miércoles, 30 de noviembre de 2016

Jinetes de Dhalea - Capítulo 4 + 10

- 4 + 10 -



Ürk llegó a Vitoria tan sólo una hora después que Atticus y los agentes de la ACPEX, pero esperó pacientemente a que se fueran de la plaza.

No quería que le vieran y mucho menos que se interpusieran en sus planes.

Los agentes de policía de Vitoria recogieron todas las pruebas y las embolsaron, guardándolas en una caja de plástico en uno de los coches oficiales. Ürk no le quitó sus ojos prestados de encima.

Se acercó al coche de la policía y abrió la puerta. Abrió la caja de las pruebas (que parecía una caja de herramientas, dato que sacó de la mente del humano que había poseído) y se puso a buscar, para encontrar lo que quería.

En el mismo momento en que lo vio, notó que alguien le tocaba el hombro.

- ¿Qué hace ahí, señor? No puede entrar en un coche de policía.

Ürk dio la vuelta al cuerpo de Eugenio Martín Arribas y miró al agente de la ley. No tenía ninguna empatía por él, pero escuchó el grito de horror de su anfitrión desde la parte trasera de la mente cuando aquél se dio cuenta de que le iba a hacer algo grave al agente de la ley.

Recapacitó.
- Disculpe – dijo, usando las cuerdas vocales del humano, pero sin poder evitar usar su voz de demonio. Entonces se colocó frente al agente de la ley y le golpeó en la garganta con la parte de la mano entre el dedo índice y el pulgar. El agente de la ley emitió un gorjeo y se llevó las manos a la garganta.

Ürk lo sujetó para que no cayera al suelo y luego le pasó los dedos índice y corazón juntos por delante de la cara, de arriba a abajo.
- Kjrende nait.... – dijo en su lengua demoníaca.

El agente de la ley dejó de notar el ahogo y el dolor en el cuello y cayó dormido, perdiendo el conocimiento. Ürk lo sujetó con más cuidado y lo introdujo en el coche de policía, tendiéndolo en uno de los asientos.

Su anfitrión seguía gritando desde el fondo de la mente, alterado al ver cómo había agredido al agente de la ley (a pesar de que le había perdonado la vida). Entonces se concentró y le habló directamente, con la voz de su mente.
››Deja de gritar, mortal. El agente de la ley está bien y despertará dentro de poco, con un leve dolor de.... eeh.... cabeza. Ésa es la palabra. Ahora cálmate. Queda poco para que te libere‹‹
Consiguió que dejara de gritar, aunque su anfitrión no se calmó. Pero fue suficiente para que Ürk pudiese seguir con sus cosas.

Volvió a mirar dentro de la caja de pruebas, cogió la bolsa de plástico transparente en la que habían metido la cabeza de la gallina y se la llevó.

Mientras se la guardaba en el bolsillo del pantalón de Eugenio Martín Arribas, Ürk cruzó la plaza y se alejó de allí.



* * * * * *


A treinta kilómetros de la ciudad se detuvo. Desde la carretera había visto el lugar indicado para hacer el conjuro: una piedra solitaria que sobresalía entre un mar de hierba verde. Si le hubiesen dejado diseñar el lugar, él no lo habría hecho mejor.

