miércoles, 30 de diciembre de 2015

En aquella esquina de la plaza

A menudo, cuando ya no puedo más, agobiado por el trabajo, las fechas cambiantes de entrega, los clientes extranjeros, los jefes, las letras del coche y la hipoteca, vuelvo al pueblo de mis padres, a estar a gusto y en paz.
No es que vaya físicamente allí, pero recuerdo lo feliz que fui en el pueblo cuando pasaba los veranos con mis abuelos y cuando me juntaba con mis tíos y primos (de la rama paterna) en Nochebuena y Nochevieja.
Casonas de Vallelobos.
Así se llama el pueblo de mis padres y el de mis abuelos.
Cuando pienso en mi pueblo y en mis abuelos recuerdo las tardes de verano en la acequia, las vueltas por ahí en bici.... Recuerdo las tortillas de patata, los flanes y los bizcochos de mi abuela y ver la tele con ella por la noche (el Gran Prix y cosas así), sentados en el sofá, yo casi encima de ella, sintiéndome a gusto, cómodo, seguro y a salvo de todo. Recuerdo los paseos que daba con mi abuelo por las mañanas, por las afueras, recorriendo la acequia y volviendo al pueblo dando un rodeo, por los campos.
Y sus historias.
El abuelo siempre contaba historias y cuentos: de cuando era pequeño como yo, de cuando ya era un jovencito y andaba detrás de la abuela, de la Guerra Civil, de cuando volvió al pueblo una vez que acabó la guerra, de cuando mi padre y mis tíos eran pequeños.... Algunas historias eran tan raras, tan peregrinas y tan marcianas que estaba claro que eran cuentos inventados para tenernos entretenidos a mi y a mi hermano y hermana mayores.
Pero había otras historias que se notaba que eran de verdad, como la que contaba de cuando mi padre tenía nueve años y dejó escapar sin querer a la media docena de cabras que tenían mis abuelos en el corral o la de Saturio “el tonto”, que le metió una guindilla por el culo a un caballo, éste le dio una coz que le acertó en plena frente y el hombre todavía andaba por el pueblo con la mirada atontada y babeándose las camisas.
Pero la historia que más nos sobrecogía, a mí y a mis hermanos, era la de los forasteros que llegaron en un coche, a principios de los años treinta:


