martes, 30 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - VIII




UN VIAJE DE VUELTA
 
A la mañana siguiente todo el pueblo de Astudillo se levantó con la alegría y la promesa de tener una verdadera princesa. Todos los habitantes se lavaron bien la cara (algunos incluso detrás de las orejas) y se pusieron sus mejores harapos, para estar presentables para la llegada de la princesa Adelaida. Se montaron ramos y coronas de flores, para adornar las calles, las ventanas de las chabolas y los balcones de las casas. Los niños y las niñas más diestros hicieron guirnaldas de colores, para colgar de tejado a tejado, de un lado a otro de la calle.
Astudillo quedó todo engalanado y precioso.
El fraile Malaquías sonrió contento ante tantas muestras de alegría: si el pueblo recibía con esas ganas a su princesa, su plan saldría a la perfección, y el apocalipsis tan esperado estaría al caer. La reina Guadalupe se preocupó bastante, cuando vio que la llegada de Adelaida no era un secreto, como ella había deseado al principio; pero después comprendió que si el pueblo sabía ya de la llegada de la nueva princesa y la acogían con esa alegría era una buena señal. Rosalinda, por su parte, no podía enfadarse más: estaba roja de ira, llorando lágrimas impotentes, envidiosa y desesperada, al ver cómo deseaban sus súbditos que una princesa extranjera llegara al reino. Por eso no dejaba de meter prisa y de agobiar al aprendiz de mago (incluso le dio puñetazos en la espalda y alguna colleja), que no estaba muy seguro de que lo que había preparado para acabar con Adelaida fuese a funcionar.
Al margen de toda esta alegría y de todos los demás tejemanejes, Bernabé viajó de vuelta toda la noche, llegando a la frontera pocos minutos antes del amanecer.
- ¡Buenos días! – saludó el guardia, con alegría. – ¿Qué tal ha ido vuestra búsqueda de trabajo? Me parece que os habéis rendido muy pronto, sólo habéis estado una noche buscando....
- No, he encontrado un trabajo – mintió de nuevo Bernabé (dándose cuenta de que se estaba volviendo un experto). – Ya he ajusticiado al primero, – dijo, señalando el bulto que era la princesa Adelaida sobre el lomo del mulo – lo que pasa es que me piden que lo lleve a enterrar al reino de Cerrato: al parecer al hombre le parecía que allí el cielo era más azul y las lombrices más respetuosas con los cadáveres....
- Hay gente pa’ tó.... – dijo el guardia fronterizo, abriendo la puerta de la valla y dejando pasar al verdugo y a su mulo.
Mientras Bernabé seguía su camino por la carretera hacia Frómista, de camino a la capital, el aprendiz de mago corría por los pasillos del castillo de Astudillo, nervioso y preocupado. Había dado mil vueltas al plan para frenar al verdugo, para complicarle el rapto, para impedir que volviera o para acabar con Adelaida, pero sin que se le ocurriese nada bueno. Echaba mucho de menos a su maestro.
Al final se había decidido por contratar a Gadea, la mejor arquera del reino. El aprendiz le había engañado un poco para que la soldado accediera.
Gadea era una mujer joven, muy guapa. Era silenciosa, callada y serena, muy famosa en el reino y muy respetada por sus habitantes. Desde siempre había querido ser soldado, del cuerpo de arqueros del ejército. Pero las mujeres tenían prohibido alistarse.
Por eso Gadea se disfrazó de hombre, pasando todas las pruebas de entrada y toda la instrucción con maestría. Recibió muy buena nota y las felicitaciones de muchos superiores. Acabó haciendo pública su condición de mujer una vez que se la respetó por cómo era y no sólo por lo que era. Pasó a ser alguien muy respetado y la mejor arquera del reino. Además, su historia había conseguido que muchas más mujeres entrasen al ejército.
Como era una mujer y una soldado muy leal a la reina, el aprendiz usó eso para convencerla: le contó que la llegada de la princesa Adelaida era una amenaza para la reina Guadalupe, que no había autorizado el rapto de buena gana, presionada por el fraile Malaquías. Gadea creyó la mentira y decidió cumplir con el encargo que el aprendiz de mago le encomendó.
- ¿Lo tienes todo preparado? – preguntó el aprendiz, nervioso, retorciéndose las manos con fuerza y dando saltitos, como si se estuviese haciendo pis.
- Sí. Está todo listo – dijo Gadea con seguridad.
Los dos estaban en una de las torres más altas del castillo, desde la que podían ver la entrada norte de la ciudad. Desde arriba también veían el barullo de gente que ocupaba la ciudad y que iba de acá para allá.
- No podemos fallar.... – dijo el aprendiz, atacado.
- Tranquilo.... nunca fallo – dijo Gadea, con chulería. – Desde aquí tengo muy buena vista y es fácil disparar. Hoy apenas hay viento, así que el disparo será bueno....
- Eso espero.... – dijo el aprendiz, despidiéndose de la arquera y bajando a todo correr, remangándose la túnica morada para saltar por los escalones. El aprendiz tenía que reunirse con la reina y el resto de personalidades en una tribuna de madera que estaban construyendo al lado de la entrada norte de la muralla de la ciudad, desde donde darían la bienvenida a la princesa Adelaida.
Por su parte, Bernabé seguía su camino por las carreteras del reino de Cerrato. Había dejado atrás Frómista, así que había sacado a Adelaida del saco, porque ya no importaba que la gente la viera y para que la princesa pudiese respirar aire puro (que no oliese a cebolla). La princesa se había puesto el vestido y viajaba ahora montada sobre el mulo Chichinabo, y Bernabé los llevaba a ambos tirando de las riendas, caminando por delante del mulo.
La princesa Adelaida llevaba las manos atadas, pero por lo demás no parecía una prisionera. Charlaba animadamente con su captor y su ánimo y su tono al hablar eran alegres y despreocupados.
Preguntó a Bernabé por la profesión de verdugo, por las apuestas que se realizaban comúnmente en Astudillo y en el resto de pueblos del Cerrato, en cómo era la capital a la que la llevaba.... Bernabé le contó todo lo que quiso saber, divertido y alegre. Se lo estaba pasando muy bien y era una gran verdad que la princesa Adelaida era una muchacha muy linda y muy agradable, con la que se podía hablar y pasárselo bien.
- Bueno.... ¿y por qué me has raptado? – preguntó al fin Adelaida, después de muchas leguas de camino.
- Pues.... Yo.... – dudó Bernabé. Empezaba a llevarse bien con la princesa, y no quería que ahora ella se enfadase con él, al tratar aquel tema. – Sólo sé lo que me han ordenado.... la reina Guadalupe me mandó raptarte y llevarte hasta Astudillo, pero no sé para qué....
- ¿Querrá pedir un rescate?
- La reina Guadalupe ya es muy rica.
- ¿Querrá declarar la guerra a mi padre?
- La reina Guadalupe es pacífica.
- ¿Querrá robarme la belleza por medio de la magia?
- La reina Guadalupe ya es bella.
- ¿Querrá una cortesana de noble linaje?
- La reina Guadalupe ya tiene muchas cortesanas.
- ¿Querrá que le dé mi receta de las natillas de coco?
- La reina Guadalupe ya sabe hacer natillas de coco.
- ¿Entonces qué no tiene?
- Una princesa de verdad.... – dijo Bernabé, avergonzado, con voz débil.
Avanzaron otra centena de varas sin hablar, cada uno metido en sus pensamientos.
- ¡Mirad! ¡Ya llegan! ¡¡Ya llegan!! – escucharon una voz delante de ellos. Los dos miraron hacia allá y vieron a tres chicuelos correr delante de ellos, desapareciendo detrás de una loma. Cuando Chichinabo alcanzó la cima de la loma, pudieron ver la villa de Astudillo al fondo. Había muchos más estandartes que cuando Bernabé salió la noche anterior, muchas flores y muchas guirnaldas de colores. Parecía que había mucha gente por los alrededores. Los tres chicos entraron gritando en la villa.
- ¿Qué pasa aquí? – se preguntó Bernabé en voz alta.
- Si no lo sabes tú, amigo mío, yo no puedo ayudarte.... – contestó Adelaida.
- ¡Cht! – chistó Bernabé, volviendo a hacer andar al mulo, que caminó con paso lento hacia la entrada de la villa. Había mucha agitación en la entrada, mucha gente alborotada que miraba hacia ellos. El verdugo no sabía a qué se debía aquello, pero empezó a imaginárselo.
Y sus sospechas se confirmaron cuando diez criados, vestidos con sus mejores galas, aparecieron en lo alto de la muralla, por encima de la puerta del norte, armados con largas trompetas de latón y las hicieron sonar, tocando una potente fanfarria, haciendo que la princesa Adelaida y el verdugo Bernabé dieran un brinco del susto.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - VII


