domingo, 31 de agosto de 2014

(Verde) El Guardián del Sendero - FINAL: 12 de 12


(12)

Notó mucha luz, que le dio de lleno en la cara. Cerró los ojos, aturdido, notando que le dolían por el destello y notando multitud de puntitos de luz. Había seguido caminando, con los ojos cerrados, hasta que su hombro chocó contra algo duro, saliendo rebotado y girando.
- ¡¡Mira por dónde vas!! – le gruñó una voz dura. Séptido abrió los ojos y vio a un hombre-lobo, que esperaba en una fila de criaturas para entrar en el portal.
Mientras lo miraba notó que su rodilla derecha chocaba contra algo duro. Tropezó y trastabilló, echando la pierna izquierda para mantener el equilibrio, notando que esa rodilla también chocaba contra algo duro. Cayó al suelo, por el segundo golpe, aterrizando con las manos.
- ¡¡Tenga cuidado, grandullón!! – dijo una voz chillona, cerca de su oreja.
- Se creen que pueden ir por donde quieran porque miden más que una mata de habas.... – dijo otra voz, cerca de la primera.
Séptido vio a una pareja de duendes que se alejaban hacia la fila de criaturas, frotándose la frente, mientras él se frotaba las rodillas doloridas. Confuso, se levantó y se apartó de las criaturas. Había muchas, de muchos tipos y razas, formando una fila ancha y poco organizada, delante del portal. Todos esperaban su turno con impaciencia para abandonar el reino de Xêng. Y llegaban más.
Séptido caminó por la hierba, alejándose de la zona. El portal, en ese lado, tenía forma de árbol gigantesco, con el tronco grueso como la taberna de Musgo, ramas tan anchas como un ser humano y las hojas dispuestas como el brócoli o la coliflor. Multitud de símbolos y runas estaban grabados en su tronco, resaltando sobre la corteza oscura.
Se sentó en la hierba, asombrado, admirado, pero también apenado. Aquella tierra parecía extraordinaria, pero él quería estar en Musgo, aunque sabía que no podía volver.
- Usted no es de aquí – dijo una voz a su lado. Séptido se quitó las manos de la cara y vio a un minotauro que se sentaba a su lado, vestido de cuero rojo, con un aro de oro colgado de la nariz. Séptido se asustó al ver a aquella criatura, pero el minotauro parecía alguien tranquilo y educado. Se sentó a su lado en la hierba y puso los antebrazos en las rodillas, jugueteando con una brizna de hierba entre las descomunales manos. – Diría incluso que es usted uno de los Guardianes del Sendero, ¿me equivoco?
Séptido le miró un instante más, decidiendo si podía hablar o no con aquel desconocido. La verdad era que su aspecto era intimidante y daba un poco de miedo, pero parecía ser bueno: su mirada era amable.
- Sí. Me llamo Séptido.... – contestó.
- ¡¡Ah!! ¿No se lo dije? – sonrió el minotauro. Después le tendió la enorme manaza. – Yo soy Hiromar.
Séptido le estrechó la muñeca y después trató de imitar el gesto de respeto del reino de Xêng que el minotauro le dedicó: colocar los dos dedos, estirados y juntos en el entrecejo. No lo consiguió hacer bien.
- Encantado. Imagino que ha cruzado aquí para cerrar el portal, ¿no es así? – preguntó Hiromar.
- No parece importarle mucho.... – contestó Séptido, admitiéndolo.
- ¡Oh, yo nunca he querido salir del reino de Xêng! – reconoció el minotauro. – Estoy aquí por mandato de mi Orden, para evitar problemas, altercados y peleas entre la gente que se quiere ir.
- No conseguirán nada yéndose: al otro lado también han caído las estrellas....
- Lo sé. Las estrellas son las mismas para todos los mundos, eso es así y los Magos lo sabemos.
- ¿Es usted mago? – preguntó Séptido, sin poder evitar sentirse admirado.
- Sí. Por eso sé que la magia que has hecho para cerrar el portal es muy poderosa. Viene del corazón.
- Hice lo que debía, nada más – dijo Séptido, encogiéndose de hombros. – Sólo lamento tener que despedirme de mi hogar....
- ¿Por qué?