- Aquel verano hizo mucho calor – empezaba el abuelo siempre. – Yo tenía doce o trece años, así que era el treinta y uno o el treinta y dos. Todavía andaba por aquí aquel cura que matarían luego los primeros días de la guerra, don Senén; y don Tobías, el maestro, ya era mayor como lo soy yo ahora, y le veíamos pasear por las calles o en el bar de Paco.
“Era mediodía, un sábado, creo, y las mujeres estaban saliendo de la iglesia, de rezar el rosario con don Senén. Había unos cuantos parroquianos a la puerta del bar, dos viejos con pantalón de pana y boina sentados al Sol en la plaza y mi amigo Jaime y yo jugábamos en el suelo de tierra prensada de la plaza con las canicas.
“Entonces llegó el coche. Un coche de esos grandes y que tenían pinta de pesar como un tanque. Estaba cubierto de polvo, pero aun así a Jaime y a mí nos pareció que brillaba como si fuese una aparición del mismísimo Cielo.
“El coche se paró delante de la casa de Carmina “la Huesos”, a la sombra del árbol que había plantado allí. Se abrieron las dos puertas grandes y pesadas y salieron del interior del coche cinco personas: dos mujeres y tres hombres. Los hombres tenían aspecto normal, vestidos con traje y tocados con sombreros: uno llevaba un curioso bigote un poco rizado en las puntas y otro tenía la cara picada de viruela y un semblante muy serio, casi enfadado. Pero no parecían amenazantes. Las mujeres también vestían elegantemente, con falda, medias, chaqueta y también sombrero: una de ellas tenía andares, mirada y hechuras de mujer fatal (de ésas que no podías evitar mirar, aunque solamente fueras un chiquillo) y la otra parecía más poquita cosa, algo desvanecida. El de la cara seria y enfadada se hizo cargo de ella y la sujetó.
“Uno de los hombres, el único que tenía gafas, de cara delgada, bien cuidada y afeitada, se acercó a la plaza, quitándose el sombrero y dirigiéndose a los dos viejos del banco.
“- Buenos días, ¿podrían indicarme si hay alguna pensión o casa de habitaciones en el pueblo? – preguntó, amablemente y con una sonrisa bondadosa. Tenía un ligero acento, que Jaime me dijo después que era de Madrid.
“- ¿Busca habitación? – preguntó con voz alta y clara uno de los parroquianos que tomaban un vino y charlaban con otros hombres del pueblo a la puerta del bar.
“- Sí, para mí y mis compañeros de viaje – le respondió el forastero, girándose hacia él y manteniendo su sonrisa en los labios y el sombrero en las manos. – Queremos parar aquí a que nos echen un vistazo al motor del coche y continuar viaje mañana.
“Los hombres de la puerta del bar le miraron un instante, sin hablar.
“- ¿Dónde le han dicho que aquí le podían arreglar el coche? – preguntó el mismo hombre (creo recordar que era “el Matasietes”).
“- En un pueblo pequeño en el que hemos parado, a pocos kilómetros de aquí: Aperos, creo que se llamaba. Nos han dicho que aquí había alguien que sabe de bombas de agua y de calderas o algo así....
““El Matasietes” asintió antes de seguir.
“- No hay pensión, pero si quieren habitaciones “la Pollos” les podrá arrendar alguna: es viuda y le sobran por toda la casa....
“- Muchas gracias – dijo el hombre joven.
“- Yo puedo llevarle a casa de “la Pollos” – dijo mi amigo Jaime, poniéndose de pie. Yo estaba algo escamado por la presencia de los forasteros, así que me levanté a su lado pero no con tanto entusiasmo. – No está lejos.
“- Gracias chaval – el hombre soltó el sombrero con una mano para alborotar el pelo de la coronilla de mi amigo. Después echamos los tres a andar de vuelta al grupo de forasteros que esperaba.
“Gracias a Jaime pude ver bien de cerca el coche. No era el primero que veía en mi vida, pero sí el primero que veía quieto tan cerca. Era enorme como una casa y soltaba más calor del que se notaba en la plaza. El hombre del bigote y el de las gafas sacaron del portaequipajes dos maletas cada uno, grandes y panzudas: parecían pesadas. El hombre con cara de pocos amigos sujetaba a la mujer pálida y delgada, para evitar que se cayera y la mujer atractiva cargó con una bolsa de viaje de piel marrón, mientras nos miraba y nos sonreía como si tuviéramos media docena de años más cada uno.
“- ¿Qué le pasa? – preguntó Jaime, inconscientemente. Era un simplón y un bocazas, pero en ocasiones como aquella era de agradecer: yo también estaba intrigado por la mujer desvanecida.
“- Se ha mareado con el viaje y el calor – respondió el hombre joven de las gafas, sin dejar de sonreír: a mí me parecía una sonrisa demasiado franca. No sé por qué sospeché. – Bueno, ¿y dónde está la casa de esa tal “Pollos”?
“Jaime y yo les guiamos hasta el caserón de la viuda Milagros y les dejamos en la puerta. La mujer atractiva nos llamó “guapos” al despedirse y el hombre del bigote rizado nos dedicó un “gracias” antes de entrar en la casa. La mujer desvanecida y el hombre malencarado no nos dedicaron ni una mirada.
“- Gracias, chavales – nos dijo el hombre joven de gafas, lanzándonos una perra gorda a cada uno, que sacó del bolsillo de la chaqueta. Jaime y yo las pescamos al vuelo, maravillados. – Oíd, ¿hay algo entretenido que se pueda hacer en este pueblo por la noche?
“- Paco, el del bar, enciende la radio y pone música. El vino no es malo, según dice mi padre – explicó Jaime. El hombre joven asintió, satisfecho, volvió a despeinarle la coronilla, cogió sus dos pesadas y panzudas maletas y entró en la casa.
“Eso fue todo. No intercambié palabras con ninguno de ellos. Sólo los volví a ver otra vez y no hubo ocasión de hablar nada.
“Volví corriendo a casa, a enseñarle a mis padres (vuestros bisabuelos) la perra gorda que había conseguido. Mi madre me miró con desconfianza y se la guardó, diciendo que un niño como yo no podía ir por ahí con tanto dinero. Después me preguntó por los forasteros y yo le conté todo lo que había pasado en la plaza.
“Mi padre llegó una hora y media después y nos contó que los forasteros eran la comidilla de todo el pueblo: no se hablaba más que de ellos en todas partes. Mi padre contó que uno de ellos, vestido con traje y sombrero, de bigote rizado en las puntas, había ido a ver a Perico, para que les echara un ojo al motor del coche: al parecer Perico iba a sellar una fuga del radiador y los forasteros se irían a la mañana siguiente.
“No sé cómo se supo la verdad, pero el caso es que a lo largo de la tarde empezó a extenderse un rumor. Quizá lo empezó Maruja (que era muy cotilla) o Severiano “el Correveidile”, que ya podéis imaginar cómo era con semejante mote. El caso es que por todo el pueblo, de tapadillo y con precaución, se empezó a escuchar que los forasteros bien podían ser unos atracadores de bancos que acababan de asaltar uno en la capital y habían huido con varios millones de pesetas, un coche robado y una rehén.
“Todos estos datos no habían surgido de la nada. Paco, el del bar, tenía siempre por las mesas o en la barra el periódico, que le traía el panadero con un día de retraso desde Treceiglesias de Vallelobos, el pueblo grande de la comarca. Algún parroquiano lo había leído y había “atado cabos”.
“La identidad de los forasteros, sin confirmar, se daba ya por hecha en cada casa del pueblo. Ya todos los consideraban ladrones.
“Había muchas opciones sobre lo que hacer, dependiendo de a quién le preguntases. Algunos proponían que don Senén hablase con ellos y les pidiese amablemente que se fueran del pueblo, otros opinaban que lo mejor era llamar a la Guardia Civil y desentenderse del asunto, otros pensaban que había que echarlos a palos de casa de “la Pollos” y del pueblo y los más asustados proponían dejar que se marcharan a la mañana siguiente y después avisar a las autoridades.
“Yo había comentado en casa que los forasteros se habían interesado por la música que ponía Paco en su bar los sábados por la noche, y quizá lo que ocurrió al final fue consecuencia de mi comentario.
“Los forasteros salieron de casa de la viuda “Pollos” a eso de las siete. Eran solamente la mujer atractiva, el hombre joven de gafas y el de bigote que había hablado con Perico para que les arreglara el coche. La mujer llevaba un vestido de chaqueta y falda distinto, unas medias de rejilla y el mismo sombrero, con otro peinado más elaborado. Iba muy maquillada. Los dos hombres llevaban los mismos trajes pero camisas limpias. El malencarado y la rehén (todos en el pueblo la consideraban ya como tal) no salieron a la calle, quedándose en las habitaciones.
“No llegaron al bar de Paco. Cuando llegaron a la plaza empezaron a salir parroquianos de todas las sombras, silenciosos y sin expresión. Todos llevaban algún tipo de arma.
“La mujer y el de las gafas parecieron asustarse y éste último hizo amago de hablar, para calmar las cosas o para preguntar qué pasaba (al fin y al cabo, no teníamos ninguna confirmación de que fueran quienes creíamos que eran). Pero no pudo decir nada.
“Su compañero el del bigote rizado sacó un revólver del interior de la chaqueta. Apuntó al frente y disparó. El fogonazo del disparo iluminó al grupo con fuerza.
“El disparo alcanzó al tío Serapio (no era tío mío, pero todos le llamábamos así), que cayó hacia atrás entre las sombras de los soportales de los edificios de la plaza.
“Fue el único disparo que los forasteros pudieron hacer. Cuando los del pueblo escucharon el estampido del revólver y vieron caer al tío Serapio salpicando sangre, reaccionaron todos a la vez.
“Empuñaron sus escopetas y carabinas (y alguna pistola de chispa del siglo anterior, que alguno guardaba como reliquia). Sonaron escopetadas y disparos desde todo el perímetro de la plaza, alcanzando a los forasteros, llenándoles los trajes y la piel de agujeros, que derramaban sangre. Los sombreros de los dos hombres salieron disparados al aire, como dos palomas, revoloteando por ahí.
“La mujer atractiva sólo había sido herida en las piernas, por una perdigonada (que dejó sus tibias al descubierto). Estaba tendida en el suelo, aullando de dolor, con el sombrero caído y despeinada: hasta ella se fueron dos mujeres, armadas con unas tijeras de sastre y con un cuchillo y allí mismo acabaron con ella.
“Después supe que una partida de seis hombres, armados con escopetas, carabinas y azadones, mientras ocurría la escopetada de la plaza, se acercaron a la casa de la viuda e intercambiaron fuego con el forastero malencarado, baleándole desde la calle a través de la ventana del primer piso.
“De la supuesta rehén, la mujer desvanecida que se dejaba llevar, no sé nada. No sé qué fue de ella.
“Tampoco sé si aquellos forasteros eran los ladrones del banco de Madrid, de los que hablaba el periódico, ni si las maletas tan grandes y llenas que traían con ellos estaban llenas con el botín robado. Pero sé que en los años siguientes, antes de la guerra, todos los habitantes de Casonas de Vallelobos arreglaron su casa, compraron nuevos aperos de labranza o nuevos animales para los corrales. Mi padre, por ejemplo, arregló el desván entero y lo dividió en habitaciones.
“Los cuerpos de los forasteros desaparecieron, no sé cómo, ni quién se ocupó de ellos. El único rastro que pudieron dejar atrás, el coche robado, se convirtió en piezas sueltas que Perico vendió a talleres de otras comarcas.