UN RAPTO EN LA NOCHE
  
El verdugo viajó a pasó vivo, montado en su mulo, toda la noche. Trotó hasta Frómista, llegando al pequeño pueblo de madrugada y siguió la carretera que salía al oeste, de camino hacia la frontera entre los dos reinos, cruzándola por allí.
- ¿Quién va? – preguntó el guardia fronterizo, medio dormido. Era más de la una de la madrugada.
- Soy un pobre verdugo que busca un trabajo en el reino de Castillodenaipes – mintió Bernabé, para mantener el secreto de su misión.
- ¡Ah! Pasad, pasad.... – dijo el guardia, abriendo la puerta de la verja. – Espero que tengáis suerte y encontréis trabajo.... En Castillodenaipes la vida es muy tranquila, y casi no hay crímenes, pero a lo mejor tenéis suerte y los reyes desean matar a alguien....
- Eso espero.... – dijo Bernabé, cruzando la frontera, actuando para el guardia.
- Y si los reyes no le dan trabajo, mi primo quizá pueda contratarle: tiene una granja de pollos cerca de Espadas. Allí se hartaría usted de cortar cuellos – propuso el guardia fronterizo. Bernabé sonrió, le dio las gracias y siguió su camino.
Cruzó los pueblos de Copas y de Oros, bien entrada la noche (no vio a nadie por las calles), hasta llegar al río. Lo cruzó por el puente de maderos y se acercó a la gran capital de Castillodenaipes: Marfil.
La ciudad era mucho más grande que Astudillo, rodeada de murallas, con varias casas importantes y elegantes que sobresalían por encima de las almenas de la muralla. Pero lo que más destacaba por encima de los tejados de la ciudad era el castillo de los reyes Zósimo y Clotilde.
Bernabé miraba los torreones del castillo y los tejados de teja de pizarra mientras se acercó a la puerta norte de la muralla.
- Buenas noches.... – murmuró el guardia que cuidaba de la entrada. Estaba agarrado a su lanza, casi colgado de ella, apoyada en el suelo verticalmente. Tenía ojos somnolientos y estaba apoyado en su brazo, que le servía de improvisada almohada.
- Buenas noches – contestó Bernabé, con cautela, vigilando al guardia para ver que no se despertara del todo. Se bajó del mulo y lo llevó por el ronzal, tirando de él, mientras cruzaba el puente levadizo, que estaba bajado.
- ¿Trae usted ya los cocodrilos? – preguntó el guardia, más dormido que despierto.
Bernabé se detuvo, sorprendido y desorientado. No sabía a qué venía esa pregunta, ni si tendría trampa.
- Aquí los traigo, sí – se arriesgó al final, sin entrar en más detalles.
- Ya era hora.... – murmuró el guardia, acomodándose en su brazo, colocado horizontalmente. ­– En las cocinas os esperan desde hace días....
Sin entender muy bien de qué iba aquello, Bernabé aprovechó y se coló en Marfil, la capital del reino de Castillodenaipes. Buscó el castillo, guiándose por las torres que sobresalían por encima del resto de edificios hasta llegar a él.
Era un magnífico edificio, de piedra color blanco, verde, rosa y amarillo. Los tejados eran de pizarra negra y todas las ventanas tenían portezuelas de madera adornadas con los oros, las espadas, las copas y los bastos, los cuatro símbolos del reino (que aparecían en su escudo). Había multitud de pendones y banderas, colgadas de mástiles que salían del muro, adornados con hilos de oro y plata. El castillo resplandecía, incluso en la oscuridad de la noche.
Bernabé entró en el interior del edificio, sabiendo que le quedaba muy poca noche por delante. La extraña conversación con el guardia de la muralla le había dado una idea: el verdugo se coló al castillo por la entrada de las cocinas, donde todo estaba en silencio y el olor de bizcochos, chorizos, frutas en almíbar y repollos cocidos se mezclaban en el ambiente.
Bernabé no había estado nunca en el castillo de los reyes Zósimo y Clotilde, pero sabía que era una amplia atracción en la que se hacían visitas turísticas. Desde la cocina no le costó orientarse y encontrar el amplio comedor de la planta baja, y desde allí, después de un par de vueltas, encontró el vasto recibidor del castillo.
Era una enorme sala, de la que salían otras habitaciones elegantes y dos grandes escalinatas de mármol, con esculturas de oro y papel de aluminio. Había muchos tapices que adornaban el ancho recibidor, con las imágenes de los reyes, de Adelaida y escenas de cuentos. Había un gran tapiz que mostraba a toda la familia real: el rey Zósimo, la reina Clotilde y la princesa Adelaida, entre los dos: la princesa salía sacando la lengua, divertida.
