viernes, 19 de febrero de 2016

Vampiros del Far West - Desesperanza (2 de 2)

- IV -
(2 de 2)

Mike salió a la calle, decidido a conseguir una habitación en la que descansar.
El chico de las caballerizas, después de intentar asustarle con cuentos de viejas y misterios inexplicables, le había dicho que el saloon estaba lleno, el burdel también y que había gente del pueblo que había alquilado habitaciones de sus propias casas. Le dijo que fuese a hablar con el telegrafista: el hombre había enviudado recientemente y sus hijos se habían ido del pueblo hacía tiempo, trabajando muy jóvenes de vaqueros. La casa del hombre debía ser grande y estaba casi vacía.
Mike se recorrió la mitad del pueblo que le quedaba, terminando de caminar el resto de la media luna. La oficina de telégrafos estaba al final del pueblo: era la última casa.
Entró dentro del local y se quitó el sombrero, colocándose el pelo lo mejor que pudo: tenía que dar buena impresión a aquel hombre si quería que le alquilara una cama. Se acercó al mostrador y pulsó el timbre.
- ¡Un momento! – se escuchó una voz desde el otro lado de la ventanilla. Mike esperó, pacientemente, mirándose los pies. – ¿Qué desea?
Cuando levantó la vista se encontró cara a cara con Emilio Villar, que lo miraba desde la ventanilla con una sonrisa sarcástica en la cara. Mike apretó los labios y suspiró maldiciendo su mala suerte. A veces era un bocazas.
- ¡Buenos días, señor! – dijo el encargado del telégrafo, sin perder su sonrisa de superioridad. Mike le contestó con un gesto desganado de la cabeza. – ¿Qué se le ofrece?
Mike arrugó la cara, pasándose la mano por la nuca y el cabello, avergonzado.
- Me han dicho que usted tiene mucho sitio en casa – dijo, sabiendo que lo planteara como lo plantease iba a sonar muy mal y aquel hombre iba a recordar a su mujer. – Me preguntaba si podría alquilarme una habitación por un par de días....
Emilio Villar lo miró detenidamente.
- Podría, sí.... – contestó finalmente. – Pero también podría no hacerlo....
Mike sonrió cansinamente, asintiendo, reconociendo su derrota. Se puso el sombrero, dedicó un gesto de despedida con la mano al telegrafista y se volvió hacia la puerta.
- ¿Por cuánto tiempo se quedaría? – dijo Villar desde su espalda. Mike se volvió hacia él, sorprendido.
- Esta noche. Quizá la de mañana también.
Emilio Villar asintió despacio, varias veces, sin dejar de mirarle.
- Está bien. Deme diez dólares por noche y le daré una cama y desayuno por la mañana.
Mike sacó el dinero del hatillo y se lo entregó por adelantado.
- Muchas gracias, de verdad.
- Mi mujer habría querido ayudarle.... – contestó Villar, serio y sereno. Mike volvió a asentir, en agradecimiento, y después salió del local, al calor del exterior.
Mike anduvo de nuevo hacia el interior del pueblo. Era pronto para ir a comer al saloon y hasta la noche no iría a la casa del telegrafista. Quizá podía acercarse hasta el burdel: allí también había camas....
- ¡¡Nelson!!
Mike levantó la vista, asustado, saliendo de repente de sus ensoñaciones. Ante él, en medio de la calle, a unos doce
metros, había un hombre, un chiquillo en realidad.
- ¡¡Nelson!! ¡¡Maldito seas mil veces!! – dijo el muchacho. Estaba terriblemente enfadado, con las piernas abiertas y las manos a ambos lados del cuerpo.
Mike lo reconoció, por supuesto que sí. No hacía mucho tiempo que habían atracado juntos el banco de Hope Canyon, junto con otros tres compañeros que habían muerto en el intento. Mike creía que había dejado al joven McCallister malherido tras él, pero al parecer había sobrevivido a sus heridas.
- Steve, cuánto tiempo.... – dijo, conciliador.
