lunes, 21 de julio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 0

- 0 -

Marta estaba al lado de la fuente, a unos pasos de los cadáveres de los dos niños que habían servido como custodios de los demonios. Justo había tenido la amabilidad de cubrirlos con su gabardina.
La chica respiró hondo, tratando de calmarse, intentando que el olor a sangre y a muerte no le entrase por la nariz, sin conseguirlo. A su alrededor había muchos cadáveres (incluyendo los de los tres demonios anäziakanos) y tendría que pasar mucho tiempo para que aquel olor se fuese de allí. Algunas nubes estaban cubriendo las estrellas, así que con suerte aquella noche llovería. Marta no recordaba ningún otro momento en que necesitase tanto que la lluvia cayese para limpiarla de todo.
Justo se acercó a ella en ese momento. El veterano agente sonreía bajo su bigote gris y (aunque se sorprendió de ver una sonrisa en aquel ambiente) Marta se sintió reconfortada.
- ¿Todo bien, agente Velasco? – bromeó Justo, deteniéndose frente a ella. Marta deseó que le hubiese dado un abrazo, pero se contentó con la sonrisa. Por supuesto, no lo pidió.
- Bueno, todo lo bien que puede ir.... – contestó. Notó su voz cansada y débil. Estaba exhausta. – Nunca imaginé que el trabajo de investigador de campo fuese así....
Justo rió, cansado.
- Para serle sincero, esta misión tampoco ha sido muy representativa de lo que es el trabajo de investigador de campo, pero la comprendo.... – comentó. Después le colocó las manos en los hombros y la miró directamente a la cara. – Pero lo ha hecho usted muy bien.
Y entonces la abrazó. Fue un abrazo rápido, de dos compañeros de trabajo que han compartido mucho más que una misión rutinaria, pero para Marta supuso un gran apoyo y un gran alivio. Después Justo se separó y siguió sujetándola por los hombros.
- He colocado a Daniel en el coche. Le he dado un alprazolam y se ha quedado más tranquilo – le dijo. – Se quedará dormido en cuanto salgamos de aquí.
- Bien – dijo Marta, asintiendo tranquilizada. Estaba muy preocupada por su amigo Daniel, por todo lo que había pasado. Se sentía responsable: al fin y al cabo, había sido ella quien había propuesto su participación y la de Mónica.... Contuvo una mueca de dolor, al recordar a su amiga.
- ¡Vaya! Mire a quién tenemos aquí.... – dijo Justo, señalando tras ella.
Marta se giró y vio acercarse al padre Beltrán, cargado con una rueda. Se había vuelto a colocar el abrigo, abotonado hasta el cuello, para tapar su torso desnudo cubierto de tatuajes. Su sombrero negro de ala ancha, redonda y plana, volvía a estar sobre su cabeza.
- ¿Dónde estaba? – preguntó Marta, mostrándose enfadada. – Creíamos que le había ocurrido algo después de que se cerrara el portal. Desapareció por completo y pensamos que algo malo le había ocurrido....
- Estoy bien. Solamente había ido a buscar repuestos para mi moto.... – dijo, señalando la rueda que había apoyado en el suelo. Marta no imaginaba dónde podría haberla encontrado, y tampoco quiso preguntar.
- Tampoco sabemos nada de Andrés. ¿Usted lo ha visto? – le preguntó.
- No. Pero ya aparecerá.... – dijo el padre Beltrán, dirigiendo su mirada hacia Justo. Su voz había sonado áspera. – ¿Ha llamado al general, agente Díaz?
- Acabo de hacerlo – respondió Justo. – Va a enviar dos equipos de campo y uno de limpieza para arreglar todo esto.
- Tendrán trabajo....
- La ACPEX se encargará de tapar esto. Siempre lo hace.... – dijo Justo, orgulloso. – Por nuestra parte, hemos acabado. Nos marchamos de aquí. Ha sido extraño, pero también un placer, padre Beltrán....
Justo le tendió la mano al sacerdote de negro, no muy convencido, pero reconociéndose que le debía un apretón de manos a aquel extraño cazador de monstruos. Había salvado el universo, al fin y al cabo. El padre Beltrán miró la mano durante un instante y al fin la estrechó, sorprendiendo a Justo: aquel apretón de manos era un fiel reflejo de quien lo daba. El veterano agente de la ACPEX había juzgado mal al sacerdote de negro desde el principio....
- Tengan cuidado. Y váyanse de aquí....