Bernabé se acercó a una pared, en la que había un pequeño pergamino plastificado pegado a la piedra: era un plano de las zonas del castillo que se podían visitar con la ruta guiada. En él se mostraban las zonas permitidas y las prohibidas, además de mostrar la forma más corta de volver a llegar al recibidor, que era el punto de encuentro para los grupos y turistas que se perdían. Después de una rápida mirada, el verdugo vio dónde estaban los aposentos de la princesa, se orientó y se fue para allá.
El verdugo pronto encontró las habitaciones de la princesa, que no estaban guardadas por nadie ni cerradas con llave. Así que Bernabé aprovechó y se coló dentro con ligereza. Se iba a hacer de día en unas tres horas, así que tenía que darse prisa.
La princesa Adelaida estaba dormida en su cama, que era grande y cómoda, llena de cojines de color rojo intenso y con un edredón blanco y suave de pluma de ganso. A Bernabé le dio la impresión de que la princesa estaba durmiendo en una enorme tarta de nata con fresas.
El verdugo cogió el saco que llevaba con él y lo abrió, para meter a la princesa dentro. Pero entonces, cuando estaba al borde de la cama, con la muchacha al alcance de la mano, se quedó quieto, mirándola. Era tan guapa....
Pasó un rato, hasta que la princesa se movió, saliendo del sueño, mirando adormilada al verdugo.
- ¿Quién sois? ¿Qué pasa? – preguntó, desorientada, pero sin tono de estar nerviosa o asustada. Se incorporó en la cama, mirando al intruso con ojos de sueño.
- Yo.... eh.... veréis.... – farfulló Bernabé, nervioso. Le aturullaba más el hecho de que la princesa le hubiese pillado mirándola en la oscuridad que la opción de que su trabajo fracasase. – Venía a ayudaros a esconderos....
- ¿Esconderme? – la princesa arrugó el ceño, en un gesto que al verdugo le pareció monísimo y encantador.
- Sí.... veréis.... Aquí en la cama, entre cojines y edredones de pluma de ganso podéis esconderos bastante bien, pero.... pero.... os encontrarán al cabo de un tiempo. – improvisó Bernabé, sin saber muy bien lo que decía. – Por eso os traigo otra opción: meteos en este saco y así nadie podrá encontraros.... Ganaréis el juego....
La princesa lo miró con desconfianza, pero medio dormida todavía.
- ¿Ganaré?
- Seguro....
Bernabé había contestado muy nervioso, pues notaba que la princesa empezaba a despertarse y a desconfiar, pero abrió la boca del saco de nuevo.
- Muy bien.... – dijo la princesa, saliendo de entre la ropa de cama y metiéndose de cabeza en el saco. – ¡Uff! Qué raro huele aquí....
Olía a cebollas, porque el saco se lo había prestado Francisco, el tabernero de “La Tabla Redonda”, después de vaciarlo de dos docenas de cebollas que le quedaban dentro. Bernabé cerró el saco, buscando un vestido bonito para la princesa, porque se había metido en el saco en camisón. Encontró uno con muchos lazos y floripondios, de color rosa, y unos guantes largos hasta el codo de color blanco. Abrió el saco para meterlo todo dentro y vio que la princesa ya se había dormido otra vez, por el olor a cebolla.
Bernabé cargó con el saco al hombro, saliendo del castillo a toda prisa. Volvió al recibidor, de allí al comedor, y luego hasta las cocinas. En el exterior del castillo recuperó a su mulo y montó en él a la princesa dentro del saco, tirando de las riendas para salir de allí cuanto antes.
- ¿Ya os vais? – preguntó el guardia de la puerta, que dio un respingo cuando el verdugo pasó a su lado.
- Sí.... me llevo de vuelta este cocodrilo, que no han querido en las cocinas.... – dijo Bernabé, inspirado.
- Muy bien.... Cuidado con los paraguas.... – fueron las últimas palabras del guardia, antes de volver a dormirse.
Caminó hasta llegar al río y en el mismo puente Bernabé montó en el mulo, colocando a Adelaida delante de él, atravesada en el lomo del animal.
- ¡Vamos, Chichinabo! ¡Tenemos que darnos prisa en volver a Astudillo! – le dijo al animal, azuzándole con cariño. El mulo empezó a trotar, cruzando el puente de vuelta a Cerrato.


