miércoles, 29 de abril de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 16


- 7 + 16 -
  
Sergio vio cómo Victoria salía despedida, arrastrándose por el suelo, como si alguien tirase de ella y no pudo pensar. Sólo fue consciente de que su novia desaparecía, raptada por un espíritu que ni siquiera podía ver, así que salió corriendo detrás de ella.
- ¡¡Victoria!! – gritó, sin darse cuenta de que lo hacía. Corrió detrás de ella, pasando al lado del padre Beltrán y de Gustavo (empujándole sin querer con el hombro, sin percatarse de ello) y siguió a la chica por un pasillo oscuro, lleno de polvo y trozos de muebles viejos.
 No escuchó que las puertas que daban al atrio se cerraban detrás de él. Sólo pensaba en Victoria.
No es que fuese su novia. No era sólo eso. Él la quería, siempre la había querido porque habían sido amigos. Pero después de lo de hacía dos veranos, la tragedia de Castrejón de los Tarancos.... se habían convertido en todo, el uno para la otra. Victoria había estado en el hospital durante meses, entrando en quirófano, recuperándose de las operaciones de injerto de piel, sobreponiéndose a las infecciones y al reflejo del espejo. Sergio había estado allí, porque sólo eran ellos dos los que habían sobrevivido, pero sobre todo estaba allí porque quería.
El novio de Victoria, tras ver en qué estado había quedado, no quiso seguir con ella. No lo soportaba. Sergio le odió por eso, pero tuvo la decencia de esperar a que Victoria estuviese recuperada para ir a buscarle y pegarse de puñetazos con él en la plaza de su pueblo.
Después de todo lo que habían pasado, de la muerte de sus amigos y de mucha gente de Castrejón, Sergio y Victoria se apoyaron mucho el uno en la otra. Podían llorar a sus amigos sin tener que dar explicaciones, podían hablar del trece sabiendo que la otra persona no les iba a tomar por locos, podían hablar del padre Beltrán largo y tendido....
Todo el mundo siempre había creído que estaban juntos, así que acabar juntos parecía lo más normal del mundo. A Sergio no le importaban las cicatrices de la cara y el cuello de Victoria (seguía siendo preciosa a pesar de ellas) y a Victoria no le importaba el temperamento huraño que ahora predominaba en Sergio. Eran dos supervivientes y se querían.
No hacía falta nada más.
Por eso no podía perderla. No perdía sólo a su novia, sólo a una amiga. Perdía su pilar en el mundo. Su percha para seguir erguido y adelante cada día.
La escuchó gritar un poco más adelante así que Sergio corrió hasta el origen del grito, dio una patada a la puerta desvencijada y entró en una habitación cuadrada, oscura y polvorienta.
La iluminó con su linterna, identificándola como un despacho o algo así. Todavía quedaba una estantería anclada a una pared, aunque en sus estantes sólo había restos de libros, como si fuesen copos de papel y cartón, que si se tocaban se convertirían en más polvo. Había una mesa pesada de madera, astillada y comida por la carcoma y el papel de la pared todavía podía identificarse, entre los cercos grises y el color comido por el tiempo: franjas amarillas con figuras redondeadas azules.
- ¡¡Victoria!! – gritó, al verla en el suelo. Fue hasta ella y la incorporó con cuidado, sentándola. Al sujetarle la cabeza notó que su mano tocaba una humedad pegajosa, que ya conocía: sangre. Se miró la mano encarnada, pero comprobó que no era mucha cantidad. – ¿Estás bien?
- No muy mal.... – contestó la chica, con voz débil, pero trató de ponerse de pie y Sergio la ayudó a hacerlo, cuidando de que no se cayera ni diera muestras de sentirse mareada. – Me he dado un golpe en la cabeza, pero estoy bien....
- Tienes sangre – dijo Sergio, acariciándole los rizos castaños, con ternura.
- No será la primera vez.... – dijo Victoria, con cierto humor. – Ni la última, me temo....
- ¿Puedes andar?
- Sí....
Sergio ayudó a andar a Victoria, paso a paso, cuando la puerta del despacho se cerró con un portazo, ella sola. Los dos chicos se quedaron inmóviles, de repente, asustados.
Victoria levantó su linterna (que había tenido agarrada con fuerza en su mano mientras era arrastrada por el espíritu) y la encendió, iluminando a un hombre que había delante de ellos. Los dos dieron un respingo y Sergio dio hasta un pequeño grito.
El hombre era alto y delgado, con el pelo marrón despeinado y caído sobre la cara, pálida y con un aspecto ligeramente brillante a la luz de la linterna. Tenía un aspecto etéreo, como si estuviese hecho de motas de polvo.
A pesar de su aspecto casi irreal, los dos reconocieron a Bruno Guijarro Teso. Aunque estaba claro que no podía ser él, porque estaba muerto. Aquel era su fantasma.
El espectro se giró lentamente hasta ellos, mirándolos con dolor y una sonrisa macabra en los labios. Tenía la camisa llena de heridas circulares, con manchas de sangre y la cara también estaba llena de aquellas extrañas puñaladas o picotazos, aunque en la cara no había rastros de sangre: estaba pálida, como si le hubieran maquillado excesiva-mente. La piel blanca brillaba un poco con la luz.
- Te interpusiste en mi camino.... – dijo, con una voz profunda, como con eco, una voz que había recorrido mundos para llegar hasta allí. Sergio sabía que no estaba hablando con él, que en realidad se dirigía al padre Beltrán, aunque el anciano sacerdote no estuviese exactamente allí. Quizá los fantasmas sólo pudiesen pronunciar su discurso, el que fuese que los había mantenido en el mundo de los vivos, aunque su interlocutor no fuese el destinatario de aquel discurso.
- No habla con nosotros – susurró Victoria, a su lado. – Él está aquí por el padre Beltrán y eso es lo que quiere decirle. A nosotros sólo quiere quitarnos de en medio, pero no puede decirnos otra cosa que los reproches que tiene preparados para el padre Beltrán....
Sergio comprendió que Victoria tenía razón.
- Tú evitaste que cumpliese mi sueño.... – dijo el fantasma. – Tú hiciste que me mataran....
- Hijo de puta – dijo Sergio, sin contenerse. – Eso fue lo que tú le hiciste a Lucía, cabrón....
Y acto seguido, sin poder contenerse, sacó un puñado de sal de la bolsa que llevaba colgada en la muñeca y se la tiró al fantasma de Bruno Guijarro Teso, dándole en la cara y en el pecho. La sal atravesó al fantasma, pero pareció impactar con él ligeramente, aunque sólo fuera a nivel molecular.
El fantasma se enfureció, creciendo de tamaño, volviéndose más amenazador. Sus ojos se enrojecieron y bramó con la boca abierta: el interior también era rojo como el fuego. Dio unos pasos hacia adelante, empujando la mesa hacia un lado, volcándola y estrellándola contra la pared. Sergio se dio cuenta de lo que era capaz de hacer un fantasma enfurecido.
- ¡¡Toma, hijoputa!! – dijo Victoria, dando un paso hacia adelante. Tenía una barra de metal en la mano quemada, que blandió contra el fantasma. Le impactó en el pecho, haciendo que se dividiera en dos partes. Se disolvió a partir del golpe, como si fuesen cenizas o polvo.
- ¡¡Vamos!! – dijo Sergio, agarrando a Victoria de la mano izquierda, tirando de ella hacia la puerta, aprovechando que el fantasma se había desvanecido. La puerta se abrió sin problemas y los dos salieron al pasillo, corriendo de nuevo hacia el atrio.
Escucharon bramar al espíritu de Bruno Guijarro Teso detrás de ellos. Sergio se detuvo un instante, sacó un puñado de sal de la bolsa con su mano mutilada y lo extendió en una línea que cruzaba el pasillo. El fantasma se materializó al otro lado y se detuvo, como si hubiese chocado contra una pared transparente. No podía atravesar la sal de roca. Se fue hacia atrás y atravesó una de las paredes de la casa, desapareciendo.
- Estas puertas están cerradas – dijo Victoria a su espalda. La chica había tratado de abrir las dos puertas que daban al atrio circular sin conseguirlo. Sergio no trató de abrirlas, pero abrió otra puerta que había en el pasillo. Daba a una habitación larga y estrecha. Al otro extremo había una puerta abierta.
- Vamos por aquí – dijo y los dos corrieron. Atravesaron la habitación y luego otra más larga, también estrecha. Todavía olía a carne en salazón y verduras en salmuera. Una puerta de madera gruesa, quizá la que mejor se conservaba de la mansión, quedaba al otro extremo: la abrieron sin dificultad y la atravesaron, cerrándola a sus espaldas, llegando a la antigua cocina de la mansión.
Allí se encontraron con el Pandog.
La pequeña criatura estaba en el suelo, cubierta de polvo y con un costado bañado en sangre, de una herida que se había hecho recientemente entre el pelaje. Frente a la criatura había un espectro.
Era un hombre con un tono de piel pálido, pero podía reconocerse la piel negra todavía. El pelo era blanquísimo, el cuerpo rechoncho y la cara era bonachona. Pero miraba a la criatura del suelo con ira.
El Pandog saltó sobre el espectro y asombrosamente no lo atravesó. Sus ojos se habían puesto azules, de un tono eléctrico, lo que quizá fue lo que le sirvió para sostenerse en el pecho del espectro y poder morderle en el cuello. El fantasma no sangró, por supuesto, pero bramó como un oso, agitándose para librarse del “animal”.
Sergio y Victoria salieron de la cocina, huyendo por otra puerta, mientras el fantasma se libraba del Pandog y lo lanzaba contra una pared de madera, atravesándola entre trozos de madera y yeso.


