jueves, 30 de agosto de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - 0


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En el exterior de la cueva, las tres supervivientes de la familia Carvajal Sande (aunque en realidad ninguna de las tres tenía sangre Carvajal en sus venas) estaban frente a las llamas que, sin ninguna explicación lógica, seguían ardiendo y llenando la caverna y la galería interiores.
Sólo Lucas sabía que lo que ardía, el combustible que seguía alimentando el fuego, eran la esencia y los restos del demonio llamado el Amo.
Lucas tenía pendiente investigar quién era ese demonio que respondía a un sobrenombre tan poco concreto, qué poderes tenía, de dónde venía y por qué Felipe Carvajal Roelas había creído que iba a poder ayudar a su familia y sacarla del olvido y de la ruina (llegando incluso a convencerlos a todos de aquella demencia) aunque era un trabajo que desde luego podía esperar. En aquel momento eran más importantes otras cosas.
Doña María Rosa Sande seguía en brazos de Sandra, desmayada y descansando. La herida del balazo ya no sangraba y tenía el pulso firme y fuerte: Lucas no temía por su vida, aunque era evidente que tenía que ir a un hospital, ya había llamado a una ambulancia. Sofía, abrazada a su madre y a su hermana mayor lloraba desconsolada, aunque no asustada: la tensión y el miedo acumulados durante las últimas horas se habían desbordado, sobre todo cuando se sintió a salvo, después de salir de la cueva acompañada de Lucas. Sandra lloraba también, más mansamente, impactada por lo sucedido pero aliviada porque su hermana pequeña se hubiera salvado. Lucas estaba convencido de que la mujer todavía no estaba segura de cómo sentirse por la pérdida de su padre, sus hermanos y demás familia.
El detective había llamado por teléfono al 112 y después se había puesto en contacto con Atticus (llamando al teléfono de Francisco Pizarro) y con su amigo Santiago Amodeo: el primero le había tranquilizado desde el hospital, por el estado del maestro, y el inspector de policía le había asesorado y explicado cómo informar y hacer público todo aquel embrollo que tenía entre manos. Lucas suspiró con alivio tras las dos llamadas.
Después de dejar a las tres mujeres que se relajaran solas, se acercó con paso tranquilo a ellas, carraspeando para llamar su atención.
- Sofía, tengo que hablar contigo antes de que lleguen las ambulancias – dijo, con voz suave y cortés. Sandra le miró, algo alarmada, pero una leve negación de Lucas le dejó claro que no le iba a contar el secreto que guardaba doña María Rosa Sande: que Sofía se enterase de su ascendencia sería sólo deseo de ellas. – Hay algo que quiero decirte.
Sofía apartó su cara del pecho de su hermana y miró al detective. Tenía los ojos llorosos y una mueca de susto y pena que tardaría en desaparecer.
- Dime.
- Mejor hablemos a solas....
Sofía se puso de pie y acompañó al detective. La chica no se había quitado el camisón medio quemado, pero iba tapada con una manta que habían cogido del Bentley aparcado allí al lado (después de que Lucas rompiera una ventana de un disparo). Después de unos pasos, alejándose de Sandra y su madre inconsciente, pero todavía en un lugar donde podían sentir el calor del incendio de la cueva, se detuvieron y se miraron cara a cara.
- Sofía, verás, tengo que contarte algo sobre tu familia. Esos de dentro de la cueva no eran tu familia – empezó Lucas haciendo que Sandra lo mirara otra vez inquieta desde lejos, pero al escuchar el resto del discurso se sintió aliviada. – Ya no eran tu padre y tus hermanos. Estaban....
- ¿Poseídos? – tembló Sofía.
- No, no como te pasó a ti – explicó Lucas, sabiendo que recordarlo sacudiría a la chica, pero que también era bueno que se acostumbrase a ello. – Pero estaban confundidos, como hipnotizados.... engañados por una especie de magia.
- ¿Qué magia?
- La desesperación – contestó Lucas, rotundo. – Fueron engañados, creyendo que hacían lo correcto. Pero ten por seguro que no eran tu familia: tu padre o tus hermanos nunca te hubieran hecho eso....
Sofía asintió, llorando otra vez, tranquilamente, y Lucas supo que su mentira había funcionado.
- Ahora ya no están....