sábado, 20 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - VI


UN SECRETO A VOCES

 La taberna más grande de la villa, “La Tabla Redonda”, estaba a rebosar aquella noche. Los camareros no daban abasto, pasando de una mesa a otra, llevando vinos y cervezas, raciones de venado asado y pan, tomando pedidos y llenando bandejas con ellos para repartirlos.
Había mucha animación en el local. El juglar Pichiglás, con varios vinos de más, hacía malabares para la concurrencia y cantaba canciones populares, cambiando la letra para meterse con la reina y los nobles del reino. La gente reía mucho, divertida. Además, Pichiglás se había caído al suelo ya varias veces (la última desde lo alto de un taburete puesto encima de una mesa) y la concurrencia se desternillaba todavía mucho más.
Entre los parroquianos estaba Bernabé, el verdugo, sentado en una mesa tomando unos vinos, muy triste y preocupado. Con él, sentado enfrente, estaba su amigo Romero.
- Venga hombre – dijo Romero, con tono fatigado. – Tienes que animarte un poco....
Romero, el herrero, era un hombre grandote, de imponente presencia. Era bastante más bajito que Bernabé, pero era muy ancho y muy fuerte. Tenía un abundante pelo negro que llevaba peinado en ondas y siempre tenía la cara colorada, por el calor de la fragua. Romero había sido un paladín muy valiente y victorioso cuando era joven. Había peleado en muchas guerras y batallas. Era tan duro y tan buen guerrero que sus compañeros le apodaron “el Yunque”. Por eso, cuando se cansó de pelear y de matar decidió dedicarse a la herrería, aprovechando su apodo. A pesar de su aspecto y de su pasado era un hombre tranquilo, muy bueno y muy religioso: se sentía un poco incómodo si algún día no podía ir a misa....
- Pero cómo me voy a animar.... – contestó Bernabé, desesperado. – Con la que me ha caído encima....
- Bueno, tienes que ir hasta Marfil a hacer un trabajo, habiendo llegado hoy mismo desde Castrojeriz – dijo Romero, retomando las palabras que había usado su amigo antes. – Pues descansa esta noche y sal mañana con tranquilidad con tu mulo. Imagino que será una faena, que no te den descanso, pero es lo que pasa cuando se trabaja para los reyes.... – terminó Romero, con conocimiento de causa: cuando él fue paladín había trabajado a las órdenes de muchísimos reyes distintos, y todos eran iguales: caprichosos, soberbios y algo egoístas.
Bernabé se hundió un poco más sobre la mesa.
- Si lo peor es el trabajo que tengo que hacer.... – dijo Bernabé, con voz apagada y triste.
- Lo imagino.... – dijo Romero, con cara de circunstancias. Él también se había cansado de matar hacía años.
- No. No lo imaginas.... Hubiese preferido tener que matar a alguien.... – dijo el verdugo, mirando a su amigo con intención, sorprendiéndole.
El herrero y el verdugo habían sido amigos desde que llegaron al nuevo reino de Cerrato, los primeros días de su historia, cuando estaba recién formado y la reina Guadalupe lo estaba poblando. Los dos hombres coincidieron en el patio del castillo, haciendo cola para la entrevista con la reina para la asignación de trabajos. Los dos hablaron de sus experiencias y de sus expectativas, consiguiendo después en la entrevista cada uno el trabajo que estaba buscando: herrero y verdugo.
- ¿Qué es lo que tienes que hacer? – preguntó preocupado Romero. Si su amigo prefería tener que matar, el trabajo debía de ser deshonroso. – Me apuesto lo que sea a que no es tan grave....
- ¡¿Lo que sea?! ¿Te apuestas lo que sea? – dijo Bernabé, con ojos fanáticos, mientras se buscaba pepitas de rubí en los bolsillos.
- Es una forma de hablaaaar.... – dijo Romero, con ton cansado. – Anda, cuéntame....
Bernabé miró a su alrededor, antes de decir nada. La gente estaba a su aire, bebiendo y riendo, muchos atentos a Pichiglás, que hacía el pino encima de un taburete, colocado sobre un barril volcado, que rodaba por el suelo.
El verdugo había recibido órdenes de no contar nada del trabajo: era confidencial. Pero Bernabé no tenía ningún problema en contárselo a Romero: su amigo no iba a decírselo a nadie y le vendría bien compartir con alguien el pesar que lo consumía.
Mientras Pichiglás se caía al suelo de morros, sangrando por la nariz, Bernabé el verdugo le contó a su amigo Romero el herrero en qué consistía el trabajo que la reina Guadalupe le había encomendado aquella mañana: el viaje hasta el reino de Castillodenaipes, colarse en Marfil, raptar a la princesa Adelaida, volver clandestinamente a Astudillo y presentar a la princesa del reino vecino como princesa del propio. Bernabé estaba muy preocupado, verdaderamente, y Romero entendió ahora, perfectamente, el porqué.
Los dos amigos siguieron compartiendo mesa un rato más, el herrero intentando animar al verdugo, ofreciéndose incluso a acompañarle, rechazándolo el otro porque la misión era confidencial.
Ninguno de los dos amigos se dio cuenta de que Maruja, una campesina de Astudillo, estaba sentada allí cerca y que, a pesar del ruido de la taberna, la mujer había escuchado todo lo que decían.
Maruja era una mujer sencilla y buena, muy trabajadora y leal a su reina. Pero tenía un gran defecto: era muy cotilla y chismosa. En realidad fue ella la que se enteró del secreto de la reina Guadalupe y de Rosalinda y la que fue contándolo poco a poco en corrillos, por toda la villa. Por eso el secreto se hizo público y la reina Guadalupe reconoció públicamente a su hija, nombrándola infanta de Cerrato.
Y así, aunque la campesina era sencilla y buena, no pudo guardarse semejante notición: cuando, aquella medianoche, Bernabé salió de la villa montado en su mulo en dirección a la capital del reino de Castillodenaipes, la mitad de Astudillo ya sabía de su misión.
Su misión supuestamente secreta, por otra parte.


