sábado, 16 de mayo de 2015

Târq (7) - Capítulo 0


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Todavía había un poco de color y de luz por el oeste, donde el Sol se había ocultado del todo, pero sus rayos todavía iluminaban el cielo de color morado. El resto del tapiz astral estaba negro.
Habían salido de “La Casona” casi inmediatamente. Sólo se habían detenido para asegurarse de que Atticus estaba bien para poder andar y para que Justo recogiese su sombrero, milagrosamente a salvo del viento sobrenatural del portal del espejo.
Hassan miraba “La Casona” con otros ojos. Seguía sin gustarle, aunque ya no le daba miedo. Sabía que había fantasmas, criaturas como Atticus y otras mucho peores, malvadas y con oscuras intenciones. Pero también sabía que había gente (como Justo y Marta o como Sergio y Victoria) que se encargaban de luchar contra ellas.
O como el padre Beltrán.
- ¿Está bien, Marta? – dijo Justo, llegando a su lado. Hassan estaba al otro lado de la mujer rubia, que le había puesto su mano en el estrecho hombro, para darle ánimos, mirando los dos por entre los barrotes de la verja que rodeaba la finca de “la Casa Román”.
- Bueno, mañana estaré un poco mejor.... – contestó la mujer.
- Y al día siguiente mejor, y al siguiente mejor.... – dijo Justo, con una sonrisa en la cara. No parecía contento. – Así es este trabajo....
- Daniel no debería haber muerto, no era su trabajo.... – dijo Marta, con un nudo en la garganta. Había perdido primero a Mónica, luego a Gustavo y por último a Daniel, que ya había sufrido lo suficiente el verano anterior. Todos habían muerto por relacionarse con el padre Beltrán, pero aun así no podía culpar al anciano sacerdote. No podía culparle....
- Daniel se arriesgó para ayudarnos – dijo Justo, con cierto orgullo en la voz. – Era muy valiente, ni siquiera él sabía cuánto....
- ¿Y el pequeño panda? – preguntó Hassan, en un susurró. No podía evitarlo, a pesar de que mucha gente había muerto él se preocupaba por el “animal”.
- Sergio y Victoria le vieron morir.... – contestó Marta.
- No hemos encontrado su cadáver – dijo Atticus desde atrás, atareado con Sergio para poner a punto la gran moto del padre Beltrán. Sergio y Victoria se iban a hacer cargo de ella. – No creo que Crunt haya muerto, solamente ha aprovechado para escaparse....
- No dejo de pensar que vinimos hasta aquí para enfrentarnos a esos fantasmas y librar al padre Beltrán de su amenaza.... – dijo Marta. Hassan sintió un nudo en la garganta. – Y es verdad que nos hemos encargado de los fantasmas, pero no hemos salvado al padre Beltrán....
- Él eligió este final.... – comentó Victoria, llegando hasta ellos desde atrás. También había estado preparando la moto que había sido de Roque, después del padre Beltrán y ahora era para ellos. – Él eligió salvarnos sacrificándose para expulsar a los fantasmas....
- El tío era así – comentó Sergio, abrazando a Victoria por detrás, mirando la casa, como hacían Marta, Hassan y Justo. – Jugando con la muerte a cada paso y casi casi buscándola. Creo que siempre supo que moriría aquí....
- ¿Morir? – les sorprendió la voz de Atticus. Todos se volvieron a mirar al ente, que sonreía, sosteniendo un cigarro en la comisura de la boca, con un mechero encendido en la mano. Seguía teniendo muy mal aspecto, pálido, agotado y herido, pero su sonrisa era luminosa. – ¿Quién ha dicho que haya muerto?
- Pero.... – empezó Hassan.
- El padre Beltrán sólo ha viajado a otra dimensión, a otro mundo – dijo Atticus, con voz divertida, encendiendo por fin el cigarrillo. – Menudo cabrón, todo este tiempo pudiendo abrir portales y viajar entre universos y sin decírmelo....
Justo se volvió hacia los demás, levantando una ceja, con una media sonrisa, esta vez alegre y esperanzada. Todos se miraron incrédulos, pero también con esperanzas.
Y sonrieron.
  