- Muchas gracias, padre Beltrán. Por todo – dijo Marta, abrazándolo. El sacerdote pareció sorprendido, durante un momento, pero después pasó su brazo derecho por la espalda de la chica. Después se separó, cogió la rueda y se alejó de allí, caminando con su paso rápido y ágil.

* * * * * *

A pesar de su aspecto anciano y débil, maltrecho y cansado, era un gran guerrero. Lo había demostrado con creces, al pronunciar aquel conjuro lyrdeno y soportarlo para traer a esta dimensión a los Guerreros alados de la dimensión de Paradysox.
Había vencido a los nueve de Anäziak.
Y por ello iba a pagarlo.
Andrés (lo que quedaba de él) salió a la carretera, acompañado por otras ocho figuras: tres niños, una chica adolescente, una mujer, dos hombres jóvenes y un anciano. Todos seguidores fanáticos del Príncipe de Anäziak.
No sabía si estaba siendo poseído (Andrés aún controlaba su cuerpo y no notaba que nadie le estuviese quitando el control desde el interior) o si todavía era humano o ya podía considerarse un demonio.
No lo sabía a ciencia cierta.
Lo único claro era que lo que le había infectado desde el hombro le estaba haciendo más fuerte, más ágil, más rápido y más inteligente.
Y más malvado.
Echó a andar y sus nuevos compañeros le siguieron. Las nueve criaturas caminaron por la carretera, en medio de la oscuridad, siguiendo al objetivo de sus iras.
Iban a vengar a su Príncipe.


viernes, 18 de julio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9x3



- 9 x 3 -
 
Aquella noche había sido una mierda.
Les habían contado una serie de milongas sobre una misión importante, al margen de la legalidad, enfrentándose a cosas que su imaginación nunca podría haber inventado.
Y se habían pasado toda la noche observando una especie de círculo rojo en el cielo.
Los tres guardias civiles estaban aburridos y decepcionados. Aquello era un muermo. Y muy falso. Iker Gamarra Gil creía haber visto un espectáculo de luces muy parecido en las fiestas de su pueblo.
No habían recibido noticias de ninguno de los grupos en algo más de una hora y todos los coches tenían radio. Nada. Silencio.
No sabían si aquello era bueno o malo.
¿Les habría acabado ocurriendo algo a todos?
¿O se trataba de una broma?
Pablo Sánchez López (el número de la Guardia Civil que había tenido este último pensamiento) no entendía el motivo de la broma. De sus dos compañeros en aquel lío, Iker Gamarra era el más joven, el más novato. Entendía que le hicieran una broma al chico. ¿Pero a Alejandro? ¿O a él mismo?
Alejandro Poncela Moreno era otro guardia civil veterano, que llevaba destinado en la provincia de Burgos casi tanto tiempo como Pablo. Si eran víctimas de una broma, no entendía el motivo.
Y encima estaban sin coches. Se los habían llevado todos para ir detrás de aquellas cosas que echaban humo que habían salido de lo que llamaban “el portal”.
Alejandro Poncela Moreno miró el portal en aquel momento. Seguía flotando (¿o proyectado?) en el cielo, rodeado por hilos eléctricos de color rojo. Era un espectáculo chulo, ésa era la verdad. Pero la noche avanzaba y allí se estaban aburriendo como ostras.
- ¿Pruebo otra vez con la radio? – preguntó Iker Gamarra Gil, el más joven de los tres y el más impaciente, por tanto. Alejandro Poncela Moreno se encogió de hombros.
- Prueba. Quizá ahora conteste alguien.... – respondió Pablo Sánchez López, con cara de circunstancias. Habían probado con la radio en tres ocasiones, a lo largo de la noche, sin éxito.
Iker Gamarra probó con la radio, mandando un mensaje simple de contacto. Nadie respondió. El guardia civil lo intentó de nuevo pero la radio comenzó a pitar, acoplándose el sonido de otra transmisión. Los tres guardias civiles se taparon las orejas, ante el doloroso sonido.
- ¿Qué es eso? – preguntó Pablo Sánchez López.
- ¡Se acopla con algo! ¡No sé! – contestó Iker Gamarra Gil.
- ¿Puede que eso tenga algo que ver? – preguntó Alejandro Poncela Moreno, con un hilo de voz. Sus dos compañeros miraron lo que estaba señalando y se quedaron congelados por el horror.
