jueves, 25 de mayo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - 0

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La luz naranja de las ambulancias bañaba la arenisca de los monumentos, anaranjada ya por el tiempo y el aire. Lucas se preguntó por qué se fijaba en una estupidez tan grande, y supo perfectamente el motivo: estaba en shock.
El inspector Amodeo llegó hasta él, con el brazo derecho en cabestrillo. Le puso la mano sana en los hombros y el detective levantó la cabeza y la mirada, fijándose en él.
- No voy a preguntarte cómo estás – dijo Santiago Amodeo. – Ya lo sé. Sólo quiero saber si estás herido o si te has hecho daño....
Lucas negó con la cabeza. Santiago asintió, mirando alrededor, distraído. Había mucho jaleo delante de la Casa de las Muertes, igual que en otras partes de la ciudad, como por ejemplo el Patio de las Escuelas Menores. Había ambulancias y policías por todas partes y el juez Gutiérrez Alarcón tendría que pasar por muchos sitios aquella madrugada, para que se pudiera empezar con el levantamiento de los cadáveres. Había unos cuantos....
- Aun así sería bueno que te llevaran al hospital, a hacerte un chequeo o una revisión completa.... nunca se sabe....
Lucas asintió.
- Con palabras, por favor.... – el inspector temía que el detective cayera en un mutismo perenne a causa del trauma.
- Está bien. Iré al hospital – Lucas estaba muy cansado y la verdad era que quería que le miraran bien, no fuera que tuviera algo roto. La brecha de la ceja no le sangraba, pero necesitaría puntos con toda seguridad.
- Muy bien – dijo Santiago, más tranquilo. Dudó si seguir hablando, porque sabía que Lucas estaba preocupado por lo que para él era más importante, y quizá todo aquello no le interesara. – Por lo que sé Susana Ayuso está bien y Gerardo Antúnez también: ha perdido el brazo y está débil, pero bueno....
Lucas asintió. De verdad se alegraba de lo de los agentes de la ACPEX, pero en aquellas circunstancias no podía mostrar alegría. Era física y psicológicamente imposible.
Una sanitaria se acercó al policía.
- Inspector, tenemos que irnos al hospital....
- Sí, sí, voy con vosotros.
- ¿Y él?
Santiago Amodeo se volvió a mirar a su amigo y Lucas le miró también. Había mucho dolor y mucho desamparo en la mirada del detective, pero también mucha fuerza, y el policía lo vio.
- Él también va, pero cuando él quiera....
La sanitaria asintió, nada de acuerdo, pero conocía al inspector desde hacía años y respetó su decisión. Se volvió a la ambulancia con rapidez y Amodeo la siguió con más tranquilidad. Al cabo de tres pasos se volvió a mirar a Lucas.
- Oye, Lucas, sé que quizá no sea la persona con la que quieras estar ahora, pero si te quedas en Salamanca podemos hablar de todo esto, podrías explicármelo todo bien.... o podíamos hablar de cualquier otra cosa, de lo que necesites....
Lucas le sostuvo la mirada y no pudo evitar sonreír. Emocionado y agradecido. Sólo era unos quince años mayor que él, pero el inspector parecía una especie de tío que se preocupaba por él.
- Gracias, Santiago. No sé lo que haré, pero lo tendré presente – contestó, sincero. No podía prometerle algo que no sabía si iba a cumplir. Después se atrevió a añadir. – Y tú deberías salir del armario. Te iría mucho mejor, estoy convencido....
Santiago Amodeo Córcovas se quedó mirando a Lucas durante unos segundos, atónito, pero con cara de mus, sin saber qué contestar. Al final contestó lo que debía.
- ¿Cómo lo has sabido?
Lucas se encogió de hombros.
- Mi “anomalía”. Lo he visto....
Santiago asintió, sonriente, pero después arrugó el gesto.
- ¿Me estás diciendo que ser gay es ser un monstruo?
- ¡¡No, no, no!! ¡Ni mucho menos! – se sorprendió Lucas, que no había querido insinuar esa barbaridad. – Es simplemente que yo puedo ver la verdadera naturaleza de la gente, ya sean demonios camuflados de personas o policías gays que lo llevan en secreto.... – bromeó y Santiago sonrió con él. – ¿No hay nadie en el cuerpo que le interese?
- Sí lo hay – admitió el policía. – Pero es hetero....
- Una lástima – dijo Lucas, con una mueca.
Santiago y Lucas se miraron durante un instante más, como dos amigos recientes que se conocían mejor que mucha gente después de varios años. El policía suspiró antes de volver a hablar: tenía que decirlo, aunque doliese.
- Siento lo de Patricia, Lucas. De verdad....
Lucas asintió, con la garganta apretada. A él también le salieron lágrimas en los ojos.
- Gracias....
Santiago se acercó a él y lo abrazó con un solo brazo, acariciándole el pelo. Lucas se dejó acunar y lloró con tranquilidad. Al cabo de un minuto los dos hombres se separaron y se sonrieron con confianza. Santiago se separó de Lucas y caminó cansado hacia la ambulancia.
Lucas suspiró, mientras veía irse a su amigo. Santiago Amodeo era lo único bueno que había sacado de todo aquello.
Por suerte había terminado. No sabía si había terminado bien para alguien (quizá para Luis Miguel Tenencio Arias), o simplemente había acabado. Tenía la sensación de que había cumplido con su trabajo, pero con tantos muertos y heridos no parecía que lo hubiera hecho.
Se recostó contra la estatua de Miguel de Unamuno, miró al cielo negro lleno de estrellas donde la Luna llena empezaba a languidecer, pensó en Patricia y volvió a llorar.