- No puedo volver por ahí, ¿verdad? Pasará mucho tiempo hasta que el portal vuelva a abrirse....
- Sí, quizá ocho o diez años, dependiendo de qué Mago se encargue del trabajo – dijo Hiromar. – Pero el Árbol Rúnico no es el único punto de unión entre el reino de Xêng y tu mundo, forastero....
- ¿Ah no? – dijo Séptido, poniéndose en pie, de repente animado. Hiromar sonrió, antes de ponerse en pie también y quedarse a su lado. Le sacaba una cabeza y media al joven Guardián.
- No. Hay una cueva, allá al suroeste, en el territorio de los yuaguas. Conecta directamente con un bosque en el que hay una ciudad humana. Sauce, se llama. ¿La conoces?
- ¡Claro que sí! – respondió Séptido, contento.
- ¿Está cerca de tu aldea? – preguntó Hiromar.
- A cuatro o cinco días en carreta – respondió Séptido.
- Entonces no estás tan lejos de tu casa – dijo Hiromar, sonriendo. – Aunque vas a tener que recorrer todo el reino de Xêng.
- Lo haré – dijo Séptido, decidido.

Pero ésa ya es otra historia.

viernes, 29 de agosto de 2014

(Verde) El Guardián del Sendero - 11 de 12





(11)

Entonces el portal dio un brinco. Su superficie, que parecía un velo de seda y se comportaba como un estanque de agua tranquila, se sacudió, como si una ráfaga de aire lo hubiese agitado desde el otro lado, o como si alguien hubiese arrojado una piedra al centro de su superficie.
- ¿Qué ha sido eso? – preguntó Séptido, emocionado. Creía que el portal se había cerrado.
Pero era todo lo contrario.
- El portal entre los dos mundos se ha abierto del todo – dijo Únido, con pesar. – Ahora todo aquel que quiera podrá entrar desde el reino de Xêng.
- ¡¡Pero no puede ser!! ¡¡Tú y yo seguimos aquí!! – chilló Séptido, asustado.
- Trícido debe haber caído....
- Unos cuélebres le estaban acechando.... – dijo Séptido, triste.
- Habrá caído prisionero – supuso Únido.
El portal volvió a agitarse, sacudido por la magia.
- ¡¡Tenemos que hacer algo!! – gritó Séptido, nervioso. – ¡¡Pasemos al otro lado!! ¡¡Convenzamos a las criaturas del reino de Xêng de que no deben cruzar aquí!!
- ¡¡No puedes pasar allí, Séptido!! – dijo Únido, por primera vez asustado. – Los de este lado no podemos entrar en el reino de Xêng: la vuelta por el portal nos está prohibida. Te quedarías a ese lado para siempre....
Entonces Séptido lo comprendió. Entendió las palabras tan raras del Hombre de los Zapatos Rotos, las que le había dicho la noche que pasaron juntos aunque no recordaba cuándo se las había dicho.
Aquel paso hacia adelante que no tendría vuelta atrás se refería a aquello. El sacrificio se refería a la imposibilidad de volver a Musgo.
- Pero si uno de los dos cruza.... ¿No se cerraría el portal? – preguntó, creyendo que ya sabía la respuesta.
Únido lo miró con sorpresa.
- Puede ser. Quizá no para siempre, los de aquel lado siempre tienen magia para cualquier cosa, pero por lo menos impediríamos esta crisis – respondió.
- Entonces cruzaré.
- ¡¡Pero no podrás volver!! – le dijo Únido, sujetándole por el antebrazo.
- Lo sé, pero he de hacerlo – dijo Séptido, convencido. – Somos Guardianes del Sendero, tú lo has dicho antes....
Únido asintió, solemne, soltándole el brazo a Séptido. Éste volvió a caminar, decidido, en dirección al portal. Recorrió los últimos metros del Sendero, sabiendo que no lo hacía para ser un héroe, sino porque era su deber como Guardián.
El portal estaba frío. Lo notó cuando estuvo a un paso de él. Escuchó ruidos desde el otro lado, gritos de júbilo, de alegría, chillidos animales, gruñidos y balidos.
Dejó el garrote de roble en el suelo de roca y avanzó hacia el portal. Sabía que iba a ser el primer Guardián del Sendero en conocer el reino de Xêng.
