sábado, 26 de marzo de 2016

Vampiros del Far West - Noche sangrienta (1 de 2)


- VIII -
(1 de 2)


Nueve figuras llegaron hasta Desesperanza, observando el pueblo desde las afueras, en la oscuridad. Formaban una fila ordenada, uno al lado del otro. No se hablaban, no se decían nada. Miraban y escuchaban.
En el centro de la fila había un hombre, alto y delgado. Vestía un antiguo traje de chaqueta, una especie de frac, oscuro y sucio. Llevaba el pelo largo, negro y grasiento. Su cara pálida resaltaba enmarcada por la cortina de pelo negro que le caía a cada lado de ella.
Miraba hacia el pueblo con cara seria, con los ojos atentos. Pero una sonrisa maléfica parecía a punto de escapar por entre sus labios rellenos y rojísimos.
Los demás esperaban a su lado, aunque parecían mucho más nerviosos y hambrientos. Se removían incómodos, furiosos, emitiendo gruñidos y siseos, como animales. Como depredadores.
Vestían al estilo del desierto: pantalones vaqueros o de montar, camisas recias, sombreros de ala plana, chaquetones, vestidos de falda sueltos.... pero todos tenían algún lugar desgarrado o manchado de sangre.
Los ocho que acompañaban a la alta figura serena se volvieron hacia él, sin modificar la fila. Le miraron implorantes, con ganas: todos querían tomar el pueblo al asalto.
- Id y divertíos – dijo al fin la figura alta del centro, con una voz descarnada y susurrante. Los otros ocho se agitaron, complacidos, riendo como hienas y echaron a andar hacia el pueblo, separándose y dispersándose. – ¡Vengad a nuestros amigos! ¡Alimentaos! No dejéis una sola gota de sangre en el pueblo....

* * * * * *

Mike despertó sobresaltado, al escuchar un ruido brusco en los barrotes de la celda.
Estaba tumbado en el catre, dormido, con el sombrero sobre los ojos. Había caído rendido después de un par de horas de insomnio, en las que no había parado de darle vueltas a todo lo que le había ocurrido en el día: el botín escondido en las cuevas, el encuentro con McCallister, su encierro en la cárcel, la pelea contra la criatura extraña, la muerte del joven Wayne, su acusación de asesinato, las disculpas de la misteriosa mujer....
Después de sufrir pensando en su terrible destino en la soga, el sueño había acabado por vencerle.
Miró asustado delante de él. Había creído que el monstruo estaba allí, había vuelto a por él, pero delante de la puerta de su celda se encontró con un hombre negro, vestido con un peto de color marrón y una chaqueta de color beis. Llevaba un sombrero de ala plana, alto y redondeado. Su cara estaba seria.
- ¿Quién eres tú? – preguntó Mike, desorientado. Se puso en pie, vigilando al extraño.
- Un amigo – dijo el hombre negro, mientras manipulaba una llave grande en la cerradura de la puerta. No funcionó. Probó con otra y con una tercera, abriendo por fin la celda. – Tu ángel de la guarda.
Mike se quedó quieto, dentro de la celda. Miró con cuidado y con desconfianza al hombre que acababa de darle la libertad. Tenía que asegurarse de que no corría ningún peligro, que aquello no era una trampa.
El hombre negro se le quedó mirando también, sereno. Se dio la vuelta al cabo de un momento y salió a la oficina del sheriff, dejando a Mike solo con sus dudas y desconfianzas. El bandido acabó saliendo de la celda por la puerta de barrotes abierta y siguió a su salvador.
Mike se entretuvo cogiendo sus revólveres y su largo guardapolvo, colgados en el perchero al lado de la mesa del sheriff Mortimer. El hombre negro salió a la calle, mirando a todos lados, oteando el ambiente. Mike se reunió con él al cabo de un momento.
- ¡Eh! ¡Tú estabas en el saloon esta mañana! – recordó Mike. – En serio, ¿quién eres? – preguntó otra vez, mientras se abrochaba el cinturón con las pistolas.
- Ya te he dicho que un amigo.... ¿Sigues desconfiando? – dijo el otro, sin mirarle.
- Desde que he llegado a este pueblo no han hecho más que joderme.... ¿Por qué iba a confiar en ti sin más?
El hombre negro sonrió, irónico y divertido, y echó a andar, alejándose de la oficina del sheriff. La iglesia y el burdel quedaron a su espalda. Mike lo siguió, unos pasos por detrás de él.
- Al menos tendrás un nombre....
- Sam – dijo el otro sencillo, dándose la vuelta sin parar de andar y mirando a Mike a la cara.
- ¿Y por qué me ayudas, Sam?
- Porque probablemente soy el único amigo que tienes en este maldito pueblo....
Mike hizo una mueca y se resignó. Tendría que confiar en la palabra de aquel hombre. Pero no apartó la mano de la cartuchera.
Un grito sonó entonces al otro lado del pueblo. Era un grito de dolor. Un aullido de terror. Sam se detuvo de repente y Mike también, casi chocando contra la amplia espalda del negro.
- ¿Qué pasa?
Sam guardó silencio, meneando la cabeza.
- Vamos – dijo simplemente, arrancando a andar otra vez, con pasos más rápidos y largos. Mike le siguió, a la par. – ¿Tienes caballo?
- Tengo uno en los establos.
- Tenemos que ir a por él. Y largarnos de este pueblo.
- ¿Por qué? – preguntó Mike. Otro grito de terror se escuchó desde la distancia.
- ¿Recuerdas el tipo extraño que intentó matarte antes en tu celda? – preguntó Sam, y Mike no supo cómo el hombre sabía aquello. – Han venido sus amigos.