Una figura humana, atlética y con los músculos marcados, sin piel que los cubriera, los miraba desde el límite de la plaza, en medio de una de las bocacalles que llegaban hasta ella. Brillaba como si estuviera barnizado, y sus ojos no perdían detalle de los tres guardias civiles que estaban en el centro de la plaza, casi bajo el portal. La criatura sonrió, con su extraño morro aplastado y largo como el de un pato, de hueso: la sonrisa llena de colmillos afilados no era simpática.
Escucharon unos pasos detrás de ellos y los tres guardias civiles se giraron. En otra bocacalle que llevaba a la plaza habían aparecido otras dos criaturas: una era grande como un buey, con la cabeza cilíndrica, y la que le acompañaba parecía un potro con las patas de un ciempiés, con dos pinzas de cangrejo colgando bajo su cabeza.
- ¿Qué cojones es eso....? – preguntó Iker Gamarra, lamentándose por haberse quejado antes de que la noche estaba siendo aburrida....
- Me da la impresión de que son las cosas que han salido antes del círculo negro ése.... – comentó Pablo Sánchez López.
Alejandro Poncela Moreno no pudo ni hablar.
- ¿Y por qué lo dejamos abierto? – preguntó Iker Gamarra Gil, sin girarse ni moverse. Los tres estaban rígidos, temiendo que algún movimiento brusco asustara a aquellas bestias.
- ¿Tú sabes cómo cerrarlo? – respondió Pablo Sánchez López, con otra pregunta.
Escucharon un aleteo, profundo y grave. Los tres hombres se giraron y miraron al cielo, por donde venía volando una criatura antediluviana, parecida a los reptiles voladores que había en la época de los dinosaurios. Se posó en el tejado de una casa y dirigió su mirada hacia ellos. A pesar de tener cara humana, graznó como un pájaro. Mejor dicho, como un buitre.
Unos pasos atronadores les hicieron girarse. El suelo parecía temblar con cada uno de ellos. Desde otro punto de la plaza, doblando una esquina, apareció una especie de troll de color gris. Era descomunal. Los miró con ojos bobalicones, pero escrutadores, mientras escalaba la fachada de una casa y se acomodaba en un balcón.
Por otro lado llegó una criatura espeluznante, de dos piernas pero con dos torsos, de diferentes colores y con diferentes cabezas. Los mentones y las manos de los dos torsos estaban cubiertos de sangre, y los tres guardias civiles imaginaron que aquella sangre no era suya, sino de sus víctimas. El torso de color rojo llevaba en brazos otra criatura, con aspecto de niño pequeño, redondito y rechoncho. Sin embargo, su rostro y su mirada hablaban de siglos de antigüedad, y de una maldad e inteligencia sobrehumanas.
Cuando creían que lo habían visto todo, otro monstruo entró en la plaza, a toda velocidad, corriendo a cuatro patas. Sin frenar su ímpetu, cruzó la plaza por un lateral y subió escalando por la fachada de una casa grande que había frente al ayuntamiento porticado, en el otro extremo de la plaza. Una vez asentado en el alero del tejado, los tres hombres pudieron comprobar que la criatura recién llegada estaba formada por dos torsos de aspecto humano, unidos por la cintura, sin piernas. Las dos cabezas, con aspecto demente, aullaron al cielo, alegres.
Ninguno de los monstruos se movió de su sitio, como mucho para subir hasta el tejado de alguna casa cercana o hasta algún balcón. Pero no se movieron del perímetro de la plaza. Parecía que esperaban algo.
- ¿Qué pasa? – preguntó Iker Gamarra. – ¿Qué cojones hacemos?
Pero sus dos compañeros veteranos no sabían qué hacer.
Entonces empezó a llegar la gente. Una multitud de personas, de todo tipo. Había diferentes sexos, diferentes estratos sociales, diferentes vestimentas y diferentes razas. Pero todos traían la misma cara embelesada y los ojos fanáticos fijos en la plaza. Más concretamente, en el portal eléctrico que flotaba sobre la plaza.
Los tres guardias civiles se asustaron, pero no por ellos. Su interés por servir a las personas les hizo olvidar su propia seguridad y preocuparse por los recién llegados. Si Sole no hubiese tenido que dejar su coche y viajar caminando hasta el pueblo y ya hubiese llegado allí, les podía haber advertido.
- Hay que sacar a toda esa gente de la plaza – dijo Iker Gamarra, olvidando su miedo. – ¡Vamos!
