jueves, 30 de octubre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XVII




UN MARTILLAZO EFICAZ
 
María, Darío y Sergio entraron al castillo de Astudillo por las cocinas, todavía un poco desconcertados. No comprendían muy bien lo que había pasado con el mago del reino (ellos en realidad no sabían que se habían enfrentado al aprendiz del mago) y lo de las pruebas a las que se tendrían que enfrentar les había puesto un poco nerviosos.
Los tres se habían esperado que tuviesen que enfrentarse a alguna dificultad y que encontrasen resistencia por parte de los habitantes del reino de Cerrato, pero al final se habían encontrado el reino vacío y una serie de pruebas que tenían que superar. Si todas eran como la primera lo tenían bastante fácil.
Los escuderos atravesaron la cocina y salieron a un pasillo, que recorrieron hasta llegar al vestíbulo del castillo. Era una sala circular muy grande, de la que salían muchos pasillos y entradas con forma de arco a diversas escaleras.
- ¡Hola! – los saludó un hombre grandote que había en medio de la sala. Iba vestido con una camisa blanca y un mandil de cuero que le llegaba hasta los tobillos. Tenía el pelo negro largo y ondulado peinado hacia atrás y un martillo grande en la mano. Sonreía mucho, para tratarse de alguien que en teoría era su enemigo. – Habéis pasado la prueba del aprendiz de mago, ¿verdad? Bueno, pues ahora os toca la mía....
Los tres escuderos se acercaron a él, con cautela. El hombre era muy amable, no los miraba con desafío ni enemistad y les sonreía mucho.
- ¿Usted nos va a poner una prueba? – preguntó María, con asombro.
- Sí.... ¿tan raro os parece? – bromeó el hombre.
- Un poco.... – dijo Darío.
- Es usted muy amable tratándose de nuestro enemigo – explicó María.
- ¡Ah! Bueno.... que seamos de reinos diferentes, hayamos raptado a vuestra princesa, vosotros queráis recuperarla y estemos enfrentados no nos convierte en enemigos – dijo el hombre, sorprendentemente. – Soy Romero, el herrero del reino. Y, la verdad, lo que hemos hecho con Adelaida me parece una verdadera faena. Ella es vuestra princesa, y por mucho que la raptemos no se va a convertir en la nuestra.... Además, un muy buen amigo mío está enamorado de ella, y veo cómo sufre por verla encerrada. Así que casi prefiero que consigáis llevárosla.
Los tres escuderos sonrieron.
- Aunque, claro, la prueba os la tengo que poner igualmente. Es una orden directa de mi reina – dijo el herrero, encogiéndose de hombros, incapaz de saltarse aquél trámite. – Y me apuesto mi martillo a que no sois capaces de pasarla....
- ¿El martillo? – preguntó Darío.
- Sí. Me apuesto el martillo a que no sois capaces de cumplirla. A los habitantes de Cerrato ya sabéis que nos gusta apostar.... – explicó el herrero. – Bueno, ¿qué os apostáis vosotros? Tiene que ser algo que me sirva, algo que pueda usar....
Los tres escuderos se miraron, un poco asombrados. Aquel reino les desconcertaba. Ya sabían que los habitantes del Cerrato apostaban compulsivamente, pero no imaginaban que en su misión para rescatar a la princesa Adelaida ellos tuvieran que hacerlo. Además, no sabían qué podían apostarse con el herrero. Al final, a Darío se le ocurrió algo.
- ¡Uy! Creo que llevo unas herraduras en mi mochila.... – dijo el niño, rebuscando. – Son de buen acero, del caballero al que sirvo. Quizá le valgan.
- Están muy bien, me valen como apuesta. Pues bueno, vamos a por la prueba....
Romero guió a los tres escuderos hasta un caballete de madera que había colocado al lado de la pared. Sobre el caballete, de los que se usaban para sostener tablas de madera para usar de mesas o andamios improvisados, había clavado un trozo de madera ancho. Había una punta colocada sobre el madero, larga y fina. Sólo el pico estaba clavado en la madera, consiguiendo que la punta se mantuviera vertical.
- Tenéis que clavar la punta de un solo martillazo – dijo el herrero, tendiendo a los niños el martillo que llevaba en las manos. – Tan simple como eso.
