jueves, 27 de febrero de 2014

La tierra de Melnûn


Melnûn es un continente perdido en medio del Océano Ignoto.
Pocos habitantes de Melnûn saben qué hay más allá del mar, y pocos de éstos podrían explicarlo.
Algunas expediciones han viajado hacia el norte, encontrando tierras heladas y montañas de hielo que flotan en mitad del océano. Estas expediciones siempre han vuelto diezmadas.
Se sabe que hacia el este hay una serie de archipiélagos con islas muy distintas entre sí. Los habitantes de estas islas son gentes extrañas, descendientes de los Rasharrezum y de los Elfos, en una mezcla extraña entre ellos. Su piel es aceitunada y sus cabellos oscuros, pero son altos al modo de los Elfos, y también son delgados y ágiles. Hablan una lengua extraña, incluso comparada con las lenguas de Melnûn. Más allá de estos archipiélagos de islas, no se sabe que hay.
Las leyendas dicen que al sur habitan los Gigantes y los monstruos marinos, como los Leviatanes, los Tritones y los Krakens. Sólo los más valientes se atreven a navegar hacia esas aguas, y ninguno vuelve. Ni siquiera el Mago Oscuro Iqdbelion, el Nigromante, se atrevió a ir hacia allí.
Y hacia el oeste nadie se molesta en navegar: sería como retroceder, como volver atrás en la Historia. Los Elfos vinieron navegando desde allí, desde la brumas del Océano Ignoto, hace ya más de diez mil años. Venían escapando de nadie sabe qué o buscando a nadie sabe quién. Pero encontraron la tierra de Melnûn y allí se instalaron. Dicen que una primitiva raza de Hombres habitaba ya esas tierras y que los Elfos les enseñaron a civilizarse y a evolucionar, aunque los Hombres no lo hicieron del todo bien.
Los Enanos nacieron del interior de las rocas, los Rasharrezum vinieron desde los archipiélagos del este, los Mélgodos nacieron de la unión de los hombres y las bestias y los Guerreros D'Anesti surgieron de la raza de los Hombres. Nadie sabe de dónde llegaron los Centauros, pues es sabido que ellos nunca montan en barcos.

Numerosas hazañas, guerras y descubrimientos ocurrieron en la Edad del Fuego, dominada por los Dragones, que comenzó hace casi cinco mil años. Sin embargo, las verdaderas "Historias de Melnûn" comenzaron hace cuatrocientos años, cuando comenzó la Edad del Caos, con el Apocalipsis y la subida al poder del Nigromante,  Iqdbelion, el último Flemdis.

sábado, 15 de febrero de 2014

Los Dones de Ácrom


Al principio de los tiempos, cuando la tierra estaba recién hecha y los animales y plantas estaban habituándose a vivir en ella, conociéndose unos a otros y aprendiendo quiénes eran buenos y quiénes eran peligrosos, Ácrom organizó una reunión, a la que fueron invitados todos los animales.
Ácrom los invitó a ir al paraíso, a pasar un día con él. Abrió las puertas de la bella tierra donde vivía y esperó a sus invitados.
Los animales se pusieron en marcha, agradecidos y honrados de que el Ser Supremo se dignase recibirles en su hogar. Pero no todos quisieron ir. Algunos por orgullo, otros por pereza, otros por miedo.... Muchos fueron los que renunciaron y declinaron la invitación.
Así, en la orilla del mar que separa la tierra de los mortales y el paraíso, se encontraron un grupo de animales que respondían a la llamada de Ácrom: un caballo, un águila, un jabalí, un oso, un gato, una mosca, una golondrina, un ciervo, una hiena, un lobo, una serpiente y un Dragón.
Los doce seres se saludaron y esperaron en la arenosa orilla a que más invitados llegaran. Pasó la tarde, el sol se escondió en el horizonte y la noche los envolvió. A la mañana siguiente seguían siendo los mismos, sin que ningún otro animal se les hubiese unido.
- Creo que nadie más va a venir dijo el Dragón, dirigiéndose a sus compañeros. – Deberíamos seguir nuestro camino.
Los demás estuvieron de acuerdo y se dispusieron a cruzar el mar. Como el camino era largo, el Dragón les propuso una cosa.
- Si os parece bien os llevaré a todos sobre mi lomo. Soy grande y fuerte y podré con vosotros sin problemas. Además puedo volar sobre las aguas, durante largo rato, aunque la distancia hasta el paraíso sea larga.