Corrió hacia el grupo de gente más cercana, vigilando a los monstruos. Sin embargo, éstos no atacaban a la gente de los alrededores. Iker no supo a qué achacar ese comportamiento, pero decidió aprovecharlo.
- ¡Aléjense de aquí! ¡Váyanse a sus casas! ¡Huyan! ¡Aquí están en peligro! – advirtió a la gente, acercándose a ellos. Ninguno se movió ante sus órdenes.
Iker Gamarra Gil llegó hasta el muro de personas (que, como los monstruos, no osaban entrar en la plaza) y se detuvo ante ellos. Cuatro o cinco personas movieron sus ojos del portal hacia la cara del muchacho, y entonces Iker volvió a sentir miedo por su integridad. Aquellas miradas estaban vacías. Estaba frente a monstruos.
Los hipnotizados le agarraron y le metieron dentro del grupo. Iker pronto salió de la vista de sus dos compañeros, tapado por la gran masa de gente. Durante un rato sólo se oyeron sus gritos de pánico y de dolor.
Alejandro Poncela Moreno y Pablo Sánchez López, que se estaban acercando hacia su joven compañero para ayudarle, se frenaron en seco, horrorizados. La gente de la multitud se abalanzó hacia ellos, agarrándoles y tirando de ellos para sacarlos de la plaza. Los dos guardias civiles se defendieron con sus fusiles, golpeando a los hipnotizados con ellos, pero era inútil. La masa era muy superior en número y los doblegaron, matándolos a culatazos con sus propias armas, en el suelo.
Un coche llegó a la plaza mientras la matanza tenía lugar. Intentó atravesar el grupo de gente, avanzando con cuidado, tocando el claxon, pero la multitud no se apartó. Al contrario, se volvieron hacia el coche y trataron de entrar en él, para atacar a su conductora.
Marta, pues no era otra más que ella, reconoció el tipo de gente que la rodeaba y apretó el acelerador. Los hipnotizados que la rodeaban fueron atropellados y ella pasó sobre sus cuerpos, para alcanzar la plaza. El coche no pudo seguir avanzando así que salió del coche, sin molestarse en apagar el motor siquiera. Los fanáticos se apartaron de ella, al ver la Roseta que colgaba de su cuello. Marta entró en la plaza aprovechando el hueco y, como llevaba la pistola en las manos, dedicó dos tiros a la multitud, antes de girarse hacia el interior de la plaza.
Fue testigo de la matanza de los dos guardias civiles. Comprobó que no había nadie más allí dentro y que toda la plaza estaba rodeada de seguidores del Príncipe. Después, sintiéndose derrotada, descubrió a los Ocho Generales en los tejados o balcones de las casas alrededor de la plaza.
El portal empezó a chispear. Su marco eléctrico de color rojo brilló con más intensidad y cobró vida. Los rayos se movieron, más furiosos.
Marta escuchó el sonido de otro motor, por detrás de la multitud de hipnotizados que habían llegado allí desde todos los puntos de España, atraídos por el Príncipe. Entre las lágrimas que había dejado caer sonrió, esperanzada.
El R-11 de Justo (maldito trasto valiente) atravesó el muro de seguidores y entró en la plaza desde otro punto. Marta corrió a su encuentro, llorando de alegría y de miedo, mientras el veterano agente salía del coche, con gesto adusto. Al ver a Marta correr hacia él su gesto se dulcificó y sonrió.
- ¡Justo! – gritó la chica, abrazándose a él.
- ¿Estás bien? – preguntó el agente, devolviéndola el abrazo y después separándola, sujetándola por los hombros con los brazos estirados, inspeccionándola. Se fijó en la sangre que le corría por el antebrazo.
- No es nada grave. He tenido un accidente. ¿Y tú? – contestó Marta, señalando el sombrero ensangrentado del agente y su bigote teñido de rojo.
- Otro accidente.... – murmuró Justo, mirando en derredor, haciéndose cargo de la situación. Mientras observaba a los demonios y a los hipnotizados alrededor de la plaza tomó a Marta por el brazo y la condujo hacia el centro de la plaza, donde el espacio estaba despejado y parecía que ninguno de los sitiadores se atrevía a entrar. Después dirigió su mirada hacia el portal, que bullía de actividad. – Parece que esto se va a terminar....
- Eso creo.... – contestó Marta, con pena. – No lo hemos logrado.