* * * * * *

Con la llegada de las ambulancias y los coches de la policía la gente había vuelto a salir a la calle o a congregarse en las más céntricas y concurridas, precisamente en ésas en las que había habido tanto revuelo durante toda la noche. Alrededor de las ambulancias había muchos curiosos.
Entre esos curiosos apareció un hombre con traje. Caminaba con los hombros encogidos, como un poco encorvado, aunque mantenía una presencia imponente. Tenía brazos largos y manos finas y huesudas y llevaba el cabello negrísimo recogido en una coleta. Su cara era angulosa, con la nariz aguileña y los ojos de mirada intensa.
Nadie diría que todo aquello era un “disfraz”. Un camuflaje.
Zardino miró el barullo y sonrió, complacido. Notó el desconcierto y el cierto miedo que todavía aleteaba entre la gente y se sintió mucho más satisfecho.
Después miró al joven con el mono rojo y la ceja abierta y asintió, orgulloso.
Con la malévola cabeza llena de oscuros planes, algunos de los cuales con aquel chico involucrado, se alejó de allí, caminando tranquilamente.

* * * * * *

Ceferino Sánchez Pérez estaba ya en una camilla, esperando que lo subieran en una ambulancia y lo llevaran al hospital. Le habían vendado ya el brazo mordido y le habían asegurado que le harían radiografías y un TAC, para comprobar que no tenía nada roto.
Sentado en la camilla, esperando a los sanitarios, sujetándose el brazo mordido en el regazo, no paraba de mirar al cielo.
En concreto a la Luna llena.
Sentía una sorprendente fascinación creciente por ella....