Incluso el cielo acompañaba: estaba gris, cubierto de nubes de lluvia que todavía estaban preñadas, sin liberar su carga de agua.
Era el momento perfecto.
Aparcó el coche en la cuneta (era el coche de Eugenio Martín Arribas y también había utilizado los conocimientos de su anfitrión para conducirlo: él nunca hubiese sabido manejarlo por su cuenta) y caminó hasta la roca. Era de color blanco, aunque si hubiese sido gris o roja también hubiera valido. Nunca negra, pero había tenido suerte.
Se subió a ella y sacó los objetos del bolsillo del pantalón de su anfitrión. Eran la cabeza de la gallina, el trozo de tiza y unos pedacitos de cristal de la arena de la playa, unas escamas nada más, pero suficientes. Lo dejó todo sobre la roca y se sentó, cruzando las piernas del cuerpo prestado que poseía. Se concentró, cerrando los ojos y sintiendo la energía de los objetos, de la roca y de las nubes del cielo.
Era curioso: no podía hacer ese conjuro con una sola pista. Aunque su interés era alcanzar a los Jinetes no podía hacerlo hasta haber reunido más pistas. Con dos hubiese podido hacerlo, pero el resultado no hubiera sido concluyente ni fiable. Cuando consiguió tres pistas ya estaba seguro de que funcionaría, con la paradoja que implicaba tener que haber dejado a los Jinetes llevar a cabo tres matanzas de humanos indefensos.
Pero las cosas funcionaban así.
Extendió las manos sobre los objetos y, con los ojos todavía cerrados, empezó a recitar el hechizo, esperando que alguien lo escuchase.
- La ofrenda es de muerte, el sacrificio es de carne. Bajo este techo de agua prometida y sobre el suelo de piedra superviviente, te espero con anhelo, espíritu incorruptible.
Sonó un trueno. Los humanos de las cercanías pensarían que era porque se avecinaba una tormenta y pronto iba a llover. Ürk sabía el verdadero motivo.
Siguió con los ojos cerrados mientras sentía que la roca vibraba, con un zumbido que no se oía pero se sentía en los huesos. Sin verlos sabía que los objetos de encima de la roca brillaban con una leve luz amarillenta.
Entonces sintió la llegada del espíritu. Cuando notó que se sentaba sobre los genitales de su anfitrión supo que era un súcubo.
- Podríamos fornicar, pero lo estarías haciendo conmigo, no con un estúpido humano – comentó, casi con sorna. Notó que el súcubo trató de separarse, al reconocer su verdadera identidad, pero le encadenó con su voluntad. – No quiero hacerte daño, sólo necesito hablar. No te llevarás la semilla ni el alma de este humano, pero yo tampoco te destruiré a ti por medio del placer. ¿Estás de acuerdo?
Ürk notó que el súcubo se restregaba con deleite contra su regazo, dándole su consentimiento. Él no sintió nada, pero oyó cómo su anfitrión gemía desde el fondo de la mente.
- Los Cuatro de Dhalea – dijo, sin más. Era un demonio que no tenía tiempo para juegos de cama ni tonterías. – Dime dónde será su reunión.
El súcubo se retorció, chilló de ira y de dolor, se quejó, refunfuñó, trató de arañar, crepitó como una hoguera, pero Ürk no se inmutó. Su voluntad mantuvo sujeto al espíritu e impidió que sus tretas le dominaran.
Era imbatible e incorruptible.
Le habían elegido bien para aquella misión.
El súcubo le dio el lugar.
Ürk le dejó libre y su anfitrión jadeó al sentir la ausencia del espíritu. Volvió a sonar un trueno, y los humanos volverían a pensar que se avecinaba tormenta y que iba a llover.
Pero el demonio Ürk sabía que no llovería.

 