El caballo, el águila, el jabalí, el oso, el gato, la mosca, la golondrina, el ciervo, la hiena, el lobo y la serpiente subieron sobre el Dragón, que desplegó las alas y remontó el vuelo, dirigiéndose en línea recta hacia poniente, sobre las aguas del océano azul.
Tras muchas horas de viaje, los animales llegaron a la entrada del paraíso, una tierra bañada por el sol, cubierta de una mullida y fresca hierba verde, cruzada por ríos y manantiales de cristalina y fría agua, llena de árboles enormes, de grandes y frondosas copas que daban sombra y refugio a los visitantes. Unas puertas de oro estaban abiertas frente a ellos y entre ellas, esperándolos con los brazos abiertos, estaba Ácrom.
El Creador les dio la bienvenida y los condujo dentro. Pasaron todo el día en su compañía, paseando por sus dominios, admirando las bellezas que aquella tierra acoge, disfrutando de la comida de Ácrom....
Cuando llegó la noche los doce animales compartieron un fuego con su anfitrión, observando las estrellas y escuchando las historias de la Creación.
Al día siguiente, cuando se despedían para marcharse y volver a la tierra de los mortales, Ácrom se dirigió a ellos:
- Os agradezco vuestra visita, más aún teniendo en cuenta que sois los únicos que habéis venido hasta aquí respondiendo a mi llamada. Por ello no quiero que os vayáis sin un regalo.
- A ti, caballo, te concedo ser el animal más hermoso que recorra las praderas, y el más veloz. Que tu pueblo siempre tenga un lugar donde seguir siendo libre.
- A ti, águila, te doy el título de Señora del Cielo. Siempre serás majestuosa y serás la dueña del aire.
- A ti, jabalí, te doy dos cualidades. Serás resistente, ante la desgracia y el sufrimiento. Y serás fiel, a tu familia y a tus compañeros. Por ello te convertirás en el emblema de los Enanos. Serás un símbolo para ellos.
- A ti, oso, te concedo la fuerza. De este modo serás el animal más robusto y amenazador del bosque.
- A ti, gato, te garantizo que serás el animal más inteligente de todos. Además serás ágil y elástico, con una personalidad magnética y misteriosa.
- A ti, mosca, te propongo una misión muy importante: serás útil. ¿Y de qué modo?, te preguntarás. Siendo el alimento de los animales y de los pájaros de los cuales se alimentan los depredadores.
- A ti, golondrina, te doy la capacidad de ser grácil en el aire. Además serás alegre y tendrás la capacidad de transmitir esa alegría a los demás.
- A ti, ciervo, te doy el rango de Señor del Bosque. Y para que todos lo sepan te concedo una corona de astas. Así serás el animal más bello.
- A ti, hiena, te concedo dos cualidades que mereces, a pesar de la mala fama que los Hombres te han impuesto. Has venido desde la sabana con humildad, por ello reconozco ahora en ti la lealtad y la capacidad de ser digna de la confianza de los demás.
- A ti, lobo, te concedo la astucia. Serás hábil y astuto en el bosque y en las praderas, que recorrerás con velocidad y resistencia. Y serás un símbolo de fidelidad para las parejas de enamorados, ya que cuando os unís entre los de vuestra especie es para toda la vida.
- A ti, serpiente, te doy una personalidad fría, silenciosa, serena y calculadora. De este modo serás el animal que vigile que reine la paz entre los demás.
- Y a ti, Dragón, por tus buenas intenciones, tu alma pura y limpia, te concedo un poco de todos. No sólo has respondido a mi llamada, sino que has ayudado a los demás a llegar hasta aquí. Por ello quiero que seas rápido como el caballo, majestuoso como el águila, resistente y fiel como el jabalí, fuerte como el oso, inteligente como el gato, útil como la mosca, alegre como la golondrina, bello como el ciervo, leal como la hiena, astuto como el lobo y vigilante como la serpiente. A ti te concedo el privilegio de ser el animal más perfecto de todos.
Así, los doce invitados de Ácrom partieron de allí con sus regalos en forma de cualidades. Y volvieron a la tierra de los mortales y compartieron todo lo que habían visto y oído con los animales que habían decidido no ir. Y éstos se arrepintieron y se corroyeron de envidia, al ver lo generoso que el Ser Supremo había sido con ellos.
Los doce animales fueron honrados con la posibilidad de vivir eternamente en el paraíso, y los doce aceptaron.