- Aún no se ha acabado. ¿El padre Beltrán? – preguntó Justo, y Marta negó con la cabeza. El veterano agente compuso una mueca, disgustado.
El portal chisporroteó. Los hilos eléctricos de color rojo de su perímetro se estremecían, viajando alrededor, en un viaje sin fin, serpenteando y retorciéndose. Los demonios lanzaron gruñidos, aullidos, rugidos y graznidos de alegría, mientras los hipnotizados vitoreaban a su caudillo.
Entonces un grupo de los seguidores fanáticos que rodeaban la plaza gritó, asustados y doloridos. Todo el mundo se giró a mirarlos. Un pasillo se abrió entre ellos, mientras intentaban alejarse y apartarse de lo que los asustaba y hería. Por el hueco apareció el padre Beltrán, serio como siempre, terrible como un guerrero divino. Llevaba la mano derecha al frente, con los dedos corazón y anular doblados, sujetos por el pulgar, con los otros dos estirados, formando unos “cuernos”. Aquella postura (o el hechizo que encerraba) molestaba de forma espeluznante a los fanáticos, que lo dejaron pasar sin molestarlo hasta el centro de la plaza.
En el mismo momento, aprovechando el revuelo causado por la llegada del padre Beltrán, dos hombres cruzaron hasta la plaza, colándose entre los fanáticos seguidores y subiendo por encima del coche de Justo. Eran Daniel y Andrés, que corrieron hacia el centro de la plaza. Los cinco seres humanos se encontraron allí.
- ¡Daniel! ¡Tu brazo! ¿Estás bien? – preguntó Marta, preocupada, abrazando a su amigo.
- Está usted herido.... – comentó Justo, mirando al padre Beltrán.
- No es nada – dijo el sacerdote de negro, con la voz muy cascada.
- La verdad es que no me duele – contestó Daniel, sonriendo a su amiga, pero sus ojos mostraban la pena que realmente sentía.
- Me he encontrado a este valiente entrando en el pueblo – explicaba Andrés – y hemos tratado de llegar hasta aquí juntos. Si no llega a ser por usted nunca lo hubiésemos conseguido.
- No sé si servirá de algo.... – contestó el padre Beltrán, volviéndose a mirar el portal.
- ¿Y Mónica? ¿Sabes algo de ella? – preguntó Marta, y Daniel negó levemente con la cabeza. Los dos se echaron a llorar y volvieron a abrazarse.
- Nunca debimos separarnos.... – se lamentó Justo, colocándose al lado del padre Beltrán. Éste asintió, ausente.
- Apenas nos quedan opciones....
- ¿Alguien sabe algo de Sole? – preguntó Andrés. – ¿O de Jimena y Roberto? ¿Y de los tres que estaban aquí? ¿Qué ha pasado con vuestros compañeros?
- Creo que somos los únicos que quedamos.... – murmuró Daniel. – O los únicos que hemos podido llegar hasta aquí.
- Quizá si no hubiésemos venido hubiésemos podido sobrevivir.... – dijo Andrés, fúnebre. Estaba muy pálido y ardía de fiebre.
- Quizá tenga razón.... Aquí llega el Príncipe....

* * * * * *

El portal se inflamó. Sus hilos de electricidad se multiplicaron. Chasquearon y se retorcieron con mayor furia e intensidad.
Entonces un haz de rayos rojos salió de la elipse negra y chocó contra el suelo. El haz eléctrico se mantuvo un rato así, comunicando ambas dimensiones. Un estallido de luz roja acabó con la conexión, aunque el portal se mantuvo abierto en el cielo, rodeado por las descargas eléctricas de color rojo, mucho más calmadas.
En el suelo, justo debajo de él, había aparecido una figura: el Príncipe de Anäziak.
Tenía figura humana, era alto y delgado, de proporciones bellas y atractivas. Estaba desnudo y su piel parecía suave. Era terriblemente bello, musculoso, calvo, de formas definidas y armónicas. Su cara era redondeada y simétrica, hermosa. Sólo sus ojos eran diferentes, de color amarillo, y su sonrisa era inquietante, poblada de colmillos.
Los fanáticos hipnotizados que rodeaban la plaza se postraron ante él, echándose al suelo, inclinando la cabeza y posando la frente en el suelo. Los Ocho Generales, desde sus lugares de honor, hicieron reverencias, pronunciando el voto solemne.