martes, 16 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - V


UNA MUCHACHA ENFADADA
  
Un golpe sonó en la pared y la reina y el fraile miraron hacia allá. El sonido había sonado en una pared lateral de la sala, en la que había colgado un retrato del padre de la reina Guadalupe: don Eutimio.
- ¿Qué ha sido eso? – preguntó la reina.
- Habrá sido algún sirviente que ha tropezado en el pasillo, majestad – opinó el fraile. El pasillo transcurría al otro lado de aquella pared, así que era posible que hubiese ocurrido eso.
- Bueno.... Venid, padre Malaquías: vamos a pescar ranas al estanque.... – dijo la reina, levantándose del trono y echando a andar hacia la puerta. El fraile la siguió, lanzando una mirada intencionada hacia la pared y el cuadro.
Rosalinda, la infanta del reino, se encogió en su escondite, asustada. Parecía que el padre Malaquías había sabido que ella estaba allí escondida, detrás de la pared de la sala, en el compartimento estrecho que había entre ella y el pasillo. La infanta volvió a asomarse a las mirillas que había en la pared, que coincidían con los ojos de la imagen de su abuelo Eutimio en el cuadro: vio salir a su madre y al fraile Malaquías. La sala se quedó vacía.
Y entonces Rosalinda se puso a sollozar.
Se había enfadado mucho al enterarse de que su madre quería raptar a la princesa Adelaida para hacerle princesa de su reino. Por eso había pegado un puñetazo a la pared, rabiosa: el golpe que su madre y el padre Malaquías habían escuchado.
Pero ahora estaba triste. El mayor pesar de su vida la atormentaba otra vez: ¿es que ella no iba a poder ser nunca una princesa en su propio reino?
Rosalinda era la hija de la reina, pero era bastarda. Había nacido antes de que la reina se casara con el rey Justino del reino Cucufate, de una relación anterior que Guadalupe había tenido. Al principio, cuando la reina Guadalupe fundó el reino de Cerrato para ella sola, Rosalinda era una muchacha que atendía a la reina, una cortesana más, quizá algo más privilegiada, pero nada más: la reina Guadalupe se había cuidado de que su relación con Rosalinda fuese un secreto.
Pero el secreto se había hecho público en Astudillo, hacía unos años. Había una campesina entre su población, una mujer bondadosa y trabajadora, pero por otro lado muy cotilla, que se enteró de la maternidad de la reina y lo empezó a contar por todas partes.
La reina Guadalupe tuvo que hacer pública la verdad, reconociéndola ante sus súbditos. Pero no fue un escándalo, como se esperaban madre e hija: a los habitantes de Astudillo (y a los del reino de Cerrato en general) no les importaban esas tonterías, mientras siguiesen teniendo locales de juego abiertos.
Así, Rosalinda pasó a ser la infanta de Cerrato, pero no podría ser nunca princesa, ya que no había sido la hija de un rey.
Y eso a Rosalinda le molestaba muchísimo.
Tenía todos los lujos de una princesa, los caprichos de una princesa, los privilegios de una princesa.... menos el título de princesa. Los habitantes del reino de Cerrato no la reconocían como su princesa (porque, por otra parte, no lo era) y eso era lo que más le molestaba a Rosalinda.
Y ahora, a la vista de lo que acababa de descubrir, iba a ser mucho menos para sus súbditos. Si la princesa Adelaida (una princesa de verdad) acababa yendo a Astudillo y se convertía en la princesa de Cerrato, Rosalinda ya no iba a significar nada para los habitantes del reino, y lo que era peor, perdía todas sus oportunidades de convertirse en princesa algún día.
Salió de su escondite cuando estuvo segura de que nadie la iba a ver y caminó pisando fuerte, hecha una furia, por los corredores del castillo. No iba a permitir que Adelaida se convirtiese en la princesa de su reino (o, dicho con más exactitud, del reino de su madre): iba a defenderse con uñas y dientes.
Caminó con paso vivo, casi corriendo, remangándose las faldas de su vestido, hacia las dependencias del mago Jeremías.
Los aposentos del mago, su biblioteca, su laboratorio y su sala de prácticas estaban en la torre más antigua del castillo, en la zona sureste. Allí el mago vivía, estudiaba y practicaba sus artes mágicas, apartado de las tonterías de la gente humilde y de las frivolidades de los nobles del castillo. Había semanas enteras en que no se le veía el pelo, tan atareado como estaba.
Rosalinda llegó a la torre del mago y llamó a la puerta de madera, esperando con impaciencia a que la abrieran.
- ¿Sí? ¿Quién es? – preguntó una voz temblorosa al otro lado de la puerta.