Los tres niños se quedaron mirando la punta durante un  rato, en silencio. Al fin Darío se volvió hacia sus dos amigos.
- Inténtalo tú, Sergio: eres el más fuerte de los tres.
Sergio le miró y después a María. Sus dos amigos le animaron con la mirada. El escudero se encogió de hombros, se acercó al herrero, cogió el martillo de su mano y luego anduvo hasta ponerse delante del caballete.
Sopesó el martillo en la mano, mirando fijamente la punta, erguida sobre la madera. Calculó la distancia y la fuerza, moviendo el martillo encima de la punta, sin tocarla. Sacó la lengua, poniéndola entre los dientes, levantó el brazo hasta arriba y descargó el golpe con todas sus fuerzas.
¡Pam!, hizo el martillo contra la madera.
Sergio apartó el martillo y los tres escuderos y el herrero se inclinaron para mirar. La punta había desparecido, sólo se veía la cabeza asomar ligeramente sobre la superficie de la madera.
- ¡Muy bien! – dijo Romero, alegre de verdad. Sonrió a Sergio y le dio una palmada en la espalda. – Buen golpe. Me habéis ganado el martillo limpiamente. Seguid por esas escaleras hasta la siguiente prueba.
Los tres escuderos se despidieron del simpático herrero y subieron contentos los escalones de piedra.
- ¡Buena suerte! – les deseó Romero.

lunes, 27 de octubre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XVI


UN MEJUNJE MISTERIOSO

Al día siguiente, viernes ya, los tres escuderos continuaron su viaje, después de haber dormido en el monasterio. Continuaron su caminata bien descansados y alimentados, gracias a la amabilidad de los frailes, que les dejaron buenas camas para dormir y les sirvieron un buen desayuno cuando despertaron.
- ¡¡Viene alguien!! – avisó Gadea, desde lo alto de una torre del castillo. La arquera había recibido la orden de hacer las veces de vigía, desde lo alto de las torres, ya que era la que mejor vista tenía, para vigilar la posible llegada de enemigos. Ahora que sólo quedaban nueve habitantes en Astudillo (sin contar a la princesa Adelaida, que estaba prisionera) tenían que protegerse bien.
- ¿Quién es? – preguntó Romero, desde la muralla del castillo, desde abajo.
- ¡Son tres figuras! ¡Te apuesto algo a que son niños! – dijo la arquera, poniéndose la mano en la frente a modo de visera. – ¡No puedo reconocer quiénes son, pero parece que no vienen armados! ¡Vienen por la carretera de la colina de Torre Marte!
- ¡Avisaré a la reina! – dijo Romero, corriendo por la muralla para entrar al castillo. Fue hasta la Sala del Trono y allí se encontró con su majestad la reina Guadalupe, con la infanta Rosalinda y con fray Malaquías.
- ¿Sucede algo, Romero? – preguntó la reina al ver llegar al herrero con tanta prisa y tan apurado.
- Sí, majestad. Gadea ha visto venir hacia acá a tres extranjeros – informó. – Parecen tres niños, majestad.
- ¿No sabemos quiénes son?
- Gadea no los ha reconocido.
La reina se frotó la barbilla, pensando.
- Puede que vengan a rescatar a Adelaida.... – sugirió Rosalinda, escondiendo su alegría. Si la princesa desaparecía de Astudillo, rescatada por sus súbditos de Castillodenaipes, ella volvería a ser la candidata para ocupar ese puesto.
- No podemos permitirlo, entonces – dijo la reina.
- Son niños, majestad – dijo fray Malaquías, con tono tramposo. – Serán fáciles de echar de aquí....
- Ya me diréis cómo. No tenemos ejército, y nuestras fuerzas militares son una arquera, un herrero y el verdugo. Sin contar con ese aprendiz de mago metepatas....
- Enviemos al aprendiz, para que los entretenga con sus hechizos y sus magias – dijo el fraile, maquinando. – Me apuesto el hábito a que se quedan embobados y se olvidan de lo que venían a hacer....
- ¿El hábito? ¿Estáis seguro? – dijo la reina, con ojos fanáticos. Romero también lo observaba ansioso. – ¡Yo me apuesto la corona!
