lunes, 28 de agosto de 2017

Estrellas caídas (15 de 15)



La alegría del rey Namphamyl al recuperar a su hija perdida fue similar a la de ella al conocer a su padre. Alethes recordaba toda su vida al otro lado, pero con cada segundo que pasaba en el reino de Xêng y con cada nueva persona que conocía se sentía más en su casa. Era como tener dos vidas: recordar una y redescubrir la otra.
La Protectora de Estrellas devolvió todas al cielo, las de un lado de la cueva y las del otro. Ninguna estrella volvió a caer del cielo, ahora que ya estaba en su hogar.
Alethes se habituó rápidamente a la vida en el reino y al modo de vivir del palacio, aunque eso no significa que se volviese una estirada. Había crecido durante sus primeros quince años de vida de manera humilde, siendo una muchacha dulce, trabajadora y divertida, y así siguió siendo, aunque ahora vistiese elegantes modelos de princesa, llevase una sencilla corona de plata en la cabellera rizada y todos la tratasen con respeto y adoración.
Era la princesa Alethes, pero internamente seguía siendo Alicia, la chica de la posada.
No podía abandonar el reino de Xêng (no se atrevía, en realidad, no fuese a desencadenar otra vez la crisis de las estrellas caídas) pero recibía la visita de sus grandes amigos del otro lado. La princesa Alethes los consideraba sus hermanos, y de esa forma se los trataba en el reino de Xêng.
Rafael y Daniel se sentían un poco incómodos cuando iban a visitar a Alicia y todo el mundo les llamaba “alteza” o “majestad”, pero aceptaron con orgullo y agradecimiento las insignias que la princesa había mandado hacer para ellos. Con aquellas insignias se hacía público a todo el mundo la importancia que habían tenido los hermanos Rafael y Daniel durante la crisis de las estrellas y la recuperación de la princesa perdida.
Eran unas estrellas de latón, de brillante color amarillo.

viernes, 25 de agosto de 2017

Estrellas caídas (14 de 15)



Salieron al cabo de un rato al otro lado, al camino del Caldero. Rafael guio al caballo y dirigió el carro hacia Sauce. Allí también era de día y el cielo estaba azul, pero las estrellas que caían eran muy visibles. El camino del Caldero no estaba lleno de estrellas, aunque había algunas en las cunetas y en medio del camino: Rafael las pudo esquivar con poca dificultad, haciendo girar al caballo. Las ruedas golpearon a algunas, que rodaron hasta las cunetas, deteniéndose allí.
- Hay que darse prisa – comentó Tym, mirando con pena las estrellas del suelo.
Cuando los tres llegaron a Sauce, montados en el carro, el espectáculo en el pueblo era terrible: había agujeros en todos los tejados, algunos fuegos descontrolados, la gente chillaba por todas partes y corría en todas direcciones. Parecía que había cundido el caos en el pueblo, al fin. Las estrellas ya no eran bolas que olían bien y daban calorcito: la gente las veía como lo que en realidad eran, bolas de fuego que caían del cielo.
- No es solo eso – dijo Tym, después de los comentarios que habían hecho entre ellos. – La gente empieza a notar la pérdida de la magia. No saben lo que es, pero lo notan: eso los pone más nerviosos y hace que tengan miedo.
- Vamos a la taberna, rápido – dijo Rafael, saltando del carro. Daniel lo imitó y corrieron por la calle, seguidos de Tym, que iba más atrás, debido a sus piernas más cortas.
Se cruzaron con muchos vecinos, que salían de casa asustados, cargados con maletas o sacos llenos de sus pertenencias más importantes. Los dos hermanos trataron de convencerlos de que no se fueran de Sauce, que ellos iban a acabar con la crisis de las estrellas.
Pero era en balde: las estrellas seguían cayendo mientras ellos trataban de convencer a todo el mundo, haciendo ruido, rompiendo tejados y asustando a la gente. Algunas llegaban a quemar la paja de los tejados o la ropa tendida fuera, debido al calor que emitían. Los ciudadanos se turnaban entre tratar de huir de allí y apagar los fuegos.
- Vamos, dejadles – les dijo Tym, que les había alcanzado. – Acabemos con esto y de esa forma les ayudaréis mejor.