martes, 23 de mayo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 25

- 25 -
(Arenisca)
El inspector Amodeo se removió en el suelo, aunque Lucas no esperaba ayuda de su parte. Se alegraba de verle moverse y escucharle gemir de dolor, pero el golpetazo que se había dado dejaba fuera de juego a cualquiera.
Así que no le dijo nada ni dejó de apuntar al monstruo con su pistola.
- Lucas.... – dijo Patricia, con voz estrangulada.
- ¡¡Suéltala!! – repitió. El hombre-lobo se volvió a mirar a Patricia, un instante, y después volvió a mirar a Lucas. Éste nunca hubiese dicho que fuera posible que un hombre-lobo sonriese, pero allí estaba ese monstruo sonriendo, de forma macabra. – ¡Está bien! Déjala y nosotros te dejamos a ti....
Lucas levantó las manos, dejando de apuntar al monstruo. No estaba seguro de que debía dejar al monstruo tranquilo, pero la verdad era que la noche estaba avanzada y al lobo le quedaba poco tiempo. Quizá el domingo por la mañana fuese capaz de encontrar al hombre, usando su “poder”: razonar con el hombre sería mucho más fácil, seguramente. Además en ese momento estaban en tablas y no se le ocurría de qué otra forma salvar a Patricia. Le temblaban las manos del miedo.
- Suéltala y nosotros dejamos de perseguirte – negoció. Patricia trataba de negar, con la garra del monstruo en el cuello, poniéndose morada. Lucas intentó no mirarla, para no ponerse más nervioso.
El hombre-lobo pareció dudar, mirando con cierta sorpresa en los ojos al detective. Meditó la oferta, parpadeando, mirando alternativamente a Patricia y a Lucas.
Entonces levantó la mirada, sonriendo con malignidad. A Lucas se le formó un nudo en la garganta. ¿Supo lo que iba a pasar antes de que pasara? Creía que no, pero después de que todo pasara tuvo la sensación de que lo supo.
El hombre-lobo torció la garra y le partió el cuello a Patricia, con un solo movimiento.
- ¡¡¡Nooooooo!!! – levantó la pistola, agarrándola con las dos manos, y apretó el gatillo, pero no disparó, porque se le habían agotado las balas en la Plaza Mayor, ahora lo recordaba. Aun así no dejó de apretar.
El lobo se giró hacia él, dejando caer el cuerpo muerto de Patricia, y se dispuso a atacar a Lucas. Éste estaba tan ofuscado que no sacó el florete o el pistón.
Entonces resonaron dos tiros, que le dieron al hombre-lobo en plena garganta, salpicando sangre espesa hacia las paredes y deteniendo en seco a la bestia. Lucas miró hacia atrás, viendo al inspector Amodeo tirado en el suelo, medio erguido para poder disparar, con la pistola reglamentaria en la mano izquierda temblorosa: el brazo derecho descansaba en el suelo en una postura rara. Después se volvió a mirar al monstruo, que trastabilló hacia atrás, sorprendido y dolorido, respirando dificultosamente, que llegó hasta el balcón destrozado y cayó fuera, dando una voltereta de espaldas sobre la barandilla.
- Rediós.... apuntaba al corazón.... – musitó Santiago Amodeo.
Lucas fue a por Patricia, sosteniéndola en sus brazos. Estaba flácida, sin fuerzas. No respiraba, no se movía, su cabeza caía hacia atrás de una manera antinatural, pero no tenía restos de sangre ni heridas. Parecía más dormida que otra cosa.
Pero Lucas sabía que estaba muerta.
- ¡¡Noooo!! – rompió a llorar, enterrando su cara en el pecho de ella. Estaba deshecho y no podía pensar con claridad. El inspector Amodeo, desde su rincón, no pudo decir nada, ni palabras de consuelo ni de pena: lloró mansamente, viendo a la pareja que se acababa de deshacer.
Lucas sollozó durante un rato, abrazado al cadáver de su novia, desconsolado, sin que nada en el mundo pudiese calmarle o separarle de ese lugar. Cuando escuchó ruidos en la calle y lo que parecían gañidos de perro, se dio cuenta de que sí había una cosa.
Se separó del cuerpo de Patricia, con la cara como una máscara teatral que simbolizaba la ira, gateó hasta donde estaba el inspector de policía y cogió su pistola repleta de balas de plata.
- Lucas, ¿qué....? – dijo Amodeo, mientras su amigo se ponía en pie, con cara sombría y la pistola en la mano, y caminaba hacia el balcón, asomándose a la calle. – ¿Qué vas a hacer, Lucas?
Lucas no contestó.
Vio cómo el hombre-lobo se alejaba por donde había venido, dejando más marcas de sangre en los adoquines de la calle. Caminaba como borracho, con una zarpa agarrándose la garganta herida.
Lucas sabía que aquella herida le habría dejado sin fuerzas, muy dolorido, pero vivo. Un hombre-lobo no moriría por un disparo así, aunque hubiese sido hecho con una bala de plata: sólo moría con un disparo en el corazón.
Y él tenía balas de sobra para hacer eso.
Se dio la vuelta, con la pistola apuntando hacia arriba, al lado de su cuerpo, sombrío, y bajó las escaleras de la Casa de las Muertes, para salir a la calle y seguir al monstruo. El inspector Amodeo le llamó desde la habitación, poniéndose de pie pesadamente.
- ¡Lucas! ¡No vayas tú solo! ¡No hagas locuras! ¡No dejes que la ira te guíe! ¡¡Lucaaaas!!
Llegó a la calle y siguió el rastro, viendo al lobo a lo lejos en seguida, más allá de la plaza Monterrey. El monstruo caminaba con paso rápido, aunque no iba a esa velocidad: trastabillaba mucho e iba de un lado a otro de la calle, como borracho. La acumulación de heridas y, sobre todo, los dos últimos disparos en la garganta, le habían dejado sin fuerzas. Iba a recargarse, a recuperar energía y fuerzas, y sólo se le ocurría un lugar donde podría hacer eso: el lugar donde había nacido.