* * * * * *

La señora Carmody se despertó sobresaltada. Había escuchado gritos y ruidos en la casa de al lado, donde vivían Renée Harding y su familia. La señora Carmody se puso una bata sobre el camisón y se levantó de la cama, saliendo al pasillo y bajando al piso de abajo.
La anciana se asustó mucho. Tenía la casa llena de huéspedes, y temía que alguno, a pesar de su aspecto de buena gente, pudiese hacerla algo.
Como tanta gente en Desesperanza (como Renée Harding y su familia) la anciana Carmody había alquilado alguna cama a los forasteros que habían llegado al pueblo en los días anteriores. Desesperanza se estaba llenando de gente de las otras poblaciones del desierto, que al parecer estaban quedando abandonadas. No había querido hacer caso de las historias de muertes y desapariciones que los forasteros contaban, pero en este preciso momento, en plena noche en medio de su casa a oscuras, escuchando los ruidos extraños que venían desde casa de sus vecinos, empezó a creer un poco en ellos.
Tomó un quinqué y lo encendió mientras salía al porche de su casa. La noche era fresca y oscura.
Una persona lloriqueaba frente a su casa. Era una mujer, una chiquilla en realidad. Tenía los cabellos negros y sucios sobre la cara y se sacudía con los sollozos. Parecía muy asustada.
- ¿Estás bien, hija? – preguntó la señora Carmody.
- Sí.... – contestó la niña en un susurro. – Pero hay algo que me ha asustado.... Estaba durmiendo en casa de sus vecinos y.... algo ha entrado.... no sé qué estará pasando, pero.... me da mucho miedo....
- ¿Quieres entrar aquí? – dijo la anciana Carmody, apartándose de la puerta y dejando el vano libre. – Mi casa está tranquila, no pasa nada.
- No quiero molestar.... – dijo la chica, nerviosa.
- No es molestia.... Vamos, hija, pasa dentro – insistió la anciana Carmody.
La chica se apresuró a entrar, subiendo las escaleras del porche y pasando a la sala de estar de la casa de la anciana. La señora Carmody echó un vistazo a la calle y a la casa de los Harding, preocupada. No sabía qué podía estar pasando allí.
Se giró y se volvió hacia la chica, que se había detenido en la sala. Cuando la luz del quinqué la iluminó la anciana dio un respingo. La muchacha estaba pálida, demacrada. Pero lo peor eran sus ojos. Eran completamente negros, sin iris ni pupila.
La cara de la chica se transformó en la de un monstruo, se retorció y cambió. Sus cejas se volvieron más prominentes, su mentón se afinó y dos colmillos afilados y largos salieron de su mandíbula superior, asomando por fuera de los labios.
El rugido del monstruo se mezcló con el de susto de la anciana Carmody. La chica saltó sobre ella, clavándole los colmillos en el cuello, chupándole la sangre. La anciana gritó, asustada, dolorida y aterrada.
Al cabo de un rato la chica soltó el cuerpo muerto de la anciana, que cayó como un muñeco al suelo. Las aletas de su nariz se dilataron y giró la cabeza, escuchando.
Sonaban ruidos en el piso de arriba.
Los huéspedes de la señora Carmody se habían despertado.
La criatura sonrió, golosa, con el mentón manchado de sangre. Con cuidado y con sigilo empezó a subir las escaleras