- A la taberna.
Los tres corrieron al gran edificio, que también tenía agujeros en el techo: por uno de ellos salía una estrecha columna de humo.
Entraron con mucho ímpetu en el local, vacío de clientes: toda la gente estaba entretenida con otras cosas. Las mesas y sillas estaban todas volcadas y fuera de su sitio. Había un fuego al lado de la barra: dos estrellas habían aterrizado o rodado hasta una silla ancha en la que colocaban, doblados y planchados, los manteles que usaban en las mesas en la hora de la comida. Estos habían ardido y la columna de humo gris salía de allí.
Una única persona estaba en la taberna, tratando de apagar aquel fuego (y otros cuatro, mucho más pequeños, que quemaban alguna silla o mesa solitaria): era Alicia, armada con un trapo que remojaba en la cubeta para fregar, con el que golpeaba los manteles, tratando de apagarlos del todo.
- ¡¡Alicia!! – le llamó Rafael. Daniel y él fueron hasta ella y la ayudaron a apagar los manteles.
- ¿Dónde estabais? ¡¡Lleváis fuera un montón de tiempo!! – les reprochó, una vez que el fuego estuvo apagado. Entonces se sentó en una silla chamuscada que había al lado, resoplando: la chica parecía cansada, pero a la vez llena de energía. Seguía con la piel apagada y ojeras, pero ya no parecía enferma.
- Nos ha ocurrido una cosa que no te vas a creer.... – le dijo Daniel. – Pero tienes que creértelo, porque eres la que lo va a solucionar.
- ¿Qué?
- Oye, Alicia, ¿ya estás curada? – le preguntó Rafael. – La última vez que nos vimos estabas en la cama, enferma....
- Sigo enferma – respondió. – O al menos eso parece, aunque ya no me encuentro tan mal como antes. Sigo teniendo como un peso en el pecho, que me hace tener una sensación de ahogo, pero estoy bien. Tuve que levantarme de la cama: alguien tenía que hacerse cargo de la taberna, vosotros habíais desaparecido.
- ¿Cuándo mejoraste? – preguntó Rafael, con intención.
- En el mejor momento, por lo visto: cuando las estrellas que caían del cielo llenaron el pueblo y espantaron a la gente – respondió la muchacha. – Entonces recobré la energía, aunque sigo sintiéndome un poco ahogada y mareada, como ya os he dicho.
Los dos hermanos se miraron. Rafael asintió y Daniel empezó a contarle toda la historia a Alicia: los dos sabían que el pequeño lo haría mucho mejor. Le explicaron por qué caían las estrellas, qué significaba ser la Protectora de Estrellas, la historia del bebé raptado, la implicación de la reina y del caballero de Gurfrait.... y que ella era ese bebé, era la hija de los reyes, era la Protectora de Estrellas.
- ¿Qué queréis? ¿Reíros de mí? – les reprochó Alicia, que siempre había querido saber quiénes eran sus padres y de dónde venía: aquel tema la ponía muy susceptible.
- Me temo que todo lo que le han contado es cierto, majestad – dijo Tym, acercándose a los humanos. Se había quedado casi en la puerta, durante el episodio de la extinción del pequeño incendio y durante la conversación de los tres jóvenes. Pero en ese momento creía conveniente intervenir. – Yo soy Tym, soy del reino de Xêng.
Alicia parecía aterrorizada por su aspecto.
- Sé que soy un poco extraño, pero soy una criatura de un reino mágico. Soy un....
- Yaugua – terminó la frase Alicia, con cara extraña. Los dos hermanos se volvieron a mirarla, sorprendidos.
- ¿Lo sabes?
- ¿Lo recuerdas?
- No lo sé.... Creo que es una mezcla de ambas cosas.... – dijo ella, con un hilo de voz.
- Habéis vivido aquí toda la vida y lo poco que supieseis de forma innata o lo que recordéis de vuestros tres meses de vida en Xêng habrá despertado al verme – dijo Tym. Luego rio. – O más bien al ver las estrellas caídas cerca de vos. Sois la Protectora de Estrellas por herencia de vuestro hermano, majestad: es normal que ellas os influyan.