- Era sólo una forma de hablaaaaaar.... – dijo el fraile, con tono cansado.
- Si han venido a por su princesa no se rendirán tan fácilmente – opinó Romero, con respeto, recuperándose de su recaída anterior.
- Romero tiene razón. Tenemos que prepararles una trampa o algo así.... – dijo la reina Guadalupe. De repente sonrió, con los ojos brillantes. – ¡Ya está! Les pondremos una serie de pruebas y les apostaremos algo a que no son capaces de pasarlas.
- ¿Qué pruebas? – preguntó Rosalinda.
- ¡Lo que sea! Lo que se nos ocurra a cada uno.... – dijo la reina, pensativa. – Hay que traer aquí al aprendiz de mago para que los entretenga al principio, como ha dicho el padre Malaquías. Así nos dará tiempo a los demás a pensar nuestra prueba....
- Iré a buscarle yo, madre – se ofreció Rosalinda.
- Yo traeré aquí a los demás, majestad, para que les explique usted el plan – dijo Romero, saliendo de la Sala del Trono detrás de la infanta.
Mientras Romero llevaba a todo el mundo a la Sala del Trono con la reina, Rosalinda fue hasta la puerta que comunicaba el castillo con la torre del mago. Llamó a la puerta dando puñetazos, hasta que el aprendiz contestó desde dentro.
- ¡¿Quién es?!
- Soy la infanta Rosalinda, zopenco – contestó la muchacha, soberbia. – Ábreme la puerta.
- ¿Qué queréis, majestad? – preguntó el aprendiz, solícito, una vez que abrió la puerta y se asomó por ella. Tenía muy mala pinta, con anchas ojeras y los pelos grises despeinados. Las gafas estaban sucias y las llevaba en la punta de la nariz.
- Tres invasores han venido hasta aquí a rescatar a Adelaida – explicó la infanta. – Mi madre ha organizado un plan para impedírselo y tú tienes que ser el primero que les ponga una prueba que les entretenga un rato mientras los demás preparan sus pruebas – Rosalinda sonreía, contenta. – ¿No lo ves? Es la oportunidad que queríamos para que Adelaida se vaya del reino. Si los tres extranjeros pasan todas las pruebas que les vamos a poner se llevarán a la princesa sin más problemas....
- Entonces.... ¿ya no necesitáis que siga preparando una poción para matar a la princesa? – dijo el aprendiz, triste.
- No, ya no hace falta. Si ayudamos con disimulo a los extranjeros que vienen a por Adelaida se la llevarán – dijo la infanta, con picardía. – Échales un hechizo o algo así, que seguro que no te sale y así pueden pasar a la siguiente prueba. Ya me encargaré yo de que consigan salvar a la dichosa princesita....
El aprendiz de mago se quedó allí, quieto y silencioso. Estaba muy triste. ¡Con las ganas que él tenía de demostrar que era un mago competente! Resulta que ahora ya no hacía falta que siguiese investigando pociones, hasta conseguir que una le saliese bien....
- Un momento.... ¿Qué habéis dicho de un hechizo? – preguntó de repente, dándose cuenta de lo que le había dicho la infanta.
- Que en tu prueba les eches un hechizo, para ver si son capaces de soportarlo. Como no te saldrá bien, pasarán la prueba sin más....
- ¡Eso es! ¡El hechizo! – dijo el aprendiz, animándose al instante. Se dio la vuelta para meterse de nuevo en su torre, pero Rosalinda le agarró por la túnica morada y le hizo detenerse.
- ¡¿Pero a dónde vas, mangurrián?! – le dijo Rosalinda. – Tienes que ir abajo, que los tres extranjeros están a punto de llegar al castillo.
- Pero.... es que....
- ¡Que no! Que ya no tienes nada que hacer ahí dentro. ¡Vamos! ¡A lo tuyo! Que me tienes contenta....
El aprendiz bajó corriendo las escaleras, mientras refunfuñaba, enfadado. Tenía que ponerse a entretener a unos extranjeros justo cuando se le había ocurrido cómo acabar con la princesa Adelaida.