- ¡Dos meses! – rugió el chico. – ¡Dos meses en un hospital de monjas! ¡Dos meses escuchando misas, repiques de campanas y alabanzas a Dios! ¡Dos meses jurando que si te encontraba te dejaría con el cuerpo lleno de plomo!
- Bueno, bueno, Steve, tranquilízate – dijo Mike, buscando una forma de salir de aquélla sin tener que disparar. – Me alegro de que estés bien. Creí que habías muerto.
- ¡Me disparaste por la espalda cando huíamos del banco! – acusó McCallister. – ¡Supongo que te sorprende verme con vida!
- La verdad es que sí....
- ¡Será la última vez que me veas! – dijo, sacudiendo los dedos de la mano derecha. La mano del revólver.
Mike suspiró. Aquello era cosa hecha. Steve McCallister no iba a atender a razones e iba a tener que matarle. Otra vez....
Los dos se miraron a los ojos, con el ceño fruncido. El Sol calentaba desde lo alto y Mike fue consciente del sudor corriéndole por la cara. Fue consciente del aire que recorrió la calle, levantando polvo. Fue consciente de las caras que se volvieron desde los porches de las casas. Fue consciente de la última terminación nerviosa de sus dedos, nerviosos a una pulgada del revólver, casi rozándole.
McCallister parecía un titán, una roca inamovible delante de él. Estaba inmóvil, tranquilo, imbatible. Pero Mike sabía muy bien que el chico sentía lo mismo que él. Miedo y euforia. Las dos cosas ante la muerte.
Suspiró ligeramente y se decidió. Era hora de desenfundar.
- ¡Alto! ¡¡Alto!! ¡¡Quietos los dos u os pego un tiro a cada uno!! – aulló una voz más allá que McCallister. El chico levantó las manos y las separó del cinturón y de la cartuchera. Mike hizo lo mismo, a la espera.
Un hombre fornido, de cara afilada, con camisa y sombrero negros, llegó hasta McCallister, con un revólver desenfundado. Llevaba un pequeño bigote recortado en el labio superior y una estrella brillante en el pecho. Mike, sin bajar las manos, se acercó al sheriff de aquel pueblo.
- No toleraré duelos en mi pueblo. No lo he hecho nunca y maldita sea si pretendo consentirlo ahora. ¡Peste de forasteros! – dijo, escupiendo al suelo. – ¡Steve! Conoces el pueblo, sabes las normas....
- Lo siento, sheriff – contestó el chico, sumiso, pero con una mirada llena de rabia dirigida a Mike. – He perdido los estribos. Este hombre y yo tenemos una cuenta pendiente....
- Pues la resolvéis en el desierto – contestó el sheriff, mirando con censura al chico, que bajó la mirada. – Allí las leyes las dicta el Sol, el polvo y los buitres. Pero en este pueblo la ley soy yo – dijo el hombre, con autoridad.
Después se volvió a Mike. – ¿Y quién es usted?
Mike comprendió que era inútil mentirle al sheriff delante de Steve McCallister.
- Mike Nelson.
- ¡Vaya! Así que Mike Nelson.... El célebre bandido nos honra con su presencia – bromeó el hombre, haciendo que alguna risa se escapara de la gente que los observaba desde los porches de las casas. – ¿Qué haces en Desesperanza, chico? Aquí no hay banco ni diligencia ni oficina del ferrocarril que robar.... – dijo el sheriff, no sin cierto humor. – ¿Qué has venido a hacer aquí?
- Sólo estoy de paso. Vengo buscando un caballo y un sitio donde pasar la noche.
- Bien. Espero que no me arrepienta de tenerte aquí – dijo, y después se volvió a McCallister. – Steve, vete de mi vista. Nos conocemos desde hace años y me alegré cuando volviste al pueblo hace unos días. Pero si vuelves a liarla te juro que te arrestaré durante un mes. Te lo advierto.
- Sí, sheriff – dijo el chico, avergonzado al recibir semejante rapapolvo delante de Mike. Éste sonrió, jocoso, con su sonrisa lateral.
- Y en cuanto a ti – dijo el sheriff, volviéndose hacia el bandido, – ¿quieres comprar un caballo?
- Ya lo he hecho, sheriff.
- Bien. De tu alojamiento puedo encargarme personalmente. Acompáñame – dijo el sheriff, agarrando a Mike por el hombro y tirando de él.