lunes, 28 de noviembre de 2016

Jinetes de Dhalea - Capítulo 4 + 9

- 4 + 9 -



- Menuda mierda.... – musitó Atticus, acuclillado al lado del cuerpo tapado con una sábana, que había sido blanca pero que se había encarnado. Julián se acuclilló a su lado y no hizo amago de levantar la sábana.
No hacía falta. Se imaginaban lo que había debajo.
Ya lo habían visto en los otros cuerpos que había por la plaza.
Habían llegado a Vitoria de madrugada, una media hora antes de que amaneciera. Ramiro Buenaventura les había llamado a primera hora de la noche, cuando habían recibido el aviso luminoso en la Sala de Luces y se habían puesto en contacto con la policía de Vitoria, para conocer todos los detalles. Los cinco se pusieron en camino, en el coche de la agencia.
Después de unas cuantas horas en el escenario, hablando con los policías y con los supuestos testigos, estaban hartos de tanta muerte. Había una treintena de cuerpos, la mayoría eran mujeres de edad avanzada, que estaban en la ciudad en una excursión cultural. Había un puñado de víctimas jóvenes y una pareja con un bebé que habían logrado salvarse.
Sofía los había interrogado y habían contado lo mismo que los testigos del camping de Cervera de Pisuerga: unos seres descomunales, con aspecto de centauros, de diferentes colores, con armas. En la plaza de la Virgen Blanca sólo había liberado sus ansias homicidas uno de los Jinetes, al parecer el recién llegado, que armado con una maza había machacado a los peatones.
Habían visto muchas heridas y todas eran parecidas a las que habían visto en los cuerpos de los otros dos ataques: cuerpos deformados por el golpe de la maza, y quemaduras rodeando la contusión o la herida. Aquellas armas eran de otro universo, empuñadas por demonios.
- Vamos – le dijo Julián a Atticus, dándole un toque en el hombro. El agente todavía no se acostumbraba a ver a aquel ser como un ente proveniente de otra dimensión, pero no por prejuicios, sino porque le caía muy simpático. Era un tipo raro, pero también divertido y espontáneo. Verle tan apenado por la matanza de la plaza de la Virgen Blanca no le gustaba nada. – Ya hemos visto todo lo que teníamos que ver aquí.
Los dos se levantaron y salieron de la zona marcada con la cinta policial. Julián agradeció con un gesto de la cabeza al agente de policía que levantó la cinta para dejarles salir y los dos (el agente de la ACPEX y el Guinedeo) caminaron juntos hasta las escaleras de acceso a la iglesia. Allí habían colocado unas pequeñas vallas de plástico amarillo, para impedir que nadie se acercase a lo que habían grabado en la piedra.
- Otro escenario más de una invocación.... – dijo Atticus, con voz cansada.
- Sí. Ésta vez hay una gallina decapitada al lado del dibujo y la piedra está chamuscada, como siempre – explicó Sofía, que había estado observando el escenario con detenimiento. – Pero no hay más pistas.
- No sabemos quién les está invocando ni dónde será la siguiente invocación – apuntó Julián.
Sofía negó con la cabeza. Marcial Sánchez y Arturo Inguilán se acercaron a ellos.
- ¿Nadie vio a quien grabó eso en la piedra? – preguntó Marcial Sánchez.
- No. Ninguno de los testigos con los que he podido hablar recuerda a nadie en las escaleras grabando cosas en la piedra – dijo Sofia, encogiéndose de hombros, con voz triste. – No tenemos nada....
- Si nos hubiésemos encargado nosotros desde el principio.... – reprochó Arturo Inguilán Sobrino.
- ¿Qué habríais hecho? – saltó Julián, molesto, mirándole directamente. – ¿Liaros a tiros disparando al cielo? ¿Crees que así habríais conseguido respuestas? ¿O habríais paseado por la escena del crimen, haciendo conjeturas sin llegar a ninguna parte?
- Es lo que habéis hecho vosotros hasta ahora.... – comentó con malicia Arturo Inguilán, sonriendo.
- Vete a tomar por culo, gilipollas – dijo Julián, cabreado. – Por lo menos mis compañeros siguen todos vivos....
- ¡¡Que te den por culo a ti, cabrón!! – Arturo Inguilán Sobrino se tiró hacia adelante, tratando de agarrar a Julián. Éste también se tiró a por él. Por suerte Marcial Sánchez sujetó a su compañero y Atticus, que estaba en medio, paró a Julián, como pudo. Sofía se coló entre los dos grupos, con los brazos extendidos.
- ¡¡Eh!! ¡¡Eh!! ¡Vale ya! – ordenó, con autoridad. – Llévatelo a dar una vuelta, Marcial, a ver si se despeja un poco. ¡Y tú para quieto, Julián, no te reconozco!
Marcial se separó de allí, tirando de Arturo, alejándose los dos de la plaza. Atticus pudo soltar a Julián, que se había calmado al alejarse el soldado.
- Vamos a aquella terraza de allí – señaló Atticus. Era un bar que estaba en una bocacalle que daba a la plaza. – A ver si nos calmamos. Yo invito.
Julián encabezó la marcha y Atticus detuvo a Sofía agarrándola del brazo, sin que el agente se diera cuenta. Sofía le sacaba una cabeza y media a Atticus, así que se agachó cuando el ente le habló en susurros.
- ¿Qué hay entre Julián y ese cruyiantkash[1]? – preguntó. Sofía no sabía qué significaba la última palabra en lyrdeno, pero imaginó que no era nada bonito.
- El primer compañero de Julián en la agencia murió de una manera horrible durante una misión – explicó Sofía, en una confidencia. Sabía que podía confiar en la discreción de Atticus. – Llevaban juntos ocho años y se querían como hermanos. Arturo Inguilán participaba en la operación, era un novato y Julián siempre le acusó de no cumplir con su deber de agente de campo y dejarles solos, sin protección. Le culpa de su poca profesionalidad y de la muerte de su compañero.
- ¿Y es verdad? ¿Fue el culpable?