¡Un hechizo! Se había obsesionado tanto con las pociones y los venenos que se había olvidado completamente de los hechizos. Su maestro, el mago Jeremías, tenía un grueso libro de hechizos. El aprendiz ya había leído unos cuantos y probado otros muchos, sin éxito. Pero había uno que le gustaba mucho y que casi le salía: era para hacer que los músculos del cuerpo se pusieran a bailar una lambada con los huesos del esqueleto. Estaba seguro de que ése iba a funcionar.
Pero ahora no podía ir a buscarlo y a prepararse para recitarlo, porque tenía que ponerles una prueba estúpida a los extranjeros que llegaban al castillo. Tendría que darse prisa con la prueba para poder volver corriendo a su torre y estudiar el hechizo....
El aprendiz se asomó a la muralla del castillo, viendo que los tres extranjeros estaban ya allí. Los tres iban vestidos como jóvenes escuderos, con una mochila a la espalda cada uno. Miraban la entrada del castillo, que estaba cerrada y con el rastrillo bajado. Los vio merodear alrededor del castillo, caminando hacia la entrada de las cocinas.
Así que corrió hacia las cocinas, por los pasillos interiores, para esperarles allí.
- ¡Bienvenidos, extranjeros! – dijo, con tono pomposo, abriéndoles la puerta. Los miró desde lo alto de los dos escalones que daban acceso a la cocina y se sorprendió. – ¡Pero si sois unos niños!
- Escuderos, si no le importa – replicó María, con chulería. – Y déjenos pasar, que hemos venido a por la princesa Adelaida – hizo intención de entrar pero el aprendiz se puso en medio, para no dejarle pasar.
- Lo siento, pero no podéis entrar.
Los tres niños se miraron. Estaba claro que aquel hombre extraño (de pelo gris pero con cara de niño, con gafas sucias y túnica morada) era algo mayor que ellos, pero tampoco tanto. Además, los tres haciendo fuerza le podrían sin problemas. Sólo con la mirada los tres llegaron a la misma conclusión, preparándose para entrar por la fuerza.
- A ver, que tengo mucha prisa y resulta que tengo que poneros una prueba – dijo el aprendiz de mago, con voz cansada, mientras se volvía hacia la cocina, cogiendo al vuelo un cuenco de barro, un poco de pimentón, azúcar glace, migas de pan de maíz y una pizca de vainilla. Llenó con agua caliente de una olla que estaba al fuego el cuenco y metió todos los ingredientes dentro, mezclándolos con su varita, como si fuera una cucharilla. – Si adivináis qué lleva esta poción os dejaré pasar dentro del castillo.
- ¡Yo! ¡Yo lo probaré! – dijo María, saltando de entusiasmo. Se volvió a sus amigos, segura de sí misma. – Soy muy golosa, así que seguro que adivino todos los ingredientes....
La niña cogió el cuenco de manos del aprendiz y miró el contenido de la sopa. Era un líquido muy aguado de color rojo, con trocitos de algo flotando. No tenía un aspecto muy apetecible. María se lo llevó a los labios y tomó un sorbo, saboreando el mejunje un instante.
- Lo rojo es pimentón, no hay duda – dijo, segura. – Los trocitos no sé de qué son.... – volvió a tomar un traguito, masticando con cuidado los tropezones. – Es pan, yo creo. Trocitos y migas de pan.
- Muy bien – dijo el aprendiz, aburrido, pensando solamente en el hechizo que tenía que encontrar en el libro de su maestro.
- Está dulce, así que lleva también azúcar – decía la niña en ese momento. – Y ya está.
- Falta un ingrediente – dijo el aprendiz, dispuesto a darse la vuelta y cerrarles la puerta en las narices. Si los escuderos no habían pasado la prueba se tendrían que volver a su reino y él podría encargarse de asesinar a la princesa, demostrando que era un buen mago.
- El caso es que me sabe a algo más, pero no sé a qué.... – dijo María, tomando otro sorbito.
- Huele como a natillas – intervino Sergio, intentando ayudar.
- ¡Eso es! Lleva vainilla también, ¿a que sí?
El aprendiz se detuvo, asombrado. Se dio la vuelta y tomó el cuenco de manos de la escudera.