martes, 16 de febrero de 2016

Vampiros del Far West - Desesperanza (1 de 2)

- IV -
(1 de 2)

Un par de horas después del amanecer, un cartel de madera a unos treinta metros de las primeras casas del pueblo le dio la bienvenida:

Desesperanza
Povlaciòn: 237 abitantes ??

Mike se pasó la mano por la cara rasposa y grasienta. Sus ojos se posaron en las dos interrogaciones del final del cartel. No sabía si era una broma o indicaba la predisposición de la población a menguar sin previo aviso.
De cualquiera de las dos formas, era inquietante.
Pasó al lado del cartel y siguió hacia las casas.
Desesperanza era un pueblo sencillo del oeste americano. Estaba formado por varias casas de madera, levantadas sobre una tarima que se elevaba del suelo unos centímetros. Todas las casas tenían un porche techado delante y una barandilla para poder atar caballos. Las casas estaban en dos filas, una frente a la otra.
La doble hilera de cabañas se disponía formando una media luna, de unos quinientos metros de largo. En la parte interior de la curva, detrás de las cabañas, se levantaban otra media docena de edificios: el burdel, la iglesia, la cárcel....
Mike anduvo por entre las casas, por la calle principal. Era temprano por la mañana, pero el pueblo ya estaba despierto: había gente por la calle, gente trabajando y gente a caballo.
Alcanzó a ver una edificación más grande que las demás, mucho más larga y alta: el saloon. Su seca garganta le hizo ir hacia allá.
Subió los escalones que daban acceso al porche y empujó la doble puerta de vaivén, sintiéndose cómodo en cuanto puso un pie en el interior del local. Había humo de cigarros y de pipa y conversaciones a media voz. La pianola estaba en silencio en su rincón y el barman secaba vasos en la barra. Mike sonrió de medio lado: ya estaba en un ambiente conocido.
Miró a la clientela, un par de decenas de hombres, sentados a las mesas de madera, conversando en voz baja. Había un par de personas de pie en la barra y un hombre negro al fondo, apoyado en uno de los pilares de madera que sostenían la galería del piso de arriba. El hombre miró fijamente a Mike, que le ignoró.
Se acercó a la barra y se acodó allí. El barman le miró un rato, sin moverse, siguiendo con su labor de secado. Después dejó el vaso en la barra y tiró el trapo detrás de ella, acercándose a Mike.
- Otro forastero.... – fueron sus primeras palabras, nada hospitalarias. – ¿Qué quiere?
- Whisky.
El barman le sirvió un vaso y Mike colocó una moneda en el mostrador. El barman la tomó y se alejó, dejando a Mike solo, disfrutando del contenido del vaso.
- Usted no tiene pinta de vendedor – dijo alguien a su izquierda. Mike siguió tomando el whisky, mirando al frente. Al cabo de un rato y deliberadamente lento se giró hacia ese costado, para encontrarse con un hombre moreno, de piel tostada, con un fino bigote recortado y sonrisa amigable. Llevaba sombrero de buena factura y un traje elegante. – Ni parece alguien que haya huido de su pueblo asustado por las historias de desapariciones. Tiene pinta de vaquero, pero no ha traído ningún rebaño hasta aquí....
Había una pregunta implicada en ese silencio, pero Mike no la contestó. No tenía ganas de hablar, y menos con charlatanes como aquél.
- Discúlpeme si le he ofendido, señor – apaciguó el hombre, quitándose el sombrero y tendiéndole la mano. Mike ni la miró. – Soy Emilio Villar. Sé lo que es ser un forastero en este pueblo.
Mike siguió mirándole sin decir palabra. Villar acabó retirando la mano.
- ¿Puedo preguntarle a qué ha venido a Desesperanza? – insistió el hombre trajeado.
- Puede – musitó Mike, llevándose una vez más el vaso a la boca. – Pero yo puedo no contestarle....
Su interlocutor se asombró, irguiéndose.
- Discúlpeme, señor. Sólo quería ser amable con usted. No entiendo qué he hecho para ofenderle....
- Si no lo entiende quizá podamos salir fuera para que se lo explique.... – dijo Mike, girándose del todo y quedando frente a frente con el hombre, que se asustó al ver las pistolas del bandido y su porte. La gente del saloon se agitó, ante la proximidad de un tiroteo. El hombre del traje se rehízo, desabrochándose los últimos botones de la chaqueta, dejando a la vista un cinturón con un revólver.
- Quizá debamos salir.... – dijo, sin miedo.
- Bueno, bueno, ya está bien.... – dijo alguien, desde las mesas. Mike vio con el rabillo del ojo a un hombre que se levantaba y se acercaba a ellos. Era un hombre joven, de la edad de Mike, vestido con chaleco y camisa limpia. Llevaba un bigote poblado, probablemente para parecer mayor. Una pequeña estrella brillaba en el pecho del chaleco. – Emilio, cálmate. Y usted, forastero, tengo que pedirle que se tranquilice mientras esté en el pueblo, ¿de acuerdo? No queremos alborotos por aquí.
- Perdona, Frank. Tienes razón – dijo Emilio Villar, sin quitar los ojos de encima de Mike. Siguió mirándole un rato, serio, pero luego se dio la vuelta y salió del saloon.