- Entonces.... ¿todo es verdad?
- Todo – dijo Tym, apenado al ver la cara de susto de la muchacha. – Entiendo vuestro recelo y vuestro miedo, pero es cierto. Tenéis un padre que os quiere y os echa de menos, que nunca os ha olvidado a pesar del tiempo pasado. Y lamento deciros que también tenéis una responsabilidad, con vuestro reino y con los demás mundos. Las estrellas están cayendo del cielo y sólo vos podéis evitar que eso siga ocurriendo....
Alicia se levantó de la silla y dio unos pocos pasos por la estancia, en la que hacía calor y había algo de humo. Se acercó a una estrella caída, al lado de la pata de una mesa. Era del tamaño de una pelota con la que jugar a patadas y la cogió del suelo, con una mano: la sostuvo allí, notando su tacto, su calor, su olor y su peso. El color amarillo de la estrella se reflejó un instante en su rostro. Mientras, se escuchaban los gritos de la gente en la calle.
- No entiendo todo lo que decís, pero siento algo distinto dentro de mí cuando tengo esta estrella en la mano – dijo con voz serena. Después se volvió a mirarles. – Está claro que hay algo más dentro de mí y las estrellas tienen la respuesta. Quiero descubrirla.
- Sólo ellas pueden dársela, alteza, y sólo en el reino de Xêng: allí la magia está presente.
- Vamos, entonces.
Los cuatro salieron de la posada y corrieron por la calle hacia el carro que habían abandonado. Alicia llevaba la estrella todavía en la mano. Montaron en él y salieron de Sauce por el camino del Caldero, dejando atrás los incendios, el caos y la gente asustada que corría y gritaba por las calles.
En el camino del Caldero había más estrellas que antes, pero Tym conducía el carro con prisa, sin esquivar las estrellas. Éstas no se rompían, solamente rebotaban contra las ruedas, saliendo despedidas, rodando por el camino y las cunetas.
- Ya estamos cerca – señaló Tym con su mano de tres dedos: a unos metros estaba la entrada de la cueva.
- ¡¡Cuidado!! – avisó Daniel. Señalaba por delante y por encima de ellos y los otros tres miraron hacia allí. Tuvieron el tiempo justo de apartarse y saltar del carro, antes de que una estrella de gran tamaño les cayera encima. El carro se rompió en pedazos mientras ellos rodaban por el suelo, rebotando entre las estrellas. El caballo se encabritó, pero no salió corriendo.
- ¿Qué hacemos ahora? – se lamentó Tym.
- Alicia sabe montar – respondió Rafael, ayudando a la chica a ponerse en pie y a subir al caballo. Una vez arriba los miró, con cierta duda. – Corre, entra por la cueva. Nosotros te seguiremos.
- Sí, ve – le dijo Daniel. Tym la miraba con ganas.
- De acuerdo – dijo Alicia, sin tenerlas todas consigo. Tocó con los talones los costados del caballo, haciendo que se pusiera en marcha y luego le hizo ir más rápido con las riendas. Entró a todo correr en la cueva, agachándose sobre el cuello del caballo y corrió por el corredor de piedra, oscuro y largo. La estrella brillaba en su mano, mucho más fuerte que cuando otro la sostenía en la oscuridad, y gracias a eso se guio hasta el fondo de la cueva sin desviarse hacia las paredes de roca. Cuando vio al fondo la luz de la salida aflojó la velocidad, aunque acabó saliendo al aire libre bastante rápido.
Allí había una gran multitud. Alicia no sabía si la estaban esperando o no, pero la miraron asombrados y alucinados.
La estrella en su mano brilló con mucha más intensidad que en el interior de la cueva. Estaba incandescente, brillando con una luz amarilla muy potente. Alicia sabía que quemaba, aunque ella no notaba dolor en la mano. Miró a su alrededor, montada en el caballo y toda la gente a su alrededor (criaturas, monstruos y ciudadanos con aspecto de humanos) se postró ante ella.
La reconocían. Y ella se reconocía a sí misma.
En el momento en que entró en el reino de Xêng se sintió distinta y cuando vio brillar con luz amarilla la estrella en su mano, supo lo que era. Y supo cómo actuar.