domingo, 9 de febrero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 0

- 0 -

Las ambulancias habían ido llegando, y todavía venían más. Al parecer había muchos vecinos del pueblo que habían sobrevivido, atrincherados en sus casas, defendiendo su vida a bastonazos y cuchilladas. Un gran grupo había logrado resistir al refugiarse en el bar, bajo el mando del tío Germán.
Había habido muchos muertos, pero eran más los que quedaban vivos, aunque estuviesen heridos. Sergio tenía vendada la mano en la que había perdido el dedo y le habían dado puntos en un par de cortes que tenía en un brazo y en la cabeza. Victoria tenía quemaduras de segundo y tercer grado en el brazo derecho y en la cara y el cuello, pero no se temía por su vida. De todas formas se la iban a llevar a Treviños, al hospital, para ingresarla y monitorizarla. Quizá necesitase injertos de piel.
El padre Beltrán había desaparecido cuando llegaron las ambulancias, los bomberos y los todoterrenos de la guardia civil. Los chicos no habían visto qué había sido de él.
No habían tenido que responder a muchas preguntas: en el pueblo nadie sabía nada, salvo que unos monstruos extraños habían tomado el pueblo aquella noche y se habían dedicado a hacer una carnicería con los vecinos. Tampoco tuvieron que explicar la desaparición de Mowgli, porque no eran pocos los vecinos que habían desaparecido o de los que no se tenían noticias. Al parecer, Sergio y Victoria eran los únicos que sabían que ellos eran los únicos que sabían lo que había ocurrido en el pueblo.
El pueblo seguiría adelante. Muchos vecinos habían muerto, muchos amigos y conocidos. Los dos chicos todavía no sabían si sus propios padres y hermanos estaban vivos o muertos, pero sabían que el pueblo acabaría saliendo adelante.
- ¿Estás bien? – preguntó Sergio a su amiga, sentada en la camilla, al lado de la ambulancia que la iba a llevar al hospital.
- Ahora sí. Mañana, cuando recapacite sobre todo esto y piense todo lo que ha pasado, ya veremos – contestó con voz débil.
El ruido de una moto atronadora se escuchó a sus espaldas. Los dos se dieron la vuelta y vieron al padre Beltrán acercarse con la moto de Roque. Parecía entero, con su abrigo largo de paño negro, sus botas de cuero, su sombrero de ala plana, su pelo plateado largo y sus gafas redondas y oscuras. Nadie diría que llevaba dos tiros en su cuerpo y numerosos golpes y contusiones.
- Pensábamos que se había largado – dijo Sergio.
- Es lo que voy a hacer – contestó, con su voz de cuervo. Pero sonó amable. – Ya nada me queda por hacer aquí.
- Gracias por todo – dijo Victoria.
- Gracias a vosotros. No hubiese podido hacer nada sin vuestra ayuda....
- ¿Estará bien? – preguntó Sergio, de repente, con temor.
- ¿Eso es lo que te preocupa? – dijo el padre Beltrán, sabiendo, sin preguntarlo, que se refería a Mowgli. – Estará bien. La conducía el amor. Estará en su dimensión celestial.
- ¿Y Roque y Lucía?
El padre Beltrán arrugó un poco el rostro ante la mención de los otros dos chicos.
- Eran buenos. Mowgli no habrá dejado que vayan a una dimensión mala. Estarán bien, probablemente con ella.
- Me gustaría acabar con ellos cuando muera – dijo Victoria, con lágrimas en los ojos.
- Eso nunca se sabe – dijo el padre Beltrán, con tono amistoso y alegre. – El más allá está lleno de misterios.
Sergio y Victoria sonrieron: sabían que aquello era lo más parecido a una sonrisa que le verían a su extraño y nuevo amigo.
- Cuídese.
- Vosotros también.
Y a continuación aceleró la moto, haciendo un ruido grave y ensordecedor, saliendo del pueblo por la carretera hacia Treviños.
El trece estaba acabado. El portal de Castrejón de los Tarancos se había cerrado.
Pero sabía que aún había muchos seres paranormales contra los que luchar. Y quedaban los soldados del Zwartdraak que habían escapado.
Había sobrevivido a su enfrentamiento contra su enemigo mortal, el que llevaba esperando toda su vida. ¿Quién decía que debía retirarse? Aún había mucho que hacer, muchas batallas que librar, muchos inocentes que proteger.
A su alma maldita le quedaba mucha vida por delante.