Traspasó el portal, desapareciendo a la vista de Únido, que se quedó solo en el Sendero. Sorprendió a los habitantes de Xêng que lo vieron aparecer.
Y el portal se cerró.

miércoles, 27 de agosto de 2014

(Verde) El Guardián del Sendero - 10 de 12




(10)

Empezaba a hacerse de noche cuando Séptido llegó a la cueva de Bícido, después de haber recorrido casi toda la zona del segundo Guardián. Había utilizado toda la tarde para salir de la de Trícido y recorrer la de Bícido.
Había una espesa bruma a ras de suelo, de color verde brillante. No le impedía andar, pero indudablemente era mágica, porque parecía pegarse como si fuese miel. Era otro ejemplo más de lo que el despiadado Zard había dejado entrar, para molestar a los Guardianes, para crear caos y revuelo, para adelantarse al gran éxodo que pretendía liberar.
El Guardián se había separado del Sendero cuando había encontrado unas escaleras de piedra, que subían, alejándose del Sendero. Allí estaba la guarida de Bícido, en mitad de la ladera, dentro de una cueva.
Séptido se asomó a la cueva, sin encontrar a Bícido. Todo estaba en orden, no había señales de que algo violento hubiese ocurrido en la cueva. Pero Bícido no estaba por allí.
Séptido estaba casi convencido de que algo le había ocurrido al Guardián. No le había visto en el Sendero y no había ni rastro de él en su guarida. Séptido había esperado volver a ver al anciano Guardián, vestido con su túnica parda de lana gruesa, con la melena gris y la barba larga, armado con su cadena. Hacía años que no lo veía.
Salió de la cueva y miró alrededor. Allí Bícido tenía un corral y un pequeño huerto, en un insólito terreno de tierra que había en la ladera de la montaña.
- Hola, Séptido – escuchó que lo saludaban. Asombrado, pero tampoco mucho, después de todo lo que ya había visto en su viaje por el Sendero, Séptido se acercó al corral, de donde había venido la voz. En el corral había gallinas y ocas, y en otro apartado había una pareja de cabras.
- Hola.... – respondió, sin saber muy bien a quién.
- Soy yo, ¿no me ves? – una gallina amarilla se separó de las otras, acercándose a Séptido, que estaba apoyado en la valla. El Guardián miró con ojos como platos a la gallina, que movía la cabeza al andar y abría y cerraba el pico, a la vez que sonaba la voz de Bícido.
- Vaya, te han convertido en una gallina.... – dijo Séptido, con voz átona. Era algo extraordinario, pero ya estaba curado de espantos.
- Sí, llevo así un par de días – dijo la gallina, con la voz de Bícido.
- ¿Sabes quién lo ha hecho? – dijo Séptido.
- No lo sé, el Sendero ha estado muy revuelto últimamente. Puede que alguna criatura mágica me lo haya hecho sin querer....
- No ha sido sin querer – explicó Séptido. – Hay un Dharjûn en el Sendero, atacando a todos los Guardianes. Quiere abrir el portal....
- ¿Y a ti no te ha pasado nada?
- Yo me libré de milagro – explicó Séptido. – Ahora sólo quiero detener esto.... ¿Sabes algo de Únido? He encontrado a Trícido y sé que está bien, pero no me vendría mal algo más de ayuda....
- Hasta hace un par de días Únido estaba bien – contestó la gallina en que se había convertido Bícido. – Pero creo que hay un Dragón rondándole.
- ¡¿Un Dragón?! – se asustó Séptido. – Tengo que ir a verle, a comprobar que está a salvo. ¿Tú estarás bien?
- Yo sí, mientras haya grano.... – respondió la gallina.
Séptido salió de allí corriendo, bajando las escaleras a toda prisa, con riesgo de romperse la crisma rodando por ellas, volviendo al Sendero y corriendo por él. La última parte de la zona de Bícido era extremadamente empinada y cuando atravesó los zarzales del Gato y entró en la última zona del Sendero, se dio cuenta de que el principio de la zona de Únido era igual.
Era noche cerrada cuando atravesó el bosque Virulento, en el último tramo del Sendero. Después del bosque el Sendero volvía a tornarse llano, llegando a la cima con una leve pendiente nada difícil de recorrer.