lunes, 27 de abril de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 15


- 7 + 15 -
  
Justo había estado muchas veces en casas supuestamente encantadas. Algunas eran casas habitadas y otras eran como aquella mansión, una casa abandonada, en ruinas, prácticamente destrozada. Pero lo que diferenciaba aquella mansión del resto de casas que el veterano agente había visto e investigado a lo largo de su carrera era que en “la Casona” estaba seguro de que los fantasmas se iban a aparecer.
No sabía si eso le alegraba o le intranquilizaba, pero iba a ser así.
El grupo de siete personas, más el Pandog, entró en la mansión y se encontró con un recibidor alargado y rectangular. Casi todo estaba a oscuras, solamente se veía algo gracias a la moribunda luz del Sol poniente que se colaba por entre las grietas de las paredes, por las contraventanas torcidas y por las rendijas de las puertas.
La casa tenía pinta de haber sido muy elegante, lo que se conocía como una casa solariega muy señorial. Era muy grande, de paredes blancas (al menos lo habían sido), altos techos, columnas, relieves en la unión entre las paredes y el techo y papel pintado que en su momento fue muy bello.
- ¿Tienen todos su linterna? – dijo el padre Beltrán. Todos la enseñaron, de la mano: Daniel había traído una para cada uno. – Enciéndanlas.
La luz de las linternas iluminó un atrio circular que había después del recibidor. Desde allí podía accederse al resto de las habitaciones de la planta baja y también se podía subir a la planta de arriba, por medio de una escalera ancha, que comunicaba aquel piso con el superior, haciendo una elegante curva.
- Aquí no hay nada – dijo Gustavo, comprobando un medidor de ondas ectoplásmicas, que había llevado con él: lo tenía conectado y lo miraba con atención.
El padre Beltrán se quitó las gafas y miró con sus verdaderos ojos.
- Y sin embargo están aquí – dijo, volviendo a colocarse las gafas oscuras por delante de los ojos.
Justo caminó por el atrio circular, alumbrando lo alto de la escalera, los vanos de las puertas que daban a otras habitaciones y también la pared circular de todo el atrio. No vio nada extraño. Sólo había polvo, trozos de mampostería, excrementos viejos de ratas y trozos de madera.
- ¿Qué hacemos para que salgan? – preguntó Victoria.
- Esos fantasmas vienen a por mí, no pueden evitarlo, han formado un grupo de siete espectros para poder consumar su venganza – respondió a la chica el padre Beltrán, sin dejar de mirar alrededor. – Ahora me tienen aquí, en una casa encantada que es un nido de fantasmas. Es una especie de canal entre el mundo de los espíritus y el nuestro. Los siete no podrán resistirlo y se manifestarán.
- Veo que en el mundo de lo sobrenatural la numerología es muy importante.... – comentó Justo.
- ¿Numerología? ¿Por qué? – se extrañó el padre Beltrán, mirando a Justo brevemente, con el ceño fruncido.
- Hombre, pues no sé, por ejemplo por el trece, que era el mal encarnado.... – dijo Sergio, con voz cómica, a pesar de las circunstancias.
- O por los nueve demonios de Anäziak.... – comentó Marta, sonriendo levemente. – Los siete fantasmas que hacen falta para llevar a cabo una venganza contra los vivos....
- Bueno, quizá tengan razón, nunca lo había pensado de esa manera.... – reconoció el padre Beltrán, un tanto perplejo.
- Y todavía quedan los cuatro – dijo Atticus, al lado de Justo. Cuando éste le miró el ente sonrió al agente. – ¿No saben nada sobre “los cuatro de Dhalea”? ¿No les has contado la leyenda, Beltrán?
- A “los cuatro” es mejor dejarlos tranquilos – dijo el padre Beltrán, y parecía de mal humor. Después añadió: – Será mejor que no nos separemos.... – había sonado con voz serena, pero Justo no podía saber que por dentro era un mar de nervios.
El grupo se juntó un poco hacia el centro del gran distribuidor circular. Pero el Pandog se puso a gruñir, como un perro rabioso. De repente se arrancó a correr, pasó por detrás de la escalera y se lanzó hacia una estrecha puerta que había allí. La puerta se cerró con fuerza, ella sola.
- ¡¡Crunt!! ¡¡No!! – llamó el padre Beltrán, pero la criatura ya había desaparecido tras la puerta. El anciano sacerdote dio media docena de pasos hacia la puerta cerrada, preocupado, sin saber muy bien qué hacer.
Entonces, una fuerza invisible agarró a Victoria y la tiró al suelo. La chica gritó del susto y todos se volvieron hacia ella, empuñando sus armas. Victoria fue arrastrada por el suelo sucio hacia otra puerta, que había a la derecha del gran atrio circular.
- ¡¡Victoria!! – gritó Sergio, desesperado. Justo vio cómo el chico salió corriendo detrás de su novia, sin cuidado, separándose de los demás, atravesando la puerta de doble hoja, perdiéndose por un pasillo oscuro. El veterano agente vio con el rabillo del ojo cómo el padre Beltrán se detenía, sobrepasado por las circunstancias.
Atticus había echado a andar también, hacia la puerta por la que había desaparecido el Pandog. Justo reaccionó y se reunió con el ente delante de la puerta, que estaba cerrada.
- Es imposible de abrir – dijo Atticus al ver a Justo a su lado. – Parece pegada con cola....
- Déjeme ayudarle – dijo Justo, agarrando el pomo redondo junto con Atticus. Los dos tiraron de la puerta, sin poder abrirla.
- Hay alguien en lo alto de la escalera.... – dijo Gustavo, de repente. Había echado a correr junto a Marta hacia la puerta de doble hoja por la que habían desaparecido Victoria y Sergio pero se detuvo de repente en mitad del atrio circular, mirando hacia lo alto de la escalera. Marta se detuvo unos pasos por delante de él, mirándole con miedo. El agente empezó a subir por la escalera, sin pensar en nada más.
- ¡¡Gus!! ¡¡No!! – dijo Marta, echando a correr detrás de él, subiendo también, con la pistola en la mano. Gustavo no pareció oírla.
- ¡¡Gustavo!! ¡¡Estese quieto!! – le dijo Justo, desde el otro lado del atrio, todavía tratando de abrir la puerta, sin conseguirlo. Desde donde estaban él y Atticus podía ver lo alto de la escalera y también había visto una figura borrosa allí, esperando junto al primer escalón, inmóvil, gris y terrorífica.
- El chico manco.... Daniel – dijo Atticus, llamando la atención de Justo, que no pudo ver qué les ocurría a Gustavo y a Marta. – Ha traído un mazo con cabeza de plata. Con eso podremos echar la puerta abajo.
- Vamos.... – dijo Justo, demasiado sobrepasado por los acontecimientos como para pensar mucho. Corrieron los dos juntos, atravesando el atrio circular en dirección al elegante recibidor y a la puerta de entrada. Justo vio con el rabillo del ojo al padre Beltrán, inmóvil en mitad de la habitación circular, con un aspecto tan desanimado, tan desolado, tan superado por lo que estaba ocurriendo, que Justo sintió mucho miedo.
Si el padre Beltrán no sabía qué hacer, todos estaban perdidos.
En ese momento sonó ruido de cadenas y de pesados cerrojos y pestillos. Atticus y él llegaron a la puerta, sin ver ni una sola cerradura ni cerrojo, pero los chirridos metálicos seguían sonando.
Atticus llegó el primero a la puerta, agarró el picaporte y tiró de ella. No se movió.
- Está atascada – dijo, con un leve tono asustado. Justo agarró el picaporte también y entre los dos trataron de girarlo y abrir la puerta de entrada. No se movió un centímetro. Parecía que estaban tirando de una pared de cemento, por supuesto imposible de mover. – ¿Qué pasa aquí? ¡¡Esta puerta estaba perfectamente hace un momento, cuando hemos entrado!!
Justo cargó contra ella, con el hombro, tres veces, tratando de desatascarla, pero cuando después tiraron de ella no pudieron abrirla. La puerta parecía sellada, tapiada con ladrillos y cemento.
- Estamos encerrados aquí.... – dijo Justo. Trató de que su voz no sonase aterrorizada, pero no lo consiguió.
Escucharon entonces una serie de disparos de pistola y Justo pensó con miedo en Marta. Los dos (el ente y el hombre) se miraron, con caras asustadas, y se dieron la vuelta, volviendo al atrio circular.
Allí no había rastro de nadie. Todas las puertas que daban a la pared circular de aquel distribuidor estaban cerradas. Salvo una de doble hoja en el lado izquierdo.
No había nadie allí.
No se escuchaba ningún ruido.