târq



martes, 12 de mayo de 2015

Târq (7) - Capítulo 7x4


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Lo primero que vio Marta cuando volvió a la escalera, con la cabeza embotada y las lágrimas todavía por la cara, fue a Justo, abajo, sujetando al niño marroquí, Hassan, que enterraba su cara en el pecho del agente jubilado y lloraba desconsolado.
Lo primero que pensó al ver aquello fue: “¿Qué hace aquí dentro? ¡¡Debería estar fuera con Daniel, a salvo”.
Y después vio a Daniel al final de la escalera.
Marta no pudo más. Después de Gustavo, de la aparición de ultratumba de Mónica y de ver a Daniel destrozado a los pies de la escalera sus fuerzas la abandonaron y se derrumbó, apoyándose en el pasamanos de la escalera desvencijada, quedando sentada en los escalones de arriba.
Sergio y Victoria salieron al atrio circular desde otra puerta diferente a la que habían usado para salir de allí. Victoria caminaba un poco mareada y Sergio la ayudaba a andar, pero los dos se dieron cuenta de lo que pasaba con sólo un vistazo.
- Ve tú con el niño y con Justo, yo me encargo de Marta.... – dijo Sergio, dejando a Victoria que anduviese sola y subiendo él las escaleras de dos en dos, para llegar cuanto antes a por Marta.
Victoria sacudió la mano al pasar junto al “eco” de Germán Tremiño Gutiérrez, haciendo que se disolviera en el aire. Llegó hasta Justo y Hassan y le preguntó al agente jubilado qué ocurría. Justo se lo contó mientras Victoria acariciaba la cabeza del niño, para calmarle.
Sergio ayudó a Marta a levantarse y la sostuvo mientras bajaron las escaleras. Al final del todo, Marta caminó con la mano sobre la cara, para no ver a Daniel y Sergio la guió para llegar hasta Justo, Victoria y Hassan.
- ¿Estás bien? – preguntó Justo. Marta asintió, algo pálida y débil. – ¿Y Gustavo?
Marta negó con la cabeza y se echó a llorar otra vez. Justo la abrazó, con fuerza y la mujer sollozó todavía más, mojando la gabardina de Justo. Victoria abrazó con más fuerza y cariño a Hassan, que también seguía llorando.
- ¿Alguien sabe algo del padre Beltrán? ¿Y de Atticus? – preguntó Sergio.
- Atticus está en ese salón de allí – señaló Justo, con un movimiento de cabeza. – Está herido, pero creo que está a salvo. Del padre Beltrán no sé nada. ¿Y el Pandog?
Sergio puso una mueca.
- Creemos que muerto – contestó Victoria. – El fantasma de Jonás lo estampó contra una pared.
- No ha perdido el tiempo – dijo Justo, apenado. – Muere hace tres días y ya se une a una venganza....
- No ha perdido el tiempo, usted lo ha dicho, agente Díaz – dijo el padre Beltrán, apareciendo de repente en medio del atrio circular. Todos se volvieron a mirarle: salvo por un corte feo en una mano y porque estaba cubierto de polvo, parecía encontrarse perfectamente. – A los fantasmas del grupo de venganza les faltaba un miembro, así que fueron a por Atticus, para matarlo y luego tratar de convencerle para que se uniera a ellos para ser siete. Cuando eso les falló fueron a por Jonás, lo que les sirvió para encarcelarme y para cumplir la cuota de fantasmas.
- Pero eso es.... Eso es.... – Justo no encontraba las palabras. – Eso es muy elaborado. ¿Pueden los fantasmas hacer eso?
- ¿Planes? Creo que no.... Pero todo esto se lo debemos al Príncipe de Anäziak, que juró vengarse y ha buscado la forma de hacerlo – explicó el padre Beltrán. – ¿Recuerdan al Príncipe?
Justo rió sin ganas, ante el tono irónico del padre Beltrán.
- Sí nos acordamos.... – dijo Marta, separándose de Justo, pero sólo un poco.
- ¿De qué va esto? – preguntó Sergio.
- Luego os lo explico.... ¿Atticus? ¿El agente Álvarez? ¿Crunt?
Justo negó con la cabeza. El padre Beltrán hizo una mueca.
- Salgan todos de aquí – dijo después, con su voz de cuervo más sombría que de costumbre. – No tienen por qué ponerse en peligro. Yo me encargaré de todo: ya sé qué hacer para acabar con esto....
- Ya es tarde para escapar.... – dijo Victoria. Todos la miraron y la chica señaló alrededor. Todos contuvieron el aliento, asustados.
Los siete fantasmas se habían aparecido en el atrio circular, alrededor. Los humanos formaban un grupo compacto al lado de la escalera, cerca de la entrada al recibidor, pero allí estaba el fantasma de fray Guillermo, para cerrar el paso. Delante de la escalera estaban el fantasma de la mujer latina, de Jonás y de Andrés. Detrás de la escalera estaba el fantasma de Bundy y desde el salón de baile llegó el fantasma del coronel. En lo alto de la escalera se había aparecido el fantasma de Bruno Guijarro Teso.
- Qué reunión más agradable – dijo éste último, mientras bajaba paso a paso, con tranquilidad. Aquello no era más que una treta para poner nerviosos a los humanos. – Veo a algunos conocidos aparte de Beltrán. Y los otros dos adultos creo que son viejos conocidos de Andrés y del demonio Bundy, si no me equivoco....
- Quédense detrás de mí y no se muevan.... – musitó el padre Beltrán, separándose de sus amigos, yendo al encuentro de Bruno, al pie de la escalera, al lado del cadáver retorcido de Daniel.
- ¿Qué pretende hacer? ¿Va a sacrificarse por el bien de los demás? – bromeó el fantasma de Bruno Guijarro Teso.
- Siempre he estado preparado para eso – contestó el padre Beltrán. – Pero es algo que nunca entenderás, y menos ahora, que sólo eres un espectro....
- Ser un espectro es mucho mejor que no ser nada....
- Un espectro es nada – dijo el padre Beltrán. Pronunció unas palabras en lyrdeno y empujó con un conjuro al fantasma, hasta la parte alta de la escalera. Después se dio la vuelta y se enfrentó a los demás fantasmas, que bramaron con los ojos rojos, pero sin atacar.
El padre Beltrán los miró a todos y cada uno de ellos, pensando en las personas que habían sido en vida.
No se arrepentía de haber hecho que el demonio Bundy muriese, a manos de los Guerreros, ni de que aquel camión atropellase al ente que había poseído el cuerpo de la mujer que se llamaba Gabriela Domingues: si no hubiese sido el camión hubiese sido él mismo. Tenía que morir de todas formas. Igual que Andrés García Aragón, que ya era más un demonio que una persona, aunque como persona hubiese sido un gran hombre y un buen guardia civil.
Era una pena lo que había tenido que hacerle al coronel Carvajal, cuando trabajaron juntos en el norte de África, pero estaba infectado por un Dârjhun, aunque él no lo sabía y no había otra solución que cortarle la cabeza. Jonás no debería haber muerto, a pesar de ser un ente supranópodo de oscuro pasado. Lamentaba haber tenido que matar a su maestro, fray Guillermo, pero lo había hecho para salvar a miles de personas, como él le había enseñado.
Y en ese mismo momento estaba dispuesto a volver a hacerlo. Sacrificar la vida de uno para salvar a muchos. A seis, en concreto.
Agarró la cuchilla de plata y se lanzó a por el resto de fantasmas. Cortó a Andrés en un hombro, haciéndole desvanecerse en humo. Esquivó el ataque de Gabriela y la empujó con un conjuro en lyrdeno. Sujetó la bola de fuego que Bundy le lanzó y la desvió hacia una pared, musitando palabras en lyrdeno. Jonás se le echó encima con las manos por delante, rabioso, pero le cortó en plena cara con la cuchilla de plata, haciéndole desaparecer.
Volvió con el grupo de humanos, que seguían allí.
- ¡¡Váyanse!! – les ordenó.
- Podemos ayudarle, padre Beltrán – dijo Justo y los demás asintieron con ganas. No querían dejarle solo.
- Es mejor que me quede yo solo – dijo el sacerdote de negro, observando a los fantasmas que seguían allí y las fumarolas de los que volvían a regenerarse. – Esto es muy peligroso y al fin y al cabo todos vienen a por mí. Sólo necesito un espejo y todo habrá acabado....