* * * * * *

La moto pasó por la carretera atronando la noche, hendiendo la oscuridad con su potente foco. Marchaba con decisión, hacia adelante, sin obstáculos, sin miedo.
Cuando pasó y su petardeo se convirtió en un eco en la distancia, la manada de ujkus salió de entre los matorrales de ambos lados de la carretera.
El jefe se destacó en la oscuridad, saliendo al medio de la carretera. Miró fijamente el piloto rojo trasero de la máquina ruidosa que acababa de pasar. Pero la criatura pensaba en el jinete humano que transportaba.
Gruñó, rabioso y vengativo. Sus compañeros gruñeron detrás de él acompañándole. Después arrancaron a correr como un solo individuo, trotando sobre el asfalto.
No iban a dejar que escapara.
Iban a darle caza.
Ahora sabían cuál era el olor y el sabor de la sangre humana.


viernes, 7 de febrero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13x2 (2 de 2)

- 13 x 2 -

Bruno Guijarro Teso estaba para el arrastre. Llegó a trompicones hasta el parque infantil, casi a cuatro patas. Sangraba por la pierna y el brazo y tenía los pies quemados y doloridos. Multitud de picotazos de las extrañas gallinas negras le dolían por todo el cuerpo. Y la pérdida de sangre le mareaba y agotaba.
Al final se dejó caer, apoyado en la estructura de madera que servía para subir hasta el tobogán. Respiró como pudo, jadeando. Estaba reventado, literalmente agotado. Aquella noche no podía dar más de sí.
Empezó a dar cabezadas, cayéndosele la cabeza hacia atrás, perdiendo casi la consciencia. Pero no podía. Tenía que ir hasta su coche, a por más dardos para el rifle. Tenía que comprobar todas las trampas y redes que había colocado por el pueblo. Tenía que atrapar a su corpóreo.
Oyó un resoplido animal muy cercano. Abrió los ojos del todo, aturdido, sin enfocar muy bien la mirada. Entonces vio al animal, frente a él, a unos veinte metros.
Era uno de aquellos cocodrilos, marrones, feos y rechonchos, con la cabeza redonda y pico de cigüeña.
- No, uno de éstos no.... – gimió, desesperado. Él no quería uno de los inútiles cocodrilos con pico como mascota. Él prefería al lobo negro o al gorila enorme, o incluso a un mono-murciélago. Pero aquel bicho con mirada de estúpido.... – Bueno, si no hay otro remedio.
Levantó el fusil con dificultad, intentando enfocar la mirada para poder atinar correctamente y acertar al cocodrilo, que por otra parte seguía inmóvil, mirándole con cara de idiota.
Bruno hizo dos disparos, después de unos minutos en los que apuntó correctamente y consiguió apretar el gatillo. Los dardos rebotaron en la correosa piel marrón del animal.
- Vaya mierda.... – murmuró el hombre.
Empezó a pensar dónde había guardado las redes eléctricas, porque era evidente que iba a necesitar una para capturar a ese bicho, cuando el cocodrilo se arrancó a correr. Parecía torpe y abotargado, estúpido, pero era muy rápido. Y letal.
Llegó hasta Bruno en un santiamén, deteniéndose justo cuando su pico se clavó en el pecho del hombre medio caído. Bruno se asombró, exhalando un suspiro doloroso.
Se miró el pecho, por donde desaparecía el pico de la criatura. El hombre no comprendía aquello. El animal abrió un poco el pico, para emitir un lerdo gorjeo, y Bruno se estremeció de dolor.
- Pero esto.... esto no es así.... – dijo Bruno, desorientado.
El ailigedar sacó el pico del cuerpo del hombre y volvió a gorjear. Después le picoteó repetidas veces en la cara y el pecho, destrozando a Bruno Guijarro Teso.