Mi abuelo se detenía siempre aquí, como si fuese el mejor final para una historia tan horrible, tan inadecuada quizá para unos niños de diez años.
Pero lo que de verdad me dio escalofríos (que aún me da, después de tantos años que mi abuelo ha muerto) fue lo que me respondió cuando yo, una vez, le hice una pregunta:
- Abuelo, ¿cómo sabes todo lo que pasó? – lo que yo quería saber, indirectamente, era si aquella historia era verdadera o no, otro de los muchos cuentos de mi abuelo.
Mi abuelo miró por la ventana, serio y lúgubre, y señaló hacia la plaza, que se veía desde la casa de mis abuelos, al fondo de la calle.
- Yo lo vi todo, con la carabina de la mano – dijo, como si nada. – Estaba allí. En aquella esquina de la plaza.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Viaje en autobús (El otro)

Llueve.

Pero tiene que salir a la calle.
Tiene que ir a clase.
Las clases del máster de esa semana son muy interesantes y le daría mucha rabia perdérselas, así que se prepara, con la cazadora con capucha y pelo en el borde y sale de casa.
Camina por la calle refugiándose bajo los balcones, logrando salvarse un poco de la lluvia. Normalmente va andando a la facultad, es buena andadora, pero hoy ni se le ocurre esa idea. Así que va hasta la parada que hay delante del centro cívico y espera bajo la marquesina.
El autobús llega a los pocos minutos. Sube, pasa la tarjeta por el lector y camina hacia el fondo del vehículo. Se para bastante antes, un par de pasos por delante de las puertas que hay para bajar: el autobús está a tope, lleno de gente que transpira y de la que se evapora el agua de lluvia. El ambiente está muy cargado.
Así que se resigna, suspira, y se queda donde está, sin poder avanzar más. Se agarra a una barra vertical y abre las piernas un poco, colocando los pies, para no perder el equilibrio.
A su alrededor hay mucha gente, muchísima. Casi no le hace falta ni agarrarse, porque está rodeada de gente a la que toca con los hombros y la sujeta, encajonada entre abrigos y chubasqueros. Pero ella trata de no fijarse en los otros viajeros: se abstrae mirando por la ventana empañada, intentando no sentirse incómoda con la cercanía de tanta gente desconocida. Por eso prefiere caminar.
Después de arrancar y de circular unos segundos, el autobús da un brusco frenazo. Todos los viajeros sufren una sacudida: hay algunos gritos de sorpresa, muchas manos que se agarran de repente a las barras, pisotones, empujones y traspiés.
Un hombre corpulento a su lado se balancea y le empuja un poco con el hombro. No median disculpas. Una señora más bajita que ella (¡que ya es decir!, piensa divertida) da un traspiés y le pisa con el tacón. Al menos la señora se gira para mirarla con cara de culpabilidad y gesto de disculpa. Ella asiente y sonría un poco: el pie le duele, pero qué se le va a hacer.
Vuelve a mirar por el ventanal, mientras en el autobús la gente se recoloca después del frenazo. Hay quejas con voz queda y conversaciones murmuradas. Todos se quejan de cómo están los autobuses y el tráfico los días de lluvia, pero ninguno camina por la calle. La chica sonríe un poco y menea la cabeza: piensa que son todos unos borregos.
Incluida ella.
En ese momento nota que alguien la mira.
El autobús vuelve a parar y la chica dirige su mirada hacia el interior, para comprobar su corazonada.
No hay nadie que la esté mirando, pero sus ojos se fijan y se detienen en un chico que lee. Es alto y ancho, con el pelo corto y rubio. Tiene la cara redonda, rellena, de aspecto simpático. La chica no puede evitar sonreír al verle. Sus ojos son claros (aunque no puede precisar el color) y tiene la nariz chata y redondita, como le gusta a ella. A pesar de los movimientos del autobús el chico no se mueve y ella piensa que, aunque haya gente que no le encuentre guapo, ella opina que lo es.
La chica mira otra vez por la ventana.
Se ha puesto un poco nerviosa, ¿acaso se habrá dado cuenta de que le estaba mirando fijamente hasta que él la ha vuelto a mirar? No está segura, quizá él no se haya dado cuenta. Qué vergüenza, espera que no.
Es un chico guapete e interesante, pero le da vergüenza que haya podido pillarla mirándole.
El autobús para y hay movimiento de gente que se baja. Entonces ella gira la cabeza para volver a mirarle y, entre las cabezas que pasan, comprueba que él la está mirando. Se sostienen la mirada durante un segundo (si llega) y él vuelve a mirar al libro abierto en sus manos. La chica vuelve a sonreír, porque el chico se pone ligeramente rojo.
Azules oscuros. Los ojos del chico son azules oscuros, como el mar durante una tormenta.
Sigue mirándole un rato, fijándose entonces (ahora que hay menos gente en el interior del autobús y hay espacios libres) en el libro que sostiene en las manos: es “Memento mori”, un libro que a ella le encanta. Le mira con otros ojos, más interesada que antes, si cabe.
El autobús se para, delante de la facultad de Biología, su destino. Ella tiene que dar toda la vuelta a la facultad, para entrar por la puerta trasera. Tendrá que darse prisa para no calarse entera.
Ve que el chico cierra el libro y lo guarda en la mochila, así que se pone rápidamente la capucha, con prisa, algo avergonzada. Sale del autobús acompañada de un montón de gente, mirando fijamente al frente, algo tensa, un poco cortada, esperando que el chico rubio no la vea.
En la calle encoge los hombros y camina rápido, para no mojarse mucho. El montón de gente que ha salido con ella del autobús se diluye con la lluvia, cada peatón yendo en su dirección, andando con prisa. Un tipo corpulento camina más rápido que los demás y recorre la acera velozmente, haciendo que otro peatón se le eche encima desde su izquierda.
Es alguien más grande que ella, que camina a su izquierda, a la par que ella, al mismo ritmo. Sin dejar de andar con prisa mira de refilón.
Allí está el chico rubio del libro guay, mirándola en ese mismo momento con el pelo mojado por la lluvia.
Los dos se paran, asombrados y un poco contentos, con un bote en el estómago. Están bajo un árbol, así que todavía no se mojan demasiado.
- Me gusta tu libro – dice ella, secándose un lado de la cara, señalando luego con la misma mano la mochila de él. Sonríe mientras él abre los ojos asombrados, y ese gesto le dice a ella que a él hay algo que le gusta de ella.
- A mí me gustas tú.... – dice él, y parece sorprendido, igual que ella, aunque la sorpresa no le borra a ella su sonrisa cálida.
Los dos se miran de cerca y se sonríen, un poco tímidos pero esperanzados y contentos.
Llueve a cántaros, pero ya no les importa.