Lucas iba tras él, sin acelerar el paso, como sonámbulo. No hubiese podido correr aunque quisiera, pues aunque su cuerpo estaba en la calle, a unos cincuenta metros del monstruo, siguiéndole sin descanso, tropezando a veces con algún adoquín, su conciencia y su mente estaban todavía en aquella habitación de la Casa de las Muertes. Repasaba una y otra vez aquella escena y en todas las revisiones él hacía algo que salvaba a Patricia. Seguía viva. Él actuaba, se ponía en medio, atacaba al monstruo, razonaba con él, hacía lo que fuese y Patricia seguía viva. Pero entonces recordaba que la había dejado muerta en el suelo de madera de la casa y volvía a empezar, a imaginar una nueva forma de salvarla. Y cuando se alegraba mentalmente de haberlo logrado, volvía a recordar que estaba muerta.
Y que el causante de su muerte estaba delante de él, a unos metros calle adelante.
Pasaron por entre la Casa de las Conchas y la iglesia de la Clerecía y el lobo giró entonces a la derecha, para volver a bajar por la calle Libreros. Lucas lo siguió. No había gente por la calle, se había ido retirando de aquella zona, espantada por toda la muerte que había sembrado el hombre-lobo y la cacería de sus perseguidores. Pasaron por delante de la fachada histórica de la Universidad (Lucas iba con la mente en otras cosas como para acordarse de buscar la rana sobre la calavera, que le daría suerte) y el lobo volvió a meterse en el callejón donde estaba la estatua de fray Luis de León. Lucas supo entonces que quería volver al Patio de las Escuelas Menores, aunque no entendía muy bien por qué quería hacerlo. Si su guarida estaba en la casa de las Muertes ¿por qué ir hasta allí? ¿Por qué cruzar media ciudad estando tan herido?
A Lucas le daba igual: iba a matarlo.
Entró en el Patio de las Escuelas Menores y vio que allí seguían los restos de la pareja que el lobo había matado aquella misma noche, hacía tan sólo unas horas. La policía no había aparecido por allí todavía, quizá por intercesión de Amodeo.
El hombre-lobo no había vuelto allí por los cadáveres, estaba claro, sobre todo porque no les había prestado atención: estaba en la parte del claustro opuesta a la entrada al patio, aporreando una puerta de madera, que cedía a sus golpes. Lucas se recordó que estaba herido y muy maltrecho, pero que seguía siendo una bestia muy peligrosa. Sin acercarse más, a la altura del pozo central, levantó la pistola de Amodeo con las dos manos y disparó al monstruo. En comparación con los silbidos sordos que emitían sus pistolas de aire comprimido, la pistola con balas de pólvora del inspector sonó como un trueno.
Le acertó en la espalda, tres veces. El lobo aulló de dolor, pero sin dejar de echar la puerta abajo. Lucas sabía que desde detrás era muy difícil alcanzarle el corazón, pero quería que se diese la vuelta, quería hacerle daño.
El hombre-lobo acabó rompiendo la puerta y echándola abajo y entonces se coló dentro, corriendo a cuatro patas, con rapidez y soltura. Lucas caminó entonces hacia él, deteniéndose un momento en el vano oscuro de la puerta que el monstruo acababa de tumbar y después entró en la oscuridad, siguiéndole.
Aquel lugar era la Sala de Exposiciones Patio de Escuelas. Era un lugar oscuro incluso cuando estaba abierto a las visitas, así que en ese momento era como una cueva (››oscura como boca de lobo‹‹, pensó Lucas, con cierta macabra ironía), sólo iluminada por las luces de emergencia que despedían un leve fulgor, más parecido a un fuego fatuo que a una verdadera luz para desterrar la oscuridad.
La sala de exposiciones era pequeña y en realidad sólo estaba allí para exponer un par de objetos. El más espectacular era una bóveda, colocada en el techo, en la que aparecían dibujadas muchas de las constelaciones del cielo del hemisferio norte, no como una serie de puntos y líneas, sino como una representación realista de lo que representaban las constelaciones.
Era una pintura de Fernando Gallego que representaba las constelaciones zodiacales de Leo, Virgo, Libra, Escorpión y Sagitario, junto con otras constelaciones como la del Boyero, Hércules, Hidra, el Centauro, la Crátera, el Cuervo, la Corona o la Serpiente. Además también podían verse las representaciones del Sol sobre una cuadriga tirada por caballos y la del dios Mercurio en un carro tirado por dos águilas. En la base de la pintura podían verse cuatro cabezas como representación de los cuatro vientos. La pintura estaba enmarcada por una inscripción en latín que decía: “Quoniam videbo celos tuos, opera digitorum tuorum; lunam et stellas, que Tu fundasti[1]
Había una rampa enmoquetada casi desde el arco de entrada a aquella sala, desde el recibidor del principio, una rampa que acababa en un “mirador” con un asiento enmoquetado desde el que poder admirar el Cielo de Salamanca. Lucas caminó por la rampa con pasos cortos, con la pistola en las manos, pero al ser el suelo negro y estar la estancia prácticamente a oscuras, no se diferenciaba el suelo del aire ni del techo. Llegó hasta la parte del “mirador”, tropezando casi con el asiento, parecido a un banco de cemento de un parque.
No había visto ni rastro del hombre-lobo.