* * * * * *

El padre Beltrán vio cómo los chimvet levantaban del suelo a Roque y se lo llevaban volando, desde la puerta de la iglesia. Apretó los dientes, haciéndose daño en la mandíbula. Otro más de aquellos chicos no.
Entró en la iglesia, donde jadeaban y sollozaban los muchachos que quedaban. Estaban sentados y derrumbados en los últimos bancos de la nave de la iglesia. Sergio levantó la mirada y la clavó en el sacerdote.
- ¿Y Roque? ¿Viene para acá?
El padre Beltrán negó con la cabeza.
Algo debió de ver el chico en la cara sombría del anciano, porque con ese simple gesto lo entendió todo. Las lágrimas volvieron a aflorar en sus ojos y el chico golpeó con rabia uno de los bancos.
- ¿Y Roque? – preguntó entonces Mowgli, al ver la furia de su amigo Sergio. Nadie la contestó y la chica lo comprendió también, echándose a llorar desconsoladamente. El padre Beltrán la miró pensando, como ya había pensado anteriormente, que aquella chica tenía una percepción más afinada de lo normal.
Los chicos lloraron por su amigo, porque había dado su vida por protegerles. Lo recordaron como se debe recordar a los amigos perdidos: con pena y con nostalgia.
El padre Beltrán, mientras tanto, paseó por la iglesia. Había creído que no podría traspasar sus muros, debido a su alma maldita, pero no había sido así. Quizá le había atribuido a Dios más poder terrenal del que tenía.
- ¿La iglesia es el edificio más grande del pueblo?
Los chicos le miraron, asombrados, conmocionados por la noticia de la muerte de Roque. ¿A qué venía esa pregunta?
- Sí, es el más grande y el más alto – contestó Victoria. Ya se habían acostumbrado al extraño comportamiento del sacerdote de negro. – ¿Por qué?
- Porque el número once ya ha salido del portal – contestó el padre Beltrán. – Tenemos que hacer algo si queremos tener posibilidades de acabar con el número trece.
Y entonces se dirigió a las puertas. Las destrabó y abrió una de ellas, para salir a la calle. Los chicos le llamaron, pero él no se dio por aludido. Caminó por la carretera con osadía, llevando la daga de plata de la mano. Llegó hasta el todoterreno volcado, vigilando a su alrededor. No quería que una criatura sigilosa y artera acabara con él ahora que estaba tan cerca del final.
Cuando los chimvet habían volcado el todoterreno el maletero se había abierto por el golpe. Y el sacerdote había visto un aparato grande y pesado que había salido de él. Esperaba que estuviese entero y funcionara. El cura se alegró al encontrarlo en buenas condiciones.
Era un lanzallamas. El padre Beltrán se lo colgó a la espalda y comprobó que no tuviera fugas y que el lanzador estuviese en buen estado. Todo parecía estar correctamente, así que volvió a la iglesia. Los chicos le vieron entrar armado de esa guisa y se asombraron aún más.
- ¿Qué hace? – preguntó Mowgli, todavía llorosa.
- Vamos a crear una señal y un arma – contestó el padre Beltrán. – Para el trece y sus soldados. Salid de la iglesia por favor.
Los tres chicos adivinaron las intenciones del anciano a la vez, y le miraron aterrorizados. Sergio creyó que había enloquecido después de tanta experiencia traumática, pero el sacerdote de negro parecía igual que siempre: seco, imperturbable, decidido. Salió con las chicas de la iglesia cuando el anciano encendía el aparato y empezaba a rociar de llamas el altar mayor y los primeros bancos de la iglesia.
El padre Beltrán incendió todo cuanto encontró dentro que le pareciese inflamable. No se dejó nada: madera, telas, cortinajes.... Cuando las grandes vigas de madera se inflamaron, el sacerdote salió de la iglesia, abandonando el lanzallamas dentro.
Salió al espacio abierto que había delante del templo, reuniéndose con los chicos. Éstos miraban hacia las puertas de la iglesia, abiertas: por ellas contemplaron el infierno que el sacerdote había desatado dentro.
Las llamas encendieron también el lanzallamas, haciendo explotar el depósito. Llamas más altas y más calientes que todas las demás llegaron hasta el techo de la iglesia, incendiando el campanario y el tejado. Los pájaros que tenían sus nidos allí arriba salieron volando despavoridos. La iglesia se incendió toda, como una antorcha gigante.
El pueblo recibió de repente una dosis de luz mortífera. Fue como si el Sol mandase un rayo repentino, que atravesó la oscuridad. La mayor parte de los monstruos que quedaban dispersos por el pueblo fueron bañados por la luz, quemándose. Algunos, los más cercanos a la iglesia, al recibir el fuego del combustible divino, incluso explotaron en pedazos. El padre Beltrán sonrió por dentro, satisfecho.
Acababan de dar un duro golpe al ejército del trece.
Escucharon los chillidos de los monstruos que habían quedado heridos después del fogonazo de luz. Los gritos de dolor se mezclaron con los de rabia de los monstruos que quedaban sanos.
- Hemos cabreado a bastante gente.... – dijo el padre Beltrán. Los chicos miraron detrás de ellos, hacia el pueblo. El coro de gritos era ensordecedor.
Una lluvia de cenizas encendidas empezó a caer sobre ellos. Eran cenizas muy grandes, casi del tamaño de la palma de una mano. Los chicos se apartaron de ellas, con cuidado.
- ¡Pero si son lagartijas! – dijo Victoria, asombrada.
Lo que habían tomado por cenizas eran en realidad salamandras con alas, de intenso color amarillo y anaranjado. Volaban por el cielo, planeando. Cuando se posaban en alguna superficie se incendiaban, convirtiéndose en llamas.
- No son lagartijas.... Son ribicas – dijo el padre Beltrán, con pesar. Parecía realmente abatido. – Es el número doce.
Una de ellas se posó en el hombro de Victoria, prendiendo la camiseta y el pelo de la chica. Victoria gritó de dolor y terror, sacudiendo el brazo, lo que hizo que las llamas se avivasen y se extendieran hasta la mano. Su pelo pronto se quemó en el lado derecho y el fuego pasó a ese lado de la cara. La chica se agitaba, en llamas y aterrorizada. Sergio la tiró al suelo y la hizo rodar, sacudiéndola con la camiseta que se había quitado. El chico estaba horrorizado.
- Y ahí viene – dijo el padre Beltrán, inmóvil, de pie, derrotado, mirando al cielo. – El trece.

* * * * * *

El portal se sacudió, lanzando la onda de energía más poderosa desde que se había abierto. Los animales despertaron en sus madrigueras, los insectos pegados a superficies cayeron al suelo, el agua de los ríos remontó su curso, las estrellas parpadearon y se apagaron durante un segundo, las piedras se licuaron y toda la Tierra se estremeció.
El trece entró en nuestra dimensión.