* * * * * *

Clayton Rogers abrió el cajón con fuerza, apretando los dientes. Los gritos de dolor y de miedo se multiplicaban por todo el pueblo, cada vez sonando más alto, más numerosos.
Más cerca.
Clayton era un vaquero enorme, grande y ancho como un tonel. Tenía el cabello rojo y el bigote y la barba cuidada del mismo color. Era un hombre rudo, pero la gente del pueblo le tenía en buena consideración: era divertido y agradable si le caías bien.
El hombretón sacó varios cartuchos de su escopeta del cajón y cargó los dos cañones del arma. Los demás cartuchos los guardó en una bolsa que llevaba colgada al hombro. Salió con paso decidido a la calle, donde el tumulto era cada vez más ruidoso.
Gente huyendo cruzó delante de su casa: dos chicas jóvenes, aterradas. Estaban cubiertas de sangre y gritaban llenas de pánico, lanzando miradas detrás de ellas. Otros gritos llegaron hasta él desde la derecha, al fondo del pueblo. Ruido de cristales rotos y de pelea llegaba desde el saloon, en la línea de casas frente a la suya, cuatro edificios más a la derecha.
Clayton bajó a la arena de la calle, andando tranquilamente hacia la izquierda, sujetando la escopeta con las dos manos. Se cruzó con más gente que huía, aterrada.
Una sombra con forma humana cayó desde un tejado, sobre uno de los hombres que huía. Aplastó al desdichado humano, quedando en cuclillas sobre su pecho. El hombre pataleaba y se removía intentando huir, pero de nada sirvió: la figura agazapada que tenía encima se cernió sobre su cuello y le mordió.
Clayton contuvo un gesto de asco y apuntó a aquella cosa (no se podía llamar persona a alguien que mataba de aquella manera), disparando. La perdigonada le dio en el costado, inclinado como estaba sobre la víctima. La cosa cayó de lado, quedando boca arriba.
Otras dos de esas criaturas saltaron desde un tejado cercano, frente a Clayton. El hombre no se asustó: levantó de nuevo la escopeta, apuntó y disparó. La perdigonada le dio en plena cara a una de las figuras, tirándola de espaldas. La otra gruñó furiosa y se lanzó sobre Clayton. En un parpadeo cubrió los metros que los separaban. El humano se quedó sin aliento, cuando vio a aquel ser delante de él, a un palmo, sujetando la escopeta para desarmarle. Tironearon los dos de ella, pero la criatura tenía una fuerza sobrehumana: levantó en vilo a Clayton, que seguía agarrado a ella. El hombre gritó, asombrado y asustado.
La criatura lo sacudió hacia un lado y Clayton soltó la escopeta, cayendo al suelo con un golpe fuerte, aterrizando al lado del hombre muerto. El hombretón quedó en el suelo, rodando, gimiendo de dolor.
Del otro lado del cadáver se levantó la primera criatura, la que había recibido el disparo en el costado. No sangraba ni parecía herida. Miraba a Clayton rebullir en el suelo, con el interés típico de un animal, de un depredador.
Clayton levantó la cabeza y vio cómo se acercaba la criatura a la que había disparado a la cara. Tenía las marcas de los perdigones, como pecas por toda la cara. Pero no sangraba.
Ni había muerto.
- ¿Qué demonios sois? – dijo Clayton, presa del terror. Las tres criaturas rieron.
- Eso mismo.... Demonios – contestó una de ellas. Las otras dos rieron con ella.
Después, las tres se volcaron sobre Clayton y se bebieron su sangre, a la vez.