Séptido se detuvo en el bosque, agarrando el garrote con las dos manos. Había escuchado ruidos a su alrededor, nada tranquilizadores. Notó hojas que caían a su alrededor y miró hacia arriba: las ramas se movían. Había algo sobre él.
Volvió a caminar, para salir cuanto antes del bosque, para volver a terreno abierto, pero no pudo.
Cinco gárgolas cayeron a su alrededor, desde las ramas de los árboles. Le rodearon, gruñendo, intentando asustarle.
Y lo consiguieron.
Las gárgolas eran seres antropomórficos. Se alzaban sobre dos piernas y tenían dos brazos. Las manos eran de cuatro dedos y los pies eran alargados y sólo de tres dedos, acabados tanto unos como otros directamente en garras, duras como piedras. Tenían largas melenas, grandes bocas con colmillos y los ojos blancos que brillaban en la oscuridad.
Lo curioso de las gárgolas era que sólo estaban activas de noche y de día se transformaban en piedra, quedándose inmóviles como estatuas allá donde les alcanzasen los primeros rayos del Sol matutino.
Séptido enarboló el garrote, como si quisiera pelear, aunque sabía que pocas opciones tenía contra las gárgolas. Quizá, si pelease contra una, o contra dos, pudiese vencerlas y ahuyentarlas: al fin y al cabo era un Guardián. Pero allí tenía que enfrentarse contra cinco.
Tragó saliva, mirándolas a todas ellas, que giraban a su alrededor, gruñendo y enseñando los dientes. Buscó alguna salida, alguna forma de huir, de escaparse entre los árboles del pequeño bosque, pero no era posible.
Las gárgolas le tenían bien rodeado.
Cuando se resignó a que tendría que pelear contra ellas, aunque tenía la certeza de que no vencería y le cogerían preso (o algo peor) las gárgolas se detuvieron, formando más o menos un círculo a su alrededor.
Inclinaron las cabezas, escuchando. Séptido también lo hizo, pero no escuchó nada. Sin embargo las gárgolas sí que debieron de oír algo, porque se miraron entre ellas, lanzando gruñidos y ladridos, casi lastimeros. Después, con prisa, se alejaron de allí, volviendo a esconderse entre los árboles, mirando a Séptido con reto y con lástima.
Séptido se quedó solo en mitad del Sendero, bajo los árboles del bosque Virulento.
Entonces empezó a escuchar unos pasos, que se acercaban, desde lo alto del Sendero. Quizá aquello fuese lo que había ahuyentado a las gárgolas. Séptido sonrió, ilusionado, pensando que podía ser Únido, que había burlado al Dragón que lo acechaba y había llegado hasta aquella parte de su zona del Sendero, atraído por el ruido de las gárgolas.
Pero no era Únido.
Séptido reconoció a Zard al instante, pues coincidía punto por punto con la descripción que de él había hecho el Hombre de los Zapatos Rotos.
Los brazos largos con uñas amarillas. La espalda ancha y encorvada. La cara de pájaro, de ave de rapiña, con ojos malévolos e inteligentes, amarillos con la pupila rasgada. Las orejas puntiagudas. Los colmillos que asomaban de su boca. La piel oscura, seca y arrugada. La coleta negra sobre la cruz de la espalda.
Séptido tembló de terror, lo que no era muy adecuado en un Guardián del Sendero, pero sí que era muy comprensible estando delante de un Dharjûn.
- Buenas noches, mi querido Guardián – dijo Zard, a modo de saludo, caminando tranquilamente por el Sendero. Séptido se fijó que el Dharjûn era muy alto en realidad, pero como iba encorvado parecía más bajo que él mismo. – Me sorprende verte por aquí, en lugar de estar enfermo en tu cama....
- ¿Lo de la arpía fue cosa tuya? – soltó Séptido, enfadado, sin poder contenerse. Se le había pasado el miedo de golpe.
- Me temo que sí – dijo el Dharjûn, deteniéndose en mitad del Sendero, a unos cinco metros de Séptido. Sonreía, malévolo. – Una idea que se me ocurrió, una lindeza. Fue fácil colar a un par de arpías diminutas por el portal, para que te buscaran. Pero veo que fallaron.