viernes, 24 de abril de 2015

Târq (7) - Capítulo 7x3


- 7 x 3 -
  
No quería estar allí, pero tampoco podía evitarlo. Aquella casa le atraía, a pesar de todo el horror que había vivido por su culpa. No entraba en ella, eso ni loco, pero se quedaba en la acera de enfrente, mirándola con miedo, o en la misma acera en la que estaba la finca, apoyado en las verjas de forja que la rodeaban, observándola atentamente, con adoración y aprensión.
Hassan Benali estaba delante de “la Casa Román” cuando llegaron los forasteros al pueblo. Llegaron en dos coches y en una moto grande que hacía mucho ruido. De los coches bajaron tres hombres (uno alto, fuerte y de pelo rapado; otro mayor con sombrero, bigote y gabardina y el último bajito y con aspecto de “poca cosa”), una mujer (alta, de melena rubia, muy guapa), un chico y una chica (cogidos de la mano) y otro chico manco. De la moto se bajó un hombre con abrigo largo de paño, vestido entero de negro. Llevaba una especie de perro rechoncho en brazos.
Todos se quedaron mirando la casa, delante de ella, en su misma acera. Aquella tarde Hassan no había tenido ganas de acercarse a la mansión, así que estaba en la acera de enfrente. Además, era casi de noche y nadie del pueblo se acercaría a la casa de noche.
Los forasteros se pusieron a hablar entre ellos. El chico manco volvió al coche rojo y sacó un aparato, que sostuvo con su única mano: parecía una tablet estrecha, un poco gruesa. Miraba atentamente algo que salía en la pantalla y se lo enseñó al hombre rapado y a la mujer rubia.
Todos miraban hacia la casa o al extraño aparato del chico manco. Todos excepto el hombre de la gabardina.
Hassan le sostuvo la mirada, algo acobardado, aunque el hombre del bigote y el sombrero le miraba con amabilidad y curiosidad. Le pidió algo al hombre fuerte y rapado, éste se lo sacó del bolsillo y se lo dio y entonces el hombre del bigote, el sombrero y la gabardina cruzó la carretera, en dirección a él, mirando bien a los dos lados antes de cruzar. Hassan estuvo a punto de salir corriendo, pero al final no lo hizo.
Tal y como iba a acabar aquella noche, debería haber corrido.
- Hola, chaval – saludó el hombre de la gabardina, tendiéndole un Chupa-chups. – Vives aquí, ¿verdad? – Hassan asintió. – Ésta es “la Casa Román”, ¿no?
Hassan volvió a asentir, cogiendo el Chupa-chups.
Debería haber corrido.

* * * * * *

Justo volvió a la acera donde estaban todos sus amigos y compañeros. Lo hizo acompañado del niño marroquí, que no dejó de lanzar miradas de precaución hacia la casa. Parecía tener más miedo a la mansión que a los extraños que lo miraban.
- Éste de aquí es Hassan – lo presentó Justo. – Es un chico del pueblo. Me ha dicho que ésta es la casa que buscamos: “el Hogar Román”. Mira, éstos son Marta, Gustavo, Sergio, Victoria, Daniel, Atticus y el padre Beltrán.
El chico los miró a todos, tratando de sonreír, pero cuando miró al padre Beltrán se quedó helado del susto. El padre Beltrán también lo miró con detenimiento, a punto estuvo de quitarse las gafas para mirarle, pero al final no lo hizo.
- Has visto actuar a la casa, ¿no es así, Hassan? – dijo, con voz cascada. Al chico le recordó a una urraca o a un cuervo.
Hassan abrió los ojos, sorprendido. No sabía cómo aquel extraño hombre (con pinta de cura católico) había sabido aquello, pero había dado en el clavo. No pudo más que asentir, porque tuvo el presentimiento de que mentir a aquel hombre de negro no sería buena idea. Y no tenía nada que ver con que fuese un cura.
- He visto actuar a lo que hay dentro.... – se atrevió a decir. Todo el grupo lo miró con atención.
- ¿Y qué hay dentro, Hassan? – le preguntó Justo.
- Fantasmas.... – dijo el chaval, con un poco de vergüenza. Pero ninguno le miró con ganas de reírse de él. Al contrario: parecieron contentos con la respuesta.
- Bien hecho, agente Díaz – le dijo el padre Beltrán a Justo, asintiendo lentamente. El veterano agente aceptó el halago con un encogimiento humilde de hombros.
- ¿Este sitio servirá? – preguntó Sergio.
- Sí, servirá – dijo Victoria, a su lado.
- Es un sitio perfecto para enfrentarnos a los siete – dijo el padre Beltrán.
- ¿Y qué vamos a hacer? ¿Entramos sin más? – volvió a preguntar Sergio.
- ¡¡No!! – gritó de repente Hassan, sobresaltándolos a todos. El padre Beltrán fue el único que lo miró con serenidad. – ¡¡No deben entrar ahí!!
- Hemos venido para eso exclusivamente.... – contestó el padre Beltrán.
- ¡¡Pero si entran morirán!! – dijo Hassan, desesperado. Empezaba a anochecer, pero la locura de aquellos forasteros había hecho que Hassan perdiera parte de su sentido de conservación.
El padre Beltrán lo miró un instante, serio como una lápida. Estuvo a punto de contestar la verdad a aquel muchacho que acababa de conocer, pero a tiempo se dio cuenta de que sólo era un niño.
- Tranquilo, no vamos a morir – dijo Justo, acuclillándose a su lado. – Hemos venido a investigar la casa.
- Verás, somos una especie de policías – le dijo Marta, agachándose a su lado. Además de muy guapa, olía muy bien. Y su sonrisa era muy bonita. – Investigamos.... muertes raras y asesinatos. Por eso hemos venido a esta casa.
- Esta casa mata a gente – dijo Hassan, obcecado, mientras miraba la acreditación que le enseñaba la mujer rubia guapa.
- ¿La casa, Hassan? ¿O los fantasmas? – preguntó el padre Beltrán, con intención.
- ¿Si ya lo sabe para qué me pregunta? – contestó Hassan, con el ceño fruncido. Gustavo rió.
- Sí señor. No es tonto este chico – dijo el agente de pelo rapado, sacando un Chupa-chups del bolsillo, quitándole el papel, haciéndole un gesto amigable con él y metiéndoselo en la boca. Hassan le imitó, con el que le había dado Justo hacía un momento. – Bien dicho, Hassan....
- Hassan, esta gente es una especie de policía, es verdad – le dijo la chica con la mitad de la cara quemada. Victoria, se llamaba. Habría sido muy guapa, si no fuese por las cicatrices. – Pero investigan a los monstruos y los fantasmas. Por eso estamos aquí.
Hassan miró a todos los que tenía alrededor. Le miraban con sinceridad y con amabilidad. No le mentían.
- Pero es que.... Toda la gente que se acerca a esta casa muere.... – dijo, tratando de convencerles.
- Bueno, vamos a ver si podemos cambiar esa estadística esta noche.... – dijo Atticus, con tono de broma, dándose la vuelta para mirar la mansión. Hassan no pudo evitarlo y acabó sonriendo.