- ¿Un espejo? – preguntó Justo, sorprendido. – Yo sé dónde hay uno....
- ¿Dónde, agente Díaz? – dijo el padre Beltrán, agarrándole de la solapa de la gabardina. Estaba fuera de sí. – ¿Dónde?
- Sígame. Le llevaré – dijo Justo.
- Iremos todos – dijo Victoria.
El padre Beltrán llegó a la conclusión de que no se libraría de ellos. Y además, qué coño, se alegraba de tenerlos cerca.
- Vamos.
- Es por allí – señaló Justo. El fantasma del coronel Carvajal estaba en su camino.
Hassan apretó los dientes y los puños, cansado de estar asustado. Corrió hacia adelante y prendió un pequeño mechero que tenía en la mano: no lo había soltado desde el momento en que el cura con pinta rara había dicho fuera de la casa que a los fantasmas también se los podía espantar con fuego. Se agachó para que el fantasma del coronel no le alcanzase y le prendió fuego desde abajo. El fantasma aulló muy agudo y se prendió con rapidez, como un trozo de algodón empapado en alcohol.
- ¡¡Vamos!! – dijo el niño. Todos corrieron hacia la sala de baile, por el hueco que había abierto Hassan. Sergio le levantó de un tirón al pasar a su lado y los dos corrieron juntos hasta el salón.
Entraron en la amplia sala, esquivando los maniquíes y los muebles que había por todas partes, tapados con sábanas grises, de tanto polvo. Justo los llevó hasta donde Atticus seguía tendido en el suelo, rodeado de sal de roca, a salvo de los fantasmas.
- Entrad ahí dentro – dijo el agente jubilado, sacándose un puñado de sal del bolsillo de la gabardina, dándoselo a Sergio y Victoria. – Haced el refugio más grande. Mire, el espejo está allí....
Señaló al espejo de la pared, el que estaba entre dos de las ventanas que daban al jardín. El padre Beltrán asintió, sereno, posando su mano en el hombro de Justo.
- Cuide de ellos, agente Díaz.
- ¿Qué va a hacer? – preguntó Marta, que estaba al lado de Justo, con la pistola en la mano, vigilando la entrada del salón, para que los fantasmas no los pillasen desprevenidos. Hassan alumbraba las puertas con la linterna de Atticus, que seguía inconsciente en el suelo.
- Voy a sacar a esos espectros de este universo de una vez por todas.... – dijo el padre Beltrán, amenazador. Su voz había sonado como la de un cuervo invencible. Caminó con largos pasos hacia el espejo, estirando la mano izquierda, formando una especie de garra con los dedos tensos.
- ¡Ahí vienen! – advirtió Hassan, señalando hacia la puerta. Los siete fantasmas aparecieron allí, entrando en el salón por las puertas abiertas o atravesando la pared de al lado. Todos hicieron caso omiso de los humanos del círculo de sal y no se perdieron detalle de lo que hacía el padre Beltrán.
- ¡¡A por él!! – bramó el fantasma de Bruno Guijarro Teso. Los otros se pusieron en marcha. Pero no pudieron ir muy lejos.
- ¡¡Mira!! – dijo Victoria, tirando del brazo de Sergio. El chico se quedó con la boca abierta, estupefacto, sin poder contener las lágrimas. Marta también miró y tiró de la manga de Justo para que el veterano agente también lo viera.
Delante de los siete fantasmas que buscaban venganza se habían aparecido otras tantas figuras ectoplásmicas, espectros también, pero que tenían otras intenciones. Eran Mowgli, Roque, Lucía, Mónica y hasta el recién fallecido Daniel. Todos se habían congregado allí para ayudar al padre Beltrán. Entre los cinco detuvieron y entretuvieron a los fantasmas, excepto al de Bruno Guijarro Teso y el de fray Guillermo, que siguieron su camino sin detenerse.
- ¡¡Agárrense!! – ordenó el padre Beltrán. Todos los que estaban dentro del círculo de sal de roca se volvieron a mirarle. Tenía las yemas de los dedos de la mano izquierda iluminadas con fuerza, con una luz amarilla y brillante. Entonces posó los dedos sobre la superficie del espejo, que inmediatamente se puso a ondular, como si fuese la superficie de un lago al que hubiesen tirado una piedra.
Entonces la superficie del espejo se abrió, como si fuera un pozo de oscuridad azulada y empezó a soplar un aire hacia el agujero, como si el pozo estuviese absorbiendo todo el aire de “La Casona”. Algunos maniquíes cayeron al suelo, los cabellos de Hassan, Victoria y Marta se alborotaron y el círculo de sal se deshizo.
- ¿Qué está pasando? – dijo Atticus, despierto de repente. Al ver lo que el padre Beltrán trataba de hacer cerró los ojos, apoyó la palma de la mano en el suelo y la ancló allí, concentrándose. – ¡¡Agarraos a mí!!
Todos lo hicieron, y Atticus aguantó, gracias a sólo él sabía qué poder. Los fantasmas se agitaron, viéndose afectados por aquel viento sobrenatural. Mowgli, Mónica y los demás desaparecieron, no sin antes volverse a mirar por última vez a sus amigos vivos. Los siete fantasmas se quedaron allí, ansiosos por vengarse: no podían dejar escapar al padre Beltrán.
- ¡¡Venid por mí!! – gritó éste, valiente y orgulloso. Los fantasmas se lanzaron a por él.
El viento del portal que el padre Beltrán había sido capaz de abrir se los fue tragando uno por uno, arrastrándoles al interior del pozo, desapareciendo al otro lado del espejo. El padre Beltrán aguantaba el vendaval, al lado del espejo: para mantener el conjuro tenía que estar en contacto con él.
Todos los fantasmas fueron engullidos por el portal, bramando y aullando de rabia y de frustración al pasar al lado del padre Beltrán. Todos salvo el de Bruno Guijarro Teso.
Al atravesar el umbral del portal, el último fantasma fue capaz de agarrarse al abrigo del anciano sacerdote. Bramó furioso, mirándole con sus ojos rojos. El padre Beltrán se vio arrastrado al interior del portal, agarrado con la mano izquierda todavía a la superficie del espejo.
- ¡¡Padre Beltrán!! – gritó Marta.
- ¡Hay que ayudarle! – dijo Sergio y aunque Justo pensaba lo mismo no sabía cómo hacerlo. En cuanto alguno de ellos se soltara de Atticus (que seguía con los ojos cerrados y concentrado) sería engullido por el viento que se colaba por el portal del espejo.
El padre Beltrán había perdido su sombrero, pero mantenía sus gafas de sol. Aun así, todos supieron que los miraba a ellos y que, si hubiese estado acostumbrado a hacerlo, hubiese sonreído para despedirse. Sabiendo que si se soltaba del espejo el portal se cerraría y el último fantasma se quedaría en este mundo, el padre Beltrán pronunció una sola palabra en lyrdeno, antes de separar su mano izquierda del espejo. Sus dedos todavía brillaban en un amarillo intenso, cuando el fantasma de Bruno Guijarro Teso y él fueron tragados por el viento que soplaba a través del portal.
El espejo volvió a ser un espejo y el portal se cerró.
El viento dejó de soplar en el salón de baile. Todo el polvo volvió poco a poco a posarse en el suelo y en las sábanas. Los humanos se soltaron poco a poco de Atticus, que abrió los ojos despacio.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó Hassan.
- ¿Dónde ha ido? – preguntó Marta.
- ¿Dónde está? ¿Va a volver? – preguntó Sergio. Victoria le pasó una mano por la cabeza, acariciándole el pelo, con cariño y cara de pena, porque ella ya sabía la respuesta.
Justo miró apenado a Atticus, leyendo las respuestas que ya sabía en los ojos amarillos del Guinedeo. No hacían falta palabras.
Palabras.
Atticus había escuchado la palabra que había pronunciado el padre Beltrán, para cerrar el portal y que los siete fantasmas desaparecieran del todo.
Era una palabra que no tenía vuelta atrás. Que servía para despedirse definitivamente. Que servía para cerrar cosas.
Servía como final.