- Mi smo tvoj, nire Printze. Honetan munduko biti tvoj(1) – fue recitado ocho veces con ocho voces distintas. Los Ocho Generales prestaban su juramento a su Príncipe y se disponían a luchar junto a él.
Los nueve habían entrado en nuestro universo.

* * * * * *

Entonces todo se sucedió con inusitada rapidez.
Mientras los fanáticos estaban postrados ante su Príncipe, Sole cruzó entre ellos a todo correr. Había salido de detrás de una esquina. Llevaba allí escondida un buen rato, esperando la oportunidad para cruzar. Y ahora, sin saber muy bien por qué, todos estaban tirados en el suelo, despistados.
La soldado corrió por la plaza, queriendo cruzarla para alcanzar a lo que quedaba de su grupo, congregado cerca de los soportales del ayuntamiento. Todos la miraban con ojos aterrorizados, y no sabía muy bien por qué.
Entonces lo vio. El hombre hermoso de pie en el medio de la plaza (aunque llamarle hombre era un poco exagerado, ya que carecía de sexo). Su piel era pálida y sus ojos amarillos, pero Sole perdió su voluntad nada más verlo. Frenó su carrera y continuó caminando, cada vez de forma más lenta, hasta adoptar una velocidad de paseo. Se acercó a la figura, que la sonreía con su boca llena de colmillos. Le tendió una mano y Sole perdió todo control sobre su cuerpo.
La mano del demonio era suave y fina, delicada. Le acarició la cara a Sole, haciendo que su cansancio y su miedo se diluyeran. Aquel era un momento bonito, de paz. El demonio posó su mano en la mejilla de la soldado, y Sole se sintió tocada por la gracia.
Entonces el Príncipe de Anäziak sujetó con más fuerza la cabeza de Sole y la echó hacia atrás, con un gesto brusco y fuerte. El chasquido del cuello se escuchó desde lejos y el cuerpo de Sole cayó muerto al suelo.
El padre Beltrán y los demás miraron horrorizados lo que acababa de ocurrir, mientras el Príncipe alzaba sus brazos, victorioso, siendo aclamado y vitoreado por sus seguidores. El demonio sonreía con deleite. Sus Ocho Generales bajaron a la plaza y se reunieron con él, halagándole con nuevas reverencias y vitoreándole.
- Novi poredak hasteko. Denbora demoni poceti zenbatu(2) – anunció el Príncipe de Anäziak, consiguiendo más vítores a su alrededor.
- ¿Qué podemos hacer? – preguntó Marta, con lágrimas en los ojos. Le seguían doliendo el cuello y la espalda y la mano derecha estaba completamente dormida, sosteniendo con fuerza la pistola, pero lo que más la dolía era la derrota. La pérdida de su universo.
El padre Beltrán se giró para mirarlos. Entre los cinco reunían un par de pistolas (con quince balas de plata entre las dos) y un machete. Y su cuchilla de plata consagrada, por supuesto. Suspiró, resignado.
- Aún nos queda una opción – anunció, fúnebre, pero sus compañeros lo miraron esperanzados. – Esperaba no tener que usarla, porque la solución puede ser mucho peor que el problema....
- Hágalo, padre Beltrán – le pidió Justo, y el sacerdote de negro asintió, mirándole a los ojos.
- Entonces, protéjalos, agente Díaz – contestó con voz de grajo el padre Beltrán, señalando con la cabeza al resto del maltrecho grupo. –  Refúgiense en los soportales y no deje que les ocurra nada malo.
Justo asintió, asustado y solemne, y luego se volvió hacia Marta, Daniel y Andrés. Los condujo, casi a empujones hacia los soportales del ayuntamiento y se quedaron allí, viendo al padre Beltrán en la plaza.
El padre Beltrán caminó con paso tranquilo hacia el centro de la plaza, llamando la atención de los demonios. Algunos le gruñeron y le bufaron. El Príncipe solamente se rió de él.
- Lehen zrtva....(3) – dijo, con una sonrisa sarcástica.
El padre Beltrán se detuvo a unos quince metros de ellos y arrojó el sombrero hacia un lado. Después se despojó del abrigo largo de paño negro y lo dejó caer a su espalda. Con mirada dura y el rostro decidido se agarró la sotana por el cuello con ambas manos y tiró de ella, rasgándola por la fila de botones, dejando que colgara sobre su cintura, como una falda hecha de jirones de tela, dejando su delgado torso al descubierto.