* * * * * *

Se organizaron en un momento. Además de los equipos, Daniel había llevado hasta allí un montón de material que el padre Beltrán le había indicado.
En el maletero del R-11 había un saco de sal de roca, que el padre Beltrán repartió entre todos, dándole mucha importancia.
- Los fantasmas y espíritus no pueden atravesar una barrera de sal – explicaba, mientras repartía puñados de sal, que los demás guardaban en los bolsillos de los pantalones o en bolsas de plástico, de las de los supermercados, que Justo repartió. – Es algo referente al origen de la sal, que es parte de la tierra y los fantasmas son todo lo contrario a seres terrenales. Si se refugian en un círculo hecho con sal de roca, los fantasmas nunca podrán alcanzarlos. Eso sí, en cuanto salgan de allí, estarán a su merced.
Daniel también había llevado palancas y barrotes de plata o al menos bañados con ella. Era parte del equipamiento de los equipos de campo de la agencia desde el verano anterior.
- Con estas armas no podemos herir a un fantasma como lo haríamos con un monstruo o una criatura, pero la plata sigue siendo plata – explicó el padre Beltrán, mientras se aseguraba de que todos los que iban a entrar en la casa se armaban con una barra de plata.
- No los heriremos, pero conseguiremos disgregarlos – secundó Atticus. – Podrán regenerarse, pero mientras tanto serán inofensivos.
- El agua bendita no sirve con estos entes, pero el fuego también espanta a los espectros – explicó el padre Beltrán. – Si tienen mecheros o cerillas, no las pierdan: podrían salvarlos en un momento de apuro.
Justo asintió, decidido. Gustavo también parecía dispuesto, aunque un poco alucinado con toda la historia: entrar en una mansión abandonada para luchar contra un escuadrón de siete fantasmas no era lo que hacía en la agencia todos los días. Sergio y Victoria se preparaban en silencio, ayudándose uno a la otra: lo que habían vivido en Castrejón les había preparado para cualquier cosa al lado del padre Beltrán. Marta parecía una heroína de videojuego: serena, metódica, tranquila y peligrosa. Además de la sal de roca y de una palanqueta bañada en plata, llevaba una pistola automática en la cintura del pantalón, a la espalda: el cargador llevaba balas de plata. Atticus estaba como siempre, pasando desapercibido, tranquilo, con la sonrisa simpática a punto de aparecer en la comisura de sus labios. Tan sólo parecía un poco más pálido. Los únicos que tenían pinta de nerviosos y asustados eran Hassan y Daniel, que eran los únicos que no iban a entrar en “La Casona”.
- ¿Estamos todos listos? – preguntó el padre Beltrán. Todos asintieron. – Entonces en marcha.
El primero en entrar fue el Pandog, trotando cómicamente por la acera. Se coló por el hueco que había a ras de suelo en la unión de las dos hojas de la puerta y trotó por el césped descuidado hasta las escaleras del porche. Los demás le siguieron, algunos sin dificultades para pasar (como Atticus o Victoria) y otros con algún que otro problema (como el padre Beltrán y Marta, por la altura, o Gustavo, por la anchura de hombros).
- Quedaos aquí – dijo el padre Beltrán a Daniel y Hassan, que estaban al otro lado de la verja. – Mantened el contacto.
Daniel levantó el walkie y Justo, Gustavo y Marta conectaron los suyos. Atticus le guiñó un ojo a Hassan, para tratar de tranquilizarle e infundirle ánimos. Gustavo pasó la mano entre los barrotes y le alborotó el pelo negrísimo. Marta y Justo le sonrieron antes de darse la vuelta. Todo el grupo cruzó el jardín descuidado en dirección a “La Casona”.
Daniel y Hassan se quedaron en la valla, agarrados a los barrotes, viéndolos irse, con una mezcla de alivio, preocupación y miedo.



miércoles, 22 de abril de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 13