domingo, 10 de mayo de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 20


- 7 + 20 -
  
El padre Beltrán había sentido un peso de culpabilidad que le caía encima de repente, cuando todo el grupo se dispersó y se separó por la casa llena de fantasmas. Todos estaban allí por él, estaban allí porque él iba a enfrentarse a los siete fantasmas y no querían que lo hiciese solo.
Por primera vez pensó que todos podrían morir por su culpa. Incluido él mismo.
Corrió por el atrio circular, entrando por una de las puertas que había abiertas, recorriendo la sala del piano que había al otro lado (del piano sólo quedaba un montón de maderas y teclas por el suelo), atravesándola y llegando hasta la siguiente sala, una habitación grande, llena de polvo, que tenía una amplia ventana al otro lado, ancha y alta, que llegaba hasta el suelo, por la que se podía salir al jardín. Ahora estaba cerrada, los postigos clavados con maderos por dentro y por fuera.
Y delante había un fantasma.
- Fray Guillermo.... – musitó el padre Beltrán, con pena y sorpresa.
Tenía el aspecto pálido y brumoso de todos los fantasmas, pero podía intuirse la barba oscura y el marrón desvaído del hábito. Sabía que uno de los siete fantasmas era fray Guillermo, pero verle le afectó igual que si no lo hubiese sabido.
- ¿Acaso te deseé algún mal? – le preguntó el espectro y escuchar la voz de su antiguo maestro y amigo le afectó todavía más hondo que verle. – ¿Acaso te hice daño de alguna manera? ¿Por qué me mataste?
El padre Beltrán hubiese atacado al fantasma, con su cuchilla de plata o con algún conjuro que le hubiese venido a la mente, en cualquier otra circunstancia. Pero en aquella situación, delante de fray Guillermo, sólo se le ocurrió responder.
- No me hizo daño, maestro – respondió, utilizando el apelativo con el que se dirigía a fray Guillermo, hace ya tantísimos años. – Me enseñó muy bien y si he llegado tan lejos ha sido gracias a usted. Pero tuve que matarle.
El fantasma de fray Guillermo le miró en silencio, un rato largo. No parecía que fuese a atacarle, así que el padre Beltrán no se preocupó ni atacó. No estaba seguro de poder hacerlo.
- ¿Por qué me mataste? – repitió el fantasma de fray Guillermo, demostrando que ya había agotado todo su discurso.
- Porque era lo necesario – contestó, con un nudo en la garganta. – Fue lo que me enseñó: el sacrificio menor para salvar al bien mayor....
Fray Guillermo le miró, sin cambiar su imagen. Sin embargo, sus ojos se encendieron de color rojo.
- ¿Acaso te hice daño de alguna manera? – su voz seguía igual, quizá con un toque agresivo que antes no había.
- Ninguno, maestro.
- Ha llegado el momento de que te lo haga.... – dijo el fantasma de fray Guillermo, con voz mucho más dura de la que había usado hasta ese momento. Bramó con fuerza y con furia y se lanzó contra el padre Beltrán. Éste le recibió con lástima y sólo en el último momento reaccionó: recitó unas palabras en lyrdeno y movió la mano delante de él, de izquierda a derecha, con el meñique y el anular plegados y el índice y el corazón estirados y pegados, con el pulgar hacia un lado. El fantasma de fray Guillermo salió despedido hacia el lado en que había movido la mano el padre Beltrán, como si le hubieran golpeado con una bola de demolición: no se disgregó pero salió de la sala atravesando la pared.
La pared quedó tal cual estaba.
Algo bramó detrás del padre Beltrán, que se dio la vuelta con velocidad. Delante de él estaba Bundy, el demonio bebé de Anäziak, que había sido uno de los Ocho Generales del Príncipe. Tenía el mismo aspecto que cuando había cruzado hasta este mundo el verano pasado, sólo que un poco más pálido y brumoso. Los ojos eran distintos: los tenía rojos, como bombillas, como todos los fantasmas enfadados.
Bundy saltó hacia el padre Beltrán, que no pudo pronunciar ningún conjuro, así que usó su cuchilla de plata cortando al fantasma en el aire, desde la cadera derecha al hombro izquierdo. El fantasma se desvaneció como si estuviese hecho de humo o formado por cenizas, desde el corte hacia los dos extremos.
El padre Beltrán notó que se le erizaban los pelos de la nuca y se giró, alerta. El fantasma de fray Guillermo había aparecido de nuevo en aquella habitación. Se tiró a por él, el padre Beltrán le lanzó un corte con la cuchilla de plata, el espíritu la esquivó y le golpeó con las palmas de las manos en el pecho, lanzando al anciano sacerdote contra la pared de atrás, chocando contra ella, astillando la madera y haciendo que cayeran trozos de yeso al suelo. El padre Beltrán cayó al suelo, tosiendo de dolor y notando la espalda arder.
- Vrinden....
El fantasma de fray Guillermo planeó hasta él de nuevo, pero esta vez el padre Beltrán reaccionó a tiempo, pronunciando el conjuro anterior y repitiendo el movimiento de la mano, esta vez de derecha a izquierda. El fantasma fue empujado contra la misma pared contra la que había chocado el padre Beltrán, pero el fantasma la atravesó limpiamente.
El padre Beltrán se levantó con dificultad, dolorido, y cruzó a la habitación anterior, a la que había mandado al fantasma de fray Guillermo.
Al atravesar el umbral el fantasma le agarró por los hombros, apretando con mucha fuerza. El padre Beltrán gritó, escuchando crujir las articulaciones. El fantasma del fraile le levantó por encima de la cabeza y le lanzó a la otra esquina de la habitación, por encima de los restos del piano.
El padre Beltrán se levantó pesadamente, notando que el hombro izquierdo se le había dislocado. Agarró con fuerza la cuchilla en la mano derecha y lanzó un tajo al fantasma de fray Guillermo cuando volvió a planear hacia él. El fantasma se volvió invisible y desapareció, al menos aparentemente.
El padre Beltrán aprovechó para acercarse a la pared y colocarse el hombro contra ella, golpeándose la articulación varias veces, hasta que volvió a su sitio. Después se dio la vuelta y observó a su alrededor, alerta, con la cuchilla preparada.
Un fantasma invisible era peligroso, aunque podía realizar menos “trucos” para atacar a un vivo. El padre Beltrán lo sabía, así que caminó hasta el centro de la habitación y se detuvo allí, atento, con las piernas ligeramente abiertas y los brazos a ambos lados del cuerpo.
Un pedazo de piano voló hasta él, pero como estaba atento lo esquivó fácilmente. Cinco o seis teclas se levantaron del suelo y volaron en fila, por el techo, en círculos. Salieron despedidas de repente hacia él: el padre Beltrán se agachó, girándose, cubriéndose con el abrigo largo de paño. Las teclas de piano le dieron en la espalda y cayeron al suelo, inofensivas.
- ¿Eso es todo? – dijo, cual grajo. – ¿Te has unido a esta venganza para tirarme trozos de madera?
Una cuerda del piano se levantó de entre los restos, oxidada pero fina como antaño. Se estiró, tensa y viajó veloz hacia el padre Beltrán. Éste musitó unas palabras en lyrdeno y colocó la mano frente a sí, con la palma estirada. La cuerda del piano le dio en la palma y se dobló, como un alambre inocente, cayendo al suelo, sonando a metálico. Aun así, la palma de la mano le sangró un poco, con un corte transversal.
- ¿Y qué?
El fantasma de fray Guillermo se apareció de nuevo, furioso, lanzándose con las manos por delante hacia el padre Beltrán. Éste no se inmutó: estaba peleando y los sentimientos se dejaban fuera en esos casos. Lanzó la cuchilla hacia el fantasma, atravesándole la frente, disolviéndole en el aire. La cuchilla siguió su camino y se clavó en la pared, al otro lado de la habitación.
Allí, en la puerta que daba a la otra sala, había un nuevo fantasma. El padre Beltrán lo reconoció desde el primer momento. Achicó los ojos tras las gafas de sol y apretó los labios.
- Caramba: el jefe.... – comentó. Se sentía inspirado y sabía que a los fantasmas vengativos se les podía irritar si se usaban las palabras correctas.
El fantasma de Bruno Guijarro Teso caminó un par de pasos y se detuvo delante del cura de negro. Estaba igual que en vida, con el aspecto pálido de los fantasmas. Pero miraba al padre Beltrán con rabia mal contenida.
- Volvemos a vernos, Beltrán.... – dijo el fantasma de Bruno Guijarro Teso.
- No hubiese sido necesario ni natural hacerlo – respondió el padre Beltrán, que comprendió al momento que no estaba tratando con un espectro normal y corriente. – Sobre todo teniendo en cuenta que estás muerto....
- Muerto, sí, pero mi alma se quedó aquí, con una cuenta pendiente.... – dijo el fantasma de Bruno Guijarro Teso y casi sonó humano.
- Vengarte....
- Ni mucho menos – sonrió el fantasma. – Mi pesar era no haber conseguido un “encarnado”. Era lo único que me impedía ir al mundo de los espíritus.
- Pero aquí estás ahora, mandando un grupo de siete fantasmas para vengarte.... – dijo el padre Beltrán. – Lo cual es curioso, ya que yo no te maté....
- ¡Pero eso no era lo que a mí me importaba! – saltó el fantasma del ex-agente de la ACPEX. – ¿No lo acabo de decir? ¡Usted frustró mis planes de hacerme con una criatura! Eso era lo único que quería....
- ¿Y cómo has podido reunir a este grupo de siete fantasmas? – preguntó el padre Beltrán, realmente interesado. – Es lo único que no entiendo de todo este embrollo....
- No los he reunido yo.... – dijo el fantasma y el padre Beltrán comprendió que era muy diferente a los demás, cuando lo vio sonreír. – Ha sido un antiguo conocido.... ¿Le suena el Príncipe de Anäziak?
El padre Beltrán sufrió un sobresalto, pero no lo exteriorizó. Recordaba al Príncipe, claro que sí, pero sobre todo sus últimas palabras: “¡Anäziak Printze nikad ahaztu!” (1) Lo comprendió todo al instante, sabiendo como sabía que entre los siete fantasmas estaba Andrés García Aragón, el guardia civil que había quedado infectado por los poderes de los demonios y que había matado hacía pocos meses. Comprendía la implicación de Bruno Guijarro Teso, por qué no era un fantasma como los demás (estaba manejado e influido por el Príncipe) y por qué habían atacado a Atticus primero y (cuando aquello falló) después a Jonás.
- Muy bien – dijo el padre Beltrán. – Todo está en orden. Adelante....
El fantasma volvió a sonreír, sus ojos se pusieron rojos y se tensó para saltar a por el anciano sacerdote. Pero no pudo hacerlo.
Otro fantasma había aparecido a su lado, pálido como todos y desdibujado como le correspondía a su condición de fantasma, pero aun así podía reconocerse su piel oscura, de origen indio.
El padre Beltrán reconoció a la niña, aunque le costó un poco más recordar el nombre.
- Mowgli.... – musitó, contento.
El fantasma de la niña agarró al de Bruno Guijarro Teso y tiró de él, alejándole del anciano sacerdote, lanzándole luego a través del techo de la mansión. Luego se volvió al anciano, sonriéndole con bondad.
- Gracias – dijo el padre Beltrán, asintiendo. – Pero son muchos, no sé qué hacer con ellos. Si pudieras ayudarme.... Saca a los demás de la casa: yo me quedaré aquí y veré qué puedo hacer....
Pensaba en volar la casa de alguna manera: el “impulso” que desde la ACPEX habían mandado para acabar con él a distancia le había dado una idea. Pero como si le hubiese leído el pensamiento, el fantasma de la niña negó despacio con la cabeza.
- Un espejo.... – dijo, sin más, con voz delicada y baja.
El padre Beltrán abrió los ojos como platos detrás de sus gafas oscuras.
- Un espejo, eso es....
Corrió a recuperar su cuchilla clavada en la pared y salió corriendo de nuevo al atrio circular, en busca de los demás. El fantasma de Mowgli se desvaneció poco a poco detrás de él.