- Perdónele, está muy raro desde.... desde la muerte de su mujer – explicó el ayudante del sheriff, mirando a las puertas de vaivén. Después se volvió a Mike y le miró a los ojos. – Espero que no me dé problemas, amigo. El pueblo se está llenando de forasteros y no vamos a dejar que hagan lo que quieran por aquí. ¿A qué ha venido, señor....?
- Brynner. Yul Brynner – mintió Mike. – Sólo estoy de paso. Necesito comprar un caballo y descansar un par de noches. Voy camino de Culver City.
- Muy bien. Espero no tener que volver a llamarle la atención.... – dijo el ayudante del sheriff, con tono de amonestación. – El establo está más adelante, al otro lado de la calle.
Mike asintió, terminando su whisky y saliendo del saloon. No esperaba encontrarse por allí con Villar, y así fue. Cruzó la calle y caminó por los porches de las casas de enfrente, pasando por una tienda de comestibles, una armería, una carpintería, una lavandería y por la cabaña del sepulturero.
El establo era un edificio muy grande, igual de largo que el saloon, pero más alto. Tenía una gran puerta que ahora estaba abierta: Mike pudo ver paja y excrementos por el suelo y paneles de madera que separaban los distintos corrales individuales para las monturas.
Un chico joven, de unos dieciséis o diecisiete años, estaba enganchando unos caballos a un carro que había dentro del edificio. Mike se acercó a él, metiéndose un cigarro en la boca y encendiéndole con una cerilla.
- Chico, necesito un caballo – dijo, a modo de saludo.
El muchacho le miró un instante antes de contestarle, y siguió con su trabajo.
- Tenemos unos pocos en venta, pero tendrá poco donde elegir. Ha venido mucha gente al pueblo y hemos vendido mucho....
- Sólo necesito un animal con cuatro patas que resista mi peso – dijo Mike, pensando que además tendría que soportar el peso de doscientos mil dólares en billetes.
- ¿A dónde quiere ir? ¿A la ciudad o al desierto? – preguntó el muchacho, terminando de enganchar los caballos al tiro del carro.
- A Culver City.
- Tengo una yegua que le vendrá bien. Es resistente y bastante rápida. Muy tranquila. No le dará problemas....
- ¿Cuánto? – dijo Mike a través del humo del cigarro.
El chico se frotó la nariz mientras miraba por encima del hombro hacia el interior del establo. Mike también miró hacia allí y no vio a nadie, pero escuchó ruido de alguien trabajando, alimentando a las cabalgaduras que abarrotaban el establecimiento. Mike supuso que era el responsable de las caballerizas.
- Puedo vendérsela por quince dólares, si no le dice a mi jefe cuánto le he cobrado – dijo el chico, en una confidencia.
Mike sonrió de medio lado, al lado derecho de la boca. Sacó el dinero del hatillo que llevaba al hombro y le mostró los quince dólares al chaval.
- Enséñame ese animal.
El chico le indicó con un gesto que le siguiera y entraron en el establo. Anduvieron unos metros entre corrales individuales y paja por el suelo, para detenerse en uno en concreto.
- Ésta es.
La yegua era muy hermosa, de color cobrizo y crines negras. Su pelo brillaba y parecía briosa y enérgica. Mike le revisó los dientes y los cascos y quedó convencido. Era un animal magnífico.
- Muy bien – dijo, y le entregó el dinero al chico.
- Deme una hora y se la preparo....
- No hay prisa. Voy a quedarme en el pueblo un par de días. ¿Dónde puedo alojarme?
- ¡Buf! Lo tendrá difícil.... – contestó el chico, resoplando. – Ya le he dicho que ha venido mucha gente al pueblo. Está todo lleno. Incluso en el burdel han alquilado camas, para gente que quiere sólo dormir, ya me entiende.... – sonrió, pícaro, mostrando los agujeros de su dentadura.
- ¿Hay mercado?
- ¡Qué va! Desesperanza es un pueblo muerto al borde del desierto – dijo el chico, con desprecio. – No hay mercado en el mundo que atrajese aquí a nadie.
- ¿Entonces a qué viene tanta gente aquí?
El chico se puso serio de repente, incómodo. Le hizo un gesto y volvieron hacia la entrada del gran establo, alejándose del encargado que seguía trabajando en el interior.
- Son sólo habladurías, pero es lo que dice la mayor parte de la gente que ha venido estos días – explicó el chico, en voz baja. Estaba nervioso y, Mike se sorprendió, incluso asustado. – Son gente del resto de pueblos del Mojave: Sentencia, Expiación, Tres robles.... creo que han venido forasteros incluso de Santo Sacramento.... han huido de sus pueblos, de sus casas.
Mike arrugó el ceño.
- ¿Por qué?
- La mayoría no lo dice. No hablan mucho – explicó el chico, siempre en susurros. – Pero los que cuentan algo, después de unas cuantas copas en el saloon, hablan de desapariciones de gente, de muertes. De gente mutilada.
- ¿Muertes?
El chico asintió.
- Todos esos pueblos de los que vienen se han quedado vacíos. La gente ha huido hasta aquí.... o ha muerto.