- Sí señorita. Ésos eran los ingredientes de la pócima. Ahora tenéis que seguir vuestro camino por el castillo, según creo. Tenéis que pasar todavía unas cuantas pruebas más, y si falláis alguna no llegaréis hasta la princesa Adelaida. Yo os acompañaría gustoso, pero tengo que hacer cosas más importantes y muy urgentes. ¡Adiós!
El aprendiz de mago se recogió la túnica y salió corriendo, de vuelta a su torre.
Los tres escuderos se quedaron a la puerta de la cocina con los ojos como platos, asombrados, sin entender muy bien lo que había pasado.


jueves, 23 de octubre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XV




UN ACERTIJO PELIAGUDO

 En el reino del Cerrato, mientras tanto, un puñado de personajes se había quedado solo en Astudillo. El resto de habitantes del reino habían emigrado, escapando de la peste. En el castillo de Astudillo sólo quedaban la reina Guadalupe, su hija la infanta Rosalinda, fray Malaquías (que disfrutaba como un niño ante el apocalíptico espectáculo), el aprendiz de mago (que todavía tenía que cumplir el encargo de la infanta), la arquera Gadea (que, como era fiel a su reina, se quedaría o iría allí donde se quedase o fuese su majestad), la campesina Maruja (que quería quedarse para poder ser la única que supiese lo que ocurría en la capital, para poder luego contárselo a la gente cuando volviera), el verdugo Bernabé (que sufría por haber raptado a la princesa Adelaida y ahora quería quedarse cerca de ella), el herrero Romero (que decidió quedarse con su amigo Bernabé, para ayudarle con su mal de amores), “Lepre” y la princesa Adelaida.
La princesa estaba ahora encerrada en una habitación, muy lujosa, pero con barrotes en la puerta y en la ventana. Era ahora una prisionera, encerrada en su habitación para que no pudiera escapar. Ya no tenía súbditos a los que calmar con su presencia, así que la reina Guadalupe había preferido mantenerla vigilada y controlada, convencida por su hija Rosalinda, que había pensado en todo.
- Mamá, si encerramos a Adelaida la tendremos mucho mejor controlada, ahora que somos muy pocos en el reino y que los alguaciles y los soldados se han ido – explicó la infanta a su madre, engatusándola. – Mientras no haya súbditos que la aclamen la princesa no sirve para nada, así que es mejor tenerla encerradita y vigilada hasta que la gente del pueblo vuelva, cuando se den cuenta de que no hay peste en el reino de Cerrato.
La reina Guadalupe estuvo de acuerdo y así lo hizo. En realidad Rosalinda lo que quería era tener bien controlada a Adelaida, a su merced, hasta que el aprendiz de mago tuviese a punto un nuevo veneno que no fallase, no como el otro, que justo había tenido el efecto contrario.
El aprendiz se pasó todo ese día enclaustrado en su torre, elaborando mil y una pociones, fabricándolas y cocinándolas, probándolas en ratas de laboratorio, pero ninguno de sus venenos funcionaba: uno hacía crecer el pelo fuerte y lustroso, otro eliminaba el sarro y las caries, otro devolvía la vista a los ratoncitos viejos y ciegos, otro hizo crecer los dientes a los desdentados.... pero ninguno cumplía el efecto principal de un veneno: matar.
El aprendiz de mago echaba mucho de menos a su maestro, y cada día deseaba que volviese cuanto antes o que nunca se hubiese ido.
Por su parte, los tres escuderos de Marfil recorrieron la carretera, sin intentar cruzar el puente al que conducía. Siguieron más al norte, por un camino de piedras que había entre las hierbas y matorrales del campo. Media milla al norte del puente, encontraron la barca que buscaban, con la que cruzar el río. La barca tenía un par de remos, y además había una gruesa y resistente cuerda puesta desde una orilla a otra, atada a unas rocas, muy tensa. Ya fuese usando los remos o la cuerda se podía cruzar el río con más o menos facilidad.
Los tres escuderos no encontraron a nadie vigilando la barca, como esperaban. Sin embargo, encontraron un pastor delante de la barca. El hombre, bajito y regordete, con boina y faja de color rojo, tenía una cesta llena de coles colgada del brazo, un oveja atada con un cordel sujeta con la otra mano y estaba acompañado por un lobo desnutrido, que jadeaba a su lado.