Marta se llevó la mano a la boca, atónita. Los tres hombres que la acompañaban miraron al sacerdote, estupefactos.
El padre Beltrán tenía todo el torso tatuado, con extrañas formas y símbolos, de diferentes colores. Un dibujo como una greca sinuosa, llena de olas y curvas, unía todos los símbolos que llenaban el cuerpo del sacerdote: uno en cada omoplato, tres más en la zona lumbar, una palabra escrita en vertical en cada costado (la del lado izquierdo manchada de sangre por la cuchillada del general anäziakano), un gran símbolo en los pectorales, varios círculos en el vientre y multitud de pequeños signos arcanos en los brazos, hasta las muñecas. Eran de color azul, verde, rojo y negro, y todos resaltaban en la pálida piel arrugada y cicatrizada del sacerdote.
- Dios mío.... – musitó Justo. A su lado, Andrés estaba estupefacto, sin poder emitir palabra.
- ¡Van a atacarle! ¡Hay que hacer algo! – dijo Marta.
- ¡No! Tranquila, mira.... – la detuvo Daniel con su único brazo.
Dos de los generales, el que tenía aspecto de troll y el del cráneo pelado y al aire con el morro alargado de hueso, se acercaron al sacerdote de negro para atacarle, pero no pudieron. Una pared invisible, irrompible e impenetrable le protegía mientras pronunciaba el hechizo. Los dos demonios se chocaron, impotentes, contra aquel campo de fuerza.
Abriendo los brazos, dirigiendo su rostro hacia el cielo, con el rostro crispado por el dolor, el padre Beltrán invocó unas palabras en lyrdeno.
- ¡Vahlá, jerument! ¡Vahlá jerument, ordla! ¡Pandemieum orta! ¡Pandemieum! ¡Execrat yuri kanterni! ¡Execrat yuri! ¡Vahlá, yuri!
Un evento ocurrió, una fuerza ectoplasmática parecida a una burbuja de jabón llenó el espacio, invisible, golpeando a todos con fuerza. Fue como una ráfaga de viento, húmeda y caliente. Sacudió a todos los presentes y los inundó de una luz blanca potentísima, que desterró la oscuridad de la noche.
Otro portal, elíptico, negro, rodeado de jirones de rayos eléctricos de color azul celeste, había surgido en el cielo al lado del primero.
Inmediatamente, de él empezaron a salir una criaturas aladas semejantes a seres humanos, grandes y terribles. Vestían túnicas blancas, dejando solamente a la vista sus pies y sus manos (de nueve dedos) y por supuesto su cabeza. Tenían pelo amarillo sobre ella y la piel era rosada, así como azules sus ojos. Colmillos afilados y blancos se asomaban de sus bocas. Giraban y planeaban en el aire con unas alas gigantescas, de grandes y frondosas plumas blancas, cada una de unos siete metros de largo.
A Marta sólo le vino una palabra a la mente.
Ángeles.
Unos quince o veinte seres alados similares a los ángeles de la tradición cristiana salieron del nuevo portal, volando hacia la multitud de fanáticos hipnotizados y hacia los nueve de Anäziak.
La batalla fue encarnizada.
Los supuestos ángeles masacraron a los seguidores que rodeaban la plaza, que poco pudieron hacer contra su furia y su fuerza. Pronto, todos los hipnotizados que quedaban en pie huyeron de allí, siendo perseguidos por cinco ángeles que los acosaban desde el cielo. Decenas de cadáveres quedaron atrás.
Los Ocho Generales y el Príncipe se defendieron bien. El demonio de dos cabezas que caminaba a cuatro patas haciendo “el puente” lanzó su chorro de fuego hacia uno de los Guerreros alados, inflamándolo en el aire y haciéndolo caer. Una vez allí, el demonio parecido a un troll lo pisoteó, destrozándolo.
El demonio con aspecto de bebé rollizo lanzó sus bolas de fuego hacia los Guerreros alados, pero éstos las esquivaron. Uno de ellos lo atrapó al final y lo sujetó entre sus manos, volando con él hacia la fachada del ayuntamiento, aplastándole con fuerza contra la piedra, matándolo en el acto. Los humanos que se escondían en los soportales de abajo se escondieron, gritando asustados.
El demonio parecido a un ciempiés gigante atrapó con una de sus pinzas el ala de uno de los Guerreros celestiales, cortándole la punta. La criatura parecida a un ángel gritó de dolor, con una voz atronadora que hizo que los cuatro humanos que estaban bajo los soportales se taparan las orejas, si no querían morir con el cráneo reventado. El Guerrero se revolvió, atrapó la garra entre sus manos de nueve dedos y la retorció hasta arrancarla. El demonio gritó y se alejó.