Pero entonces, desde lo alto de la rampa, en aquella parte plana, vio bajo él al monstruo. En la sala a oscuras apenas podía verse nada, rácanamente iluminado todo con las luces de emergencia que “lucían” en la parte alta de las paredes, pero Lucas pudo ver al hombre-lobo gracias a su “anomalía” (su “don”, como decía Patricia). Lucía casi como si estuviera pintado con pintura fosforescente bajo la luz ultravioleta: una especie de aura delgada y fina lo rodeaba, con tonos azulados.
Justo bajo la bóveda con las constelaciones había una gran piedra, un cubo de arenisca que había pertenecido a la antigua biblioteca de la Universidad, como la bóveda que tenía encima. Era un bloque de arenisca amarillento, la misma piedra con la que se habían construido la gran mayoría de edificios monumentales de la parte histórica de la ciudad, que se volvía anaranjado por el hierro que contenía y su oxidación con el aire. El hombre-lobo estaba al lado derecho de aquel bloque de arenisca, poniendo sus manos sobre la roca, palpándola con urgencia y con deseo, desesperado.
Y entonces Lucas creyó comprenderlo todo.
Había visto ya algunos hombres-lobo en sus viajes y los había estudiado con un maestro que tuvo en Mongolia. Había muchas formas de que una persona fuese maldecida con el mal de la licantropía: la más sencilla era que los padres de alguien le repudiasen y le mandasen a vivir al monte. Otra forma, que a Lucas siempre le había parecido una putada, era nacer en noche de Luna llena siendo el séptimo hijo varón de una familia con sólo hijos varones: automáticamente te convertías en hombre-lobo con la primera Luna llena después de tu décimo cumpleaños. Otra forma era ser mordido por un hombre-lobo, claro estaba.
Y luego estaban las rocas malditas.
Un hechicero o un hombre-lobo muy poderoso podían pasar parte de su maldición a una roca, a una piedra consagrada. El primero que tocara esa piedra acababa maldito y
se convertía en hombre-lobo.
Aquella piedra había formado parte de una biblioteca, que después se transformó en capilla, así que quizá había sido consagrada. Lucas pensó en la cantidad de personas que podrían pasar por esa sala de exposiciones cada día y cuántas habrían admirado la piedra de cerca. ¿La habrían tocado? ¿Llevaría la maldición muchos años esperando en la roca o había sido vertida allí hacía poco tiempo?
En realidad le daba igual. Aquello era deformación profesional por ser detective. Tenía una pistola y tenía a tiro al hombre-lobo. Aquello era lo que importaba.
El monstruo seguía palpando y manoteando, quizá esperando que la piedra le curara o le diera nuevas fuerzas, pero era inútil. Claro que eso lo sabía Lucas, no el monstruo. Levantó la pistola y apuntó, disparando una sola vez. El disparo le acertó en el hombro al hombre-lobo, que se giró ligeramente hacia ese lado, con sorpresa en la cara.
Sus miradas se encontraron un instante: ira en el humano y sorpresa en el lobo. Justo cuando apretaba de nuevo el gatillo, Lucas pudo ver algo más, que lo desconcertó: resignación y gratitud.
El segundo tiro, con el hombre-lobo de frente y desde una posición elevada, acertó en el pecho de la bestia, en el corazón. El hombre-lobo gañó como un perro pequeño y sufrió un espasmo, que le sacudió toda la espalda y la cabeza. Cayó hacia atrás, sin un quejido ni un grito de dolor.
Lucas salió del estupor en que estaba desde la Casa de las Muertes, siendo consciente de lo que había pasado. Patricia estaba muerta y eso dolía. Pero había matado al hombre-lobo, su asesino, aunque pensó en la parte humana del monstruo y bajó corriendo la rampa, rodeándola para llegar hasta él. Encendió el pistón trifásico e iluminó la sala de exposiciones con la luz amarilla y verde.
El monstruo ya no estaba, o al menos no del todo. Empezaba a volver a su forma natural, a pesar de que era todavía de noche y la Luna seguía en el cielo. Su piel se volvía rosada y el pelo gris azulado del monstruo se desprendía rápidamente.
- No me jodas.... – dijo Lucas, al reconocer al humano. No había duda de que era Luis Miguel Tenencio Arias, el pobre hombre que lo había contratado para que encontrara al lobo y lo matara. Ahora entendía aquella prisa por que matara al monstruo, aquellas heridas en las muñecas de su cliente, por qué no recordaba su “encuentro” con el monstruo y por qué estaba tan asustado y desesperado porque Lucas acabara con el hombre-lobo. Todo había sido una llamada de auxilio, nada más. Su cliente lo miró un instante y Lucas volvió a ver la mirada de resignación y gratitud que había visto en el lobo hacía unos segundos. Luis Miguel Tenencio Arias sonrió y murió.
Lucas lo miró un instante más, de cerca, arrodillado junto a él, bajo las extrañas luces amarilla y verde de su pistón trifásico fotovoltaico. Después se puso en pie, hecho un lío. Trató de tragar saliva, pero tenía la garganta seca y pegada. No estaba muy seguro de por qué estaba así, si era por alguna de las partes o por la suma de todas ellas. Sin hablar, casi sin pensar, se dio la vuelta y salió de la sala de exposiciones.
Caminó por el Patio de las Escuelas Menores, aunque sólo fue capaz de dar unos pocos pasos. Después se derrumbó, cayendo sentado en la hierba del patio. Rompió a llorar, desconsolado, confundido y decepcionado.