- Soy la infanta Rosalinda, mi señor – dijo la muchacha, sin reconocer muy bien la voz que le había hablado desde dentro. – Tengo que pedirle un favor....
Se escuchó el ruido de tres o cuatro cerrojos al descorrerse y luego la puerta se abrió medio palmo. Un trozo de cara se asomó al hueco. Rosalinda reconoció el ojo asustado del aprendiz del mago.
- Mi maestro no está, lo siento.... – dijo el aprendiz, con voz asustada. – No volverá hasta dentro de una semana....
- Pero yo no puedo esperar una semana.... – dijo Rosalinda con voz suplicante. – Necesito vuestra ayuda ahora mismo....
- ¿Mi ayuda? – dijo el aprendiz, sorprendido, abriendo la puerta por completo. Estaba vestido con el pijama, una prenda color rojo con estrellitas y planetas bordados de color amarillo y naranja. No pareció darse cuenta de su aspecto ridículo y siguió mirando a la infanta con ojos sorprendidos. – ¿De verdad os puedo ayudar?
Rosalinda sabía (como todo el reino) que el aprendiz del mago Jeremías era un poco torpe, un manazas con la magia. Pero también sabía que el verdugo saldría aquella misma noche en busca de la princesa Adelaida, así que no tenía mucho tiempo para esperar al verdadero mago del reino.
- Necesito ayuda cuanto antes. Si vuestro maestro no está aquí seréis vos quien me ayude – dijo Rosalinda, tajante. No era la princesa del reino, pero sabía cómo mandar a sus súbditos.
El aprendiz del mago se pasó la mano por la cara, nervioso. No deseaba otra cosa que poder valerse por sí mismo, poder ayudar a la infanta con su problema (fuese el que fuese) y poder demostrar que él también podía ser un buen mago, para que su maestro, cuando volviera, pudiese sentirse orgulloso de él.
- Está bien, pasad. Adelante, os ayudaré.... – dijo al final, animado, dejando espacio para que la infanta Rosalinda entrase en la torre.
El aprendiz la precedió por un corredor hasta una sala pequeñita y acogedora. Había sillones, una chimenea con un pequeño fuego encendido y una mesa de madera con frutas, pan, una botella de vino y unos muslos de pollo.
- Podéis tomar lo que queráis.... – dijo el aprendiz, intentando ser un buen anfitrión.
- No tengo tiempo.... Si no os importa pasemos al asunto.... – dijo Rosalinda, sentándose en uno de los sillones.
- Muy bien – dijo el aprendiz, sentándose en el que quedaba enfrente. Estaba tan nervioso por encargarse él solo del problema de Rosalinda que se sentó en el brazo del sillón, perdió el equilibrio cuando medio culo se le quedó en el aire, hizo unos cómicos molinetes con los brazos para mantener el equilibrio y acabó cayendo al asiento, quedando hundido en el sillón. Sonrió bobaliconamente, poniéndose rojo de vergüenza. – Adelante, adelante.... Exponedme vuestro problema.
Rosalinda tomó aire y contó de un tirón todas sus frustraciones y sus descontentos al pobre aprendiz de mago, que escuchó atentamente todo lo que la infanta le contó. La muchacha le explicó también lo que había escuchado a escondidas en la sala del homenaje de labios de su madre, el trabajo que el verdugo del reino iba a realizar aquella misma noche. Y por último le pidió lo que su corazón más deseaba.
- Necesito que la princesa Adelaida no llegue nunca a ser la princesa de Cerrato – dijo Rosalinda, vistiéndose sus palabras con un tono de rabia. – Os pido que la detengáis, que impidáis que el verdugo la rapte, que quede inútil para realizar sus funciones de princesa.... en último caso, que la matéis, para que no pueda ser la princesa de este reino.
El aprendiz de mago estaba tan deseoso de ayudar que no pensó en la categoría moral de las peticiones de la infanta Rosalinda. El chico quería demostrar (y demostrarse) que podía ayudar a los súbditos del reino, que podía hacer su trabajo de mago, así que decidió volcarse en ayudar a la infanta. Pero el aprendiz también sabía que su nivel como brujo era muy pobre, así que no sabía muy bien cómo iba a poder encargarse de lo que le había pedido Rosalinda.
Sabía que no iba a poder mandar un hechizo hasta el verdugo, cuando estuviese de camino o ya de vuelta. Su magia no era tan poderosa. Tampoco sabía muy bien cómo hacerle llegar un brebaje al verdugo (las pociones se le daban bastante bien) para que perdiese la memoria a medio camino y se tuviese que volver, sin poder recordar cuál era su misión.
- No os preocupéis – dijo el aprendiz, mostrando a la infanta una confianza que en realidad no sentía. – Yo me encargaré de que la princesa Adelaida no ponga un pie en Astudillo....