El demonio de dos torsos sobre dos piernas estaba recibiendo una paliza a puñetazos de manos de otro Guerrero, a pesar de que él tenía cuatro puños. El demonio que parecía un buey con la cabeza cilíndrica intentaba patear a un Guerrero alado, que acabó reventándole la cabeza granítica de un puñetazo. El general anäziakano volador peleó en el aire contra dos Guerreros alados, que acabaron agarrándolo cada uno por un ala y arrancándoselas. El demonio cayó al suelo de la plaza, tiñéndolo con su sangre granate: pronto murió.
El Príncipe había matado a dos Guerreros celestiales y mantenía a raya a un tercero. Tenía las mandíbulas y el mentón manchados de la sangre de los Guerreros que había abatido y rugía furioso al que aún quedaba en pie, delante de él. Miró a su alrededor, viendo a sus generales muertos y al resto heridos. Viendo cómo los cinco Guerreros que habían perseguido a los fanáticos hipnotizados volvían a la lucha.
Viendo al humano que mantenía aquel hechizo en marcha fuera del alcance de sus colmillos.
Aulló de rabia, impotente y llamó a gritos a sus generales, los que quedaban en pie. Con gestos autoritarios, aunque avergonzados, les ordenó volver a cruzar el portal.
Les ordenó volver a Anäziak.
Los Cinco Generales, heridos y apaleados, se colocaron bajo el portal y viajaron de vuelta a su universo. El Príncipe de Anäziak, aún inmaculado, invencible y sin heridas, se volvió hacia el padre Beltrán y el grupo de humanos.
- ¡Anäziak Printze nikad ahaztu!(4) – rugió.
Y después volvió a entrar en su universo, cerrándose el portal tras él.
Los Guerreros alados revolotearon por el cielo de la plaza, gritando alborozados y contentos. Sus gritos de alegría eran tan potentes como sus gritos de rabia y Justo, Marta y los demás volvieron a taparse las orejas. Todos volvieron a su portal, que seguía activo en el aire.
Todos salvo uno.
El Guerrero celestial se acercó al padre Beltrán, atravesando fácilmente la barrera invisible que lo protegía. El sacerdote bajó los brazos, que le temblaban, terminando con el conjuro.
El Guerrero alado se posó en el suelo, terrible en sus tres metros de altura. Sus puños de nueve dedos eran tan grandes como la cabeza del padre Beltrán. Lo miró con ojos juguetones, divertidos y peligrosos. Su sonrisa llena de colmillos poco se diferenciaba de la de los demonios que acababa de desterrar.
El padre Beltrán le sostuvo la mirada, digno.
El Guerrero asintió, sin perder su sonrisa peligrosa. Había más que una despedida en aquel cabeceo, más que un gesto inocente.
Había amenaza.
Después volvió a levantar el vuelo y entró por el portal eléctrico de contornos azules.
Los cinco humanos se habían quedado solos en la plaza de Siena del Sil. Marta se acercó al padre Beltrán, sin dejar de mirar el portal que continuaba abierto en el aire.
- ¿Qué ha sido eso? – preguntó Marta.
- Guerreros celestiales – contestó el padre Beltrán, su voz de grajo más cansada que nunca. – Podían haber sido más peligrosos que los mismos demonios anäziakanos.
- ¿Debemos temerles? – preguntó Justo, poniéndose al otro lado.
- Debemos temer cualquier cosa que venga de otros universos, agente Díaz.... – respondió el padre Beltrán, casi sonriendo.
- Pues el portal sigue abierto.... – dijo Marta, con precaución. No le gustaba que aquella cosa siguiese allí, si los Guerreros parecidos a ángeles podían volver y hacerse con aquel universo.
- Eso tiene fácil arreglo – respondió el padre Beltrán, volviéndose hacia él. – ¡¡Târq!!
El portal azul se cerró sobre sí mismo, con un estallido de luz blanca, brillante y poderosa.
 
___________________________________________________
(1) Soy tuyo, mi Príncipe. Este mundo es tuyo.
(2) Un nuevo orden comienza. El tiempo de los demonios empieza a contar.
(3) La primera víctima....
(4) ¡El Príncipe de Anäziak nunca olvida!