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(1) ¡El Príncipe de Anäziak nunca olvida!

jueves, 7 de mayo de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 19


- 7 + 19 -
  
Marta llegó hasta la habitación en la que agonizaba Gustavo (era la única con la puerta abierta) y entró en ella con la pistola por delante, agarrándola con las dos manos, con los brazos estirados, apuntando a cada rincón y a cada sombra.
Y en una casa a oscuras, las sombras son la mayoría.
En la habitación no había nada más que un somier retorcido contra una pared, un círculo de sal mal hecho y Gustavo, sangrando y tirado en el suelo.
- ¡¡Gustavo!! – gritó, asustada, corriendo hacia él, bajando la pistola. Se puso de rodillas al lado de su compañero y lo agarró por la espalda y el cuello, dejando la pistola en el suelo.
Gustavo tenía heridas en el pecho y en el cuello, como si le hubieran hundido los dedos en la carne: eso era exactamente lo que le habían hecho. Marta lo acunó un poco, tratando de despertarle, con miedo de que no pudiese hacerlo.
- Gus, vamos Gus.... – decía, entre dientes, notando que había empezado a llorar. – No te mueras, cojones....
- Eso te gustaría, ¿eh? – dijo su compañero, con voz débil. Marta sonrió entre las lágrimas, incorporando un poco más a Gustavo, que hizo una mueca cuando le movieron. – Joder, eso duele....
- ¿Estás bien? ¿Puedes respirar sin dificultad? – preguntó Marta, con prisa y preocupación.
- Sólo me duele si me río.... – dijo Gustavo, con voz sibilante. Se notaba que apenas tenía fuerzas para hablar y que le dolía mucho al hacerlo. Sus labios se tintaron con sangre mientras respiraba y hablaba. – Pero se me pasa al verte....
Marta no pudo evitar reír, a pesar de las circunstancias. Gustavo no cambiaría, ni siquiera al borde de la muerte. Quizá las mejores personas eran las que eran capaces de hacer eso.
- No pierdes la oportunidad, ¿eh? – le dijo Marta, aunque en realidad no le había molestado el comentario. Se dio cuenta, con miedo, de que había desaprovechado el tiempo con Gustavo.
- Creo que me quedan pocas.... – dijo Gustavo, con voz muy débil, casi un susurro.
- No digas eso, Gus. Te vas a poner bien.
- Ni aunque el padre Beltrán pudiese hacer magia.... – bromeó Gustavo. Después miró a los ojos a Marta, con seriedad. – Comprendo por qué querías ayudarle. Lo comprendo muy bien. No me importa morir por él....
- ¡Pero no te puedes morir, Gus! – dijo Marta, apretando los dientes y llorando de nuevo. – Ahora que iba a dejarte que me invitaras a cenar....
Gustavo miró a Marta y se dio cuenta de que hablaba en serio. De que hubiese tenido una oportunidad con su compañera.
- La historia de mi vida.... – se lamentó, cerrando los ojos.
- ¡¡Gus!! ¡Quédate aquí conmigo! – le gritó Marta, sacudiéndole, manchándose con su sangre, llorando sobre él. Gustavo volvió a abrir los ojos y la miró, por última vez.
- Llama de una jodida vez a ese inspector Figuereo – dijo, con voz débil pero decidida. – Es por él por el que estás colada....
Después sonrió y cerró los ojos, recostándose sobre el pecho de Marta, que se había quedado sorprendida y sin palabras, después de las de Gustavo.
Entonces escuchó un bramido detrás de ella. Soltó a Gustavo, asustada, dándose la vuelta, en cuclillas, al lado de su compañero herido. Se encontró de frente a un fantasma, el de una mujer latina vestida con ropas humildes, con pelos de loca y los ojos rojos. Buscó su pistola, pero la había dejado en el suelo, no sabía dónde.
El fantasma de la mujer se detuvo de pronto, como si se hubiese enganchado en algo. Se giró, furiosa y asombrada y vio, al mismo tiempo que Marta, que otro espectro la estaba sujetando por la espalda.
- ¿Mónica? – dijo Marta, con los ojos abiertos a más no poder, estupefacta, al reconocer a su amiga Mónica en la figura brumosa y pálida que agarraba al fantasma que le atacaba. Su amiga Mónica, que había muerto el verano pasado, a manos de un demonio anäziakano.
El fantasma de Mónica sujetó al fantasma de la mujer latina y lo zarandeó. La mujer latina se giró y agarró al fantasma de Mónica. Las dos forcejearon, desvaneciéndose. Un golpe sonó contra la pared y luego la puerta se movió, golpeada por los dos fantasmas, que peleaban siendo invisibles.
Marta se levantó, buscó la pistola con la mirada y la recogió del suelo, colocándola en la cintura del pantalón.
Después miró a Gustavo.
No se movía, no respiraba.
Había muerto.
Marta no pudo evitar caer de rodillas otra vez y llorar sobre el cadáver de su compañero y amigo. Gustavo Álvarez Méndez había muerto con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios.