* * * * * *

El padre Beltrán sólo había oído vagos rumores sobre la apariencia del trece, pero todos se contradecían. Hasta que no lo vio alzarse en el cielo no tuvo plena idea de cómo sería.
El trece era el corpóreo más grande de todos los que habían visto. Mediría casi veinte metros de largo y dos y medio de alto. Tenía un cuerpo cilíndrico, alargado, cubierto de escamas negras que brillaban con la luz del incendio. Cuatro pares de patas se repartían a lo largo de su cuerpo: eran como garras de león, pero más gruesas y grandes. Su cabeza era poderosa, enorme y alargada. Su hocico era parecido al de un perro, aunque acababa muy chato, recto. Tenía ojos grandes y amarillos, bigotes largos que le salían de la nariz y cuernos anchos que acababan romos en lo alto de la cabeza.
Voló por el cielo sin necesidad de alas, aterrizando en Castrejón, aplastando casas como si estuviesen hechas de papel. Miró hacia el incendio y bramó, con un grito largo y profundo, lleno de rabia. Saltó con agilidad hacia la iglesia y se abrazó a ella, aullando al cielo de la noche. El fuego le lamía el cuerpo, sin consumirle ni quemarle.
El padre Beltrán estaba como hipnotizado. Estaba ante su enemigo más mortal, por el que se había dedicado a aquella vida de peregrinaje y vagabundeo. Se había convertido en un proscrito por culpa de la leyenda de aquel ser. Su alma estaba maldita por aquel monstruo. Y ahora lo tenía delante.
Sergio observó al trece con ojos llenos de admiración y terror, pues la criatura era capaz de despertar ambas emociones a la vez. Era irresistible y repugnante a la vez. Victoria sollozaba entre sus brazos, todavía humeante, pero levantó la mirada para contemplarle.
Los restantes monstruos empezaron a congregarse alrededor del espacio abierto que había frente a la iglesia. Desde el número uno al número doce, todos estaban allí representados, rindiendo obediencia a su caudillo. El padre Beltrán, Victoria y Sergio los miraron, asustados.
¿Qué podían hacer? Sergio no lo sabía, pero esperaba que el padre Beltrán supiese algo. Habría temblado por dentro si hubiese sabido que el sacerdote estaba tan perdido como él.
¿Cómo vencer a aquel enemigo? Era la criatura más cruel de todas, la más malvada, la más terrible y la más malévola. No tenía piedad, ni respeto, ni humildad, ni miedo. Era todo lo contrario a la luz y al bien.
- Zwartdraak – murmuró el padre Beltrán, atreviéndose por fin a decir su nombre. El trece bramó de nuevo, al sentirse nombrado.
El resto de monstruos se agitaron, nerviosos, pero también felices. Se regocijaban de la victoria de su amo.
Mowgli sollozó. Y entonces el padre Beltrán se dio cuenta de que tenía los ojos tapados por las manos y de que no miraba a la bestia.
- ¿Mowgli? ¿Estás bien? – preguntó con amabilidad, acuclillándose al lado de la chica. – Míralo. Es el mayor espectáculo que vas a contemplar en tu vida.... ¿Por qué no lo miras?
- No puedo.... – dijo la chica, entre lloriqueos.
- ¿Te da miedo?
- ¡No! Es que no puedo – dijo, intentando quitarse las manos de la cara, sin conseguirlo.
Entonces el padre Beltrán lo vio claro. Mowgli había estado todos aquellos días sumida en la tristeza y el miedo. Y cuantos más muertos aparecían, más nerviosa se ponía y más sufría. Aquella noche había sido una dura prueba para ella, poniéndose más frenética con cada nueva muerte en el pueblo.
Podría haber sido una nadería, una coincidencia: Mowgli era débil y sentía mucho el dolor y la muerte ajenos. Pero el hecho de que no pudiese mirar al trece....
- Mowgli.... Escúchame bien – le dijo el padre Beltrán al oído, con prisa: sentía que el tiempo se le acababa, ahora que lo había descubierto. – ¿Querías a Lucía?
- Sí.... – dijo la chica, con dolor.
- ¿Y a Roque?
- Sí.... – gimoteó Mowgli.
- ¿Y a Fuencisla?
- Sí, claro que sí.
- ¿Y a Ramón, y al sacristán y al resto de la gente asesinada? – preguntó el sacerdote, sin misericordia.
- Sí....
- ¿Tienes enemigos? ¿Hay alguien al que odies?
- No.... – contestó Mowgli, después de pensarlo un instante.
- ¿Y por qué es eso? ¿Eh?
- ¡¡Déjela en paz!! – saltó Sergio, que había contemplado el terrible interrogatorio desde el suelo, al lado de Victoria. Pero el padre Beltrán no le hizo caso.
- ¿Por qué no odias a nadie? ¿Por qué?
- ¡No lo sé! A lo mejor porque me cae bien todo el mundo. Porque veo lo bueno de todos....
- ¡Eso es! Porque hay mucho amor en ti – dijo el padre Beltrán, con ternura, acariciando la cabeza de la chica. – Por eso no puedes mirar al trece, a la maldad encarnada. Por eso sólo tú puedes detenerle.
La chica abrió los ojos y miró al sacerdote, llena de miedo.
- ¿Yo?
- Tú puedes acabar con esto. Salvar nuestro mundo. Hacer que todas las muertes no hayan sido en vano....
- ¿Y cómo?
- Ve con él. Usa tu amor.... – dijo el padre Beltrán, encogiéndose de hombros.
La chica lo miró un rato más, pero luego tragó saliva y se puso en pie, con valor en los ojos. Sus párpados se cerraron cuando se puso delante del trece. Pero eso no la retuvo: Mowgli echó a andar, a ciegas, con pasos inciertos, hacia la criatura.
- ¡Pronuncia su nombre! – dijo el padre Beltrán, esperanzado, deseando que la tímida chica pudiese hacer lo que ningún otro ser humano podía.
Mowgli llegó hasta el trece, que seguía agarrado a la iglesia, contemplando el nuevo mundo que iba a invadir. La chica se abrazó a él, con fuerza. Las llamas que recorrían el cuerpo negro del trece la lamieron pero no la quemaron. El fuego del amor que llevaba dentro era más poderoso.
- Zwartdraak – musitó Mowgli, abrazada a él, pensando en todas las personas que más la querían: sus padres, sus abuelos, sus primos, Victoria, Sergio.... Lucía, Roque....
El trece bramó entonces. Pero fue un bramido distinto a los otros. Fue un bramido de dolor. De miedo.
Un bramido de muerte.
Intentó sacudirse a la humana que tenía abrazada, pero la chica se mantenía sujeta, unida a él por el amor que sentía hacia sus seres queridos y que ellos sentían por ella.
Una nueva llamarada surgió del fuego, más caliente que todas las demás. Inflamó todo el cuerpo del dragón, abrasándolo. El trece rugió, de dolor y de furia. El fuego le cubrió por completo.
Entonces estalló en una llamarada voraz. El padre Beltrán y los chicos se echaron al suelo y se cubrieron  con los brazos. La llamarada se extendió por el espacio abierto que había delante de la iglesia, alcanzando a la mayoría de las criaturas del ejército del trece, abrasándolas.
El fuego se extendió a lo lejos por el pueblo, para replegarse hacia la iglesia después. Volvió sobre sí mismo e implosionó, desapareciendo. La iglesia seguía en pie, sin más daños que los ocasionados por el incendio del padre Beltrán. Del número trece y de las criaturas que rodeaban la iglesia hacía un momento no había ni rastro. Todo estaba otra vez a oscuras.
Sergio se levantó, observando atónito los alrededores. No había nadie allí salvo ellos tres. Victoria se levantó también, mirando aturdida a su alrededor. El padre Beltrán se acercó a ellos, mirando hacia la iglesia.
Mowgli también había desaparecido.
- ¿Dónde está? – preguntó Sergio, y las lágrimas afloraron en sus ojos. – ¿Ha muerto también?
El padre Beltrán negó con la cabeza. Los dos chicos le miraron asombrados: también estaba llorando.
- Ha vuelto a su mundo. A la dimensión celestial de la que provenía....
Victoria y Sergio se miraron, estupefactos. Se quedaron con la boca abierta, sin saber qué más decir.
El padre Beltrán lo dijo por ellos.
- Gracias, Mowgli. Muchas gracias.
Las estrellas en el cielo brillaron con más intensidad durante un segundo, manteniendo a raya la oscuridad.



