atrapándola con las fauces por el estómago. Sara chilló de dolor, escupiendo sangre.
La serpiente gigante apretó con los dientes, partiendo a la mujer por la mitad. Se volvió cautelosa entonces, vigilando a su alrededor: como todo depredador temía que alguien le robara su presa. Luego comenzó a devorar la mitad superior del cuerpo de Sara.
Bruno apuntó con el fusil y abrió fuego sobre la criatura. Una, dos, tres, cinco, ocho, doce veces. Los disparos fueron certeros, a pesar de lo mucho que le temblaba el pulso. La serpiente se sacudió, herida de muerte, cayendo desmadejada al suelo.
Desde detrás del muro de la estancia en la que estaba surgió una bandada de los murciélagos-mono. Bruno los vio alzarse, hacia el cielo morado. Apretó el fusil y corrió hacia el coche.
Sólo pensaba en huir de allí.

* * * * * *

La moto de Roque volaba por el camino de tierra, hacia la colina. Sergio, abrazado a su cintura, sentado detrás del grandullón, recordaba aquel camino, de cuando lo recorrían de niños en bici.
La noche había llegado prácticamente: el cielo estaba morado y el Sol estaba casi oculto. Habían llegado tarde. Pero llegarían al lado de sus amigos y estarían todos juntos. Si el portal no estaba en la colina volverían al pueblo con precaución. Si estaba allí....
Bueno, ya verían qué pasaba.
El camino empezó a ascender, pegado a las laderas de la colina. Roque aceleró y su moto rugió, subiendo más rápido.
Un coche, desbocado, surgió un poco más arriba, desde la curva cerrada que había más adelante. Derrapó, sus neumáticos chirriaron, y a punto estuvo de caer por el terraplén hasta la llanura, unos doce metros más abajo.
- ¡Mierda! – gritó Roque, asustado. Viró bruscamente con  la moto, pegándose a la pequeña cuneta que había del lado de la ladera. La moto cayó y quedaron caídos de lado. El coche pasó a su lado, muy cerca, pero sin tocarles. El motor rugía desesperado, dolido. El chasis chirrió cuando pegó contra la carretera llana de abajo. El coche entonces se alejó, aumentando su velocidad.
- ¿Qué cojones le pasaba a ése? – se indignó Sergio, poniéndose de pie en medio de la carretera, mirando hacia abajo, hacia los campos de cultivo. El sonido del coche le indicaba que se alejaba.
Unos chillidos y aleteos repugnantes fueron su respuesta, llenando el aire de ruidos. Los dos chicos se volvieron hacia la cima de la colina, viendo cómo una bandada de murciélagos gigantes cubría el cielo.
- Me parece que le pasaba eso – dijo Roque. Después levantó la moto y la encaró hacia abajo. Sergio saltó detrás de él, a tiempo justo para salir huyendo con su amigo.
La moto rugió terraplén abajo y luego entre los girasoles dormidos. Las bestias los vieron y escucharon, descendiendo hacia ellos.
- ¡¡Ésos son los cim....!! ¡¡Los chim....!! ¡¡Los murciélagos ésos!! – gritó Sergio al oído de Roque.
- ¡¡Y el del coche era Bruno!! – contestó el conductor. – ¿¡Les habrá despertado él!?
Sergio no contestó, mirando por encima del hombro. A pesar de que Roque conducía casi a cien por hora (lo que ya era una locura por aquel camino de tierra prensada) los monstruos voladores les estaban dando alcance.
- ¡¡Sigue recto!! ¡¡Intenta no girar bruscamente ni pillar baches!!
- ¿¡Qué vas a hacer!? – preguntó Roque. Sergio no le contestó, porque en realidad no estaba muy seguro.
Se descolgó con cuidado la mochila y se la puso por delante, entre la espalda de Roque y su barriga. Rebuscó en ella con una mano, mientras se agarraba con la otra al hombro de su amigo, que intentaba con dificultad no pasar por baches. Sergio cogió un trozo de camiseta y lo metió, con tiento, dentro de la boca de una de las latas de gasolina, dejando una parte fuera. Sujetó el chisquero eléctrico con la boca y sacó la lata de la mochila, intentando que no se volcara.
- ¡¡Frena un poco!! – farfulló con la boca llena, y Roque, a pesar del peligro, obedeció. La moto redujo mucho la velocidad y Sergio pudo manipular las cosas con más tranquilidad. Prendió el trapo con el chisquero y dejó caer la lata, que rodó por la carretera. – ¡¡Dale, dale, dale!!
Roque atacó el puño de la moto y aceleró, levantando brevemente la rueda delantera. Sergio miró hacia atrás, viendo cómo los murciélagos llegaban hasta la lata y la sobrepasaban.
Entonces estalló.
Una bola de fuego subió hacia el cielo, atrapando y abrasando a unos cuantos monstruos voladores. Sus chillidos de agonía llegaron hasta los dos chicos en moto. Los animales alcanzados por la explosión, ardiendo, caían al suelo y rodaban, hasta morir. Se convirtieron en pequeñas hogueras que iluminaban la carretera y la noche. El resto de bestias voladoras se dispersaron, gritando, asustadas y enfadadas.
Roque y Sergio, por su parte, gritaron de júbilo, mientras seguían alejándose hacia Castrejón.