* * * * * *

Daniel Galván Alija entró corriendo en “La Casona”, armado con su machete de plata, apretando los dientes, decidido a cargarse a cuantos fantasmas se le pusieran por delante. Llegó hasta los pies de las escaleras y se puso a subirlas de dos en dos: Marta estaba en apuros en el piso de arriba.
Hassan llegó al atrio circular y se detuvo repentinamente, helado, horrorizado.
A los pies de la escalera estaba el periodista que había conocido hacía cuatro días, el que había entrado en la casa para hacer fotos y había encontrado la muerte. Estaba igual que cuando le había visto por última vez, quizá un poco más azulado y translúcido, pero igual en el resto de detalles. Incluso llevaba su cámara de fotos, que no dejaba de echarse a la cara, aunque no salía la luz del flash.
Hassan empezó a respirar intensamente, muy asustado. Entonces el periodista (Germán Tremiño Gutiérrez, recordó Hassan de sopetón) se puso a chillar y a retorcerse, como si lo hubieran tirado por las escaleras. Hassan chilló a su vez y se dio la vuelta, dispuesto a salir de aquella casa maldita.
Pero desde la entrada del recibidor vio otra figura azulada, desvaída, que le resultó familiar. Estaba en la puerta, tranquilo, mirando alrededor, sin inmutarse por nada. Parecía algo nervioso, pero mantenía la compostura. Hassan se puso a llorar al reconocer a Oliver López Maraña, su amigo, el que había muerto hacía ocho días en aquel mismo sitio.
El espectro de Oliver se puso a gritar de repente, agitándose como si le estuviesen golpeando contra una pared, chillando desgarradoramente. Hassan también gritó, demente, andando hacia atrás.
Le detuvo alguien que acababa de llegar al atrio corriendo. Era el hombre de gabardina, bigote y sombrero, aunque no llevaba este último.
- ¡Hassan! ¿Qué haces tú aquí? – le preguntó, sorprendido, asustado. Hassan no dejaba de chillar, llorando, señalando a los dos fantasmas. Justo los vio y comprendió la situación, tratando de calmar al muchacho. – ¡No! ¡Tranquilo! ¡No pueden hacerte nada! ¡Son sólo “ecos”, ¿sabes?! ¡Son restos de la gente que murió aquí, nada más! Se quedan como ecos de lo que fueron, cuando han recibido una muerte violenta. A veces se aparecen, si hay gente por la zona....
Hassan se abrazó a Justo, llorando.
Y menos mal que fue así. De aquella forma el niño no pudo ver cómo Daniel Galván Alija llegaba a lo alto de la escalera, donde se materializaba repentinamente el fantasma de una especie de bebé con cara malvada. Daniel reconoció a Bundy, el bebé-demonio que había conocido el verano anterior, uno de los Ocho Generales y se quedó sin habla, helado en el último escalón.
El fantasma de Bundy sonrió malévolamente y lanzó una bocanada de fuego, como hacía en vida. El fuego no quemó a Daniel Galván Alija, aunque sí que sintió una bocanada de aire caliente. Se echó hacia atrás, asqueado por el calor, sin recordar que estaba en lo alto de una escalera.
Daniel Galván Alija cayó hacia atrás, rebotando por la escalera, partiéndose la espalda y muchos huesos, deteniéndose al llegar abajo, retorcido y muerto.



martes, 5 de mayo de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 18


- 7 + 18 -
  
Justo y Atticus habían probado a abrir la puerta de doble hoja por la que habían desaparecido Sergio y Victoria, pero no lo habían conseguido. Estaba tan sellada como la puerta de entrada. También habían probado de nuevo a abrir la puerta pequeña por la que había salido corriendo Crunt (que al parecer así se llamaba el Pandog) pero no había manera.
Como ninguno de los dos quería subir la escalera (aunque los dos estaban preocupados por Marta y Gustavo) y nada sabían de lo que le había pasado al padre Beltrán, decidieron pasar por la única puerta que estaba abierta en todo el atrio circular.
Era una puerta de doble hoja, de un par de metros cada lado. Era de madera, con cristaleras entre medias, con marcos decorados. Al menos así habría debido de ser en sus años de esplendor, porque en ese momento simplemente eran dos hojas de madera, con huecos en los que quedaban restos de cristales, con relieves que estaban desgastados, descoloridos y llenos de polvo y yeso.
La estancia a la que daban aquellas puertas era un salón enorme, que ocupaba toda esa ala de la mansión. Parecía un salón de baile, porque en un extremo había una tarima de madera (carcomida y hundida) donde probablemente se situaría la orquesta o el grupo de instrumentos que amenizasen el baile. Las ventanas eran grandes, lo que se llamaba “ventanas francesas”, que llegaban hasta el suelo, para poder salir al jardín o a unos pequeños balcones que hubiese fuera. Entre dos de esas ventanas Justo vio un gran espejo, con marco dorado, rectangular: al parecer a los bailarines les gustaba verse danzar mientras bailaban. Había mucho espacio en la sala y el suelo, aunque estaba muy viejo y astillado, podía diferenciarse del suelo del resto de la casa. Allí la madera había sido de otra calidad, pulida y barnizada de otra forma.
Aquel suelo había sido colocado para bailar sobre él.
- Esto parece un salón de baile – dijo Atticus, después de un rato en silencio, en el que los dos habían deambulado por la estancia, apuntando a todo con la luz de sus linternas. Justo asintió, sin poder contestar en voz alta, aunque imaginó que su compañero no le habría visto.
Caminaban entre maniquíes y muebles tapados con sábanas. Justo imaginó que habrían sido blancas en su origen, pero entonces estaban grises, del polvo y del tiempo. Atticus apartó un par de ellas, dejando al descubierto un maniquí de medio cuerpo con formas de mujer y un escritorio antiguo.
Los dos recorrieron toda la sala, esquivando los maniquíes y demás muebles cubiertos, buscando alguna otra puerta que comunicara con otras habitaciones: todavía esperaban volver a dar con sus compañeros.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que uno de los maniquíes, cubierto con su correspondiente sábana, empezó a levitar un poco y a seguirlos por todo el salón de baile. No hacía ningún ruido y ni Atticus ni Justo se dieron cuenta de que tenían a alguien pendiente de ellos.
Justo sintió algo, al fin, cuando el maniquí estuvo apenas a dos metros de él. Se quedó tenso y, cuando reunió suficiente valor, se dio la vuelta, de repente. Nada estaba fuera de lo normal. Detrás sólo tenía un maniquí como los demás. Pero.... ¿había estado ahí antes?
- ¿Qué pasa? – susurró Atticus. No quería molestar ni despertar a nada ni a nadie. Justo negó con la cabeza, sin quitar el ojo del maniquí.
- Espero que nada.... – dijo, llegando delante del maniquí. Levantó la mano libre (en la otra sostenía la linterna y la barra de plata) y cogió la sábana por la cabeza del maniquí. Tiró de ella con fuerza, destapándolo, levantando copos de polvo color gris, pesados y grandes como mariposas. Sólo era un maniquí.
El walkie chisporroteó entonces, con la voz de Daniel, haciendo que Justo mirase hacia la cintura de su pantalón. No entendió lo que había dicho el técnico.
El fantasma, vestido con un uniforme militar de gala, bramó, enfadado, con los ojos tintados de rojo, empujando al despistado agente con las dos manos, lanzándolo por los aires. Justo fue a aterrizar sobre un juego de seis sillas, tapadas con una sábana. Las sillas se reventaron bajo su peso y acabó sobre un colchón de astillas y trozos de madera.
- ¡¡Justo!! – gritó Atticus, corriendo entre los maniquíes y los muebles cubiertos con sábanas, enarbolando una palanca de hierro bañada en plata, se acercó al fantasma, que era de un hombre de rostro severo, con el pelo blanco y vestido de militar. El fantasma esquivó el golpe de palanca, agarró a Atticus por el otro brazo, lo hizo girar mientras bramaba de cólera y lo lanzó por los aires, al otro lado del gran salón. Atticus aterrizó sobre unos muebles que Justo no pudo ver, por culpa de todo lo que abarrotaba el espacio, pero sí que escuchó el estruendo de la madera al romperse y partirse.
- ¡¡¿Así es como me pagas tantos años de amistad?!! – gritó el fantasma del militar, acercándose a Justo que se levantó de su lecho de madera y tela. Tragó saliva, asustado, mientras el fantasma cargaba contra él, gritándole. – ¡¡¿Usándome como cebo para atrapar a aquella jauría de Sincopantes?!!
Justo no sabía a qué se refería el fantasma de aquel coronel (si no se equivocaba al identificar los galones de los hombros) pero estaba convencido de que aquellos reproches eran para el padre Beltrán. Además, estaba seguro de que al fantasma no le importaría lo más mínimo encargarse primero de él, antes de ir a por el anciano sacerdote.
Así que decidió actuar.
Se lanzó hacia adelante, con la palanca extendida delante de él como si fuese un florete de esgrima. Atravesó al fantasma en el pecho, como si fuese de humo, y acabó pasando a través de él, a la vez que éste se desvanecía poco a poco desde el agujero que le había hecho en el pecho con la plata. Justo habría caído al suelo de bruces si no hubiese sido porque chocó contra medio maniquí que se sostenía en una peana. Se agarró a él y mantuvo el equilibrio.
Miró alrededor, no vio al fantasma del coronel y corrió hacia donde había aterrizado Atticus. Llegó hasta él, al otro lado del salón de baile, agachándose a su lado y comprobando que respiraba. Había arrastrado tres maniquíes en su caída y había aterrizado sobre una cómoda que se había reventado con el golpe. Sangraba por una oreja y tenía un corte feo en el pómulo izquierdo, lleno de polvo. Pero parecía respirar. Justo esperaba que estuviese bien: Atticus era un Guinedeo muy duro.
Lo sacó de encima de los restos de la cómoda y lo colocó en el suelo de madera, limpiándole la herida del pómulo con la manga de la gabardina. Como no podía cargar con él, sacó puñados de sal del bolsillo de la gabardina y los puso alrededor de Atticus, en una línea ancha, para impedir que el fantasma llegase hasta él. Una vez hecho, se dio la vuelta, dispuesto a enfrentarse al fantasma de nuevo.
Pero no estaba por allí.
Justo anduvo entre los objetos cubiertos con sábanas, alerta, dispuesto a golpear a ese fantasma con su palanca de plata hasta que se le quitaran las ganas de volver a aparecer.
Entonces ocurrió una cosa muy curiosa. Una figura fantasmal, que no era el coronel de antes, apareció por la doble puerta de entrada. Era el espectro de un hombre, vestido de forma muy antigua, con ropa de principios del siglo XX. Llevaba patillas unidas al bigote y su porte era pomposo. El coronel de antes se apareció de nuevo cerca del recién llegado, mirándolo con furia.
- ¿Quién sois vos para perturbar la paz de mi casa? – dijo el nuevo fantasma, haciendo que Justo pensara en los marqueses que la habían habitado en vida. No pudo creerse que estuviese frente al fantasma que habitaba aquella mansión, el que había provocado tantas muertes a lo largo de los años.
El fantasma del coronel no respondió. Al menos no con palabras. Bramó como un animal, sus ojos se pusieron rojos y se lanzó sobre el fantasma del marqués, atravesándolo y ocultándose en su interior. El fantasma del marqués se quedó inmóvil, con cara de sorpresa. Su superficie se volvió gris entera, con el brillo suave de la porcelana, y empezó a quebrarse por todas partes, rompiéndose en pedazos que cayeron al suelo. El fantasma había quedado destruido.
Desde el interior había surgido el fantasma del coronel, triunfante. Justo tragó saliva y corrió para salir del salón de baile. Dejaba atrás a Atticus, pero estaba a salvo dentro del refugio de sal que le había construido.
Era él el que estaba en peligro, con aquellos siete fantasmas vengativos rondando por la mansión.