lunes, 8 de febrero de 2016

Vampiros del Far West - Buscando refugio

- III -

Mike caminó por el desierto, sin prisa pero sin pausa. El calor era agobiante y sofocante, pero iba bien preparado: llevaba cantimplora con agua suficiente y el sombrero le protegía del implacable Sol.
Caminó por la tierra suelta y la tierra dura, entre pequeños arbustos y algún que otro cactus suelto. El Sol estaba alto en el cielo cuando empezó a andar desde el cañón hacia el sur, después fue girando hasta colocarse frente a él y luego descendió a su derecha mientras avanzaba la tarde.
Desde donde había dejado la diligencia asaltada y su desdichado caballo muerto estaba más cerca de Silver Leaf, pero era un pueblo muy pequeño, y estaba demasiado cerca de donde habían asaltado la diligencia. La ayuda llegaría desde allí y los pasajeros que quedaban con vida probablemente le reconocerían. Además, el pueblo quedaba al otro lado del cañón.
Lo mejor era alejarse de allí.
Desesperanza era la mejor opción. Era un pueblo más o menos grande, en el que pasaría desapercibido. Podría descansar unas cuantas noches y luego seguiría su camino hacia Culver City, saliendo del desierto.
El problema era que ya no tenía caballo, y un hombre cargado con alforjas que entraba a pie en un pueblo llamaba la atención. Tendría que encontrar un sitio donde esconder el dinero antes de llegarse a Desesperanza, un sitio seguro y cercano al pueblo.
Las cuevas. Mike pensó en las montañas que crecían cerca de Desesperanza, al oeste del pueblo. En ellas había abundantes cuevas, largas y profundas, llenas de murciélagos y alimañas. Nadie entraría en ninguna de esas cuevas buscando tesoros.
Así que se dirigió hacia el sur, hacia las cuevas.