miércoles, 23 de diciembre de 2015

Viaje en autobús (Uno)

         Llueve.
         Pero tiene que salir a la calle.
Hay que ir a trabajar.

El depósito del coche está seco y ni loco iría andando hasta el otro lado de la ciudad con la que está cayendo.
Así que baja a la parada del bus que está delante del supermercado, a dos calles de su portal. Camina cubierto por los soportales y los balcones y llega a la parada casi sin mojarse.
El autobús llega a los pocos minutos. Sube, pasa la tarjeta por el lector y camina hasta la mitad del vehículo. Se para en la parte amplia, delante de las puertas para bajar, antes de las cuatro filas de asientos que hay al final. Saca un libro de la mochila, se apoya en la barra que hay a la altura de su culo, en el ventanal, y se pone a leer.
Ya ni lo piensa. Tiene cogida la postura. Sin agarrarse a nada (sólo al libro) se mantiene en pie en medio del autobús en marcha, sacudiéndose a un lado y a otro con los acelerones y los frenazos del vehículo, pero sin perder pie.
A su alrededor hay mucha gente, muchísima. Pero él no se fija en los otros viajeros: está absorto con lo que lee, atrapado dentro del libro, esclavo de la lectura.
El autobús se para y sube más gente. Él lo nota porque hay más gente a su alrededor y más cerca, pero no les dedica ni una fugaz mirada.
Después de arrancar y de circular unos segundos, el autobús da un brusco frenazo. Todos los viajeros sufren una sacudida: hay algunos gritos de sorpresa, muchas manos que se agarran de repente a las barras, pisotones, empujones y traspiés.
Levanta la mirada. Por inercia. Y entonces la ve.
Es una chica joven, como él, quizá un poco más joven. Está a tres pasos y cinco cabezas de distancia. Es más baja que él, a lo mejor una cabeza, pero desde donde él la mira hay un espacio entre dos hombros anónimos y la puede ver con facilidad.
No puede volver al libro. Porque es una chica preciosa.
Bueno, al menos lo es para él. Tiene la piel pálida, una cara delgada y huesuda, ojos grandes oscuros, leves ojeras y una nariz algo grande. A él todo eso (y el conjunto) le gusta. Por eso opina que es guapa.
Lleva el pelo cobrizo recogido en una coleta, en la coronilla. Mira pensativa por el ventanal empañado del autobús y él la contempla durante un rato.
El autobús vuelve a parar y la chica dirige su mirada hacia el interior. El chico vuelve a mirar su libro, apurado, deseando que no le haya visto mirarla. Espera no haberse puesto colorado....
No logra concentrarse en el libro, y eso que le está gustando. Lee tres veces seguidas el mismo párrafo, sin enterarse de lo que lee. En realidad quiere mirar a la chica otra vez, pero se contiene.
Al cabo de un rato de trayecto (con el cuello tenso y los ojos fijos en el papel, para no mirarla) vuelve a levantar la mirada, fugazmente.
La chica mira otra vez por la ventana.
Pero, ¿acaso no le estaba mirando fijamente hasta que él la ha vuelto a mirar? No está seguro, pero eso le ha parecido, que ella ha desviado la mirada rápidamente cuando él ha vuelto a mirarla.
No puede asegurarlo, pero él la mira con disimulo y con admiración. Es muy guapa, desde luego él la encuentra así.
El autobús para y hay movimiento de gente que se baja. Entre las cabezas que pasan él la sigue mirando. Entonces ella gira la cabeza y le mira. Se sostienen la mirada durante un segundo (si llega) y él vuelve a mirar al libro abierto en sus manos, escondiéndose en él, escudado tras sus páginas. Ahora nota con toda seguridad que se está poniendo rojo.
Marrones oscuros. Los ojos de la chica son marrones oscuros, como el Nestea.
Sigue mirando al libro durante el resto del trayecto, pensando en la chica de la coleta y las ojeras, pero sin atreverse a mirarla, hasta que llega a su destino, delante de la facultad de Biología, cerca de donde trabaja, a unos cinco minutos andando. Con lo que llueve, hoy tendrán que ser menos.
Cierra el libro (con la precaución de poner la señal donde ha parado de leer), lo guarda en la mochila, se cuelga ésta al hombro y sale del autobús, acompañado de un montón de gente, mirando fijamente al frente, para no ver cómo lo mira (está seguro) la chica de la coleta, avergonzado.
En la calle encoge los hombros y camina rápido, para no mojarse mucho. El montón de gente que ha salido con él del autobús se diluye con la lluvia, cada peatón yendo en su dirección, andando con prisa. Un tipo corpulento le adelanta por la izquierda, caminando rápido a zancadas, y el chico se echa un poco hacia la derecha, para dejarle pasar.
Entonces nota que alguien camina a su derecha, a la par que él, al mismo ritmo. Sin dejar de andar con prisa mira de refilón, por encima del hombro.
Allí está la chica de la coleta, mirándole en ese mismo momento desde dentro de la amplia capucha.
Los dos se paran, asombrados y un poco contentos, con un bote en el estómago. Están bajo un árbol, así que todavía no se mojan demasiado.
- Me gusta tu libro – dice ella, secándose un lado de la cara, señalando luego con la misma mano la mochila de él. Sonríe, y esa sonrisa le dice a él que hay algo más que le gusta.
- A mí me gustas tú.... – dice él, sorprendiéndose, envalentonado por la cercanía de ella y por su sonrisa cálida.
Los dos se miran de cerca y se sonríen, un poco tímidos pero esperanzados y contentos.
Llueve a cántaros, pero ya no les importa.