- 7 + 13 -
  
Sergio volvió a los coches, caminando con tranquilidad, cruzando la calle y deteniéndose al lado de la ventanilla del acompañante del R-11 de Justo. Detrás, en su coche, Gustavo y Marta le escucharon con sus ventanillas bajadas.
- Cierran a las ocho – dijo el chico. – A esa hora me han dicho que queda ya poca gente. Pero tendrá que entrar antes de las ocho menos cuarto: después de esa hora no dejan entrar a nadie.
- Entraré ahora, para no esperar hasta el límite – contestó el padre Beltrán, que estaba sentado en la parte trasera del R-11, al lado de Victoria.
Después de la ouija en la provincia de Zamora, habían viajado todos hacia Asturias, cruzando las montañas. Habían seguido al padre Beltrán (que había hecho todo el viaje a lomos de la moto) hasta un pequeño pueblo del interior de la comunidad. A las afueras del pueblo, a unos tres kilómetros, había un pequeño zoo de animales enanos. Allí era donde el padre Beltrán quería ir a ver al Pandog.
Atticus, que había viajado en el coche con Marta y Gustavo, les explicó que el Pandog era una criatura extraña, un “encarnado” que había viajado a través de varios universos para acabar en el nuestro. Era un exiliado de la familia real de su mundo, probablemente el único superviviente de un golpe de estado. Sobrevivía en la Tierra gracias a su aspecto entrañable y adorable, pero en realidad era una bestia peligrosa. Su parecido con un oso panda le permitía esconderse a plena vista y que la gente pensara que era pacífico, escondiendo su verdadera naturaleza.
Atticus, por su parte, había sobrevivido de milagro. Explicó a todos, a los pies de la colina, antes de emprender el viaje a Asturias, que había sido atacado por un fantasma, que lo había seguido y acechado desde que había salido del bar. Cuando sufrió el ataque se defendió como pudo, tratando de usar todos los trucos de Guinedeo que le quedaban, sin saber que acabaría usando los poderes de teletransporte que él creía agotados. Acabó saltando de universo en universo, dejando atrás al fantasma (y su lápiz), que no podía seguirle. Fue un evento extraño, ya que él no pudo detenerse en ninguno de los universos a los que saltó, simplemente rebotó de uno a otro, sin detenerse. No podía viajar a otros universos, en sentido estricto, pero al parecer sus poderes todavía le permitían recorrerlos casi todos. Había estado saltando durante días, en términos humanos, pero en términos universales habían pasado semanas. Por eso estaba demacrado, cansado y agotado.
El padre Beltrán salió del R-11 del veterano agente y se quedó de pie a su lado. Se caló bien el sombrero, mirando a la entrada del pequeño zoológico. Todos tenían miedo de que alguien pudiese reconocerle: habían oído por la radio la noticia de su fuga de la cárcel y todos estaban convencidos de que la noticia habría salido en periódicos, en la televisión y en internet, quizá incluso con alguna foto. Era peligroso andar por ahí, pero el padre Beltrán había insistido en ir hasta allí para ver al Pandog. Atticus, que era el único que sabía quién era el Pandog y lo que podían sacar en claro de él, estuvo de acuerdo con el padre Beltrán y no le contradijo.
Atticus se reunió con el padre Beltrán al lado del R-11 y todos los demás también salieron de los coches, para escuchar a los dos “hombres”.
- He pasado varias veces por el mundo de los espíritus durante mis saltos – empezó a decir Atticus y si su audiencia hubiese sido otra habrían puesto caras y muecas, mirándole con caras raras, pero ninguno de los presentes se inmutó – y he visto que hay revuelo allí arriba. No es un universo como los demás, ya lo sabemos, pero hay alboroto. Hay cierta tensión, incluso pude ver chispas eléctricas que estallaban aquí y allá. Si son siete fantasmas....
- Eso me dijeron – dijo el padre Beltrán, definitivo. No tenía motivos para no creer al espíritu con el que había hablado en lo alto de la colina.
- Entonces es normal que todo se haya alborotado allí – terminó Atticus. – Ha cabreado a alguien del más allá....
- A mucha gente – respondió el padre Beltrán. Cualquier otro hubiese hecho una broma con aquel comentario, pero el padre Beltrán estaba muy serio.
- ¿Qué es todo eso de los siete fantasmas? – preguntó Marta.
- Luego se lo explicaré – dijo el padre Beltrán. Seguía mirando la puerta del zoo. – Ahora tengo que averiguar bien todo para saber a quién me enfrento....
Echó a andar, acompañado por Atticus. Marta, Justo, Gustavo, Sergio y Victoria se miraron, preocupados. El veterano agente asintió, y los más jóvenes fueron tras ellos.
- Yo también voy – dijo Marta, dirigiéndose a Gustavo. Le había apoyado una mano en el antebrazo, delicadamente, pero el hombre no hizo amago de haberlo notado. Simplemente asintió.
Marta se fue detrás de Sergio y Victoria, que a su vez alcanzaban al padre Beltrán y a Atticus. Justo y Gustavo se quedaron al lado de los coches, mirándolos.
El extraño grupo llegó hasta la entrada, se detuvo en la taquilla y sacó cinco entradas. Marta se encargó de pagarlas, mientras los demás entraban, sin detenerse mucho: no querían llamar la atención más de lo inevitable. El grupo, unido, recorrió los estrechos caminos de cemento del zoo, rodeados de vegetación y de trinos de pájaros.
- Sería un sitio bonito para venir a verlo, si no fuera por el lío en el que estamos.... – le dijo Sergio a Victoria, agarrándola de la cintura. La chica asintió, mirando una gran jaula llena de mariposas por la que pasaron.
Atticus y el padre Beltrán los guiaron por los caminos del zoo hasta llegar a un foso lleno de animales pequeños, todos mamíferos y herbívoros, de buen temperamento. Entre ellos había un pequeño panda, rechoncho, andando a cuatro patas, con las patas delanteras, las traseras y un anillo alrededor de los hombros de color negro, y el resto del cuerpo blanco. Tenía el hocico chato, círculos negros alrededor de los ojos y las orejas negras en punta, como las de un pastor alemán. Era una mezcla extraña entre oso panda y perro, sin ser ninguno de los dos.
- ¿Eso es el Pandog? – preguntó Sergio, apoyándose en la valla que delimitaba el foso, que tenía forma de riñón. El chico no hubiese pensado, a pesar de que sabía que existían los corpóreos y los monstruos, que aquella criatura era un ser del más allá.
- ¿Esa cosa tan mona? – dijo Marta, con cara tierna.
- Ése es el Pandog – dijo el padre Beltrán, señalando al extraño oso panda. – Y no se confunda, agente Velasco: puede parecer adorable, pero no lo es.
- No se preocupe, no iba a cometer el error de querer acariciarlo.... – bromeó Marta. Llevaba un año como investigadora de campo y había aprendido a ser cautelosa.
Los cinco se acodaron en el tubo horizontal que hacía las veces de valla en el perímetro del foso y esperaron a que el Pandog se acercara a ellos, en una de sus múltiples vueltas por el recinto.
- Hola, Crunt – dijo el padre Beltrán cuando la criatura estuvo delante de ellos, caminando con cierta gracia y mascando un puñado de bambú. La criatura se detuvo, giró la cabeza sin dejar de mascar y miró atentamente a los humanos. Movió todo el cuerpo para tenerlos de frente y después se aseguró de que nadie más los escuchaba.
- Krast, prast, pender, hender lo – dijo, en un idioma extrañísimo y con una voz gruñona. Sergio, Victoria y Marta se quedaron asombradísimos.
- Parece que está un poco cabreado.... – dijo Atticus, que dominaba bastante bien el idioma en el que hablaba el Pandog y había hecho una traducción simultánea.
- ¿Qué ha dicho?
- Mejor no le traduzco – dijo Atticus, con voz bromista. – ¿Qué quiere que le diga?
El padre Beltrán se lo pensó, sin quitar los ojos del Pandog. Éste tampoco le quitaba la vista de encima y sólo se movía para seguir mascando el bambú.
- Dile que sé que hay espectros que andan detrás de mí, que quieren mi perdición y mi muerte – dijo el padre Beltrán al fin, con la voz cascada llena de dureza. – Dile que quiero saber quiénes son, antes de acabar con ellos....
Atticus se volvió al Pandog y empezó a hablar en aquel idioma tan brusco y raro, con fluidez. No había casi nadie por allí cerca, el zoo se estaba vaciando, así que no hubo quién le escuchase hablar tan raro. Marta lo agradeció, porque querían pasar desapercibidos.
Después del discurso de Atticus el Pandog rumió la respuesta unos segundos y contestó inmediatamente.
- ¡¡Hrag, jerdet, guliar, pret pret!! Kler, gaserdot iluriam, jrat, jrot, mird.
- Parece enfadado.... – comentó Sergio, asombrado.
- Está enfadado.... – dijo Atticus y luego se enzarzó en una conversación rápida, en la que se intercambiaron frases cortas y sonidos roncos y guturales.
- ¿Seguro que están hablando? – preguntó Victoria, sin dejar de mirar al Pandog pero inclinándose hacia el padre Beltrán. – ¿De verdad no se están gruñendo sin más?
- Aunque parezca mentira están hablando.... – dijo el padre Beltrán.
- ¿En qué idioma? – se sorprendió Sergio, sin encontrar algo lógico en todo aquel galimatías.
- Es una lengua arcaica, muy compleja – explicó el padre Beltrán. – Yo sólo entiendo una palabra de cada veinte, a pesar de que hablo lyrdeno con soltura, que es considerado uno de los idiomas más difíciles del multiverso....
La “conversación” entre Atticus y el Pandog se acabó y el ente con aspecto de hombre bajito y normal se volvió a sus compañeros.
- Está muy cabreado – dijo, de entrada. – Al parecer ha habido muchos entes que han venido a hablar con él, asustados. No sé a qué se refiere, pero ha hablado de un “impulso” o algo así.... Los entes que viven en nuestro universo están asustados y todos querían salir por patas de aquí. Además, dice que usted ha revolucionado el mundo de los espíritus y que apenas puede dormir por ello....
- ¿Yo? – se sorprendió el padre Beltrán, alzando las cejas canosas.
- Al menos de forma indirecta – Atticus se encogió de hombros. – Algunos espíritus andan detrás de usted y han revuelto todo su mundo.
- Algunos no. Siete – dijo el padre Beltrán, cortante. – Quiero saber quiénes son....
Atticus se encogió de hombros e hizo una mueca con la cara, como declinando cualquier responsabilidad. El Pandog sólo contestaba lo que quería.
Un par de guardas del parque caminaban alrededor del foso, en su ronda habitual, quizá. No iban a por ellos, pero si pasaban a su lado escucharían al Pandog o a Atticus hablando.
- Vamos – le dijo Victoria a Marta, dándole un toque en el brazo. Las dos chicas se separaron de la valla y caminaron hacia los guardas, alcanzándolos hacia la mitad del foso, lejos todavía de los demás. Entablaron conversación con ellos, les entretuvieron y les hicieron mirar hacia otro lado. Sergio no perdió de vista a Victoria y cuando vio cómo manejaba a uno de los dos hombres (Marta se encargó del otro y lo hizo con soltura, con mucha sonrisa y mucho meneo de su cabellera rubia) no pudo evitar sonreír. Los tíos eran muy tontos y su novia muy lista.
- ¡¡Dart, germ, parf, parf, mundast!! ¡¡Grumpf!! – decía en ese momento el Pandog.
- ¿Qué dice? – preguntó el padre Beltrán.
- Sabe qué fantasmas han sido los que han preparado todo este lío, los que se han unido para ir a por usted – dijo Atticus, con cara preocupada. – Pero dice que sólo le contará todo si viene con nosotros.
- ¿Venir con nosotros?
- No lo sé, no lo he entendido correctamente, pero creo que tiene una cuenta pendiente con alguno de esos espíritus – dijo Atticus, meneando la cabeza. – Quiere ir con usted para poder enfrentarse a ellos y sacárselos de la cabeza.
El padre Beltrán se volvió a Sergio, en una muda consulta. Sergio hizo una mueca cómica con la cara y se encogió de hombros exageradamente. El anciano se volvió hacia Atticus.
- De acuerdo – asintió.
El Pandog pegó un brinco, con sus cortas patas, sin coger carrerilla, y salvó la distancia que lo separaba de los humanos, saltando por encima de la valla y aterrizando en brazos del padre Beltrán, que lo recibió con sorpresa.
- Hay que pirarse.... – dijo Sergio, poniéndose delante del padre Beltrán, tratando de tapar al Pandog.
- Vámonos de aquí – secundó Atticus, encabezando la marcha. El padre Beltrán trató de ocultar al Pandog mientras caminaba.
- ¡Eh! ¡¡Oiga!! – escucharon una voz autoritaria. Sergio se volvió, un poco acobardado. Atticus miró con el rabillo del ojo (que se habían puesto amarillos) y siguió andando. El padre Beltrán no se inmutó, imperturbable. – ¡¡Usted!! ¡¡Deténgase!! ¡¡No se puede sacar a los animales de sus recintos!!
Uno de los guardias que había estado hasta entonces entretenido con Victoria y Marta, había visto algo raro en el padre Beltrán y los otros. Se separó de las chicas, mirando con cara enfadada al sacerdote de negro. Su compañero lo siguió, de camino hacia los “ladrones”.
- Vrinden.... – dijo el padre Beltrán.
No había podido sujetar al Pandog. Se revolvió entre sus brazos y saltó al suelo, con una estampa muy cómica: era una bola de pelo con cuatro patitas muy cortas. Cayó al suelo y corrió con una velocidad asombrosa, que nadie podía haber imaginado al verle. Llegó hasta los guardias en un santiamén y saltó sobre ellos, con agilidad.
Cayó sobre el que estaba en cabeza, abriendo la boca y mostrando unos pequeños pero afilados colmillos. Le mordió la nariz y se quedó allí colgado, mientras el guardia se sacudía para tratar de sacárselo de encima. El otro guardia, asombrado y superado por las circunstancias, sacó una pequeña porra y trató de golpear al pequeño animal rabioso.
El Pandog se soltó, cayendo al suelo, aterrizando sin equilibrio, rodando sobre sí mismo: volvió a parecer un animalito muy adorable y dulce, un peluche, pero enseguida volvió a convertirse en una bola de pelo demente, rabiosa y muy violenta. Olvidó al guardia al que había mordido (y que tenía media cara y el pecho lleno de sangre) y saltó hacia el otro, el que sostenía la porra y había acabado golpeando en el pecho a su compañero, cuando el Pandog había saltado al suelo.
La criatura mordió la muñeca del guardia, obligándole a soltar la porra, que repiqueteó en el suelo. Soltó la muñeca del guardia, que sangraba mucho y le mordió en un tobillo, haciendo que el hombre levantara la pierna, perdiera el equilibrio y acabara cayendo al suelo de culo.
El Pandog saltó al suelo antes de caer con el guardia, trotó de nuevo hacia el padre Beltrán, saltó de nuevo a sus brazos y después ladró una orden.
- ¡¡Ghruyant!!
- Vámonos – tradujo Atticus.
Los humanos reaccionaron por fin y salieron de allí a toda velocidad, dejando atrás a los guardias heridos y sangrantes.
Salieron del zoo, cruzando la carretera, llegando hasta donde estaban los coches. Justo y Gustavo esperaban apoyados en el costado del Seat, acompañados por otro hombre joven.
- ¡¡Marta!! – saludó Daniel Galván Alija, contento al ver a su amiga y algo sorprendido al verla aparecer corriendo desde dentro del zoo. – ¿Qué tal?
- Ahora no es el mejor momento para hablar.... – le dijo Marta, aunque le dedicó un segundo para darle un abrazo.
- ¿Qué....?
- Agente Galván – le llamó el padre Beltrán y Daniel se volvió hacia él con respeto. – ¿Ha traído todo lo que le pedí?
- Sí señor – contestó el técnico de la “Sala de Luces”. – Acabo de llegar, me ha acercado un equipo de campo que tenía una misión en el norte....
- No hay tiempo para hablar – le dijo el sacerdote de negro. – Cuéntenoslo por el camino.
El padre Beltrán montó en la moto, con el Pandog en el regazo, y arrancó con un rugido. Derrapó sobre el asfalto y salió de allí a toda velocidad. Sergio y Victoria montaron con Justo en el R-11 y salieron detrás del sacerdote. Atticus empujó a Daniel dentro del Seat León y se metió tras él. Gustavo lo condujo con prisa detrás de los demás.