- No – asintió Lucas, apoyando sus manos en los hombros de la chica, haciendo que volviese a mirarlo a la cara. – Pero verás, Sofía, te voy a contar una historia. Cuando tenía más o menos tu edad, yo perdí a mi padre – Lucas se tomó un momento, para tragar saliva y coger fuerzas. – Mi padre trabajaba para una agencia que investigaba.... eventos como los que investigo yo ahora. Pero él lo hacía en equipo. Un año, el verano que yo cumplía quince, estando de vacaciones, mi padre no pudo dejar que sus compañeros se enfrentaran solos a una serie de espectros, cerca de donde veraneábamos, así que fue hasta donde ellos estaban para ayudarlos. Yo le seguí, un poco cabreado y molesto porque fuese a “trabajar”, estando con mi madre, mi hermana y conmigo de vacaciones.
Lucas miró a la caverna en llamas y suspiró. Sofía no le quitaba ojo de encima.
- Mi padre murió aquel día y yo fui testigo de algo horrible, que me cambió. Desde entonces puedo ver a los entes y criaturas escondidos, puedo ver la maldad oculta en algunos seres humanos. Puedo ver lo fantástico y sobrenatural detrás del velo de la realidad. A menudo es horrible, pero a veces.... a veces puede ser muy útil. Como para ayudarte a ti.
Sofía sollozó y se limpió una lágrima de la mejilla.
- Cuando mi padre murió, estuve muy mal durante unos años – siguió Lucas. – Triste, apático, indiferente, descontrolado.... pero con el tiempo aprendí a sobrellevarlo y a vivir mi vida. No te digo que olvides a tu familia, pero recuerda que tienes una madre y una hermana, que también han perdido a todos sus seres queridos, pero con las que puedes estar juntas. Yo recuerdo a mi padre todos los días, pero me pasa igual que a ti: tengo una madre y una hermana que no dejan de estar a mi lado.
Sofía asintió, limpiándose las lágrimas de la cara, con cara triste, pero al mismo tiempo espléndida.
- Muchas gracias, Lucas.
El detective tuvo que contener sus lágrimas, y logró hacerlo sonriendo a la chica. Después abrió los brazos y dejó que ella tomara la iniciativa, abrazándose los dos con fuerza.
- De nada – le contestó, cuando sus cabezas estaban muy cerca una de la otra. – Y no olvides que estoy al otro lado del teléfono, siempre que me necesites....
Estuvieron un buen rato abrazados y después se separaron, con naturalidad. Tranquilos y serenos volvieron con la madre y la hermana de Sofía. Ésta se sentó con ellas y Lucas se quedó de pie, un poco retirado pero cerca, para darles cierta intimidad. Sandra se volvió a mirarle y le sonrió, en un rostro cansado y devastado por el dolor, pero agradecido.
- Gracias – le dijo, en voz muy baja, casi sin pronunciarlo, solamente formado con los labios. Lucas asintió y le devolvió la sonrisa. Después volvió a mirar las grandes llamas que seguían asomando de la cueva.
Había estado a punto de darles las gracias tanto a Sofía como a Sandra, pero al final no lo había hecho. Las dos hermanas le habían ayudado mucho, sin saberlo, en un momento muy malo para él, y gracias a su confianza y a su interés en él le habían hecho reflexionar sobre su trabajo, su vida y su momento. Darles las gracias habría implicado explicarles toda su historia, su amor hacia Patricia, su pérdida.... y no le apetecía hacerlo en aquel momento, que no era el adecuado.
Ya les daría las gracias en otro momento, más adelante. Y les explicaría toda la historia.
Sin tristeza y sin lágrimas, pero con nostalgia, pensó vivamente en Patricia, llevando su mirada al cielo negro, cubierto de estrellas.
Lucas no estaba feliz, pero estaba bien.
Y con eso, por el momento, se conformaba.

* * * * * *

Escondido tras unos arbustos bastante densos fue testigo de la llegada de las ambulancias, que se llevaron a las tres mujeres. El otro, el jodido detective, se quedó allí a la espera de que llegara la policía, en un coche patrulla con las luces azules iluminándolo todo a ráfagas. Interactuó con ellos unos instantes y después montó en el coche, junto con doña María Resurrección Sande, que estaba esposada y detenida. Supuso que se la llevaban a comisaría y el detective iba a hacer su declaración.
El chófer de los señores Carvajal Sande se permitió una sonrisa: imaginaba a qué comisaría iban a llevarlos y sabía dónde estaba.
Con un poco de suerte esa misma noche, unas horas después, podría colarse y llegar a cualquier dependencia, tanto los calabozos como las salas de interrogatorios.
Y una vez que supiese dónde tenían metido al jodido detective, se cobraría su venganza.