viernes, 18 de diciembre de 2015

La próxima fiesta (relato de agua)



Sólo despertó cuando escuchó trinar a los pájaros en su ventana. La luz del Sol ya entraba por ella, desde hacía rato, pero aquella mañana no le había despertado.

Kandara bostezó ampliamente, estirándose con fuerza encima de las sábanas. Palpó a su lado, sobre el colchón, deseando que aquel hueco estuviese ocupado por Pymp, soñando despierta con él. Se entristeció un poco, pero luego recordó la fiesta de aquella noche (y que Pymp estaría allí) y se animó al instante: aquella noche se lo dejaría claro de una vez y no le dejaría escapar....

La mañana ya había avanzado un poco, así que se levantó, sin apresurarse demasiado: al fin y al cabo, tenía el día libre. Se quitó la camisola, quedando desnuda y se puso la khrosta, la toga sencilla para el día a día. Para aquella noche tenía reservada una khrosta de gala, especial, más elegante, cosida con hilo de platino. Y para sujetarla en el hombro su madre le había regalado un drest (un broche) de oricalco, que tenía desde hacía años y a ella le encantaba desde niña.

Se preparó un pequeño desayuno en la tidiria mientras pensaba en la fiesta de aquella noche, en la khrosta que llevaría y si a Pymp le gustaría. Comió el pan de centeno y bebió la leche de cabra con mil cosas en la cabeza.

Cogió el ánfora grande, el surum (una especie de saquito de piel para llevar dineros, atado a la cuerda de la cintura) y un racimo de uvas y salió a la calle.

Comió las uvas con una sola mano mientras caminaba sin prisas por los adoquines de piedra de la calle. Todas las viviendas de su calle (y prácticamente de todo el suburb, el barrio) eran muy parecidas: casi de la misma altura, con el techo plano poco inclinado hacia un lado, de paredes blancas y amplias ventanas. Algunas puertas estaban a la vista, pero la mayoría estaban tapadas con cortinas de tela ligera o de cuentas engarzadas en tiras. Había tiestos con plantas frondosas o vistosas flores colgadas de las paredes mediante aros de metal.

Kandara vivía en una ciudad entre el segundo y el tercer anillo de agua, de los tres que rodeaban la pequeña colina del centro de la isla. La ciudad nacía a orillas del segundo anillo de agua, así que fue allí donde se dirigió a llenar su ánfora.

Había mucha gente por las calles, pues era día de fiesta, todo el mundo tenía el día libre y los comerciantes eran los únicos que trabajaban: todas las tiendas de los artesanos estaban abiertas y vendían el equivalente a un mes tan sólo durante el día de Atlanates.

A la orilla del segundo anillo de agua se encontró con su vecina Red’na.

- Buenos días, Red’na.

- ¡Buenos días, Kandara, bonita! – saludó la anciana, alegrándose de veras al ver a la muchacha. – No has madrugado, ¿eh?

- No, hoy se me han pegado las rudicus.... – dijo Kandara, con un gesto de disculpa.

- El día de Atlanates todo vale, chiquilla.... – dijo la anciana, como si estuviese haciendo una confidencia, con tono pícaro.

- Irás esta noche a las hogueras, ¿no?

- ¡Pues claro! No me lo he perdido desde que tengo memoria – dijo la anciana.

La fiesta de Atlanates era la más importante de toda la isla y se celebraba en los diez reinos. Se encendían grandes hogueras, en las que se quemaban grandes pilas de leña impregnadas en ungüentos olorosos, que además daban tonalidades de diversos colores a las llamas. Se hacían desfiles de elefantes, con saltimbanquis, contorsionistas, malabaristas y equilibristas sobre sus lomos. Grupos de vecinos bailaban o cantaban alrededor de las hogueras, preparando sus actuaciones durante todo el año.... Se bebía y se comía todos juntos, asando carne y verduras en las hogueras de la fiesta.

Kandara se despidió de Red’na (que el año anterior había recitado bellísimas poesías de su creación junto a una hoguera de impresionantes llamas verde esmeralda) y se marchó caminando con su ánfora llena de agua apoyada en la cadera. En lugar de ir directamente a su casa Kandara fue dando un rodeo, acercándose al foro más concurrido de su suburb. Allí estaban las calles más comerciales: aunque no tenía intención de comprar nada, quería pasear por allí y echar un vistazo.

Sobre todo a la orfebrería de Cratos “el Prusix”.

Cratos era uno de los mejores orfebres de toda la isla y probablemente el mejor del reino en que vivía Kandara. Fabricaba y tallaba joyas finas en oricalco, latón, platino y el menos valioso oro. Pero el interés que tenía Kandara en “el Prusix” no era por su talento de orfebre: era por su aprendiz y ayudante.

La muchacha llegó casi a la plaza de Poseidón, por la calle Plinio, llena de tenderetes que los artesanos sacaban a la calle para poder ofrecer mejor sus mercancías. Allí, entre un alfarero y un panadero que vendía dulces y pasteles, te-

nía su taller y su tenderete Cratos “el Prusix”.

- ¡¡Kandara!! – se alegró de verla el maestro orfebre. – ¿Qué tal? ¿Echas de menos a tus pequeños pupilos?