Extendió más la mano, pero la estrella no rodó por su palma. Alicia se concentró en sus poderes (unos poderes que hacía unos minutos no sabía que tenía, pero que desde que volvía a estar en su reino sabía cómo utilizar) y mandó la estrella al cielo, que subió a un ritmo tranquilo pero sin pausa. La multitud a su alrededor emitió un grito de sorpresa.
Alicia (o Alethes, como recordó que se llamaba en aquel reino) miró al cielo, donde se veían caer docenas de estrellas. Alzó la mano hacia ellas y las detuvo en el aire, para después volver a mandarlas a su lugar de origen, cada una a su punto exacto en el firmamento.
La gente la vitoreó.
En aquel momento salieron de la cueva Rafael y Daniel. Jadeando por la carrera, vieron a Alicia (a la que conocían como una hermana) sobre el caballo, aclamada por los ciudadanos del reino, con una postura de poder y grandeza.
Los dos hermanos se miraron, sonrieron, y se postraron ante la princesa.

martes, 22 de agosto de 2017

Estrellas caídas (13 de 15)



Se hizo de noche cuando llevaban un buen rato caminando, cerca de tres horas, y como Popolalama no hizo amago de parar para dormir, Rafael no le dijo nada: quería salir de aquel infierno cuanto antes. Daniel estaba visiblemente cansado, pero Rafael le ayudó a caminar, para no tener que detenerse.
Popolalama pronunció una palabra, señalando hacia adelante con la antorcha que llevaba encendida en la mano. Rafael (que entonces llevaba a Daniel en la espalda, ya dormido) se acercó al Koai y miró lo que señalaba. Unos doscientos metros delante del recto corredor en el que estaban, en la pared derecha, se veía una abertura.
- ¿La salida? – adivinó Rafael. Popolalama le sonrió un poco más, con su amplia sonrisa blanca. Rafael echó a correr, con cuidado porque llevaba a su hermano a la espalda, pero sin detenerse. El Koai lo siguió, corriendo con soltura.
En efecto, aquella abertura era la salida del laberinto. Rafael salió a la hierba que cubría la isla Buy, sonriendo aliviado, jadeando con alegría. Allí cerca los esperaba media docena de Koai rodeando una hoguera de grandes proporciones. Tym estaba con ellos.
- ¡¡Tym!! – le llamó Rafael, mientras volvía a trotar, hacia el Yaugua.
- ¡¡Rafael!! – se asombró el hombrecito naranja. – ¡¡Lo encontraste!!
El Yaugua se puso en pie y se abrazó al chico. Daniel, se despertó un poco y Rafael lo bajó. Al ver a Tym el chico se despertó del todo y lo abrazó también.
- ¡¡Tym!! ¡¡Cuánto me alegro de verte!!
- Y yo también, amiguito, yo también....
- Tym, tenemos que irnos en seguida – le dijo Rafael, con seriedad. – Hemos encontrado a un caballero ahí dentro: era Zheon de Gurfrait, el caballero que raptó a la hija pequeña del rey. Por orden de la reina se llevó al bebé para protegerle, lejos de aquí, pero sigue viva. Sabemos dónde está la Protectora de Estrellas.
- ¡¿Qué?! – se sorprendió Tym ante tanta información. – ¡¿Cómo?!
- No hay tiempo para explicaciones – le cortó Rafael. – La Protectora de Estrellas está en nuestro pueblo, en Sauce. Vive cerca de nosotros y trabaja en la taberna: allí se llama Alicia y se ha criado con Daniel y conmigo. Mis padres la encontraron cuando yo era un bebé en la puerta de la taberna: eso me contaron siempre. Es como nuestra hermana.
- ¡¡Hay que ir a por ella!! – dijo Tym, con entusiasmo y con prisa. El pequeño hombrecito dio las gracias en su idioma a los Koais y después les pidió perdón por tener que irse tan pronto. Daniel y Rafael se despidieron de Popolalama y se abrazaron a él, eternamente agradecidos. El guía les sonrió, como siempre, y les despidió en su idioma.