Su dulce y despiadada venganza.

lunes, 27 de agosto de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Capítulo 25


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(Granito)

Si desde Cáceres a Navaconcejo el Twingo había volado por la carretera, ahora de camino a la mansión Carvajal-Sande iba como un cohete a ras de suelo. Lucas superaba con mucho el límite de velocidad, con las largas puestas y las luces del techo conectadas, girando sin parar, iluminando la noche con ráfagas rojas. Al girar en una esquina muy cerrada de Cabezuela el Twingo pasó bajo una señal de ceda el paso, golpeando contra las luces giratorias del techo: el ruido de cristales rotos le indicó a Lucas que volvía a tener una luz fundida, después de que Víctor las arreglara en verano. Sin importarle mucho, siguió conduciendo.
Lucas se insultaba interiormente y daba golpecitos en el volante, a medias nervioso y a medias cabreado. Por su culpa Sofía estaba en aquella situación, si es que todavía no se había realizado toda la ceremonia y la posesión. Llevaba demasiado tiempo sin trabajar, sin estar en la brecha, y había sido descuidado, negligente y poco profesional. Con cierta dejadez y frivolidad (ahora se daba cuenta) había llevado aquel caso, y aunque había conseguido hacer averiguaciones y tenía muchos hallazgos, había sido demasiado tarde. Sofía podía salir mal parada.
Además, se había equivocado con la forma de proceder: ir a Cáceres no había sido una gran idea, aunque algo había sacado en claro. Y por otro lado, sus temores sobre el remedio para el gorgodion semnpta se habían confirmado: curar a la niña era lo correcto, pero al haberlo hecho los malnacidos de su familia que querían usarla como método de entrada del demonio tenían ahora vía libre.
Lucas sabía que, en realidad, todo lo que había hecho era correcto, y que si el final hubiese sido distinto ahora no se estaría mortificando, pero dada la situación en la que se encontraba (engañado por Gerardo Moríñigo, con el maestro Francisco Pizarro herido de gravedad y Sofía en paradero desconocido a punto de ser poseída definitivamente) no podía evitar culparse de todo.
Atronando la tranquila noche con el ruido del motor acelerado Lucas recorrió todo el camino hasta la mansión, entrando en los terrenos a demasiada velocidad, frenando y derrapando frente a la entrada, sin molestarse en ir a aparcar a la dársena cubierta que había en el lateral. No tuvo problemas para dejar el Twingo, ya que en la fachada no había aparcado ningún coche. Aquello era mal síntoma.
Si no había ningún coche de la familia en la mansión era de suponer que todos estaban en el inminente aquelarre. Lucas esperaba que sólo unos pocos fuesen los implicados en aquella abominación.
Deseando equivocarse, Lucas salió del coche (que había quedado torcido respecto de la escalera de entrada) y corrió exhalando bocanadas de vaho hasta la puerta de entrada, que aporreó con ganas.
- ¿Qué desea?
- ¡¡Venancio!! Menos mal que estás aquí – Lucas sonrió al ver al hierático mayordomo, colándose dentro cuando le abrió la puerta. – Necesito ver a Sofía, inmediatamente.
- La señorita Sofía no está – contestó el flemático mayordomo, cerrando la puerta y volviéndose a mirar a Lucas, sin inmutarse.
«Mierda» pensó Lucas.
- ¿Y el señor Carvajal o la señora Sande? También podría hablar con la señorita Sandra....
- Los señores están fuera, con su hija pequeña: han ido a una celebración navideña de una fundación benéfica – explicó el mayordomo, sin dar muchos detalles. – La señora Sandra Herminia no está en casa.
- ¿Ha ido con sus padres y su hermana? – a Lucas se le encogió el estómago.
- No, señor Barrios. Está fuera, por su cuenta, pero no sé dónde.
Lucas se quedó sin preguntas, dándole vueltas a la cabeza, pensando en qué podía estar pasando. Gerardo había insinuado que parte de la familia estaba detrás de los intentos de posesión a Sofía, pero no tenían por qué ser todos. Quizá era cierto que los padres de Sofía se la habían llevado a aquella celebración navideña: si la chica se había tomado las infusiones que Demetrio Pastor de la Paz le había prescrito posiblemente a aquellas alturas estaría ya curada, así que sus padres podrían haber pensado que salir de una vez de aquella casa le sentaría bien a su hija. Pero si estaba ya sana, estaba en peligro y podría ser víctima al fin de la posesión. Tenía que encontrarla.