* * * * * *

Cerca de media hora después, todos se reunieron en un pequeño bosquecillo, cerca de la carretera. Dejaron los coches y la moto en un mirador al lado de la carretera y se escondieron entre los árboles, a unos pocos metros de marcha. Daniel saludó entonces con más detenimiento a sus compañeros de la agencia y al padre Beltrán y fue presentado a Sergio, Victoria y Atticus. El Pandog hizo caso omiso de los humanos y paseó por el suelo.
- ¿Qué ha pasado en el zoo? – preguntó Justo, que como se había quedado fuera con Gustavo no sabía nada.
- Hemos ido a ver al Pandog – señaló el padre Beltrán. La criatura estaba en el suelo, mirándolos con un aire de inocencia. Ninguno le veía ya como un panda de peluche. – Él tiene poderes para saber qué fantasmas son los que me buscan.
- ¿Son varios? – preguntó Sergio.
- Son siete, como ya averigüé yo – respondió el padre Beltrán. – Cuando siete espíritus se unen es porque están buscando venganza. El siete es un número muy poderoso en el mundo de los fantasmas.
- ¿Y están buscando venganza contra usted? – preguntó Marta. – ¿Quiénes pueden ser?
- Pueden ser muchas personas, demonios o criaturas – dijo el padre Beltrán. – He enviado de vuelta a sus universos a muchos entes, pero todavía he matado a muchos más. Muchos podrían ser los que quieran venganza.
- Y una vez sepa quiénes son, ¿qué podemos hacer? – preguntó Sergio.
El padre Beltrán esperó un rato antes de contestar. Se había sentido agradecido y conmovido por el plural del verbo "poder", pero no lo exteriorizó.
- Deberíamos buscar un lugar adecuado en el que poder enfrentarnos a ellos – contestó. – Un sitio en el que no puedan esconderse, donde haya mucha fuerza ectoplásmica latente y podamos hacerlos salir. Después nos enfrentaremos a ellos con armas adecuadas contra los fantasmas.
- ¿Quiere que le pregunte quiénes son? – preguntó Atticus, que estaba un poco apartado, apoyado en un árbol. Tenía un Chupa-chups de los de Gustavo entre los dientes.
- Sí.
Atticus habló desde el árbol y el Pandog miró a todos los presentes, antes de hablar. Enumeró luego a siete fantasmas, con lentitud, sin dejar de mirar fijamente al padre Beltrán.
- Según él, son los fantasmas de un tal Andrés García Aragón, fray Guillermo, Bundy, Gabriela Domingues, el coronel Carvajal, Jonás y los manda un tal Bruno Guijarro Teso.
Todos se quedaron en silencio. Todos conocían al menos a unos cuantos de la lista. Todos eran gente que había muerto o bien a manos del padre Beltrán o bien por causas ajenas a él, pero habiendo intercedido en sus planes.
- Vaya movida.... – dijo Sergio.
- ¿Bruno Guijarro? ¿Otra vez? – preguntó Victoria, asustada y sorprendida.
- Da igual quiénes sean – dijo el padre Beltrán. Parecía sereno, aunque en realidad estaba preocupado. – Podemos vencerles si nos enfrentamos a ellos en el lugar adecuado.
- ¿Cómo tiene que ser ese sitio? – preguntó Gustavo.
- Puede ser cualquier sitio, en realidad – explicó el padre Beltrán. – Lo único que necesitamos es que los fantasmas sientan la necesidad de mostrarse, de aparecerse. Un cementerio de trágica historia, un castillo antiguo, una casa encantada.... Esos lugares pueden valer, pero también otros menos lúgubres en los que los fantasmas se manifiesten.
Justo abrió mucho los ojos cuando el padre Beltrán nombró la “casa encantada”.
- Creo que conozco el lugar adecuado....
El padre Beltrán lo miró con interés.
- ¿Sabe cómo ir, agente Díaz?
- Creo que sí.
- Guíenos.