Tym, Rafael y Daniel salieron corriendo de allí, llegando hasta la orilla del mar Interior. Allí silbaron con fuerza, llamando a Heyta el barquero, que tardó poco más de quince minutos en llegar hasta ellos.
- ¡Vaya! No esperaba veros tan pronto. Veo que sois uno más....
- ¿Hay algún problema con eso? – preguntó Tym.
- Ni mucho menos. Lo que me pagasteis a la ida cubre con creces el viaje de vuelta de tres de personas, e incluso de otras cien – dijo el barquero, con alegría. Estaba claro que la estrella con la que le habían pagado le había hecho rico, de alguna manera que los dos hermanos humanos no comprendían muy bien. Durante el viaje en barca, en plena noche, los dos hermanos le explicaron la historia de la Protectora de Estrellas a Tym y de cómo había sido raptada cuando era un bebé, quién lo había planeado y quién lo llevó a cabo. Tym escuchó con atención y sorpresa, a la luz de la pequeña estrella que Heyta había colocado en la proa de la embarcación.
Cuando llegaron a la orilla del mar Interior todavía era de noche aunque sólo quedaban un par de horas para el amanecer. Su carro seguía en su sitio, así que los tres se despidieron del barquero, montaron en el carro y siguieron su camino, azuzando al caballo.
Había muchas más estrellas en el suelo que los días anteriores. Vieron muchas cuadrillas de Yauguas y de campesinos humanos trabajando juntos para recogerlas. Los tres se dieron más prisa al ver que la tragedia se aceleraba. En el cielo oscuro (aunque por el este ya se iluminaba) vieron algunos trazos amarillos de estrellas que seguían cayendo.
- La gente de Sauce estará muy asustada – comentó Daniel.
- Tenemos que llegar cuanto antes – dijo Rafael. – Acelera, Tym.
- No sé si nos servirá de algo correr tanto para llegar a la cueva – dijo el Yaugua. – Lo más probable es que mis congéneres no estén dejando pasar a nadie. Habrá muchos ciudadanos asustados que querrán abandonar el reino de Xêng y el rey habrá decretado la prohibición de salir. No nos dejarán pasar....
Aun así chasqueó las riendas, haciendo que el caballo corriera un poco más. Rafael y Daniel se miraron, con preocupación: de nada les valía saber que Alicia era la Protectora de Estrellas si no podían llegar hasta ella.
Llegaron a la pradera de la cueva cuando el Sol estaba ya en el cielo. La hierba estaba sembrada de bolas amarillas y mientras ellos cruzaron la pradera vieron caer otra media docena más. Las estrellas rebotaban con sonidos sordos contra el suelo: tump, tump.
Había una gran multitud de criaturas a pocos metros de la cueva y un gran número de Yauguas que los contenían y retenían, para evitar que saliesen del reino de Xêng por la cueva. Había mucho barullo y mucho griterío. La tensión y el nerviosismo se podían notar en el ambiente.
- No vamos a poder pasar por ahí – se lamentó Tym.
- ¿Por qué? ¿Los Yauguas tenéis un invento para detener caballos que corren a todo galope? – preguntó Rafael, apartando a Tym y cogiendo las riendas, azuzando al caballo y haciendo que cargara contra la multitud y contra la cueva a toda velocidad. El carro voló sobre la hierba de la pradera, la gente gritó, los Yauguas les dieron el alto, todos se apartaron cuando el carro se echó sobre ellos y al final los tres acabaron entrando en la cueva arrastrados por el caballo, que al meterse en un sitio tan oscuro bajó su velocidad. – ¡¡Arre, chico!! ¡¡Arre!!
Rafael lo azuzó de nuevo y el caballo no se detuvo, aunque avanzó por la estrecha y larga cueva al trote. Los gritos de los Yauguas y de los ciudadanos que también querían entrar en la cueva se quedaron atrás poco a poco, como la luz del Sol.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Estrellas caídas (12 de 15)



El caballero calló, tras su historia. Rafael la había escuchado con atención, pero se había quedado con un detalle que, al menos para él, era muy importante.
- Ejem.... ¿Hija? – preguntó, asombrado. El caballero tardó unos segundos en comprender a lo que se refería.