- Buenas tardes – saludó María,  amistosamente.
- Güeas tardes – contestó el pastor, con acento cerrado pero tono amable.
- ¿Va usted a cruzar? – preguntó María, señalando la barca.
- Eho iba a hacer.... – contestó el pastor, sin moverse, delante de la barca. Los tres escuderos esperaron que empezase a cruzar, pero el hombrecillo no se movió.
- ¿Tiene algún problema? – preguntó Darío, cauteloso.
- Psé.... – dijo el hombrecillo, de medio lado. – Enresulta que la barca está mu vieja y aguanta poco peso. Si monto con la cesta de coles ya no pué subir na’ más. Si monto con la oveja tengo que dejar lo demás aquí. Y si monto con el lobo, no pueo meter más peso en la barca – explicó el hombre, con su acento cerrado. – Pero es que si dejo a la oveja con las coles, me las come, y si dejo a la oveja con el lobo, me la devora. Y no sé cómo hacerlo....
- ¿Y tiene que pasar con todo al otro lado?
- Psé....
- ¿No puede dejar nada aquí? – preguntó María.
- ¡No! Las coles son pa’ mi madre, recién comprás en Marfil. La oveja es mía, y no la voy a ir dejando en cualquier lao. Y el lobo lo he criao desde pequeño, así qués como mi mascota: lo que pasa es que hemos pasao mucho hambre este último año, y seguro que me se come la oveja, aunque está muy bien adiestrao....
- Ya veo.... ¿Y si nos deja pasar a nosotros antes? – pidió Daría.
- ¡Yé! De eso na’.... Yo llegué antes y tengo preferencia.... – contestó el pastor, orgulloso.
- Ya, ya.... Pero si le ayudamos con su problema, quizá encontremos la solución antes y podremos pasar todos el río antes de que caiga la noche.
- Psé.... Ehoqués asín – reconoció el pastor.
Los tres escuderos se pusieron a pensar, mientras el pastor arrugaba la cara y se rascaba la calva debajo de la boina, un poco perdido al ver pensar tanto a otros.
- Está claro que el pastor tiene que cruzar siempre, si no los animales y la cesta no pueden usar los remos o agarrarse a la cuerda.... – dedujo Darío.
- Y si pasa con la cesta de coles el lobo se come a la oveja. Pero si pasa con el lobo, la oveja se comerá las coles.... – opinó María.
- Entonces está claro que tiene que pasar primero con la oveja – dijo Sergio, silencioso como siempre.
El pastor hizo caso de los escuderos y cruzó el río con su oveja, usando los remos. Una vez llegó a la orilla se bajó a tierra con la oveja.
- ¡¿Y ahora qué?! – preguntó desde el otro lado.
- Ahora, ahora.... – pensaba Darío.
- Ahora tendrá que volver a coger otra cosa – dijo María. – Por ejemplo, la cesta de coles.
- Pero si lleva la cesta de coles hasta allí y se vuelve a por el lobo, la oveja se comerá las coles – repuso Darío.
- Bueno, pues entonces que se venga a recoger al lobo – dijo María, sin perder el entusiasmo.
- Sí.... No – repuso Darío, negando con la cabeza. – Porque si lleva al lobo allí y vuelve a por las coles, el lobo se comerá mientras tanto a la oveja....
- ¡Vaya lío! – se quejó María.
- ¡Ahí, ahí está el poblema! – dijo el pastor desde la otra orilla.
- Que vuelva con la oveja.... – dijo Sergio.
- ¿Cómo?
- Que lleve lo que sea, pero que se traiga la oveja, para que no se coma las coles o se la coma el lobo.... – dijo Sergio, con su grave voz tranquila.
- ¡Claro! – salto María. – Si se lleva de allí a la oveja ya no hay problema....
- Probémoslo – dijo Darío.
Le dieron las instrucciones al pastor, haciendo que volviera él solo hasta la orilla en la que estaban ellos. El pastor volvió a irse con la cesta de coles, dejando al lobo solo con los tres escuderos. Al llegar al otro lado hicieron que el pastor dejara las coles y se trajera de nuevo a la oveja, dejando la cesta sola. Cuando volvió le dijeron que dejara a la oveja con ellos y se llevara al lobo. Llegó a la otra orilla y dejó al lobo con la cesta de coles, a la que el animal ni siquiera miró. El pastor volvió solo a recoger a la oveja, para hacer el último viaje.