- Una me encontró. Pero supe curarme rápido.... – dijo Séptido, con el ceño fruncido y los dientes apretados.
- Esencia de asaúco, ¿verdad? – preguntó Zard, sonriendo con superioridad. – Qué mala pata....
- ¿Por qué estás haciendo todo esto? – preguntó Séptido, más molesto que enfadado. Casi impotente. – ¿Qué te hemos hecho nosotros? ¿Por qué quieres que todas las criaturas de Xêng abandonen su reino?
Zard encogió sus redondeados y caídos hombros.
- El caos – dijo, mientras dibujaba una sonrisa malvada y peligrosa. – La inactividad, la paz y la tranquilidad no proporcionan más que aburrimiento. El caos es la vida. Cuando hay conflicto, cuando hay guerra, cuando las cosas chocan, se rompen y se vuelven a formar, sin orden, es cuando surge la vida. Cuando la vida avanza. Lo hago por el caos.
- ¡¡Pero la gente de aquí morirá cuando les ataquen las criaturas fantásticas de Xêng!! – dijo Séptido, desesperado. – ¡¡Y el reino de Xêng se extinguirá si todos sus habitantes lo abandonan!!
- La muerte es parte de la vida – dijo Zard, volviéndose a encoger de hombros, sin dejar de sonreír, malvado. – Y parte del caos. Además, aunque la gente se quedara en Xêng, aquel mundo también se acabaría, y no tardando mucho....
- Por las estrellas que caen del cielo.... ¿Andas también detrás de eso tú? – preguntó Séptido, con tono de regañina.
- Aunque no lo creas, no es cosa mía – dijo el Dharjûn, alzando las enormes manos, en un gesto de inocencia. – Pero admito que me ha gustado y que me ha ayudado....
- Voy a cerrar el portal para siempre, para que no puedan entrar aquí los habitantes del reino de Xêng.... – dijo Séptido, decidido.
- Adelante, inténtalo – dijo Zard, juguetón, apartándose hacia un lado del Sendero, dejando el paso libre. Séptido vaciló. El Dharjûn escondía alguna trampa o se guardaba algo que sólo él sabía.
- ¿Qué tramas?
- Todo está hecho ya – dijo Zard, con tranquilidad, sin moverse del sitio, dejando el Sendero libre. – No puedes hacer nada. El portal se va a abrir del todo y será al amanecer. Es la fuerza de la Brigada de Guardianes la que permite que siga en pie y ahora sólo quedáis tres. Trícido está siendo acechado por cuélebres y Únido lleva un par de días rondado por un Dragón: es cuestión de tiempo que uno de los dos caiga y cuando sólo quedéis dos el portal se abrirá.
Séptido se quedó hundido. Sintió un vacío en el pecho, cuando la esperanza lo abandonó. Pensaba que un Guardián solo podía proteger el portal y el Sendero, pero comprendió en ese momento por qué eran tantos los Guardianes de la Brigada: era la fuerza y la esencia de todos las que mantenían el portal en pie.
- Bueno.... en ese caso, no te importará que vaya hasta la cima, para ver la procesión de seres fantásticos.... – dijo Séptido, casi sin fuerzas.
- Adelante.... – bromeó Zard, sonriendo victorioso, enseñando los colmillos, dedicándole un gesto educado, cediéndole el paso. Séptido empezó a caminar, acercándose al Dharjûn, pasando a su lado, dejándole atrás. Cuando se había separado de él unos metros Séptido echó a correr.
No pretendía ver cómo se abría el portal sin hacer nada. Si había una posibilidad de rescatar a Únido la aprovecharía, porque estaba convencido de que entre el primer Guardián (el más poderoso de todos) y él podían contener a la marea de criaturas fantásticas que pretendían entrar en el Sendero.
Corrió por la última parte del Sendero, saliendo del bosque Virulento, corriendo por la cima de la Montaña Azul, en la parte del Sendero más llana.
Corrió sin parar, quedándose sin aliento, jadeando, haciendo que sus pulmones sonaran como ronquidos, pero sin parar de correr. A lo lejos, en medio de la cima de la montaña, que siempre había imaginado de roca pero estaba cubierta de verde hierba y aún más verde musgo, estaba el portal: un arco de madera roja con una especie de cortina de seda negra en el vano.