lunes, 14 de marzo de 2016

Vampiros del Far West - Carne de horca

- VII -

- Esperaba no tener que arrepentirme de tenerte en el pueblo.... – dijo el sheriff, con verdadero pesar, sacudiendo la cabeza.
Mike volvía a estar en una celda, esta vez la que quedaba enfrente de la puerta de madera que comunicaba el pasillo de los calabozos con el despacho del sheriff. Estaba sentado en el catre, derrumbado. Ahora sí que estaba en problemas.
- No he hecho nada, sheriff. Yo también era una víctima.
- Ya veo – dijo el sheriff, acercándose más a los barrotes. Su cara afilada estaba llena de rabia. – Han sido esas pobres personas las que te querían atacar a ti, ¿no es así?
- No he matado a nadie.... – se defendió Mike.
- ¡Ni siquiera al chico, a Wayne! – saltó enfurecido el sheriff. – Eres un mentiroso y un bastardo, Nelson. Desangrar de esa manera a un pobre muchacho....
- ¡¡Yo no lo hice!!
- ¿Y tampoco lo hicieron tus compañeros? ¿Eh? – inquirió el sheriff. – ¿Tampoco fueron ellos los que te sacaron de la cárcel? ¿Los que desangraron a esas personas por el pueblo? ¿Fueron ellos los que mataron a McCallister?
- ¿McCallister ha muerto? – preguntó Mike, preocupado. No le importaba que el pendejo de Steve McCallister estuviese muerto, pobre diablo. Le preocupaba que el sheriff creyera que había sido cosa suya.
- No disimules, Nelson. Tus amigos te sacaron de la cárcel para que pudieras escapar y te pudieras vengar de él – dijo el sheriff, creyendo lo que decía. – Lo que no comprendo es por qué mataron al resto de gente. Ni por qué luego te los cargaste tú a ellos, apuñalándolos a todos en el corazón. Una bala en el pecho habría sido más caritativa....
- ¡¡Yo no he sido, sheriff!! – dijo Mike, poniéndose en pie, desesperado. ¿Cómo iba a explicarle a aquel hombre que un monstruo con colmillos y forma de hombre había matado al joven John Wayne y casi había hecho lo mismo con él?
- No hay nada con lo que te puedas defender, Nelson – dijo el sheriff. – Te espera la soga al amanecer.
Mike se quedó sin habla, sin fuerzas.
Volvió a sentarse en el catre, lentamente, destrozado. Iban a colgarle. La única vez que no había hecho nada malo e iban a colgarle. No era nada justo....
- Sheriff Mortimer – llamó Frank Wallach desde la oficina. El sheriff se dio la vuelta, mirando lentamente a Mike Nelson, con cara dolorida y triste. Cerró la puerta al entrar en la oficina.
Mike se quedó solo en la celda, inmóvil, con la mirada perdida, confuso, derrotado.
No fue consciente de cuánto tiempo pasó, pues estaba totalmente desorientado, pero al cabo de unos minutos la puerta se volvió a abrir. Frank Wallach dejaba pasar a una mujer joven.
- Tienes visita....
Mike no alcanzó a mirar a la mujer que acababa de entrar, perdido aún en un mar de oscuros pensamientos. Era una chica joven, poco más que Mike. Tenía el pelo negro y largo, recogido en una trenza gruesa. Vestía pantalones de montar, botas de cuero con espuelas, una camisa gruesa de color azul y un chaleco de color crema sobre ella. No se quitó el sombrero marrón. Llevaba un cinturón con dos fundas, una en cada cadera, con dos revólveres.
Era una mujer de piel morena y ojos oscuros. No era bella, pero sus rasgos eran suaves. Era delgada, con las piernas largas como palillos y estrecha de caderas. Sus manos eran huesudas y su cuerpo era enjuto y descarnado. Tenía el rostro serio y ceñudo.
- Hola – dijo, con voz musical, una voz bellísima que no encajaba del todo con su apariencia insignificante. Mike la miró por fin, saliendo de sus sombríos pensamientos. Pero no la contestó.
La mujer se acercó aún más a los barrotes, sin llegar a apoyarse en ellos. Mantuvo las manos colgadas del cinturón, en una postura de indiferencia. Pero sus ojos estaban atentos.
- Perdóname – dijo, suavemente, y ahora Mike sí que parpadeó y le prestó atención. No era lo que uno se esperaba oír de una desconocida, aunque uno estuviese en la cárcel....
- ¿Perdona?
- No nos conocemos – dijo la chica, con su voz dulce y bella, – pero vengo a pedirte disculpas.
- ¿Por qué habría de disculparte?
- Bueno.... Estás en la cárcel por mi culpa....
- ¿Por tu culpa? No es cierto. Es por ese maldito sheriff Mortimer que no me quita el ojo de encima y me acusa de lo que ha ocurrido en el pueblo....
- Bueno.... pero es porque yo le he convencido de ello....
- ¡¡¿Qué?!! – aulló Mike, poniéndose en pie y llegando hasta los barrotes, golpeándolos y agarrándose a ellos. Estaba repentinamente furioso. La chica no se movió del sitio, inmóvil.
- Tenía que hacerlo – fueron las palabras de la chica. – Suena duro, pero mi vida es más importante que la de un simple bandido. Si te cuelgan a ti no llegarán a la conclusión de que tengo algo que ver con lo que ha pasado en Desesperanza esta noche....
- ¿Y quién eres tú para decidir si yo muero o vivo? – preguntó Mike, rabioso, sacudiendo las sólidas barras de la celda.
- Soy Sue Roberts – dijo ella, con tranquilidad. – Llevo toda mi vida cazando a esas criaturas. Y voy a seguir haciéndolo, cueste lo que cueste.
La mujer había sonado tranquila y decidida. Mike la miró a los ojos oscuros, enfadado. Pero llegó a la conclusión de que no podía hacer nada: la mujer sentía lo que había hecho, pero estaba convencida de hacerlo. No dudaba en que era lo mejor para ella.
- ¿Tú has matado a toda esa gente?
- No. Yo maté a las criaturas que mataron a esa gente.... – explicó, sin incomodarse. – Eran sólo cinco, pero se divirtieron bastante esta noche. Han matado a diecisiete personas, entre forasteros y habitantes de Desesperanza.
- ¿Por qué? – preguntó Mike, recordando al monstruo que había matado a John Wayne.
- Para alimentarse. Para divertirse.... – dijo la chica, y esta vez su voz sí que vaciló un poco. Pero se repuso inmediatamente.
- ¿Alimentarse?
- Es mejor que no sepas nada....
- Me van a colgar por la mañana. ¿Qué más me da? No voy a poder contárselo a nadie....
- Aún así es mejor.... – dijo la chica, con tono de haber acabado la conversación, pero sin irse. Siguió mirando atentamente a Mike durante un largo rato. Mike aguantó el examen, aunque acabó sintiéndose incómodo. Había mucho pesar en la mirada de la chica.
- ¿Qué?
- Lo siento.... aunque deba hacerlo.... – dijo ella, y entonces se despidió tocándose el ala del sombrero y dándose la vuelta para irse.
- ¿No esperarás que te perdone? – dijo Mike, sintiendo que no podía dejar irse a la chica sin que se sintiera un poco más culpable. Sin embargo, no podía guardarla mucho rencor. No sabía por qué, pero no podía hacerlo. La chica parecía estar sufriendo de verdad.
- Eres un bandido, Nelson – respondió ella sin volverse. Aunque sus palabras eran duras, su voz no perdió su tono bello y suave. – Tarde o temprano habrías acabado ahorcado. Era tu final lógico....
Mike la vio irse, tranquila, serena, sin vacilar.
Negó con la cabeza, sintiéndose desdichado.