- ¿Eh? Sí, sí, eso es. El segundo príncipe no era tal, era una princesa – explicó. – Por eso digo que vuestro hermano no puede ser el Protector de Estrellas, porque el segundo hijo del rey Namphamyl y la reina Wlenda en realidad era una hija: la princesa Alethes.
Rafael se quedó atónito. Estaba claro que su hermano era su hermano (en su fuero interno lo hubiese sido aunque en realidad fuese el heredero de aquel reino) y que el Protector de Estrellas (Protectora, se corrigió) era otra persona.
Pero es que creía saber quién era. ¿Qué persona que él conocía era una chica, tenía quince años y había vivido en la taberna? Rafael no tenía duda.
- Antes ha dicho que conocía a mi hermano, que lo había visto en el laberinto – se dirigió al anciano, con prisa. Temía que, si tardaba demasiado, lo que había deducido no fuese real. – ¿Sabe dónde está exactamente? Ahora tengo que encontrarle con más razón que antes.
- Sí, claro que lo conozco: antes me había hecho el loco, porque le tengo aprecio y no quería que cualquiera se acercara a él, a saber con qué intenciones – dijo el anciano caballero. – Es un buen chico y se ha portado muy bien conmigo: antes de que él llegara no había comido en un mes, hasta que él me ha traído moras y ha cazado alguna rata para mí. No se merece estar aquí.
- ¿Y dónde está? – preguntó Rafael.
- Duerme dos garitas más adelante, en aquella dirección – señaló el anciano. – Sin cambiar de galería, aunque veas muchas otras opciones. Aunque puede estar por ahí deambulando, no lo sé....
- ¡¡Gracias!! – dijo Rafael, corriendo en la dirección que le había indicado el anciano. La segunda garita estaba a un kilómetro, más o menos, y Rafael hizo todo el recorrido corriendo a galope de caballo. – ¡¡Daniel!! ¡¡¡Daniel!!! – gritó antes de llegar, cuando ya estaba cerca.
La alegría que le rebosaba creció un poco más cuando su hermano (un poco sucio y con aspecto cansado, pero a simple vista bien) salió de la garita que le había indicado el anciano caballero. Antes de que Daniel pudiera reaccionar, Rafael llegó hasta él y le abrazó con fuerza, levantándole en volandas y dando círculos con él.
- ¡¡Rafael!! ¡¡Estás aquí!! – se sorprendió Daniel, llorando de alegría.
- Perdóname Daniel. Perdóname: tenía que haberte hecho caso desde el principio. Tú tenías razón. Tenías razón en todo....
- Claro que te perdono.... – respondió Daniel, cuando su hermano lo puso en el suelo. Estaba un poco azorado. – No es para tanto. Tú sí que has hecho algo enorme por mí, viniendo a buscarme....
- No iba a dejarte aquí – dijo Rafael, con decisión. – Y ahora vamos a salir del laberinto.
- Es imposible....
- No. Tengo un guía esperándonos: él sabe salir.
- No, quiero decir que no puedo. El rey me encerró aquí porque creyó que yo había matado a su hijo o que había mandado que le mataran – dijo Daniel, sin tenerlo muy claro. La verdad era que su encarcelamiento no tenía mucho sentido y se debía sobre todo al enfado del rey Namphamyl. – Si salgo de aquí sin su permiso no sé qué podrá hacerme....
- Por lo que Tym me ha contado, la cárcel real es un laberinto para que si alguien encuentra la salida pueda irse libre. Sus crímenes o penas ya han sido pagados si es capaz de escapar de este laberinto....
- ¿Tym está contigo? – se alegró Daniel.
- Sí. Si no hubiese sido por él no te habría encontrado. Ha hecho todo lo posible por ayudarte – explicó Rafael. Después abrió los ojos, dándose cuenta de algo. – ¡Y nosotros podemos ayudarle ahora!
- ¿Cómo?
- ¡¡Ya sé quién es el Protector de Estrellas!! – dijo Rafael, animado. – Tenemos que ir a buscarla para que vuelva al reino de Xêng y las estrellas dejen de caer del cielo....
- ¿Sabes quién es?
- Y tú también: es Alicia – dijo Rafael. Daniel se quedó asombradísimo, pero cuando su hermano mayor le contó toda la historia que el anciano caballero le acababa de contar, el pequeño llegó a la misma conclusión.