Y delante del portal, en el Sendero, había un Dragón.
Era un Dragón verde de unos treinta metros de largo, con una cabeza como una carreta, con púas y cuernos que salían de ella hacia atrás. Colmillos de quince centímetros asomaban de su boca, las garras negras se clavaban en la roca del Sendero. Tenía las alas desplegadas, la cabeza gacha y gruñía y husmeaba con ganas.
Estaba claro que buscaba a Únido.
El Guardián estaba escondido detrás de una roca azul que sobresalía entre el verde mar de hierba y musgo de la cima de la montaña. Estaba a unos cincuenta metros del Dragón, a sus espaldas.
Séptido abandonó el Sendero y corrió por la hierba y el musgo, acercándose a Únido, que lo vio venir con cara asombrada.
- ¡Séptido! ¿Qué haces aquí? – el veterano Guardián parecía contento de verle, pero también molesto. – Ésta no es tu zona del Sendero, no puedes estar aquí....
- Lo sé, Únido, lo sé, pero la situación es grave – le dijo Séptido, en susurros, para que el Dragón no les oyese. – El portal se va a abrir....
- ¿Qué dices? No digas tonterías, no es propio de un Guardián caer en histerismos propios de la gente de pueblo....
- Únido, ¿cuántas veces has visto colarse aquí a un Dragón? – dijo Séptido. – Hemos visto alguna vez hadas, unicornios, sirenas, trasgos, sumicius y cosas así.... Pero en los últimos dos días he visto grifos, cuélebres, gárgolas.... e incluso a un Dharjûn, que ni siquiera sabía lo que era hasta la noche pasada.
- ¿Un Dharjûn? ¿A este lado del portal? – preguntó Únido, asombradísimo.
- Sí, es el que está detrás de todo esto – explicó Séptido. – Ha atacado a los Guardianes: a mí trató de enfermarme, ha hechizado a Bícido, a Cuádido y a Héxido, transformó en roca la cabaña de Péntido, ha sumido en un sueño a Nóvido, y ha dejado sin memoria a Óctido. Quiere abrir el portal y que las gentes del reino de Xêng entren aquí.
- El caos.... – murmuró Únido. – Todo empezó con la caída de las estrellas, la gente del otro lado está asustada y quieren huir, ¿verdad? Ése Dharjûn les habrá convencido para que vengan a este lado, y así generar caos en ambos mundos. Maldito sea....
- Tenemos que impedir que el portal se abra....
- ¿Y Trícido? Antes no le has nombrado.... – apuntó Únido.
- Está bien. Es el único, aparte de nosotros dos, que sigue sano y salvo – respondió Séptido.
- Debería haber venido contigo – se lamentó Únido. – Entre los tres habríamos mantenido el portal cerrado y estaríamos protegidos los unos por los otros....
- Pero entre los dos podremos mantener el portal cerrado, ¿no? – dijo Séptido, con ánimo. Únido negó con la cabeza. – ¿No? Pero si eres el Guardián más poderoso....
- Quizá lo sea, pero el portal no puede quedarse cerrado si sólo quedan dos Guardianes en activo – dijo Únido con voz apenada. – Aunque los dos que queden sean los más poderosos. Lo importante no es el poder individual de cada uno, sino la idea de hermandad, de grupo, de Brigada.
- Es la unión la que hace la fuerza.... – dijo Séptido, comprendiendo, mientras Únido asentía. En el silencio que siguió escucharon claramente los gruñidos y los zarpazos del Dragón en la roca. – ¿Y qué podemos hacer?
- No lo sé – dijo Únido. – Quizá bajar a Musgo, a avisar a los vecinos.
- ¿Y si tratamos de mantener cerrado el portal, de todas formas? Incluso si se abre podemos intentar convencer a las criaturas que se den la vuelta....
- Eso si no es un Dragón lo primero que entre en la Montaña Azul desde el otro lado.... – bromeó Únido. – Pero, ¿qué hacemos antes con este Dragón verde que ya tenemos aquí?
- ¿No podemos reducirle? – preguntó Séptido.
- Yo sólo no he podido....
- Pero ahora estoy yo contigo.
Únido sonrió, asintiendo, con confianza. Después se ayudó de su largo bastón para ponerse en pie y Séptido le imitó, levantándose a su lado, empuñando el garrote.