* * * * * *

Era de noche ya cuando llegó hasta los pies de las montañas. Por suerte, el cielo en los desiertos suele estar despejado, y la luz de la Luna creciente y de las estrellas le sirvió para ver donde ponía los pies en su escalada por las laderas empinadas.
Eligió una cueva al azar y entró en ella. Caminó adentrándose en la oscuridad, conteniendo un escalofrío. Mike no era un hombre que se asustase con facilidad, pero aquella oscuridad le infundía un miedo muy profundo, casi sobrenatural.
Sacudió la cabeza y siguió avanzando. Encendió una cerilla chascándola con el dedo pulgar y usó su luz para orientarse.
La cueva era estrecha y larga, muy larga. Había multitud de estalactitas y estalagmitas, trabajando poco a poco para acabar encontrándose, al cabo de cientos de años. La roca era oscura, casi azul, y brillaba a la luz de la mísera cerilla. Había multitud de recovecos y recodos.
Mike encontró una pila de rocas, piedras más o menos pequeñas y manejables. Las removió como pudo, en la oscuridad, después de que la cerilla se apagara. Colocó las alforjas llenas del dinero contra la pared estriada de la cueva y las tapó con las rocas, haciendo un nuevo montón. Cuando acabó no había evidencia de que allí debajo hubiese doscientos mil dólares en billetes nuevos.
Llevaba todo el día caminando por el desierto y ya era noche avanzada. Así que decidió que lo más adecuado era echarse a dormir.
Se tapó con su guardapolvo largo y raído y se echó el sombrero sobre los ojos. Apoyado en una roca se durmió en seguida.

* * * * * *

Se despertó totalmente antes del alba.
Había dormido incómodo toda la noche, removiéndose sin poder conciliar un sueño completo. No era por dormir en el suelo, estaba acostumbrado a dormir sin una cama y al raso. Y tampoco era por tener la conciencia intranquila, ni mucho menos.
Era algo externo.
Se sentía incómodo allí, como si estuviese en lugar peligroso. Como si estuviese profanando el refugio de alguien. De alguien peligroso.
Al fin decidió ponerse en pie y salir de allí. Había descansado algo, quizá no lo suficiente, pero lo justo para poder seguir adelante hacia Desesperanza. Salió de la cueva comprobando sus pertenencias: no quería olvidarse nada en la cueva, salvo el botín.
Llevaba su sombrero, el guardapolvo, el pequeño hatillo con víveres y municiones. Y al cinto su viejo revólver, en la cadera derecha. Y, además, dentro del cinto, en el vientre, llevaba el Colt Dragón del viejo conductor de diligencias.
Desde la entrada de la cueva pudo ver el desierto, allá abajo, oscuro y azulado. La Luna se había escondido ya pero había cierta luminosidad que permitía orientarse. Aún no había amanecido, pero la línea del horizonte por el este estaba iluminada, con los primeros apuntes del Sol.
Mike bajó de las montañas y caminó hacia el este, en dirección a Desesperanza. Un caballo, un trago de whisky, una cama.... Mike soñó despierto.
Un ruido extraño y amenazador le sacó de sus pensamientos, cuando ya hacía rato que pisaba la arena del desierto. Miró hacia atrás, hacia el cielo nocturno.
Una bandada de murciélagos, una gran multitud, aleteaba asquerosamente en dirección a las cuevas que acababa de dejar. Venían volando desde el desierto y entraban como una riada en las cavernas.
Mike tuvo otro escalofrío. Después siguió andando.