Los dos hermanos corrieron cogidos de la mano, de vuelta por el camino que Rafael había recorrido hasta allí. Pasaron de nuevo por la garita en la que “vivía” el anciano caballero y Daniel quiso detenerse.
- Me ha ayudado durante estos días en el laberinto – dijo el niño. Después se dirigió al anciano, entrando con él en la garita. – Caballero, syr Zheon, señor, nos vamos del laberinto....
- Y me alegro con locura, Daniel – le contestó el caballero, con una sonrisa sincera. – Este sitio no es lugar para un muchacho tan honorable como tú....
- Venga con nosotros: podemos sacarle de aquí – ofreció el chico. El caballero negó con la cabeza.
- Estoy donde debo estar. He envejecido prematuramente aquí dentro durante estos doce años y aquí voy a morir. Me merezco mi castigo, aunque no sea una mala persona, Daniel. Ve con tu hermano, salid de este horrible lugar....
- Está bien – dijo el pequeño, aunque sentía que el anciano se quedase allí para morir. Rafael le había contado la historia y sabía lo que había hecho el caballero en el pasado: había sido con la mejor intención, pero para el código del honor de un caballero era un crimen terrible.
Los dos siguieron su camino, dejando atrás al caballero, que los vio irse. El anciano sabía que los hermanos podían traer de vuelta a la Protectora de Estrellas, así que sonrió, a pesar de su penosa situación. A pesar de todas sus desgracias, el plan que había llevado a cabo hacía años (por orden de la reina) había acabado dando resultado.
Rafael buscó las marcas que había ido dibujando en su viaje de ida y las siguió hacia atrás, tomando muchas precauciones de leerlas bien, sin equivocarse. Un solo error haría que se quedaran allí dentro para siempre. Y dado que eran los únicos que sabían dónde estaba la Protectora de Estrellas en realidad, ese “siempre” podía ser poco tiempo: las estrellas seguirían cayendo, el reino de Xêng perdería su magia y se consumiría y su propio mundo podía sentir las consecuencias.
Después de un par de horas de trote, sin parar (solamente para mirar con detenimiento las marcas en las paredes), doblaron un recodo y llegaron a un corredor ancho y largo.
- ¡Es por aquí! – dijo Rafael, animado. Creía recordar que al final de aquel pasillo estaba la plaza redonda en la que se había separado de Popolalama. Los dos hermanos echaron a correr, animados. Pero entonces, por sorpresa, una tarántula enorme, con el cuerpo cubierto de pelos y las ocho patas tapando toda la anchura del pasillo, salió de un vano estrecho que había a un lado. Los dos hermanos resbalaron sobre el suelo, al frenar, espantados.
- ¡¡Aaaaahh!!
Rafael levantó del suelo a su hermano pequeño, pensando cómo podían salvarse. La araña se acercó a ellos, con rapidez. No podían huir y no tenían nada con lo que defenderse.
Entonces escucharon un chasquido y la araña gruñó, con un sonido agudo y doloroso. Los dos hermanos se taparon las orejas con las manos, para no tener que oírlo.
La araña se giró y volvió a meterse por el hueco por el que había salido, con prisa. Goteaba una sangre granate muy espesa. Rafael y Daniel pudieron ver una lanza que sobresalía, clavada, en la parte trasera del rechoncho cuerpo de la tarántula enorme.
Era la lanza de Popolalama.
En efecto, el Koai llegaba corriendo desde el otro lado del corredor, sonriendo ampliamente al ver a los dos muchachos. Había visto la tarántula desde lejos y había oído chillar a Daniel, así que atacó con su lanza desde lejos, espantando a la araña y salvando a los hermanos.
- Hermano – dijo el Koai señalando a Daniel nada más llegar hasta ellos.
- Eso es. Es mi hermano – contestó Rafael. Aunque Popolalama no hablaba su idioma le comprendió y saludó con alegría y respeto al pequeño Daniel. Después hizo un gesto con el brazo y emprendió la marcha por el laberinto, siguiendo el camino que conocía para salir de él. El Koai avanzaba con mucha seguridad.