Kandara rio.

- La verdad es que un poco sí, pero se agradece el día libre.... – dijo la muchacha: era yumoni (maestra) en una pequeña skola en su suburb.

- Habrás venido a ver a mi díscolo shushán, ¿no? – preguntó Cratos con una mirada socarrona y confidente. Kandara asintió, sin poder evitar sonrojarse un poco. – Ahora le aviso.... ¡Pymp!

Cratos se dio la vuelta y se dirigió al interior del taller, en busca de su shushán (su aprendiz). Kandara aprovechó esos instantes para calmarse y hacerse dueña de la situación: Pymp tenía que ser suyo....

- ¡¡Kandara!! ¡Qué sorpresa! – dijo Pymp, a modo de saludo, mientras salía del taller y se acercaba al tenderete. Su sonrisa era amplia y luminosa y parecía verdaderamente contento de ver a la muchacha: ésta se sintió más confiada y segura ante la predisposición del chico.

- No estarías haciendo un drest para regalarme esta noche, ¿verdad? – dijo ella, juguetona. Quería poner su mano en el pecho de él y besarle, pero se contuvo.

- No lo sé.... – dijo él, riendo, siguiendo con la broma, sin darse cuenta del tono y de la mirada de Kandara. – Tendrás que verme en la fiesta para comprobarlo.

- Pues entonces nos veremos – dijo Kandara, usando una mirada y un tono seductores, incapaces de pasar inadvertidos para Pymp. – Y quizá saltemos juntos una de las hogueras erosias....

Pymp se quedó sin palabras, con la boca abierta y la

garganta seca, casi incapaz de devolver el gesto de despedida que le dedicó Kandara, antes de darse la vuelta e irse caminando con elasticidad, con contoneo de caderas (estaba segura de que el shushán de orfebre no le quitaba ojo).

El pasmo de Pymp se debía a que las hogueras erosias se encendían el día de Atlanates para que las saltaran por parejas los hermanos, los muy amigos o.... los muy enamorados. Y Kandara y él no eran hermanos ni muy amigos.

Convencida de que aquella vez se había mostrado atractiva y segura de sí misma, y de que le había dejado las cosas claras a su amado, Kandara siguió su rodeo hasta casa pasando por la plaza de Poseidón.

En la plaza había una gran estatua de piedra representando al dios de los mares, venerado antaño en toda la isla. La estatua tenía adornos labrados en oricalco, pero hacía un lustro se habían arrancado (para reutilizarlos en otras actividades más productivas) y sustituidos por otros en latón o hierro.

Desde que los diez reinos de la isla habían logrado grandes avances científicos y tecnológicos, desde que habían mejorado su flota oceánica y las artes de la navegación, desde que sus ejércitos habían conquistado territorios por toda Libia hasta las lindes de Egipto y Grecia, los dioses habían quedado relegados a las leyendas y a los cuentos para hacer dormir a los niños. Los reinos de aquella isla legendaria (y por lo tanto sus habitantes) habían alcanzado unas cotas de sabiduría, de orgullo, de poder e incluso (por qué no decirlo) de soberbia, que rivalizaban con los mismísimos dioses. Ya ni siquiera los necesitaban para comprender la Naturaleza.

Por eso, desde hacía ya un lustro, la fiesta de los Atlanates, antaño dedicada al dios Poseidón y, por extensión, al resto del Panteón olímpico, era ahora una fiesta de la gente, de los diez reinos. Una fiesta para honrar y celebrar su poder y su autonomía.

A los pies de la fuente de Poseidón (en aquellos tiempos, convertida en un simple reclamo turístico) Kandara vio a su madre, que paseaba entre los puestos, con una bolsa de red, hecha con cuerdas gruesas como un dedo.

- ¡Madre! – le llamó desde lejos. Las dos mujeres se acercaron y su madre le puso la mano en el pecho y le besó la frente, con cariño y confianza. Luego fue Kandara quien repitió el saludo, sólo realizado entre personas muy cerca-nas, queridas y que gozaban de gran confianza.

- ¿Qué haces por aquí? – preguntó su madre.

- Nada, daba una vuelta, echaba un vistazo a los tenderetes.... – contestó Kandara.

- Y a la gente detrás de los tenderetes, ¿no? – dijo su madre, sin malicia pero con intención. Kandara no pudo evitar reír y bajar la mirada: su madre la conocía bien. – Pues creo que he hecho bien comprándote esto para la fiesta de esta noche....

Kandara vio con sorpresa y alegría la diadema que su madre sacaba de la bolsa de red y le entregaba: una diadema tallada en coral, con peine para sostenerse en la cabellera y con pequeños adornos de perla y zafiro.

- ¡Te habrá costado una fortuna! – le reprochó Kandara, aunque estaba encantada con el regalo.

- ¿Para qué están los dineros? – dijo la madre, sin preocupación. – Todo es poco para ti: vas a ser la muchacha más linda de toda Atlántida: Pymp no podrá resistirse, a pesar de su eterno despiste....

Kandara sonrió, admirando la diadema. Empezó a imaginarse con ella puesta, con el peinado más adecuado para poder lucirla en su abundante cabellera cobriza. Se imaginó llegando a las playas del segundo anillo de agua de los que rodeaban la montaña que fue el hogar de Evenor, en el centro de la isla, con su khrosta de gala, su drest de oricalco y su espléndido peinado adornado por aquella diadema, llegando delante de Pymp y dejándole sin palabras y sin más opciones que caer rendido a sus pies y empezar una vida juntos.

Estaba tan absorta y tan contenta que no escuchó el sordo rumor que se escuchaba en la lejanía, casi como el ruido de una tormenta.

Nada podía estropear la felicidad de esa noche.



* * * * * *



Cuentan que la Atlántida se hundió en el océano que lleva su nombre en tan sólo un día y una noche terribles, a causa de un terremoto y de los maremotos, inundaciones y cataclismos que sucedieron a consecuencia de él.

Todo el continente desapareció de la faz de la Tierra.