- ¡Espere! Tenemos una cuerda en el equipaje – dijo Darío, mientras Sergio se quitaba el petate y sacaba una cuerda delgada de él. – Átela a la barca y así cuando llegue a la otra orilla con sus cosas nosotros podremos tirar de la cuerda y recuperar la barca, para poder cruzar.
- Eho está hecho.... – dijo el pastor, que cruzó con su oveja y llegó al otro lado con todas sus cosas. Dejó la barca libre y los tres niños tiraron de la cuerda para traerla de nuevo hasta su orilla. – ¡Mu agradecío, ¿eh?! ¡Buena suerte!
- ¡Gracias! – dijo María. Los tres niños recuperaron la barca mientras el pastor volvía a ponerse en marcha, con la cesta de coles colgada del brazo, tirando de la correa de la oveja y seguido del pacífico lobo.
Los tres escuderos pasaron fácilmente el río (primero fueron Sergio y María, la niña se quedó al otro lado mientras Sergio volvía remando a la primera orilla a buscar a Darío, y luego pasaron los dos chicos juntos) y siguieron su camino. Se les hizo de noche mientras caminaban por las carreteras del reino, vacías y desiertas. Pasaron cerca de Oros y Copas, desviándose de las ciudades para no tener líos con el toque de queda que estaban violando, y llegaron hasta la frontera, en la colina de Torre Marte. Allí no tuvieron ningún problema en pasar, ya que los monjes del monasterio de lo alto de la colina les dejaron cruzar sin ningún inconveniente.

lunes, 20 de octubre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XIV




TRES ESCUDEROS
 
Mientras esto ocurría en Astudillo, en Marfil, la capital del reino de Castillodenaipes, también cundía el pánico, pero por otros motivos.
El día anterior, los reyes Zósimo y Clotilde descubrieron que su amada hija Adelaida había desaparecido durante la noche. Como no estaban acostumbrados a que la princesa saliera sin permiso, los reyes se asustaron un poco y mandaron buscarla por la ciudad. Al no encontrar rastro de ella por ninguna parte, se dieron cuenta de que se había ido con sólo un vestido, dejando el armario lleno de ropa.
Los reyes no entendían nada, hasta que se presentó ante ellos un guardia de la muralla. El hombre estaba avergonzado y algo nervioso: informó a los reyes de que durante la guardia de aquella noche alguien había entrado en la ciudad de madrugada, para hacer algo en  las cocinas. No recordaba muy bien quién era el extranjero ni para qué había ido allí, porque reconocía haber estado algo amodorrado, pero estaba completamente seguro de que al marcharse se llevaba un bulto en el mulo, un saco lleno de algo.
Los reyes de Castillodenaipes dieron la voz de alarma por todas las ciudades y pueblos de su reino: al parecer Adelaida había sido raptada. No sabían quién podía haberlo hecho, pero los alguaciles siguieron investigando para poder aclarar el misterio.
La noticia se difundió por todo el reino de Castillodenaipes por medio de pregoneros, que llegaron hasta todos los rincones del país. De esta forma, un guardia fronterizo que había cumplido el turno de noche en la puerta del norte, se presentó ante sus majestades cuando se enteró de la noticia. Había visto cruzar la frontera la noche pasada a un hombre con capucha, acompañado de un mulo que llevaba a lomos un saco grande lleno de algo.
Ahora ya estaba claro que los infames raptores habían sido súbditos del reino de Cerrato.
El rey Zósimo y la reina Clotilde movilizaron a sus caballeros, para que fueran en misión guerrera a rescatar a la princesa Adelaida al reino vecino.
Pero al día siguiente, las noticias de que el reino de Cerrato estaba lleno de peste llegaron hasta Marfil, justo antes de que el séquito de caballeros saliera al galope.
Nosotros sabemos que en el Cerrato y en Astudillo no había ni rastro de peste, sabemos que todo había sido un error, una equivocación. Sabemos que había cundido el pánico y que la población había salido espantada como las ratas cuando se hunde el barco.
Pero los caballeros de Castillodenaipes no lo sabían.