[1] “Porque yo veré tus cielos, obra de tus dedos; Luna y estrellas que Tú fundaste”, salmo bíblico del Rey David.

viernes, 19 de mayo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 24

- 24 -
(Arenisca)



Ceferino Sánchez Pérez disfrutaba de una noche agradable como más le gustaba: fumándose un puro en una terraza de la envidiable Plaza Mayor de su ciudad, acompañado con un gin-tonic excelente y aromático. Pretendía fumarse uno y beberse otro con tranquilidad, despacio, sin prisas.
No pudo hacerlo.

* * * * * *

El hombre-lobo de Salamanca entró en la Plaza Mayor como un toro de lidia en el coso. Frenó deslizándose un par de metros sobre sus dos patas traseras, deteniéndose cerca del medallón que había en el suelo en el centro de la plaza, conmemorando el XX aniversario como Patrimonio de la Humanidad que la ciudad cumplió en 2008.
Aulló, arqueando la espalda y empinando el hocico alargado, llamando a la Luna, pidiéndole ayuda.
Estaba sangrando, estaba herido y estaba enfadado. Muy enfadado. Había recuperado fuerzas, había comido y se sentía saciado, pero quería comer más.
Aunque sólo fuera para seguir matando.
Tras su entrada en la plaza y su aullido potente al cielo, los humanos que había en la Plaza Mayor se levantaron de las sillas que ocupaban en las terrazas y salieron huyendo por todas las salidas que tenía la plaza. Habían empezado a correr rumores de que había un animal suelto en la ciudad, una especie de perro monstruoso: la gente lo había oído por la calle, de boca de otros que lo habían escuchado de otros que se lo había contado gente que lo había visto. Un rumor estúpido que se había extendido rápidamente.
Con la aparición del hombre-lobo en mitad de la Plaza Mayor, los rumores se volvieron hechos.
El monstruo observó con deleite cómo se alejaban corriendo los humanos, como huían como gallinas asustadas: él era el zorro y acababa de colarse en el gallinero.
Se lanzó corriendo a cuatro patas a por un macho adulto, muy pasado de peso, redondeado en su zona media. Le saltó al cuello, lo volteó y le arrancó la cabeza de un mordisco. Después le devoró la barriga de cuatro mordiscos bestiales, pero pronto lo abandonó: no le gustaban las presas muy grasas.
Observó a una hembra humana esbelta, atractiva, con un vestido de tirantes que le cubría justo hasta la línea de las nalgas: eran redondeadas y voluminosas, muy apetecibles. Corrió hacia ella, de nuevo a cuatro patas, alcanzándola con facilidad, a pesar de que la hembra corría para huir. Un macho se colocó entre la hembra del vestido y él, quizá para protegerla, pero le abrió el vientre de un zarpazo y le apartó a un lado. Mientras se le desparramaban las tripas por el suelo, el hombre-lobo se lanzó a por la mujer.
La mordió en la nuca, quebrándola el cuello y la dejó caer al suelo. Entonces retiró el vestido y la ropa interior, con movimientos torpes de las garras y se dio un festín con sus posaderas, sabrosas, abundantes y con el punto justo de grasa.
Los gritos de los humanos que huían sonaban a su alrededor, por toda la plaza.