viernes, 12 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - IV


UN ENCARGO FORZOSO

 Bernabé, el verdugo del reino de Cerrato, llegó aquella tarde a Astudillo, montado en su mulo. El hombre venía desde el pueblo de Castrojeriz, donde había tenido que torturar y castigar a un hombre que había actuado de forma gamberra con unas ovejas.
El hortelano de Castrojeriz tenía envidia de su vecino, que criaba ovejas: unas hermosas y lustrosas ovejas, gordas y hermosas, con mucha lana blanca y esponjosa. El pobre hortelano sólo conseguía recoger de sus tierras tomates de color verdoso y calabacines raquíticos, desvaídos y retorcidos. Así que al final, un día, después de tener que aguantar durante años los halagos que se llevaba su vecino, saltó la valla que separaba su huerta de los campos de pasto de su vecino y tiñó la lana de todas las ovejas de color rosa, como los algodones de azúcar con palo que vendían en las fiestas de San Roque.
Tal vandalismo no pasaba desapercibido, así que fue apresado por los alguaciles del pueblo, a la espera del veredicto real. Su castigo fue impuesto por el juez de paz mandado por la reina Guadalupe: debería cuidar de las ovejas de su vecino durante un año, además de ser torturado y castigado por el verdugo real.
Así, Bernabé tuvo que viajar hasta Castrojeriz para cumplir el castigo impuesto. Torturó durante una semana, todas las tardes, al pobre hortelano: le hizo cosquillas en la planta de los pies con una pluma de ganso y después le tiñó el pelo de color rosa, para que todo el mundo en el pueblo pudiera reírse del vándalo.
Bernabé llegó cansado a Astudillo, entrando en el patio del castillo montado en su mulo. Se acercó a las caballerizas y dejó allí su montura, a cargo de los mozos de la cuadra.
- ¡Bernabé! ¡Bienvenido! – escuchó que le llamaba una voz conocida. El verdugo se dio la vuelta y vio acercarse a Gadea, la única (y mejor) arquera del ejército del reino de Cerrato.
- Hola Gadea. ¿Qué tal todo por aquí? – contestó Bernabé, con su gran vozarrón.
El verdugo era un hombre muy grande, de casi dos metros de altura. Era muy musculoso, de anchos hombros y fuertes manos. Vestía siempre de negro y llevaba puesta casi siempre una capucha morada, con la que sólo podían vérsele los ojos oscuros y un poco la boca. Bernabé era un hombre que imponía mucho, por sus dimensiones, por su voz profunda y (sobre todo) por su trabajo.
Y, sin embargo, era uno de los hombres más buenos y agradables de todo el reino. Era un pedazo de pan, a pesar de su aspecto peligroso y amenazador. No era un hombre violento, a pesar de su trabajo. Es más, los que le conocían bien en la villa sabían que a Bernabé su trabajo no le gustaba especialmente: el verdugo sabía que había que ganarse la vida y su trabajo le daba buen dinero, aunque tuviese que ver con la muerte.
- Todo va bien – contestó la soldado. – No sé si vendrás muy cansado de tu viaje, pero la reina te ha mandado llamar, en cuanto llegases.
Bernabé resopló, cansado. Se lavó y aseó un poco en un barril de agua que tenían en las caballerizas para que bebiesen las monturas y se dirigió a la torre del homenaje. Reunirse con la reina después de un castigo fuera de Astudillo era parte de su trabajo: suponía que la reina quería que le hiciera un informe del castigo recibido por el hortelano de Castrojeriz. Así que Bernabé fue al encuentro de su reina sin quejarse demasiado, resignado.
Ya descansaría más tarde.
Llegó a la sala del homenaje, donde un buen fuego ardía en la chimenea. La reina Guadalupe estaba sentada en un trono de madera. A su lado estaba el fraile Malaquías y alrededor había varios músicos, tocando una melodía con sus instrumentos. Por la sala danzaba el juglar Pichiglás, dando volteretas y haciendo cabriolas.
El verdugo permaneció en la puerta, viendo cómo los músicos tocaban una melodía más rápida y Pichiglás aumentaba el ritmo de su baile, levantando las piernas hasta la cabeza, mientras saltaba, sacaba la lengua y hacía malabares con cinco pelotas. En una de sus maniobras levantó la pierna más de la cuenta y se atizó una patada en plena cara, dejándose mareado y desorientado, las pelotas cayeron al suelo (un par de ellas le dieron en lo alto de la cabeza) y el juglar acabó pisando una, resbalando y cayendo de culo. Como seguía con la lengua fuera, se pegó un fuerte mordisco.
- ¡¡Ayyyyy!! – aulló el juglar, dolorido, mientras la reina se reía a carcajadas.
- ¡Oh, Bernabé! Adelante, adelante.... – dijo la reina, viendo por fin al recién llegado. Se secaba las lágrimas de los ojos, mientras el pobre Pichiglás se ponía en pie, recogía sus pertenencias y trataba de salir de la sala lo más honrosa y dignamente posible. – ¿Ha ido todo bien?
- Sí, majestad. Todo se ha hecho correctamente.
- Bien, bien.... No esperaba otra cosa de ti – empezó la reina, halagando al verdugo antes de encomendarle su siguiente trabajo. – Bueno, pues ahora tienes que encargarte de otra cosa....
- ¿Mi reina? – preguntó Bernabé, asombrado. ¿No le iban a dejar descansar ni siquiera un par de días?
- Necesito a alguien de plena confianza para hacer una misión importante – explicó la reina. – Y es un trabajo que no puede esperar. Por eso tienes que hacerlo tú y hacerlo ahora....
Bernabé asintió, resignado. Donde hay reina no manda verdugo, dice el refrán.... o algo así.
- Quiero que vayas al reino de Castillodenaipes, a su capital, y raptes a la princesa Adelaida para traerla hasta aquí – dijo la reina, con naturalidad, como si le estuviese mandando al verdugo que fuese al mercado a por medio kilo de manzanas.
Bernabé se quedó un rato inmóvil, intentando entender lo que le habían mandado. Su cabeza se negaba a aceptar las palabras. Cuando al fin no le quedó otra opción que reconocer lo que le habían ordenado, su boca se abrió por la sorpresa.
- ¿Me estáis pidiendo que vaya a Marfil a raptar a la princesa Adelaida para traerla a nuestro reino? – preguntó el verdugo, atónito.
- No. Te lo estoy ordenando – rectifico la reina, con una sonrisa animosa en el rostro. Bernabé sacudió la cabeza, aturullado. – Ve a Marfil, rapta a la princesa y tráela con discreción a Astudillo. El secreto es lo más importante en esta empresa....
- Y daos prisa, mi buen verdugo – intervino el fraile, que había sido testigo de toda la conversación en silencio. – El tiempo es oro y el apocalipsis está al caer....
Bernabé levantó las cejas, sin poder creerse lo que le estaba pasando. Sorprendido de los pies a la cabeza (y agobiado por su nuevo encargo) salió de la sala, después de que la reina le diese permiso con un gesto.
- ¡Recuerda que tu nuevo trabajo es secreto! – advirtió la reina, cuando la espalda del verdugo ya estaba desapareciendo por la puerta. Después se volvió hacia el fraile. – Pues esto ya está....
- ¿Confiáis en él? ¿Creéis que podrá conseguirlo? – preguntó el fraile Malaquías.
- ¿Bernabé? Seguro que lo consigue. Es un funcionario del reino muy competente....
- Quizá hubiese sido mejor enviar a algún soldado o a un destacamento – opinó el fraile. – Aunque es cierto que hubiesen llamado más la atención y hubiésemos podido provocar un incidente interreinal....
- Ya veréis como la elección de Bernabé es la adecuada.... – dijo la reina Guadalupe, confiada. – Con él el trabajo saldrá a la perfección....


martes, 9 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - III


UNA REINA PREOCUPADA


La reina Guadalupe caminaba por los pasillos del castillo, con los morros apretados y el ceño fruncido, a medias enfadada y a medias preocupada.
- No sé qué hacer, de verdad.... – se lamentó la mujer. – Ya no sé qué inventar.