miércoles, 9 de marzo de 2016

Vampiros del Far West - Asaltantes nocturnos

- VI -

Mike retrocedió asustado, hasta chocar con la pared de piedra de la cárcel. Intentaba comprender lo que estaba pasando delante de él, pero era imposible comprender nada.
Solamente sabía que aquel tipo era un monstruo.
Y que venía a por él.
Instintivamente echó mano a la cadera, pero su revólver no estaba allí. El sheriff le había quitado la pistola y se la había guardado hasta que le sacaran de la celda. Tampoco tenía su cuchillo.
El monstruo se sacudió y se enroscó, gimiendo y aullando con furia y con hambre. Los barrotes de la celda empezaron a temblar. Mike abrió los ojos como platos, ante la fuerza de aquel ser. Las barras de hierro empezaban a doblarse, dominadas por la fuerza sobrehumana de aquel monstruo con forma de hombre. Las poderosas manos del ser estaban cerradas sobre dos barrotes, separándolos. La puerta de la celda se agitaba en sus goznes.
Mike tragó saliva, aterrado, y contempló con horror cómo la puerta se retorcía y se salía de su vano, gracias a la fuerza del monstruo.
La puerta retorcida cayó al suelo, ocupando todavía parte de la entrada a la celda. Mike no quitaba ojo del monstruo que, agazapado, rugió desde fuera del calabozo.
El monstruo observó al humano dentro de la celda, abriendo la boca desmesuradamente, dejando ver sus colmillos afilados. Mike no supo qué podía hacer para salvarse.
- ¡¿Qué pasa aquí?! – se escuchó de repente una voz, juvenil e ingenua.
Mike sacudió la cabeza hacia la izquierda y vio al jovencísimo ayudante del sheriff, el pobre chico al que le había tocado quedarse de noche cuidando la cárcel, asomado a la puerta que daba al despacho. El monstruo miró también hacia él, girando todo su cuerpo, manteniendo la postura agazapada. El joven Wayne vio la escena sin poder explicarse qué había ocurrido allí.
Todo sucedió en un soplo de tiempo. En un parpadeo, el monstruo estaba sobre el chico, había recorrido todo el pasillo que pasaba delante de las cuatro celdas del calabozo y lo había lanzado al suelo. El chico gritó, asustado, sin poder coordinarse para sacar su revólver de la funda. El monstruo volvió a enseñar sus colmillos y se cernió sobre el pobre Wayne, mordiéndole en el cuello. El muchacho gritaba desesperado mientras el monstruo se bebía su sangre.
Mike no lo pensó dos veces y corrió hacia la puerta de su celda. Saltó por encima del metal retorcido en que se había convertido la puerta y salió al pasillo que pasaba delante de todas las celdas, corriendo hacia la puerta que daba al despacho y a la salida. Intentó no mirar demasiado al monstruo y al pobre chico que se moría en sus brazos.
Mike estaba sacudido interiormente, no razonaba muy bien. Pero tenía dos cosas claras: tenía que salir de allí cuanto antes y, aunque sentía lo del joven Wayne, mejor el muchacho que él mismo.
Cuando llegó a la puerta intentó no mirar demasiado al monstruo que seguía inclinado sobre el cuerpo del ayudante del sheriff, conteniendo las arcadas. Pero entonces el monstruo se giró y le agarró por la camisa, a la altura del pecho. Tirando de él le izó en el aire. Mike gritó de terror y la criatura rugió.
La piel del monstruo estaba muy blanca, sobre todo en comparación con la sangre que le cubría la boca y el mentón. Los ojos completamente negros miraban hacia Mike, con furia y deleite. El bandido pataleó todo lo que pudo, golpeándole en el estómago.
La criatura aulló furiosa y lanzó a Mike por los aires, hacia la oficina del sheriff. El bandido voló unos metros, cayendo de espaldas, aterrizando sobre la mesa de madera. La volcó y él acabó en el suelo, rodando hacia la pared. Se levantó, dolorido y mareado, pero sabiendo que tenía que moverse con prisa. Saltó hacia unas perchas que había en la pared, una serie de ganchos: en uno estaba colgado su cinturón con su revólver y el Colt Dragón del viejo conductor de la diligencia. Lo tomó todo con rapidez, mientras lanzaba un vistazo a la puerta que llevaba a las celdas: la criatura seguía inclinada sobre el pobre Wayne, bebiéndose lo que quedaba de su sangre.
Mike salió a la calle, colocándose el cinturón mientras andaba. Miraba en todas direcciones, nervioso y asustado. Pero la normalidad parecía predominar. Nadie se había dado cuenta de la presencia de un monstruo en el pueblo, ni de la espeluznante muerte del joven ayudante del sheriff. Todo seguía como antes: todo estaba en calma, salvo por el jolgorio que venía desde el burdel de O’Hanlan, al lado de la iglesia. Mike echó a andar hacia allí, deseando encontrarse con alguien, sentirse rodeado de gente.