lunes, 20 de abril de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 12


- 7 + 12 -
  
- Es aquí – dijo, con su voz de cuervo. – Allí arriba.
- ¿Tenemos que subir hasta allí? – preguntó Marta, que estaba a su lado.
- No.
Justo, Victoria y Marta, alrededor de él, le miraron extrañados
- ¿Entonces? ¿No ha dicho que es allí? – preguntó Justo.
- Es allí, agente Díaz, pero no tienen que subir hasta allí – explicó Beltrán, sin mirar a nadie, la vista fija en lo alto de la pequeña colina. – Sólo subiré yo.
- ¡Ni hablar! – saltó Marta, sin pensar, preocupada por el anciano sacerdote. Por su parte, Victoria le miró, asustada, pero sin contradecirle. Justo asintió, comprensivo.
- Claro que va a ser así, agente Velasco – dijo el padre Beltrán, volviéndose a mirarla. Marta se sintió intimidada. – Esto es cosa mía. Debo hacerlo yo solo.
- Pero estamos aquí para ayudarle.... – dijo Marta.
- No me malinterprete, agradezco su ayuda. Nunca imaginé que hubiera gente que se jugara el pellejo por mí, que se unieran sin apenas conocerse sólo para poder ayudarme a salir de un apuro – dijo el padre Beltrán y los tres se sintieron asombrados, porque había cierto aire cariñoso en sus palabras. – Les estaré eternamente agradecido por lo que han hecho por mí, por sacarme de la cárcel y darme la oportunidad para luchar y averiguar qué pasa. Pero sólo yo puedo subir ahí arriba y descubrir qué maldito espectro anda tras mis pasos y me tendió la trampa en la tienda de Jonás.
Marta asintió, comprendiéndolo. Después no pudo contenerse y le dio un abrazo. El padre Beltrán se volvió hacia Victoria, para recibir el de la chica. Después se volvió hacia Justo, que le entregó un pequeño bote de pintura blanca con una brocha de punta circular.
- Tenga cuidado allí arriba, Beltrán – le dijo el veterano agente.
- Cuide de ellos si algo se descontrola, agente Díaz – contestó el padre Beltrán. Después echó a andar, en dirección a la cima.
- No me gusta que vaya solo.... – musitó Marta, mientras le veían alejarse.
- Él es así – dijo Victoria. – Ahora se ha acostumbrado a trabajar con gente, y tenemos que agradecérselo a Sergio, que le convenció hace dos años, pero él sigue creyendo que ésta es su misión, solamente suya, así que tiene que sacrificarse él solo.
- ¿Qué misión? Si no sabemos a qué nos enfrentamos....
- Para él toda su vida es una misión.... – opinó Justo y las dos chicas no pudieron estar más de acuerdo. En el cielo resonó un trueno grave y fuerte, aunque no vieron ningún relámpago entre las nubes grises que lo cubrían todo. Los tres miraron al cielo. – Será mejor que lo esperemos en los coches, con Gustavo y Sergio. Allí no nos mojaremos si al final se pone a llover....
- Encima eso: solo bajo la lluvia – se lamentó Marta.
- Creo que eso le ayudará – comentó Justo, no muy convencido. – Siempre he escuchado que la lluvia protege frente a los espíritus que pueden aparecerse en una ouija....
Aquel comentario no tranquilizó nada a Marta y a Victoria. Incluso Justo se quedó preocupado.