Sofía se encogió de hombros.
- La investigación no llegó a nada concluyente, así que le absolvieron. Pero los dos se tienen ganas desde entonces, hará unos siete años.
Atticus asintió y no preguntó nada más. Los dos siguieron a Julián, alcanzándole.
Los tres llegaron a la terraza y se sentaron. Era la hora de desayunar, pero los tres pidieron una cerveza. Era lo que necesitaban.
- Y con ganas me quedo de pedir una ginebra.... –comentó Atticus. Aunque no lo había dicho con tono de broma, los dos agentes sonrieron. – ¿Estás mejor?
Julián asintió.
- No aguanto a ese pendejo – contestó. – Y después de ver a tanta gente muerta por nuestra culpa, no podía aguantar sus gilipolleces....
- No es culpa nuestra – trató de animarle Sofía. – No les hemos matado.
- Ya, pero tampoco hemos hecho nada por evitar que mueran – replicó Julián.
- Poco podemos hacer si no sabemos los lugares de las invocaciones – dijo Sofía, encogiéndose de hombros y resoplando. Llegó el camarero con las cervezas y esperaron en silencio a que los sirviera y se fuera. – Atticus, ¿hay alguna forma de descubrir dónde será invocado el Cuarto Jinete?
- Debería – contestó el ente, después de ingerir la mitad de la caña de cerveza. – Los Cuatro de Dhalea sólo pueden invocarse en unos lugares concretos, no en cualquier esquina. Hay unas instrucciones para averiguar el lugar, con unas indicaciones, porque no es lo mismo estar en España, que en Francia, que en Colombia, o que en Satánix. Imagino que esas indicaciones generales te sugieren cuál es el lugar más indicado en cada país o en cada dimensión, ¿me seguís?
Los dos agentes asintieron.
- Pero no tenemos esas indicaciones – imaginó Julián.
- Claro que no – respondió Atticus, dando otro trago de cerveza. – E imagino que quien los esté invocando tampoco las tiene: habrá recurrido a alguien que pueda conseguírselas y estará siguiendo las instrucciones que le hayan facilitado.
- Ya....
- Vale, no tenemos esas indicaciones ni tenemos idea de dónde conseguirlas – enumeró Sofía. – Imagino que habrá que juntarse con gente o con entes nada recomendables para obtenerlas, así que descartamos esa solución. ¿Hay alguna manera de descubrir el lugar de la última invocación? Quiero decir, sin tener que seguir unas instrucciones previas.
- Descubriéndolo con magia, ¿es eso lo que quieres decir? – sonrió Atticus.
- Sí, bueno, o algo parecido. Julián y yo nunca nos hemos enfrentado a los entes con más magia que usar la plata, la sal de roca y los salmos que utilizamos en la agencia desde hace un par de veranos. Pero sabemos de compañeros que se han topado con algo de magia....
- Mi amiga Marta, sin ir más lejos – apuntó Julián. – Marta Velasco Iglesias: creo que la conoces.
- ¿Marta es amiga tuya? – se sorprendió Atticus. – No lo sabía: una gran mujer.
- Y una gran agente.
- Aprendió de Justo Díaz – dijo Atticus, con un gesto cómico.
- Fue mi compañera después de que Justo se jubilara – comentó Julián.
Atticus asintió y sonrió, con añoranza.
- ¿Entonces? ¿Hay algún medio mágico para averiguar el lugar de la cuarta invocación? – preguntó Sofía, sacando a Atticus de sus recuerdos.
- El padre Beltrán recurría a un ente llamado Jonás: era muy bueno prediciendo y encontrando lugares – comentó Atticus. – Pero está muerto.
Sofía y Julián le miraron en silencio. El ente parecía pensar.
- Pero quizá haya una posibilidad.... – dijo al fin. Los dos agentes se animaron, llenándose de esperanza. – Tenemos que darnos prisa, la invocación seguramente será esta noche y los Cuatro de Dhalea volverán a estar juntos. ¡Vamos! Hay que viajar....
Los tres se pusieron en pie y Atticus dejó un billete de diez euros sobre la mesa. Salieron de allí, caminando a toda prisa.
Se reunieron con los dos soldados al lado del Renault Koleos y Atticus les puso al corriente hablando rápidamente. Tenían que ir a Suances, un pueblo de Cantabria.
- Allí podemos encontrarnos con alguien que quizá pueda ayudarnos – dijo, con esperanza. Pero los cuatro humanos pudieron notar una nota de duda en las palabras del Guinedeo. – Hay que darse mucha prisa porque esta noche será la última invocación, seguramente.
- Ha sido una por noche durante los últimos tres días – le dio la razón Marcial Sánchez y Atticus le señaló con un gesto amigable.
- Por eso creemos que hoy es el último día.
- ¿Y cómo podemos acabar con esos demonios? – preguntó Arturo Inguilán. Atticus pudo notar por qué Julián no soportaba a aquel tipo: incluso en los momentos en que estaba serio, atento y profesional, sonaba chulesco y displicente. – ¿No servirá la plata, como con otros entes?
- La plata les herirá, desde luego, aunque no les matará – explicó Atticus. – Estos demonios son de los duros. Pero podemos evitar la última invocación e impedir que se reúnan. O frenarles lo suficiente hasta que su tiempo aquí se acabe.
- Si tienen hora de volver a casa, como la Cenicienta, no sé por qué nos preocupamos tanto ni vamos con tanta prisa – objetó Arturo Inguilán Sobrino.
Atticus le miró sonriente. Pero no era una cara simpática. Desde luego que no.
- Aunque tengan el tiempo justo, esos demonios han venido aquí para cumplir una venganza, para torturar y matar a alguien. Además, hasta que lo hagan pueden hacer todas las matanzas que les apetezca hacer: mira lo que han hecho hasta ahora tres de ellos – Atticus endureció su voz y su rostro para añadir: – Y no olvides que el último de esos Jinetes es la Muerte.



[1] Es una construcción difícil de traducir a nuestro idioma: “chupapollas” sería una traducción aproximada.