Un rugido animal sonó detrás de él. Se giró asustado, viendo a la criatura en el vano de la puerta de la oficina del sheriff, mirándole con sus ojos negros y ciegos. Saltó a la calle y corrió hacia él, con una velocidad asombrosa.
Mike no pensó nada, sólo actuó. Sacó su revólver con la mano derecha, con un movimiento fluido. Apuntó al monstruo con naturalidad, sin mirar la pistola. Lanzó la mano izquierda hacia el percutor. Y apretó el gatillo.
Tres disparos limpios y seguidos acertaron en el pecho de la criatura, abriéndole tres agujeros sobre el esternón. El monstruo cayó hacia atrás, empujado por los proyectiles.
Mike respiró hondo, devolviendo la pistola a su lugar. Miró el cuerpo muerto del ser sobrehumano caído en el suelo, mientras escuchaba las voces de los hombres que estaban bebiendo a la puerta del burdel, atraída su atención por el sonido de los disparos. Mike se permitió una sonrisa.
Pero entonces el cuerpo empezó a moverse. El monstruo se apoyó con las manos en el suelo y empezó a levantarse, con el largo pelo negro cayéndole sobre la cara. Se irguió por completo, de cara a Mike. Una mano huesuda, una garra provista de uñas amarillas y duras, apartó el pelo de la cara. Los ojos negros estaban fijos en Mike.
El bandido echó a correr, buscando dónde esconderse, dónde protegerse de aquel ser. Había visto furia y venganza en su mirada sin pupilas.
Sintió al animal correr detrás de él, a toda velocidad. Notó cómo le agarraban por los hombros, con dos tenazas de piedra dura y fría. Se vio volteado con una fuerza sobrehumana. Quedó de cara a la criatura, que rugió a la vez que le lanzaba un zarpazo al pecho. Los cuatro dedos se quedaron marcados en su piel. Cayó al suelo, empujado por el ataque de la criatura, arrastrándose sobre la espalda casi diez metros.
Mike se levantó como pudo, mareado y dolorido. Se giró, para seguir huyendo, para llegar a la iglesia, dejando atrás al monstruo, pero cuando se levantó del todo y corrió ya lo tenía delante, frente a él. Mike frenó resbalando en la arena.
El monstruo estaba delante de él. Tenía las manos colgantes a ambos lados del cuerpo. Jadeaba hambriento y furioso. Mike tragó saliva, incapaz de hacer nada para salvarse.
El monstruo rugió y Mike se lanzó sobre él. Las balas parecían no hacerle daño y tenía una fuerza muy superior a la de cualquier hombre, pero Mike no lo pensó demasiado: sólo quería librarse de él. Cargó contra el monstruo, agachado, golpeándole con el hombro en el vientre, duro como una roca. Corrió mientras lo empujaba, consiguiendo al fin chocar contra la valla de maderos tallados y pintados de blanco que rodeaba la iglesia. El monstruo cayó sobre la valla y después al suelo. Mike aterrizó sobre él y rodó inmediatamente, para separarse. Se puso en pie y buscó una vía de escape, para rodear la iglesia o esconderse dentro. Cuando echó un vistazo al monstruo para ver lo que hacía, descubrió que era inútil escapar. La criatura no le perseguiría más.
Estaba boca arriba, con los brazos en cruz, descansando sobre un lecho de maderos rotos y caídos. Salvo uno, que se le había clavado de punta en el pecho, desde la espalda, sobresaliendo por la parte delantera. La madera pintada de blanco estaba manchada de sangre roja y brillante. Los ojos del monstruo estaban otra vez como los de un hombre cualquiera, blancos y con la pupila marrón oscuro. Miraban al cielo sin ver.
La criatura había muerto.
Mike jadeó, alegre y confuso. Tres balas no habían acabado con aquello pero un palo de madera sí lo había hecho. ¿Quién demonios era aquel tipo?
Escuchó voces asustadas y gritonas allí cerca. Mike salió de su estupor y miró hacia el burdel, a tiro de piedra de donde él se encontraba.
- ¿Qué ha pasado allí?
- ¿Qué es eso?
- ¿Hay un muerto?
Las voces parecían demasiado serenas para pertenecer a gente bebida. Probablemente, el espectáculo que les había ofrecido Mike les había despejado.
- ¡Eh, tú! ¡No te muevas de ahí!
- ¡Es el tipo que el sheriff encerró esta mañana!
Mike decidió que ya era hora de largarse.
Corrió como alma que lleva el diablo, alejándose de la iglesia y del burdel, pasando cerca de la oficina del sheriff y la cárcel, sin pensar hacia dónde huía. Sólo sabía que tenía que irse de allí.