sábado, 2 de mayo de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 17


- 7 + 17 -
  
Cuando llegó a lo alto de la escalera, la figura que había visto desde abajo ya no estaba allí. Habría jurado que mientras subía todavía había podido ver a alguien allí arriba, después del último escalón, esperando en el descansillo del primer piso, pero al llegar arriba estaba él solo.
Gustavo no dejó de correr, a pesar de no ver a nadie. Agarró con más fuerza el atizador de leña bañado en plata que le había dado Daniel y corrió por el pasillo ancho que salía desde las escaleras.
El pasillo del primer piso tenía forma de cuadrado, con habitaciones en ambos lados. Gustavo recorrió el primer tramo, dio la vuelta a la primera esquina y al fondo de ese nuevo tramo vio a una mujer que corría.
- ¡¡Alto ahí!! – gritó, sin poder contenerse, corriendo detrás de ella. La mujer atravesó una puerta y Gustavo fue hasta ella, sin dejar de correr. Cargó con el hombro contra ella y entró como una exhalación en la habitación.
No había nadie.
Tan sólo había un viejo somier de muelles, tirado y medio doblado contra una de las paredes y una ventana con los postigos cerrados en otra de las paredes, la que daba a la parte exterior de la casa: por las rendijas y las grietas de la madera se colaba un poco de luz del Sol del anochecer.
Gustavo encendió su linterna (Daniel había traído de todo, bendito fuese) y alumbró la pequeña habitación, sin ver ni rastro del fantasma que acababa de perseguir.
- ¿Pero qué coño....? – se dijo a sí mismo.
La puerta se cerró con un golpe a su espalda, Gustavo se giró asustado y sobresaltado y se dio de bruces con el espectro. La mujer tenía los pelos alborotados, de loca, y los ojos estaban rojos, como las luces de los carruseles de la feria. Empujó con las manos a Gustavo, clavándole las uñas en el pecho, a ambos lados del esternón. Lanzó al agente hacia atrás, golpeando contra la pared y aterrizando sobre el somier retorcido y oxidado.
Gustavo quedó hecho un guiñapo sobre los hierros retorcidos, tratando de levantarse, respirando el polvo del suelo, que le hacía ahogarse más, notando el dolor de las heridas del pecho y la sangre resbalando sobre sus pectorales.
El fantasma de la mujer, con rasgos latinos, aunque la piel era pálida y brillaba a la luz de la linterna, vestida con lo que parecía una chaqueta de punto marrón y una falda del mismo color, se cernió sobre él.
Gustavo no hacía dos horas de gimnasio siempre que podía para poder fardar en la piscina y en la playa. Lo hacía porque estar en buena forma en su trabajo podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. En aquella ocasión lo fue.
A pesar de estar herido y tirado sobre un somier de metal oxidado, fue capaz de revolverse y lanzar una cuchillada con el atizador de leña de plata que había escogido entre todas las armas que había llevado Daniel. Atravesó al fantasma de la mujer por el cuello, como si estuviese hecha de humo, (no en vano así los llamaban en la agencia) separando la cabeza del resto del cuerpo. El fantasma se desvaneció, desde el corte hacia fuera.
Gustavo se puso en pie, con dificultad, pero con prisa. En aquella mansión había siete fantasmas cabreados con ganas de vengarse (además de los que la casa ya tuviese “de serie”) y sólo se había librado (momentáneamente) de uno. Salió de encima del somier, se colocó sobre el suelo de madera y sacó sal de los bolsillos del vaquero, dibujando una circunferencia con ella, alrededor de sí mismo. Sacó el walkie-talkie del cinturón y trató de ponerse en contacto con Marta o con Justo.
- ¡Hola! ¿Me oís alguno? – dijo, apretando el botón para hablar. Entonces se dio cuenta de que el aparato se había roto, en su golpe contra la pared. Lo tiró al suelo con rabia.
Después se irguió, empuñando el atizador, vigilando. La puerta seguía cerrada, la linterna caída en el suelo, iluminando de medio lado parte de la habitación. No parecía haber ni rastro del fantasma.
Hasta que empezó a formarse delante de él, como si el polvo que flotase en el ambiente se fuese congregando para formar una figura humana, en lugar de pelusas bajo la cama. El fantasma de la mujer no avanzó, frenada por la muralla de sal. Pero sí que habló.
- Querías matarme y lo conseguiste – dijo, con voz profunda, con ecos. – Aunque fue un camión quien te hizo el trabajo sucio....
- Oiga, señora, yo no sé de qué me habla – dijo Gustavo, nervioso, sin poder dejar de bromear, con ganas de estirar el brazo y volver a “apuñalar” al espectro con el arma de plata, pero recordó las instrucciones del padre Beltrán: si sacaba el brazo del refugio de sal que había dibujado en el suelo, el fantasma podría atacarle.
- Tú querías matarme.... – repitió el espectro de la mujer. Desapareció, volviéndose invisible, aunque Gustavo supo que seguía por allí.
Se giró, echando de menos la linterna, que estaba allí al lado, tan lejos pero tan cerca. Trató de ver dónde podía estar el fantasma, dando vueltas sobre sí mismo dentro del círculo de sal.
Dio tantas vueltas que perdió la precaución y acabó arrastrando un poco de sal con el talón, al girarse una vez. Lo suficiente para que la circunferencia no estuviese completa y hubiese un “roto” en su trazado.
El fantasma de la mujer reapareció, se materializó en un parpadeo y se lanzó sobre Gustavo, pillándolo por sorpresa, clavándole los dedos hasta la segunda falange en el pecho y el cuello, tirándole al suelo. Gustavo aulló de dolor.
La puerta de la habitación se abrió lentamente.