martes, 4 de febrero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13x2 (1 de 2)

- 13 x 2 -


El padre Beltrán caminó deprisa por las calles desiertas del pueblo. No quería correr, tenía que dosificar las fuerzas para gastarlas sólo en caso necesario: correría como última opción. Si corría a la mínima de cambio se agotaría enseguida.
Apretaba la empuñadura de la daga con fuerza. No llevaba linterna: la había perdido. Esperaba que los chicos tuvieran todavía una cada uno, así estarían protegidos y se sentirían más seguros con ella. Él no la necesitaba.
Se había pasado toda la vida persiguiendo criaturas de la oscuridad y había acabado convirtiéndose en una de ellas.
La oscuridad dominaba el pueblo, aunque la luz de la Luna y de las estrellas era suficiente para ver dónde se ponían los pies. El padre Beltrán podía ver, además, los charcos de sangre y los restos de los humanos cazados y devorados por las bestias.
Curiosamente, se dio cuenta en ese instante de que los ruidos de peleas y matanzas eran cada vez más extraños. Ya casi no se oía nada por las calles del pueblo. Todo estaba cada vez más silencioso.
Por eso, cuando escuchó los reniegos de un hombre y los chillidos de una bestia, se acercó hasta ellos, para ayudar. Y llegó justo a tiempo, por lo que podía ver.
En un callejón ancho se encontró con un hombre herido, sangrando por la pierna, apoyado en la pared. Apuntaba a la criatura que lo acechaba con un fusil, que al parecer estaba descargado, porque no lo disparaba. Delante de él había un ujku agazapado, casi inmóvil. Parecía a punto de saltar para dar el golpe de gracia.
El sacerdote de negro no lo dudó un instante: corrió hacia adelante, entrando en el callejón como un cuervo enorme, con el largo abrigo abierto ondeando tras él. El hombre le miro con una extraña mezcla de sorpresa y enfado. El padre Beltrán saltó sobre la bestia, empuñando la daga con ambas manos, cayendo sobre su espalda y apuñalándole en la nuca. El ujku dio un respingo y quedó inmóvil, muerto.
El padre Beltrán se separó pronto de la bestia, con precaución. Limpió la daga en el pelaje duro y tosco y se volvió al hombre que había salvado.
- ¿Qué carajo has hecho, gilipollas? – le increpó el hombre. El padre Beltrán parpadeó asombrado detrás de las gafas oscuras, jadeando. Se habría esperado cualquier otro tipo de reacción.
- Le he salvado la vida – replicó con su voz cascada, picado y herido en su amor propio.
- ¡Mi vida no corría peligro, idiota! – dijo el hombre, desdeñoso. En ese momento el cura reconoció al hombre del gobierno, ese tal Bruno Guijarro Teso. Apretó los labios, y los dedos en torno a la empuñadura de la daga.
- No era lo que me había parecido....
- ¡Lo tenía todo controlado! – dijo Bruno, con la cara apretada, pateando el suelo. Estaba molesto. Estaba realmente dolido.
- ¿Y por qué no disparaba entonces? – preguntó el padre Beltrán, receloso, empezando a caminar hacia fuera del callejón, paso a paso, lentamente.
- Porque ya había disparado – dijo Bruno, agitando el fusil. El arma sonó extraña, demasiado ligera.
- Ése no es un fusil normal.... – dijo el cura, deteniéndose. Comprendía lo que ocurría, pero le parecía demasiado estúpido, demasiado peligroso.
- ¡Pues claro que no! Es un fusil de dardos tranquilizantes – espetó Bruno, caminando detrás del sacerdote, cojeando. Entonces tiró el arma al suelo, con violencia, y se descolgó el otro rifle del hombro. – ¡Éste sí es un fusil de verdad!
- Ya veo.... quería atrapar al ujku vivo.... Lo que no entiendo es para qué....
- Lo quería para mí – dijo Bruno, apuntando al anciano con el rifle. – ¿Cómo ha llamado a ese lobo? ¿Ujku? ¿De qué está hablando?
El padre Beltrán no contestó, caminando despacio hacia fuera del callejón. Casi había alcanzado la calle. La daga de plata brilló en su mano.
- ¿No me diga....? ¡No puede ser! – dijo Bruno, con cara de sorpresa. – ¡Usted es un cazador de demonios! ¡Un santón de ésos que luchan contra lo paranormal por su cuenta! – rió el hombre. – ¡Ja! ¡No puedo creerlo! He estado en compañía de un pagano sin saberlo....
- Yo sabía a lo que me enfrentaba, niñato – masculló el padre Beltrán, y su voz de grajo se acentuó más todavía. – Tú sólo has dado vueltas por este pueblo, soñando con atrapar a un corpóreo, para satisfacer tus retorcidas fantasías de alcoba. No tienes ni idea de qué va esto....
- ¡¡Me enfrento a la ocupación de corpóreos más violenta de la historia de la ACPEX!! – soltó Bruno. – ¡¡Y resulta que soy el único miembro del equipo que queda con vida!! Si logro volver a la central de la agencia con uno de estos “encarnados” seré el mayor héroe de la agencia en toda su historia....
- ¿Y cómo explicarás la ausencia de tus compañeros? – dijo el padre Beltrán. Ya estaba fuera del callejón.
- Será fácil. ¿Cuántas muertes habrá habido esta noche en el pueblo? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Todas? – dijo Bruno, con desfachatez. – Habrán sido sólo siete víctimas más....
- Sin contar a Lucía – siseó el padre Beltrán. – ¿O a ella no la considerabas parte del equipo? ¿Qué era entonces? ¿Una contratación externa?
Bruno se quedó sin palabras. Recordó a la chica, la guapísima Lucía, con la que había soñado algo más placentero que una muerte horrenda al lado del portal. Le atacaron las arcadas, que logró mantener a raya. Entonces miró con furia a aquel hombre, que había estado intrigando a sus espaldas desde el principio.
- Lucía será un daño colateral, igual que usted.
Bruno apretó el gatillo, disparando al padre Beltrán. La mirada paranormal del sacerdote le indicó dónde estaban las balas, cuál era su trayecto por el aire. Se apartó para esquivarlas, pero sus reflejos eran los de un hombre anciano y dos disparos le dieron en el hombro, tirándole al suelo, cayendo con fuerza.
Bruno volvió a apuntar al hombre del suelo, con resolución. No llegó a ver cómo el sacerdote encendía un mechero zippo y lo tiraba a sus pies.
La gasolina que el padre Beltrán había dejado caer de la lata abierta desde su bolsillo mientras salía de espaldas del callejón se inflamó al instante, prendiendo los zapatos y los bajos de las perneras de Bruno. El hombre saltó asustado, disparando al aire. El sacerdote se puso en pie y cogió la daga con la mano izquierda, lanzándose hacia adelante. Pegó un tajo horizontal, cortándole a Bruno en el brazo. El hombre soltó el fusil.
Entonces llegaron los læti. Llegaron corriendo, con su curioso caminar, patoso, como el de gallinas mareadas. Tenían el tamaño de las gallinas, pero tenían una piel dura y gomosa, como los neumáticos de los coches, sin plumas. Tenían picos duros y afilados y un aguijón como las avispas. Ocuparon todo el espacio entre los dos hombres, corriendo alocadas.
- Læti. El número once – dijo el padre Beltrán. Retrocedió, sin perder de vista el fuego del suelo ni los molestos bichos.
Podían hacer mucho daño con sus picos de pájaro, pero aún más con los aguijones de sus traseros, que se decía que estaban envenenados. El padre Beltrán no quería comprobarlo.
Sacó una tira de tela del bolso y la empapó en la gasolina ardiente del suelo, para envolver luego la daga, sin molestarse por quemarse los dedos al hacerlo. Salió de allí corriendo, enarbolando su improvisada antorcha.
Detrás de él quedó Bruno, quemado, apuñalado y rodeado por los læti.