* * * * * *

Llegó a la cima en poco tiempo, aunque lo hizo agotado. Estaba muy viejo.
No.
Era muy viejo.
No sentía que estaba al final de su misión, al final de su vida, pero se sentía cansado, torpe, abotargado. Se sentía muy viejo.
Porque lo era.
Anduvo por la cima de la pequeña colina. Como Iker Jiménez le había dicho, era plana, con numerosos arbustos espinosos y duros, amarillentos. El padre Beltrán buscó la zona de rocas, que estaba casi en el centro de la cima. Era una zona en la que las rocas que formaban la colina estaban al aire, planas, lisas y amplias. Era como una gran mesa de piedra, con algunas grietas largas y de un par de dedos de ancho, cruzando la superficie que se elevaba unos centímetros del resto de suelo de la cima, cubierto de hierba.
El padre Beltrán se detuvo en la roca, pisándola, mirando alrededor. Dejó el bote de pintura en el suelo, con la brocha encima. Sacó del bolsillo del abrigo la cajita de madera, llena de agua bendita y con un lado de cristal. Se puso la brújula en la palma de la mano y giró sobre sí mismo, esperando alguna reacción del crucifijo de hierro clavado en el cristal. No buscaba el norte magnético, buscaba lo que podría haberse llamado el “norte ectoplásmico”: si orientaba la ouija hacia ese punto geográfico sobrenatural tenía muchas más posibilidades de funcionar.
El crucifijo se giró, lentamente, sobre el cristal. El padre Beltrán se detuvo y esperó que el crucifijo se parara, apuntando a una dirección. Cuando esto ocurrió se puso de cara hacia ese punto cardinal (que estaba cerca del sur-suroeste geográfico), guardó la brújula en el bolsillo del abrigo de paño y se agachó a por el bote de pintura.
En el suelo, con pinceladas precisas pero rápidas, dibujó un tablero de ouija: en la parte alta un “” y un “No”; después el alfabeto, dispuesto en un semicírculo, en dos filas; más abajo escribió los números del 0 al 9 y, por último, escribió “Inicio” y “Final”, sólo que en lyrdeno: “Breverèt” y “Târq”. En las ouijas solía escribirse “Hola” y “Adiós”, pero el padre Beltrán prefirió la versión arcaica.
El tablero que dibujó medía un metro y medio de alto por dos de ancho, más o menos. Cerró el bote de pintura y dejó a un lado la brocha húmeda, cuidando que no manchara el tablero recién dibujado. Sacó del bolsillo del abrigo una lente de lupa, sin la montura ni el mango, simplemente un círculo de unos siete centímetros de diámetro y lo colocó en el centro de la tabla, donde había dibujado una pequeña espiral, abierta hacia la derecha.
Los truenos resonaron sobre él. El cielo entero era una gran nube gris, rechoncha y panzuda. Suspiró antes de concentrarse, para empezar. Iba a abrir una puerta al mundo de los espíritus e iba a llamar a un espíritu combativo que andaba detrás de él y parecía que quería su perdición. Necesitaba retener todo el valor posible.
Se miró los dedos de la mano izquierda, concentrándose, usando los puntos de tinta de las yemas para focalizar sus poderes. Las yemas de sus dedos empezaron a encenderse, como si alguien las iluminase con una linterna potente desde dentro, volviéndose tan luminosas como la luz del Sol. El padre Beltrán mantuvo la forma de “garra” que había hecho con su mano y después la dirigió hacia el cristal de la lupa, posando las yemas de los dedos sobre él. Al instante el cristal empezó a ondular, como si fuese la superficie de un lago, y pronto esa sensación de irrealidad, de superficie líquida, se pasó a la piedra que formaba la cima de la colina.
- ¡Vahlá! ¿Renta do ingui(1) – dijo, con voz potente, mientras el cristal hacía ondas y la piedra parecía tranquilizarse.
Inmediatamente el cristal se movió por la superficie de roca, arañándola, arrancando un sonido rasposo, cristalino, casi musical. El padre Beltrán acompañó el movimiento con los dedos, manteniendo el contacto. El cristal se detuvo sobre la palabra “Breverèt”. El padre Beltrán suspiró antes de proseguir.
- ¡Vahlá! Ezra inerum pestreset, magorguin. Vahlá, fredumben. Fredumben arka.(2)
Un trueno sonó sobre su cabeza, mientras notaba que el cristal se movía. No pensó que fuese tan fácil.
El cristal se detuvo sobre el “No”.
- ¡¡Manifiéstate!! ¡¡Yo te lo ordeno!! – gritó el padre Beltrán. Sus cabellos se agitaban, aunque no había viento sobre la cima de la colina. El cristal volvió a moverse. Se paró en la Q, después en la U, luego fue hasta la I....
Quién eres
- ¡Vahlá, jo hera magorg! ¡Soy quien te interesa! – gritó, contestando a quien fuera que le había preguntado.
El cristal volvió a moverse: Primero la N, luego la O, después la M....
No me interesas para nada
- Eso no es verdad y por mucho que lo intentes no me engañarás.... – dijo el padre Beltrán, en español, sabiendo que el espíritu le entendía perfectamente.
El cristal se movió hasta el “No”.
- ¡¡¿No, qué?!! ¡¡Sé que me quieres muerto!!
El cristal corrió hasta la Q, luego la U, después la I....
Quiero que sufras
- ¿Te he hecho daño yo? ¿Te he mandado al mundo de los espíritus? – preguntó el padre Beltrán, con tono retador. – Vahlá, gherte bú.(3)
El cristal estuvo un rato inmóvil, suficiente para que el padre Beltrán pensase que había perdido la conexión, pero después volvió a moverse: primero hasta la T, luego hasta la U, después hasta la N, la O.... Fue una frase larga.
Tú no eres nadie para decidir el destino de nadie
- Parece que decidí el tuyo – bromeó el padre Beltrán, tratando de enfurecer al espíritu.
Los dedos de la mano izquierda del padre Beltrán seguían iluminados, en contacto con el cristal, que volvió a moverse: la D, la E, la C, la I....
Decidiste el de muchos
El padre Beltrán tuvo un mal presentimiento. Levantó la vista hacia las nubes de lluvia y preguntó, con voz ronca.
- ¿Cuántos sois? – había una nota de pánico en su voz.
El cristal se movió una vez más.
7
Resonó otro trueno, apareció una forma almendrada de color azul y de su interior surgió un espectro, con forma de hombre, pálido, brumoso, desenfocado. El padre Beltrán se asustó, pero no se inmutó. Invocó una arcana palabra en lyrdeno, con la mente, mientras el cristal se movía.
Un relámpago amarillo, otro trueno y el fantasma desapareció, tan rápido como había surgido. El padre Beltrán cayó de culo en la piedra, perdiendo el contacto con el cristal de la lupa. Sus dedos se apagaron y el contacto se acabó, la conexión se cerró.
El cristal se había detenido sobre una palabra.
Târq

* * * * * *

Marta miró por la ventana. Acababa de empezar a llover y ya caía con mucha fuerza, empapando las ventanillas, como cortinas de agua resbalando por los cristales. Fue así como vio la figura oscura bajando de la colina.
- ¡¡Ya viene!!
Los demás, que estaban en el coche con ella, en el Seat León de Gustavo, miraron hacia donde señalaba, hacia la derecha. Justo pasó la manga de su gabardina para desempañar el cristal. Gustavo, en el asiento del conductor, abrió la puerta y salió, quedándose de pie, notando las gotas calientes resbalar por su cráneo rapado, viendo al padre Beltrán que bajaba por la ladera.
El anciano sacerdote llegó hasta el coche y abrió la puerta más cercana, donde estaba sentada Marta.
- Necesito ir a un pueblo de Asturias – dijo, sin más preámbulos. – Hay “algo” que necesito ver.
- ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? – preguntó la mujer.
- Ya sé quién viene a por mí. Es un espectro, como sospechábamos. Aunque en realidad no es uno solo.
- ¡¡Es una verdadera venganza fantasmal, ¿verdad?!! – escucharon que alguien gritaba desde fuera, al otro lado del coche.
El padre Beltrán se irguió, mirando al otro lado por encima del techo del Seat. Marta, Victoria y Sergio se inclinaron hacia ese lado, desde dentro del coche, tratando de ver quién había hablado, pero con la cascada de agua de la ventanilla era imposible. Justo imitó a Gustavo y salió del coche, mirando por encima del techo, como el padre Beltrán.
- ¡¡Atticus!! – dijo el veterano agente, sorprendido.
- Me alegro de verle, Justo – dijo el ente, con voz dura y seria pero con cara amable y amistosa.
- ¿Éste es el que había desaparecido? ¿El del lápiz? – preguntó Gustavo. Marta mandó a Sergio bajar la ventanilla y así los tres del interior del coche pudieron ver al recién llegado, con sorpresa y alegría.
- Creí que habías muerto.... – se sorprendió el padre Beltrán, con un cierto tono de satisfacción.
- Cerca he estado – dijo Atticus, que tenía muy mala pinta, como si hubiera estado cinco días corriendo sin descansar. Parecía agotado, pero sus ojos brillaban con determinación. – ¿Recuerda cuando le dije que ya no podía viajar entre universos? Parece que estaba equivocado....
- Necesito ver al Pandog.... – dijo el padre Beltrán, haciendo caso a lo que Atticus había dicho, pero dirigiendo la conversación hacia lo importante.
- Entonces necesitará un traductor.... – dijo Atticus, sonriendo. El padre Beltrán asintió, conforme. Justo sacudió la cabeza para que cayera el agua de lluvia que se había acumulado en las alas de su sombrero, chistando con los dientes: había veces en que el padre Beltrán debería sonreír.
Pero no lo hacía nunca.
- Necesitaremos plata, también – dijo el padre Beltrán. – Mucha plata....
- Sé quién puede encargarse de eso y traérnosla – dijo Marta, sacando el móvil y llamando a Daniel Galván Alija. – Dígame a qué lugar de Asturias vamos y Daniel nos llevará lo que nos haga falta hasta allí.
El padre Beltrán se lo dijo.
- Y después pásemelo – añadió, haciéndole un gesto a Marta hacia el teléfono que ya tenía pegado a la oreja. – También tendrá que traernos sal de roca y puedo decirle dónde conseguirla....
- ¿Sal de roca? – preguntó Justo.
- Vamos a enfrentarnos a fantasmas, agente Díaz – dijo el padre Beltrán, con una marcada voz de grajo. – Los métodos que hemos utilizado hasta ahora pueden servirnos, pero los espectros son los seres paranormales más difíciles de vencer de todos. ¿Alguno cree en Dios o en cualquier otra manifestación divina paternalista?
- ¿Por qué? – preguntó Sergio, asomándose a la ventanilla del Seat.
- Porque aunque sea inútil, creo que necesitaremos toda la ayuda que cualquier deidad del multiverso quiera prestarnos....

______________________________________________________________
(1) ¿Hay alguien ahí?
(2) Estoy conectando con un espíritu, uno concreto. Manifiéstate. Manifiéstate ahora.
(3) Te lo merecías.