* * * * * *

Marta iba unos doce escalones por detrás de Gustavo, pero le perdió de vista. Cuando llegó a lo alto de la escalera no le vio en el tramo corto de pasillo que había delante.
- ¿Gustavo? – llamó, asustada. No sabía qué hacía en lo alto de la escalera, recorriendo el pasillo corto pero ancho, con puertas a ambos lados. Todas estaban cerradas, salvo una a su izquierda, que golpeaba ligeramente contra el marco.
Empuñando la pistola entró en esa habitación. Quizá estuviese abierta porque Gustavo había entrado en ella.
Marta no vio a nadie en la habitación, con la pistola agarrada con las dos manos, apuntando delante de ella, con los brazos estirados. Comprendía lo inútil que parecía una pistola para luchar contra los fantasmas (como matar mosquitos a cañonazos) pero ella ya había visto lo que hacía la plata a las criaturas sobrenaturales.
Y sus balas eran de plata.
Abrió la puerta por completo, sujetándola con un trozo de madera gruesa, que parecía la pata de una antigua cama, muy decorada. Gracias a la pata de madera, como tope, mantuvo la puerta abierta del todo.
Entró en la habitación, que era larga, hasta la ventana. Estaba cerrada, con los postigos clavados desde fuera. Era imposible de abrir, al menos con las herramientas que tenía. Allí no había entrado Gustavo, porque no había rastro de él, ni siquiera detrás de un montón de trozos de techo que había en un rincón. Apartó una sábana blanca (gris por el polvo) que cubría un bulto, pero tampoco era Gustavo: era un viejo baúl cochambroso.
La puerta golpeó varias veces contra la pata que servía de tope y Marta levantó la vista y la pistola hacia ella, alerta.
Un fantasma había tratado de cerrar la puerta para dejarla allí encerrada. Era el fantasma de un hombre, vestido con unos pantalones que podían ser vaqueros y con una camisa de color verde. De guardia civil.
Marta conocía aquella cara.
- No me jodas, Andrés.... – dijo.
- Por tu culpa he vagado casi un año como una marioneta de los demonios de Anäziak – dijo el fantasma del guardia civil que Marta había conocido el verano anterior. – Y después me diste muerte....
- Yo no he sido, Andrés, fue el padre Beltrán, y sólo trató de ayudarte – dijo Marta, intentando razonar con él.
Pero no se puede razonar con un fantasma.
El fantasma de Andrés se abalanzó sobre ella, con los ojos rojos como bombillas. Pero Marta no le dejó acercarse. Le disparó con precisión tres tiros en el pecho, atravesán-dole, pero haciendo que se desvaneciese, como el humo que se deshace en la brisa, desde los impactos de las balas, que acabaron incrustándose en la madera.
Marta desató la bolsa con la sal de roca de una de las presillas que el pantalón vaquero tenía para el cinturón, empezando a echar un poco en el suelo, haciendo un dibujo cerrado para refugiarse en el interior.
El espectro se rehízo pronto, con rabia. Agarró la pata de madera del suelo y se la lanzó a Marta, que la esquivó. La pata de madera impactó en la ventana, rompiéndola en pedazos, dejando el hueco abierto.
- ¡¡Cabrón!! – gritó Marta, disparándole otras tres veces, esta vez dándole en la cara. La plata hizo su trabajo y el fantasma de Andrés se desvaneció de nuevo. Marta no se entretuvo más con la sal y salió corriendo de la habitación, de nuevo al pasillo.
Allí, a lo lejos (pero no mucho), escuchó gritar a Gustavo.

* * * * * *

Un ruido de cristales rotos les hizo dar un respingo, asustados. No habían quitado ojo de la puerta cerrada de “La Casona”, escuchando con pavor los ruidos que venían desde dentro, sin saber qué pasaba.
Daniel Galván Alija y Hassan Benali vieron cómo un trozo de madera con forma de pata de cama o de mesa atravesaba una ventana del primer piso de la mansión y acababa aterrizando en el descuidado jardín.
- ¡¡Cabrón!! – escucharon gritar a una mujer y a continuación sonaron tres disparos de pistola.
- ¡¡Es Marta!! – dijo Daniel, preocupado. Hassan recordó a la guapa mujer rubia que lo había sonreído con confianza antes de entrar en “La Casona”. Sintió una angustia en el pecho por ella. Daniel se llevó el walkie a la boca y habló apretando el botón. – ¿Marta? ¿Marta, me oyes? – pero no recibió respuesta. Se volvió a mirar al chico marroquí con pánico en la cara y en la voz. – ¡¡Hay que ayudarles!!
Daniel se echó al suelo y Hassan se sorprendió ayudándole a pasar por el hueco entre las hojas de la verja y yendo él detrás. Los dos cruzaron el jardín y subieron las escaleras del porche. La puerta de entrada se abrió para ellos sin problemas y traspasaron el umbral.
En un rincón del cerebro de Hassan había una voz que le gritaba que se fuera de allí, que no entrara, que se diera la vuelta, que corriera a casa y se escondiera debajo de las sábanas. Pero el resto del cerebro de Hassan no pensaba mucho.
Quería ayudar a aquellos forasteros que habían ido hasta allí para luchar contra los fantasmas que habían matado a sus amigos.
Y también quería satisfacer su curiosidad de niño.
Quería ver “La Casona” por dentro.
Sobrevivir era algo secundario, fuera de su alcance....