- Al menos, que no se diga que no cumplimos con nuestro deber hasta el final – dijo Únido, mientras caminaban decididos de vuelta al Sendero, a enfrentarse con el Dragón que seguía allí.
Los primeros rayos del Sol asomaron por el este.
Únido y Séptido llegaron al Sendero, deteniéndose detrás del Dragón, entre él y el portal. Séptido tomó aire, intentando reunir valor: el Dragón era mucho más horripilante de cerca. Arrancaba el coraje con sólo estar cerca.
- Ánimo, Séptido – dijo Únido. – Somos Guardianes del Sendero....
El joven Guardián asintió, tratando de sonreír, como hacía el viejo, sin conseguirlo. El Dragón verde le quitaba el poco valor que le quedaba.
Únido y Séptido golpearon a la vez la punta de la cola del Dragón verde, cada uno con su arma de madera. El gigantesco animal rugió de dolor y se giró con rapidez, encarándose con ellos. Séptido esquivó la cola del Dragón cuando se giró, agitándose como un látigo.
La cabeza del Dragón estaba a pocos metros, balanceándose a uno y otro lado. De vez en cuando lanzaba un poderoso rugido, echándoles aire caliente encima a los dos Guardianes, que olía fatal. Séptido dio gracias porque todavía no les hubiese lanzado fuego, porque no hubiese sabido qué hacer para evitarlo.
Únido cogió su bastón largo con ánimo de golpear y Séptido se llevó su garrote por encima del hombro derecho, agarrado con las dos manos, con el mismo propósito. Tenía la boca seca y la lengua como lija.
- Adelante, Séptido, ataquemos a la vez – dijo Únido, con voz animosa. Séptido se abandonó a toda emoción, decidiéndose a pelear.
Entonces, cuando los dos Guardianes estaban a punto de lanzarse hacia adelante, para entrar en liza, y el Dragón tomaba aliento para derramar su fuego sobre ellos, escucharon ruidos de cascos, batir de alas, relinchos y graznidos por detrás del Dragón, desde el Sendero.
El Dragón rugió, de dolor y de rabia, perdiendo de vista a los dos Guardianes. Éstos, asombrados, reaccionaron a la vez, para no perder la oportunidad: se colaron por entre las patas del animal, debajo de su vientre pálido, y le golpearon las garras que mantenía apoyadas en el suelo.
El Dragón se sacudió, dolorido, y pateó el suelo, tratando de librarse de aquellos molestos adversarios. Únido, más hábil y curtido que Séptido, lo vio venir, así que agarró por el hombro a su compañero y lo apartó de allí, saliendo a la hierba fresca que flanqueaba el Sendero.
Desde allí, apartados de la lucha y tendidos en la hierba, vieron cómo una manada de unicornios y una bandada de grifos atacaban al Dragón, coordinados y sin descanso. Los unicornios cargaban desde el Sendero, dañando al Dragón con sus cuernos de color de plata y los grifos sobrevolaban a la descomunal criatura, lanzándole picotazos con sus picos de águila.
- ¿Pero qué es este prodigio? – dijo Únido, atónito. Séptido también estaba asombrado, pero también contento: había reconocido al pequeño potrillo de unicornio y a la anciana hembra de grifo, a los que había conocido durante su viaje por el Sendero.
El Dragón se dio por vencido, al sufrir tanto daño en tan poco tiempo, tan seguido y sin poder reaccionar para defenderse. Había olvidado a sus dos presas humanas y sólo pensaba en huir. Aleteó con fuerza, alzando el vuelo, desperdigando un poco a sus atacantes.
Pero no tenía intención de atacarles: enfiló hacia el portal y se coló por él, atravesándolo como el que se sumerge en el agua lo que Séptido había entendido como un velo negro de seda.
La manada de unicornios le fue a la zaga, entrando por el portal, al igual que la bandada de grifos. Sólo un pequeño potrillo se acercó a los Guardianes, trotando alrededor de ellos, y no se fue hasta que Séptido le acarició la quijada. Una grifo, desde el cielo, chilló a modo de despedida antes de atravesar el portal, después del potro.
El Sol asomó por fin en el este, trayendo el nuevo día hasta la cima de la Montaña Azul.