A su lado caminaba su confesor, un fraile del convento de la colina de Torre Marte. El fraile mantuvo la boca cerrada un momento, mirando al suelo delante de ellos, mientras paseaban por los corredores del castillo iluminados con antorchas.

- Hay que hacer algo por el pueblo, majestad.... No pueden seguir descontentos mucho tiempo más....

La reina lo miró, con cara de reproche. Eso era algo que ella ya sabía, no necesitaba que el fraile lo dijera en voz alta para darse cuenta de ello. Suspiró, cansada, volviendo a caminar, seguida por el fraile.

La reina Guadalupe era una mujer muy grande, de pelo negro como el azabache y ojos marrones. Vestía siempre vestidos muy elegantes, de colores granates, azules oscuros y a veces amarillos apagados, de telas pesadas y cálidas. Siempre llevaba puesta la corona y las manos adornadas con grandes anillos de oro.

Era una mujer presumida, a la que le gustaba ir siempre arreglada. Quería ir siempre estupenda, y que sus súbditos nunca pudiesen decir que su reina iba descuidada o andrajosa.

Pero aquel día la reina no se había puesto sus anillacos, ni había cepillado y peinado sus cabellos. Llevaba unas pintas terribles, como si se acabase de levantar de la cama, con un vestido viejo y sucio.

La reina estaba preocupada por sus súbditos y no sabía cómo hacer que la alegría volviese a su reino. Por eso se había reunido con su confesor, el fraile Malaquías, que la acompañaba en su paseo por las dependencias de su castillo en Astudillo. La pareja llegó a una parte al aire libre, en lo alto de la muralla, en un pasillo que comunicaba una torre con otra. La reina se detuvo allí, viendo una parte de la capital desde lo alto.

El fraile Malaquías se detuvo a su lado, mirando con curiosidad lo que miraba su reina. Era un hombre silencioso, callado y tranquilo. Parecía que nunca se enteraba de nada o que no le interesaba lo que pasaba a su alrededor, pero era un hombre muy inteligente y astuto. Su cabeza siempre estaba maquinando (había quien aseguraba que si te acercabas mucho al fraile mientras estaba en silencio y pensando se podían escuchar los engranajes encajando y sonando dentro de su cabeza) y demostraba siempre ser un gran conocedor del género humano. Por eso la reina Guadalupe lo había elegido como su confesor.

- ¿Cuál es el problema, majestad? – preguntó al fin. – ¿Por qué el pueblo está disgustado? Siguen teniendo el juego, las tabernas, el mercado todos los domingos, las señoritas de compañía....

El fraile Malaquías hablaba con toda tranquilidad de aquellas prácticas, que muchos de sus compañeros del convento consideraban pecaminosas, pero él las “toleraba”. El fraile vivía esperando un buen apocalipsis, sabía que uno estaba al caer y todas las conductas desviadas que se practicaban en Astudillo ayudarían a que su ansiado deseo llegase cuanto antes.

- Quieren una princesa – contestó la reina Guadalupe, observando desde el parapeto a las gentes de la calle, que realizaban sus labores. – Quieren una princesa como la que tienen esos dos estirados en el reino de al lado. Pero eso es algo que no puedo darles....

- Claro, vuestra hija Rosalinda nunca podrá ocupar ese puesto.... – dijo el fraile, con tono triste, pero contento por dentro. La existencia de Rosalinda, la cortesana e hija de la reina, era otra situación pecaminosa que acercaba su tan ansiado apocalipsis....

- No, no podrá.... Y es algo que lamento cada día – reconoció la reina. – Además, mis súbditos envidian las cualidades de la princesa Adelaida, no sólo la idea de tener una princesa. No se conformarán con algo peor....

El fraile Malaquías juntó las manos dentro de las anchas mangas de su hábito, enlazando los dedos de las manos y haciendo girar los pulgares uno sobre otro, como le gustaba hacer. Sonrió ligeramente, con una sonrisa de zorro.

- Si vuestros súbditos no se conforman con menos que con alguien igual que la princesa Adelaida.... lo que necesitamos es a la princesa Adelaida.

- ¿Qué queréis decir? – preguntó la reina Guadalupe, girándose hacia el fraile.

- Traigamos aquí a la princesa Adelaida, para el contentar del pueblo – explicó el fraile Malaquías, con naturalidad. – La tendremos en Astudillo y se la enseñaremos a la plebe en los actos importantes, en las fiestas y en los oficios más destacados.

- Pero los reyes Zósimo y Clotilde se enfadarán. No dejarán que nos quedemos con su hija.... – se escandalizó la reina.

- Sólo se enfadarán si se enteran de que la hemos raptado nosotros – dijo Malaquías, contento por dentro: aquel acto tan malvado acercaría mucho más su tan ansiado apocalipsis en Astudillo. – Si la mantenemos escondida no tienen por qué hacer recaer su ira sobre nosotros.

- Pero será imposible hacer guardar el secreto a toda la población de Astudillo.... ¡a toda la población del reino! – dijo la reina Guadalupe, con muy buen criterio. – La noticia correrá por todos los rincones de Castilla y los reyes de Castillodenaipes se acabarán enterando.

- En ese caso la casaremos con algún caballero del reino.... Sir Balduino, por ejemplo.... o Sir Aquilino: ya es muy mayor y no le dará guerra a Adelaida – dijo el fraile Malaquías, con toda desfachatez. – Ella seguirá manteniendo su título de princesa, el pueblo la seguirá reconociendo como tal, y vivirá aquí en Astudillo, pues su marido sirve en nuestro ejército....

La reina Guadalupe se empezaba a dejar convencer. El fraile Malaquías lo sabía, al ver cómo la reina ponía cara pensativa y se mordía la punta de la lengua.

El fraile volvió a sonreír como un zorro astuto.