Así que ellos no quisieron arriesgarse y se negaron a ir a rescatar a la princesa a un reino apestado. Tenían miedo de contagiarse y morir de peste. Además, aseguraban que la princesa podía haberse contagiado ya y que rescatarla sólo serviría para traer la enfermedad a Castillodenaipes.
La gente en el reino del rey Zósimo y la reina Clotilde también se asustó mucho. Los reyes decretaron un toque de queda real, para evitar que el reino se despoblase como le había pasado a Cerrato. Por este toque de queda, la gente no podía salir de sus ciudades ni de sus pueblos, los puentes para cruzar el río estaban cerrados y custodiados por soldados y las puertas norte y sur de la frontera se cerraron también, guardadas por alguaciles y el ejército.
Pero había gente muy valiente en el reino de Castillodenaipes. Y entre los más valientes del reino había tres escuderos, tres niños que servían a tres caballeros en Marfil. Estos tres escuderos iban a haber viajado con los caballeros hasta Astudillo aquel mismo día, antes de saberse lo de la peste. Pero ahora se habían quedado en Marfil, sin poder ir a buscar a la princesa, para rescatarla. Los tres querían mucho a la princesa Adelaida, y sentían mucho no poder ir a salvarla, sabiendo que la habían raptado para llevársela a un reino que estaba contagiado de peste.
- Yo creo que deberíamos ir a por ella, a pesar de la peste – dijo María, una de ellos. Era una niña bajita, regordeta, de pelo marrón cortado a cazuela. Era muy alegre y vivaracha, no paraba de hablar y siempre se estaba moviendo.
- Yo también quiero ir, pero si los reyes han dicho que no nos movamos de Marfil.... les estaríamos desobedeciendo.... – dijo otro de los escuderos, Darío, un chico mayor que María, muy alto y muy delgado, de piel blanca y eterna cara de susto. Era un chico serio, muy inteligente y precavido.
- Pero estamos hablando de la princesa Adelaida.... – dijo María, con ganas, queriendo convencer a sus amigos. – Tenemos que arriesgarnos por ella. Está allí presa, contra su voluntad, sola.... ¿Tú qué opinas?
María se había vuelto hacia el tercer escudero, un chico serio llamado Sergio. Era moreno, tanto de piel como de pelo, que llevaba muy corto y pegado a la cabeza. Era un chico más bajo que Darío, pero  mucho más ancho. No estaba gordo, pero estaba mazao: tenía fuertes brazos, espalda ancha, buenas piernas para correr y un torso poderoso. Era muy callado y muy noble.
- Yo haré lo que decidáis – dijo, con su voz grave. – Iré con vosotros, hagáis lo que hagáis.
- ¿Y tú, Darío? ¿Sigues pensando como un cobardica? – dijo María, con intención.
- No soy un cobardica – dijo Darío, picado en su amor propio. – Sólo digo que los reyes han prohibido salir de Marfil y cruzar la frontera. ¿Cómo vamos a poder llegar hasta el reino de Cerrato?
- Podemos salir descolgándonos por la muralla con una cuerda – opinó María.
- Y pasaremos por Torre Marte para cruzar la frontera.... – propuso Sergio. – Los monjes seguro que nos dejan....
Darío estaba pensativo, mirando al suelo. Después levantó la cabeza y miró alternativamente a sus dos amigos.
- No podremos pasar por los puentes para cruzar el río, así que tendremos que pasarlos de otra forma. Sé que hay una barca con una cuerda más al norte. No creo que esté vigilada: podremos pasar por allí.
- Entonces, ¿vamos los tres? – preguntó María.
Darío miró a Sergio, que asintió en silencio.
- Claro que sí – dijo el escudero alto y delgado.
Los tres escuderos se descolgaron con una cuerda por la muralla, aquella misma tarde, cuando el toque de queda real ya estaba implantado del todo. Como eran escuderos y niños, los guardias no les hicieron mucho caso, y aprovecharon para saltar la muralla sin que nadie los viera. Los tres llegaron abajo y corrieron hacia el norte, por la carretera. El camino estaba vacío: todo el mundo en Castillodenaipes cumplía el toque de queda real.
Todo el mundo, menos ellos tres.