Pero no es seguro dar crédito a lo que cuentan Timeo y Critias. En la Atlántida no quedó nadie vivo para contar lo que pasó.


viernes, 11 de diciembre de 2015

Recuerdos del “Sahara”


No puedo evitar acordarme del “Sahara” cada vez que entro en un bar de copas de barrio. Aunque el bar en el que entre sea muy diferente, en decoración o en música, siempre me acuerdo del “Sahara”.
Al fin y al cabo, estuve allí trabajando durante diecisiete años, desde mis dieciséis hasta mis treinta y tres. Todas las tardes entre semana (menos los lunes, que descansaba) y los fines de semana toda la noche, durante diecisiete años.
Es normal que lo recuerde.
El “Sahara” era un bar pequeño, con una barra en forma de herradura en el centro del local. Había solamente media docena de mesas pegadas a las paredes y ocho taburetes en la barra: los habituales tenían que darse prisa para hacerse con uno de estos y no quedarse de pie.
Había muchos. Habituales, me refiero. Eran señores mayores del barrio, que venían a tomarse unos vinos o unas cervezas cada tarde. También había una pareja de mecánicos jóvenes (cuatro o cinco años mayores que yo) que se pasaban por el “Sahara” pasadas las ocho y se tomaban un cubo de botellines entre los dos, mirando de vez en cuando a la tele colgada de la pared, acodados en la barra hablando conmigo a ratos. Había también una cuadrilla de tres mujeres que bajaban siempre a tomarse un café cada tarde y los sábados un par de gin-tonics. Entre semana venían ellas solas y los sábados venían con los maridos: ellas hablaban muchísimo, quitándose la palabra unas a otras; los maridos hablaban muy poco y miraban los videoclips de la tele mientras bebían a sorbos sus JB con hielo. Los sábados por la noche también era habitual una cuadrilla de chicos, de unos veinte años, que se tomaban unos cachis de cerveza y de kalimotxo antes de ir a las discotecas del centro de la ciudad. Los chicos eran muy enrollados y las chicas eran muy guapas y muy atractivas, así que yo siempre disfrutaba con unos y con otras cuando venían.
Estando tanto tiempo en un bar como estuve yo en el “Sahara” te das cuenta de que los habituales duran una temporada: tan pronto como entran de sorpresa la primera vez, dejan de venir. Cambian de trabajo, de casa, de vida y por lo tanto cambian de bar. Es lo normal.
Salvo los señores mayores. Esos son fijos siempre. Sólo dejan de venir cuando (lamentablemente) están tan enfermos que ya no salen de casa o ingresan en una residencia.
O cuando se mueren.
Mi jefe tenía una foto enmarcada (entre la decoración de las paredes con forma de dunas de arena y figuras de tuaregs) del grupo de señores mayores, que al parecer llevaban yendo al bar unos años antes de que yo entrara a trabajar allí. Cuando me fui sólo quedaban tres de los que aparecían en la foto, pero podía mirar las caras y reconocerlos a todos.
Otro de los habituales (del que en realidad quería hablaros hoy, al que recuerdo con cierto cariño y con mucho miedo) era un profesor del instituto que había al final de la calle. Venía sobre las siete de la tarde todos los martes, cuando se quedaba en el instituto a hacer sus horas. Se tomaba siempre dos cafés con leche y, dependiendo de lo duro que hubiese sido el día, los aliñaba con un chorrito de coñac.
Fermín Cortés, se llamaba. Le conocí cuando yo tenía
veinte años y él un poco menos de cuarenta. Vestía de forma informal, con pantalones vaqueros o de lona, camiseta de colores y una camisa por encima, normalmente de cuadros o de rayas. No era un tipo atlético, pero siempre llevaba la camisa metida por dentro y no se le marcaba barriga. No era delgado, pero sus manos eran huesudas y de dedos estrechos. Tenía pelo castaño, que empezaba a desaparecer en la coronilla y en los laterales de la frente y solía llevar barba y bigote, de unos pocos días.
El día que Fermín Cortés me dio escalofríos no se me olvidará en la vida. Tengo muchos recuerdos del “Sahara”, muchísimos divertidos y muchos que guardo con mucho cariño. No se me olvida ninguno, pero aquella tarde con el profesor la recordaré incluso cuando sea un anciano con demencia.
Fue un jueves, y aquello ya era extraño. No es que el profesor no pudiese ir al “Sahara” un jueves por la tarde, aunque sólo iba los martes, pero no era lo habitual. Cuando le vi entrar me asombré y miré el calendario para asegurar-me de qué día era. Puse cara de sorpresa, pero no dije nada.
Fermín se quedó en la puerta, que se cerró detrás de él. Miraba a su alrededor, como si fuese la primera vez que veía el bar. Se fijaba en todos los detalles de la decoración, que hacían referencia al desierto, a oasis, a camellos y a tuaregs. En el bar aquella tarde había poca gente: el grupo de tres señoras con sus cafés, una pareja que no conocía tomando unos refrescos en una mesa mientras hablaban con confianza, el grupo de señores mayores (que mi jefe y yo los llamábamos “la cuadrilla”) al fondo del local en su sitio habitual y un borrachín que iba por allí a menudo, a tomarse media docena de botellines y luego seguía la ronda por otros bares del barrio. Ninguno miró a Fermín Cortés. Yo no le quitaba ojo.
El profesor echó a andar, con pasos tranquilos y lánguidos. Estaba raro, al menos me lo parecía. No era un hombre enérgico ni muy apabullante, era alguien muy agradable y calmado, pero la tranquilidad y la calma de aquella tarde no eran normales. Llevaba la camisa de color mostaza con cuadros verdes por fuera del pantalón vaquero negro (un detalle raro en él) y, a pesar del frío de la calle, no llevaba su habitual abrigo de lana. Además, tampoco llevaba su maletín de cuero negro, el que usaba en el instituto.
Estaba raro. Y yo no le quitaba ojo de encima.
Fermín se detuvo delante de la foto de “la cuadrilla”. Por aquel entonces (yo tendría veinticinco o veintiséis años) ya faltaban algunos de los de la foto, pero “la cuadrilla” no fallaba y seguía reuniéndose en el bar.
El profesor miró la foto con atención. Desde donde yo estaba sólo podía verle por detrás, pero me pareció que se fijaba más en los que ya sólo estaban en la foto que en los otros, en los que podía ver también en el bar.