* * * * * *

Entraron con la moto hasta la Plaza Mayor: no era momento de andarse con exquisiteces y de mirar con lupa las ordenanzas municipales en cuanto al tráfico.
Se bajaron de ella y Patricia le colocó la pata de cabra, para sostenerla en pie. Sacó de la alforja su escopeta y los tres fueron hacia el hombre-lobo.
En ese momento devoraba a una mujer, tendida de bruces en el suelo. Cuando los tres se acercaron sus orejas se movieron y se irguió, con el hocico manchado de sangre, mirándolos, sorprendido. Después gruñó.
Patricia apuntó con la escopeta y disparó, pero el lobo había saltado lejos de la trayectoria y no resultó herido. Saltó a cuatro patas por toda la plaza, haciendo zig-zag, escapando de los disparos de Patricia y de Lucas, que no le alcanzaron. Las armas de los dos se quedaron sin munición.
El inspector Amodeo dio entonces un paso al frente, sujetando el arma reglamentaria con las dos manos, frente a él. No era malo disparando y en aquel momento el policía pensó que debía demostrarlo.
- ¡¡Espere, inspector!! – chilló Lucas, sacando una “trampa cuántica” del bolsillo del mono. Pero el policía no escuchó. El lobo corrió hacia ellos, ahora que ya no disparaban, y se fue en línea recta contra el policía, que apuntó con serenidad y apretó el gatillo.
Clic.
No tenía balas. Recordó entonces que acababa de agotarlas en la casa de las Conchas.
El hombre-lobo sonrió mientras aceleraba su carrera, atravesando la mitad de la Plaza Mayor, en rumbo de colisión hacia el inspector de policía.
- ¡¡No!! – Lucas empujó al policía, quitándole de en medio, mientras sacaba el pistón trifásico del bolsillo. Activó una de sus funciones en el mismo momento que el lobo se echaba sobre él, con las garras por delante y las fauces abiertas. El pistón trifásico generó una burbuja de fuerza fotoprotónica, que lanzó a ambos por los aires, el monstruo al chocar con violencia contra ella y el detective al recibir el choque.
El pistón salió despedido de su mano y rebotó por los adoquines del suelo. Las pistolas de aire comprimido también estaban en el suelo, lejos de allí. El hombre-lobo se rehízo rápido y saltó a por él, aprovechando el momento.
Pero a Lucas le quedaba un arma.
“Desenvainó” el florete bañado en plata y le cruzó el pecho al monstruo, con un movimiento rápido, como un zarpazo. Una herida larga y estrecha se abrió en el pecho de la bestia, sangrando, como un golpe de látigo. Lucas se levantó y le lanzó otro ataque al monstruo, alcanzándole en el morro, abriéndole otro arañazo profundo.
El florete no estaba afilado, pero era tan fino que si el que lo usaba daba bien sus golpes, podía abrir heridas como un látigo. Y Lucas lo sabía usar bien.
El hombre-lobo rugió de dolor y de cólera, y trató de atacar con sus garras a Lucas, que se defendió y le hirió en los brazos. El lobo retrocedió. Estaba claro que con aquella “espada” no iba a matarle (a no ser que le acertara con el botón de la punta en el corazón) pero sí le hacía mucho daño.
Así que se dio la vuelta para alejarse allí.
De camino a la salida por el arco de la calle Prior se cruzó con Ceferino Sánchez Pérez, que trataba de huir de aquella matanza agachado y con discreción. El hombre-lobo no le dedicó mucha atención: no tenía tiempo para detenerse y menos por una presa tan delgaducha y escuchimizada como aquélla, así que se limitó a morderle en el brazo derecho, engancharle por allí y lanzarle lejos de su camino con un movimiento de la cabeza. Ceferino Sánchez Pérez cruzó parte de la envidiable Plaza Mayor de su ciudad por los aires, gritando asustado, antes de aterrizar sobre las sombrillas de una terraza, que por fortuna seguían abiertas a aquellas horas de la noche. Al menos amortiguaron el golpetazo que se dio contra las sillas metálicas de debajo.