* * * * * *

Mowgli y Victoria corrían por la calle. Se habían separado de los demás, pero ellas habían tenido el cuidado de darse de la mano. Si al menos se perdían, se perderían juntas. Los lesyeyan las habían seguido a ellas, logrando espantarles gracias a las linternas, unas calles más allá. Para cuando quisieron volver a la calle en la que se habían encontrado todos, ya no quedaba nadie.
Habían deambulado por el pueblo, escondiéndose donde podían. Habían oído muchos gritos, carreras y peleas, pero ahora mismo ya no se oía nada, salvo algún grito suelto de vez en cuando.
Acabaron volviendo a la iglesia, al todoterreno abandonado. Seguía con las puertas abiertas y todo el frontal destrozado por el choque con el tanjing. Se ocultaron con él, nerviosas y asustadas.
De pronto escucharon pasos que se acercaban. Se pusieron detrás del coche: eran pasos humanos, pero más valía ser precavidas.
Al terreno abierto delante de la iglesia llegaron un hombre con una escopeta y Sergio, los dos jadeando por la carrera. Mowgli y Victoria se alegraron infinitamente.
- ¡Sergio! – dijo Victoria, saliendo de detrás del todoterreno. El chico se llevó un susto, pero luego se le iluminó la cara con una sonrisa. Salió corriendo hacia sus amigas, mientras Félix le seguía con cuidado, vigilando los alrededores, sin soltar la escopeta.
- ¿Estáis bien? – preguntó el chico, volviéndose a abrazar a sus amigas.
- Sí, las dos. ¿Y los demás?
- No sé nada de ellos. Solamente he encontrado a Félix – dijo, presentando al hombre que le acompañaba.
Éste asintió a modo de saludo.
- ¿Dónde pueden estar? – gimió Mowgli, sin querer decir lo que todos pensaban: Roque y el padre Beltrán podían haber muerto en el pueblo.
- No pasa nada. Todo va a salir bien – mintió Sergio, sin tenerlas todas consigo.
Entonces, al lado de Félix se elevó una criatura, la cabeza enorme de una serpiente negra y amarilla. Una gulslange. El hombre saltó y chilló asustado, apuntando con la escopeta hacia la cabeza de la serpiente. Pero la bestia fue más rápida y le mordió la cabeza.
La criatura se había acercado a ellos reptando, silenciosamente por el suelo. Ninguno de ellos se había dado cuenta.
Los chicos chillaron de terror, corriendo al todoterreno, refugiándose dentro y cerrando las puertas con fuerza. La gulslange mantuvo agarrado al hombre hasta que se asfixió. Entonces empezó a devorarlo.
Cuatro lesyeyan llegaron hasta el coche, cayendo con fuerza desde el cielo. Abollaron el techo y astillaron los cristales, dibujando telarañas en todos ellos. Los chicos dentro del coche no paraban de gritar.
Uno de los buitres bicéfalos acertó a golpear con el pico el cristal medio roto de la ventanilla del conductor, metiendo dentro las dos cabezas. Una de ellas mordió a Sergio en una mano, arrancándole el dedo meñique. El chico aulló de dolor, mirando con terror las cabezas de pájaro.
Entonces se pusieron rígidas de repente y lanzaron un graznido moribundo, a la vez, haciendo que sonara con eco. El animal resbaló hacia fuera y dejó la ventanilla libre.
Los chicos pudieron ver por ella al padre Beltrán, que había clavado su daga de plata en el cuerpo del lesyeyan. Raudo y con decisión atacó al pajarraco que intentaba romper la ventanilla trasera del mismo lado, cortándole una cabeza de un solo tajo.
La otra cabeza del mismo animal chilló de dolor, antes de que la daga se hundiera en su espalda, matándola. Los otros dos animales huyeron volando de allí, antes de sufrir la misma suerte que sus compañeros.
- Salid de ahí. ¡Deprisa! – ordenó el sacerdote de negro. Los tres chicos obedecieron.
Fuera del coche vieron cómo la gulslange tenía la garganta rajada, degollada con sigilo desde atrás por el padre Beltrán.
- Parece que he llegado a tiempo – dijo, humilde.
Los tres chicos, siguiendo un impulso común que los empujó a los tres, se echaron sobre el sacerdote y lo abrazaron.

* * * * * *

Roque corría por el pueblo, agarrado al fusil de Elena, buscando desesperado a sus amigos. Ya no se oían gritos ni ruidos en el pueblo. Ya no se oía nada.
Entonces escuchó unos gritos a lo lejos, hacia la iglesia. Creyó reconocer las voces y se dirigió hacia allá, esperanzado. Corrió sin precaución, sin darse cuenta de que iba armando mucho alboroto y los monstruos podían atacarle.
Una bandada de chimvet le adelantó, volando sobre los tejados, en su misma dirección. Apurado y nervioso, corrió más rápido, hasta que el costado empezó a dolerle.
Llegó hasta el terreno abierto delante de la iglesia, que se alzaba hacia el cielo sin edificios cercanos. Allí, delante de él, a unos treinta metros, estaban sus amigos, todos juntos. El grandullón respiró tranquilo.
Los chimvet entonces se abatieron sobre el grupo. El padre Beltrán y los chicos se agacharon, asustados. Las bestias aprovecharon el movimiento para volcar un todoterreno que había al lado de sus amigos.
Roque cargó el fusil en sus manos, sin pensarlo dos veces. Dio cuatro largas zancadas hacia adelante, saliendo a terreno abierto y se detuvo, inquebrantable y sereno.
- ¡¡Salid de ahí!! ¡¡Corred!! – dijo, dirigiéndose a sus amigos. Después levantó el rifle y disparó hacia las bestias voladoras.
Sus amigos le miraron, alegres de volver a verle. Pero luego los chimvet volvieron a caer sobre ellos, buscándoles con sus zarpas y sus colmillos.
Roque abrió fuego sobre ellos, disparando a bulto, ya que no sabía apuntar, destrozando a unos cuantos seres. Los mono-murciélagos se dispersaron, dejando a sus amigos libres por un momento. El padre Beltrán los movilizó, empujándoles a la iglesia. El anciano abrió las grandes puertas a patadas y se metieron dentro.
Roque sonrió, empezando a andar para reunirse con ellos. Pero los chimvet se habían reagrupado en el aire y se lanzaron a por él. El chico acertó a cargar el fusil de nuevo y disparar en torno a sí, abatiendo a algún enemigo más. Corrió mientras disparaba, atravesando la nube de monstruos. Uno de ellos le arañó con la garra en el brazo, perdiendo el rifle. Otro le golpeó en la cara con la pata trasera, haciéndole perder el equilibrio. Al final, entre dos seres alados le cogieron por los hombros y le elevaron por los aires.
Roque manoteó y se retorció para que le soltaran. Tuvo la presencia de ánimo para encender el frontal que llevaba puesto, haciendo que la potente luz quemase a uno de los monstruos que lo llevaban. El chimvet le soltó y huyó, y el que le agarraba por el otro hombro tuvo que soltarle, pues no podía con su peso.
Roque cayó a plomo desde una distancia de treinta y cinco metros. Por suerte aterrizó en el tejado de la casa del tío Germán antes de llegar al suelo. Cayó sobre el costado izquierdo, atrapándose el brazo bajo su cuerpo. Notó mucho dolor en el codo y el frontal se rompió al golpearse la cabeza sobre las tejas.
Giró sobre sí mismo, intentando que el dolor no le llenase el pensamiento. Pero era muy intenso. Vio sombras más oscuras que la oscuridad volando por el cielo negro.
Los chimvet bajaron otra vez sobre él. Roque se retorció sobre el tejado, aplastando a uno de ellos bajo su cuerpo. Rodó sobre las tejas y acabó cayendo por el alero, con los chimvet agarrados a él con garras y dientes.
Aterrizó en el suelo, mareado y dolorido. Sintió muchos mordiscos y arañazos en su cuerpo, pero sólo hasta que perdió el conocimiento. Entonces ya no sintió nada más, mientras los chimvet seguían con su festín.

(continúa....)