- ¿Le pongo lo de siempre, Fermín? – pregunté, desde la barra. No me gustaba ver al profesor tan callado, deambulando por allí.
- Sí, gracias.... – contestó, con voz distraída.
- ¿Le pongo un poco de alegría? – pregunté.
Fermín Cortés se giró, me miró y asintió. Cuando vi su mirada supe, sin lugar a dudas, que pasaba algo. Algo muy gordo. Pero no dije nada: me limité a añadir un chorrito de coñac al café con leche.
El profesor estuvo otro par de minutos mirando la fotografía (dos minutos enteros: no sé si sabéis lo largos que se pueden hacer dos minutos cuando se está preocupado por alguien) y después por fin se dio la vuelta y se acercó a la barra, con aire lánguido y distraído. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba la bota izquierda desatada, con los cordones arrastrando.
- ¿Está bien, Fermín? – le pregunté, realmente preocupado. Parecía que era el único del bar que estaba atento al profesor.
- Sí, bueno.... ¿por qué no iba a estarlo? – me respondió. Había llegado a la barra, se había sentado en un taburete que había al lado y se quedó frente a mí, con las manos entrelazadas al lado de la taza de café.
- No sé, le veo raro – dije yo, con precaución. De cerca parecía todavía más abatido. – Para empezar, hoy no es martes....
- ¿No es martes? – preguntó, levantando la cabeza y la mirada y fijándola en mis ojos. Los suyos estaban sin brillo, apagados, como en otra sintonía. Como si estuviesen viendo otras cosas.
Ahora sé que era así.
- No. Es jueves....
- Jueves.... – repitió, girándose y dejando vagar su mirada por el bar. Yo tragué saliva, dolorosamente: estaba claro que le pasaba algo, aunque no pudiese precisar el qué. – No sé en qué día estoy....
Estaba muy preocupado por el profesor, aunque no era mi amigo: no podía incluirle en aquella categoría. En todos mis años de camarero no he hecho ningún amigo: si acaso ha habido clientes con los que he tenido una relación importante de afecto y de confianza, pero que se daba estando cada uno a un lado de la barra, nada más. A pesar de eso, yo le tenía mucha simpatía al profesor, con el que hablaba de muchos temas cada martes: era profe de biología y de física y química y me enseñaba cosas sobre ciencia; también hablábamos de cine, de libros, de chicas, de deporte, del campo.... Quizá no fuésemos amigos, pero era alguien que me importaba.
- Fermín, le veo como distraído, como despistado.... ¿De verdad se encuentra bien?
- Sí, bueno.... todo lo que puedo estarlo.... – musitó, fijándose en “la cuadrilla”, en la pareja de novios, en las tres señoras maduras hablando animadamente delante de sus cafés y en el borrachín al otro lado de la barra. Éste parecía el único que se había dado cuenta de que el profesor estaba en el bar.
Aparte de mí.
- ¿Para qué ha venido? – pregunté.
- No lo recuerdo.... – el profesor se giró hacia mí y me volvió a mirar. Sufrí un escalofrío: aquella mirada era la más vacía que había visto en mi vida. – ¡Ah, sí! Me voy....
- ¿Se marcha ya? – pregunté, desviando la mirada de sus ojos tristes y fijándome que su café estaba intacto. No lo había tocado: ni siquiera había echado el azúcar.
- No, no, pero me tengo que ir – dijo, y parecía más seguro al decírmelo. Más centrado. Se volvió otra vez y vi que sus ojos habían cambiado: estaban concentrados, con urgencia, casi con cólera. – Me tengo que marchar y no podía irme sin verte antes....
- ¿Pero por qué se va? ¿Deja el instituto? ¿Le han echado? – dije, todo seguido, asustado. Tenía miedo.
- Algo parecido.... – dijo, y sentí mucho frío. Su tono había sido lapidariamente triste. En sus ojos había urgencia, tristeza y cierta locura. Aquello no me tranquilizó: tuve todavía más miedo. Algo que nunca pensé que el profesor pudiera provocarme. – Pero no puedo irme sin darte esto....
Dejó una moneda en la mesa y se puso de pie. Mientras yo miraba la moneda el profesor se separó de la barra un paso hacia atrás.
- Es el dólar de plata del que te hablé hace tiempo – explicó el profesor. Yo lo cogí, con algo de temor pero también con reverencia, recordando la conversación de un par de meses atrás. La moneda estaba mortalmente fría. – Fue mi amuleto durante mis dos años en San Francisco y ahora quiero que la tengas tú.
- ¿Yo? Pero....pero....pero.... – farfullé. Me honraba que me diera aquella moneda de la buena suerte (conocía toda su historia, el profesor me la había contado) pero me asustaba lo que podía significar aceptar aquel regalo. – ¿Por qué me la da? ¿Ya no la necesita?
Aquella pregunta era la que me aterraba.
“La cuadrilla” seguía riendo y hablando, las tres señoras maduras seguían a lo suyo y la pareja seguía muy acaramelada en su mesa. Nadie parecía advertir mi turbación.
- No, creo que ya no me hará falta.... – respondió el profesor, sonriendo por primera vez. Y aquella sonrisa ter-minó por aterrarme. – Te será más útil a ti....
Fermín Cortés se despidió con un cabeceo, sin borrar su sonrisa (que yo encontraba un poco macabra) y se dio la vuelta para marcharse. Yo temí que fuese a hacer una locura.
- ¿A dónde va? – le pregunté, asustado.
- Ya nos veremos, chico.... Ya nos veremos – fueron las últimas palabras que le escuché decir. La puerta se cerró y lo vi un instante más a través de la cristalera: se fue por la acera, con la mirada triste y paso lánguido.
No lo volví a ver.
El martes siguiente el profesor no vino al “Sahara”. Tuve mucho miedo por él.
Ese miércoles tuve mucho más miedo, incluso terror: me enteré por otro cliente que el profesor Fermín Cortés había muerto el jueves que había venido a verme y a entregarme su dólar de la suerte. Se había matado en un accidente de coche, yendo del instituto a su casa en un pueblo cercano.
Aquello me entristecía.
Lo que me aterroriza es que su accidente ocurrió casi una hora antes de que yo lo viese entrar por la puerta del “Sahara”.
Casi una hora antes.
Pero yo le vi y hablé con él.
Y tengo la moneda que me dio.
No quiero decir la palabra que me viene a la mente cada vez que pienso en la última vez que vi al profesor.
Todavía tengo la moneda de plata de la suerte que me regaló. Siempre está mortalmente fría.