Escuchó cascos de caballo detrás de él y al momento un lazo le atrapó por la cintura, tirando de él. Se dobló, quedándose sin respiración, y cayó al suelo.

domingo, 6 de marzo de 2016

Vampiros del Far West - Conversaciones en la cárcel

- V -

¡¡Clank, clank!!
- ¡Despierta! Tienes visita....
Mike abrió los ojos, un poco desorientado. Estaba tumbado en el catre de madera de la celda, con el sombrero sobre los ojos. Se incorporó y se colocó el sombrero en la cabeza.
El ayudante del sheriff que había conocido en el saloon, Frank Wallach, estaba frente a las barras de su celda, mirándole con cara de regañina, apretando los labios. Cogió la bandeja de la comida y se alejó de allí.
Mike llevaba todo el día en la cárcel, desde su duelo frustrado con Steve McCallister. El sheriff había preferido tenerle controlado metiéndole en la cárcel, para evitar que alborotase más de la cuenta. Si alguien preguntaba, Mike Nelson estaba acusado de alteración del orden público.
Mike no se preocupaba demasiado. Estaba relativamente cómodo, había comido gratis y sabía que al día siguiente le iban a soltar. Ya tenía su yegua, así que pasaría el día allí tranquilo y al fresco y mañana seguiría su camino.
Se frotó la cara con las manos para despejarse. Había recuperado las horas de sueño que no había conseguido disfrutar en la cueva la noche anterior.
Un hombre trajeado se acercó a la celda, quedándose a un paso de los barrotes. Mike miró a su visita y se sorprendió al encontrar al telegrafista.
- Me sorprendí al no verle en el saloon – dijo Emilio Villar, con una sonrisa divertida en la cara. – Pregunté por usted y me dijeron dónde encontrarle. No podía dar crédito.
- Ya ve que es cierto – contestó Mike, resuelto.
- Creo que ha batido un récord en el pueblo. El bandido que más rápidamente ha sido arrestado – siguió bromeando el telegrafista, disfrutando con la situación. – ¿A quién ha mirado mal esta vez?
- Parece ser que no le he caído muy bien a alguien.... – contestó Mike con ironía.
- No me puedo imaginar cómo ha ocurrido eso – opinó Villar, sarcástico.
- ....y el sheriff ha decidido que, por el bien de todos, estoy mejor aquí.
- Ya veo. Por el bien de todos – repitió Villar, intencionadamente. – Supongo que no usará la habitación que tenía reservada....
- Me temo que no – dijo Mike, molesto al ver cómo disfrutaba el otro con aquella situación.
- En ese caso disolvemos el acuerdo. Pero me quedaré con la mitad del alquiler, si no tiene inconveniente. Por las molestias causadas.... – dijo Villar, deslizando entre los barrotes un billete, la mitad de lo que Mike había pagado. – Además, mis impuestos han pagado su comida.
- Muy bien.... – dijo Mike, resignado. Tomó el dinero y lo guardó en el dobladillo del interior del sombrero.
- No sé si nos veremos más. Si no, que tenga buena suerte.
- Gracias.
Emilio Villar se puso el pequeño sombrero y se tocó el ala, a modo de despedida. Después se dio la vuelta y salió de allí.
Mike se recostó en el catre de nuevo y sonrió de medio lado. El telegrafista se había ganado su revancha. El bandido se colocó otra vez el sombrero sobre los ojos y dejó pasar las horas de nuevo.