- ¿Qué carajo es eso? – preguntó el inspector Amodeo, cuando Lucas se acercó a él para ayudarle a levantar del suelo, señalando el pistón trifásico fotovoltaico.
- Siempre hay que tener un as en la manga – contestó Lucas, agotado, mientras sacaba un nuevo puñado de balas de plata y se las entregaba al inspector. Éste recargó su arma con ellas.
- ¿Estás bien? – le preguntó Patricia, tomándole la cara con ambas manos. Lucas tenía un corte en la ceja derecha, por el choque con el hombre-lobo.
- No, pero hay que atraparle. Él también está jodido y no podemos dejar que se escape ahora....
Los tres trotaron detrás del hombre-lobo, siguiéndole por donde se había ido. No fue difícil seguir su rastro: sangraba por múltiples heridas y las manchas de sangre del suelo brillaban de una manera especial, fantasmagórica podría decirse, a los ojos de Lucas.
- Va al lugar del primer asesinato – comentó el inspector, con cierta sorpresa.
Y así fue: los rastros de sangre que Lucas fue capaz de encontrar con facilidad llegaban hasta la Casa de las Muertes. Ellos no lo sabían, pero el monstruo había vuelto a su guarida, al lugar donde se sentía seguro.
- ¿La Casa de las Muertes? – preguntó Patricia, al leer la escritura en la piedra anaranjada de la fachada.
- Es una antigua mansión de la ciudad – explicó Amodeo, recordando que había estado allí mismo hacía tres días y que se había fijado también en la inscripción: lo había tenido al lado desde el principio.... – A principios del siglo XIX murió una familia entera en la casa y años después, cuando vivía aquí una señorita de cierta aristocracia, apareció muerta en el pozo del patio. La gente le puso ese nombre a la casa....
- La puerta está abierta.
Sin dudarlo, Lucas entró en la mansión y los otros dos lo siguieron, con más o menos decisión. La casa estaba muy a oscuras, aunque entraba algo de luz de las farolas de la calle, en finos haces, por entre las rendijas de las ventanas y los huecos de las persianas y visillos. Lucas sacó el pistón del bolsillo ancho del mono y apretó otro pequeño botón: la luz verde y la amarilla se encendieron como si fuera una linterna. Era una luz rara, pero al menos veían dónde ponían los pies.
- En silencio – dijo Lucas, en un susurro. A su alrededor veía un montón de rastros paranormales.
La madera del suelo de la casa no estaba muy vieja, así que no gemía, pero andar por madera no es nada sigiloso, así que los tres caminaban con mucho cuidado, como si estuvieran pisando cristales. Sobre todo cuando subieron las escaleras de la casa, hasta el piso superior. Sus pasos cautelosos los llevaron a una habitación grande, con uno de los balcones que tenía la casa y daban a la plaza. Las puertas del balcón estaban rotas y abiertas hacia afuera, con los cortinajes volando hacia la calle. Lucas apagó el pistón trifásico, porque la luz de las farolas iluminaba perfectamente aquella estancia.
- ¡¡Aagghh!! ¡Qué asco! – musitó Patricia, al ver varios montones de piel humana y de piel de lobo, que estaban tiradas por los rincones, como pijamas olvidados.
- Aquí es donde se transforma – dijo Lucas acuclillándose ante uno de aquellos montones. Amodeo, por su parte, observó con detenimiento unas cadenas rotas que había amontonadas alrededor de una columna gruesa.
Habían bajado la guardia. Y lo pagaron.
El hombre-lobo salió de una habitación adyacente. Golpeó con el revés de la garra al inspector Amodeo, que voló hasta la pared más cercana, chocando con ella y cayendo al suelo desmadejado.
El monstruo después dio dos zancadas (caminaba a dos patas allí dentro) y agarró a Patricia por el cuello, levantándola un par de palmos del suelo y apoyándola de espaldas contra una pared. Se quedó así, mirando desafiante a Lucas, que lo apuntaba con una de sus pistolas.
- ¡¡Suéltala!!
El hombre-lobo sonrió, mostrando los colmillos.