* * * * * *

Y las horas pasaron. El día se fue y la noche ocupó su lugar en el desierto. La gente del pueblo se retiró a sus casas, y sólo quedó algo de jolgorio en el saloon y en el burdel de O’Hanlan.
Cinco figuras llegaron hasta Desesperanza, observando el pueblo desde las afueras, en la oscuridad. Formaban una fila ordenada, uno al lado del otro. No se hablaban, no se decían nada. Miraban y escuchaban.
Eran cuatro hombres y una mujer. Vestían ropas ordinarias, aunque muy sucias. Sólo uno de ellos llevaba sombrero, agujereado. Los demás llevaban los cabellos al aire, sucios, apelmazados y despeinados.
- Vamos a divertirnos – dijo uno de ellos, el que estaba más a la izquierda, con una voz descarnada y susurrante. Los otros cuatro rieron como hienas y echaron a andar hacia el pueblo, separándose y dispersándose.
Las cinco criaturas entraron en el pueblo por diferentes sitios, mirando a través de las ventanas, evitando conscientemente el bullicio del saloon y de la casa de citas. Cuando encontraban a algún transeúnte adecuado, entablaban conversación con él, engatusándole, engañándole para que bajara la guardia, acompañándole al final a algún callejón oscuro y tranquilo.... disfrutando como chacales de los refinamientos de la caza.
El que había organizado al grupo caminó por la calle del pueblo, ocultándose en las sombras, con paso enérgico y decidido. Un edificio le llamó la atención, iluminado desde dentro. Estaba relativamente cerca de la casa de citas de O’Hanlan, pero acercándose con precaución ninguno de los holgazanes borrachos que estaban en la entrada se dio cuenta de su presencia.
El ser había llegado hasta el edificio de la prisión, mirándolo valorativamente. Ese edificio no estaba vetado para él y sabía que habría inquilinos dentro. Gente que no podría ir a ninguna parte.
Entró con paso elegante y decidido al recibidor de la prisión. Allí, detrás de la mesa de despacho, estaba el ayudante más joven del sheriff. El muchacho de diecisiete años estaba sentado en una silla de madera con los pies sobre la mesa, con las piernas estiradas. Al ver entrar al desconocido, el muchacho dio un respingo y se puso en pie, atropelladamente, casi cayéndose de la silla.
- Buenas noches, señor – dijo, nervioso, saludando al desconocido.
- Hola, buenas noches – dijo el otro, con su voz susurrante. Sonreía embaucador – ¿Con quién tengo el honor de tratar?
- Soy John Wayne, ayudante del sheriff, señor – contestó el chico, orgulloso, sin darse cuenta del tono engatusador del desconocido. El chico quería hacer bien su trabajo y no se daba cuenta del engaño encubierto que tenían los buenos modales del forastero.
- Encantado, Wayne. Venía a visitar a un preso, si es eso posible – dijo el forastero, con su voz susurrante.
- Bueno.... discúlpeme señor, pero ya no es hora de visitas – dijo el chico, realmente incómodo al no poder dejar pasar al hombre. – Tendrá que esperar a mañana.
- ¡Oh! ¡Qué lástima! Mañana temprano dejo el pueblo.... – dijo, sin quitar los ojos del chico, sin simular pesar o verdadero fastidio. – Sólo quería despedirme de un antiguo amigo que ahora está en la cárcel....
- No se preocupe. Mañana mismo le soltaremos. No ha hecho nada malo realmente....
- ¡Ah, bien!
- Pero.... bueno.... ¿Es sólo para despedirse? – dijo el muchacho, en una confidencia, haciéndose el importante. – Si es así puedo dejarle pasar. Sólo un momento.
- Es justo lo que necesito.... – dijo el forastero, ensanchando la sonrisa. Sus dientes alargados y blanquísimos brillaron a la luz del quinqué.
- Bien. Acompáñeme – dijo el chico, tomando un manojo de llaves y precediendo al forastero hacia el fondo del despacho. Allí abrió una puerta de madera con un pequeño ventanuco cubierto de rejas. – Pase. Yo le espero aquí.
El alto forastero asintió en señal de agradecimiento y entró en la zona de celdas. Había un pasillo adosado a la pared y a lo largo de él se situaban las celdas, hasta cuatro. Solamente había una ocupada, así que el forastero se acercó a ella. Se detuvo delante de las rejas, observando al inquilino.
Mike miró a su inesperada visita con curiosidad. Era un tío raro, al que no conocía de nada. Era un tipo muy alto, vestido con un traje oscuro lleno de polvo y de manchas granates oscuras. No llevaba sombrero y sus pelos largos caían sobre la nuca y los hombros, despeinados. Esperó sentado en el catre, mirándole. Ninguno de los dos habló.
- Buenas noches.
- ¿Quién demonios eres tú? – preguntó Mike, curioso.
- Me llamaba Jonas. Antes – contestó el forastero, con su voz misteriosa y susurrante. No quitaba ojo de Mike.
- ¿Y qué haces aquí? ¿Venías a ver a alguien que creías que estaba aquí?
- No. Tú mismo me vales.... – fue la extraña respuesta.
Mike puso una mueca de incomprensión.
- Yo te valgo.... Pues tú dirás.
- ¿Tienes miedo de la muerte?
Mike se quedó sin palabras de repente. Aquel tipo era muy raro....
- No – contestó al final, sincero. – Convivo con ella a diario. Sé cómo es, cómo huele, cómo es su cara. No la deseo, pero no la temo. Es otra compañera en el camino.
El tal Jonas sonrió.
- Sabes cómo es la muerte.... – dijo, con un leve tono de superioridad. Soltó una carcajada, descarnada. Sonó como la risa de un chacal. – No sabes nada.
- Y supongo que tú sí.... – dijo Mike, picado.
- La muerte no tiene secretos para mí – dijo el forastero, y rompió a reír, con una risa macabra. Miraba fijamente a Mike, con la boca desencajada de tanto reír. Mike tragó saliva, nervioso, sin saber muy bien por qué se sentía así.
El forastero se dobló sobre sí mismo, agarrándose a los barrotes de la celda. Mike se puso de pie, asustado, tenso. El forastero seguía riendo, pero se convulsionaba como un enfermo. Sus manos estaban blancas agarradas con fuerza de las barras de hierro. Su risa fue transformándose en un aullido animal, fiero y macabro. Un rugido de muerte.
Se irguió de pronto, sin soltarse de los barrotes. Tenía la cara blanca como la cera, con los labios muy rojos. La boca abierta dejaba ver un par de colmillos largos y afilados.
Como los de un murciélago.
Los ojos, negros por completo, sin pupila ni iris, no dejaban de estar fijos en Mike.
El bandido tragó saliva, cagado de miedo.
Aquel tipo, fuera lo que fuese, no era humano.