- ¿Dónde era ese evento benéfico? – preguntó Lucas, volviéndose a mirar a Venancio. – Es necesario que esté junto a la señorita Sofía inmediatamente, por su bien.
- No lo sé, señor Barrios. No me han informado de ese detalle – contestó Venancio, y algo raro en su mirada escamó a Lucas. Disimuladamente se alejó de él, adentrándose en el vestíbulo, de espaldas.
- Déjeme ver la agenda del señor Carvajal, en su despacho, para ver el lugar. Ya le digo que es muy importante que vaya allí con ellos.... – Lucas se dio la vuelta, con rapidez, y después caminó por el vestíbulo hacia la escalinata, con paso vivo.
Pero no llegó a avanzar mucho.
Venancio llegó hasta él con rapidez y sigilo y lo agarró por la mochila que llevaba a la espalda. Lucas dio un respingo, sobresaltado, y cuando trató de zafarse no pudo, porque el mayordomo le había hecho girar, tirando de su mochila, lanzándole contra una de las paredes. Venancio se colocó de tal modo que le impedía llegar a las escaleras.
- No puedo dejarle pasar – dijo, sin alterar el tono de voz.
- Tú también estás implicado – dijo Lucas, que al final había tenido que hacer públicas sus sospechas, ante la evidencia. – No me lo puedo creer....
- No puedo dejarle salir de la casa – dijo Venancio, sacando un cuchillo estrecho de la espalda. Era más bien una daga, parecía antigua, aunque muy bien conservada y cuidada. Quizá era parte del patrimonio de la casa Carvajal o de la Sande.
- No me jodas.... – musitó Lucas, alucinado ante la escena que tenía delante. Pero no tuvo tiempo para asombrarse mucho más ni para pensar, porque Venancio se lanzó hacia adelante y le tiró un tajo, que falló por mucho pero hizo que Lucas reaccionara.
Caminó hacia atrás, alejándose del mayordomo, de vuelta hacia la puerta de la mansión. Venancio lo siguió, con la daga en la mano, tanteando su defensa, viendo por dónde podía atacar.
- ¿De verdad quieres matarme, Venancio? ¿Ésas son las órdenes que has recibido? – le increpó Lucas, tratando de ponerle nervioso. Dado que no tenía a mano su florete bañado en plata (se había quedado en el Twingo, Lucas se insultó mentalmente) la única manera de salir de aquella situación era desestabilizar a su atacante, hacer que atacase con precipitación y aprovecharse de ello. Mientras Venancio se acercaba, con la cara seria y vacía de expresiones, Lucas se desembarazó de la mochila y la puso ante el pecho, para usarla a modo de escudo.
Venancio, a pesar de su edad y de su habitual solemnidad y ahorro de gestos, dio dos pasos largos, casi como si estuviera bailando, y llegó hasta Lucas, lanzándole dos tajos horizontales con la daga. Lucas los esquivó con aparente dificultad. El mayordomo entonces, aprovechando que estaba sobre el detective, se lanzó a fondo, para clavarle la daga en el vientre.
Pero Lucas había interpuesto la mochila entre ambos y la estocada se la llevó la lona. Ahora fue el turno del detective de aprovechar la proximidad del mayordomo: soltó la mano derecha de la mochila que le había salvado la vida, la transformó en un puño y lo lanzó con fuerza contra la cara de Venancio. Ante el puñetazo, éste salió trastabillando hacia atrás, dejando la daga clavada en la mochila.
Lucas compuso una mueca, sacudiendo la mano, dolorida por el golpe. Con la mochila en la otra mano se acercó con tranquilidad al mayordomo, que parecía vencido con un solo golpe: Venancio estaba dolorido y asombrado por la forma en que se había torcido todo. Lucas dejó de sacudir la mano derecha y la metió en la mochila (con cuidado de no cortarse con la hoja de la daga que la atravesaba), buscando un pequeño dispositivo. Al llegar frente a Venancio ya lo había encontrado, lo sacó de la bolsa, lo activó y se lo pegó al pecho del chaqué.
El mayordomo miró con ojos asustados lo que el detective acababa de colocarle: era una especie de hueso pequeño pintado con una pintura mate espesa, de color verde oscuro. Era como una taba o una falange de un animal pequeño, que estaba impregnado en un lado por una sustancia pegajosa que lo mantenía adherida al pecho de la camisa.
Antes de que pudiera quitárselo o hacer alguna pregunta, Venancio se alzó del suelo, como medio metro, y después se dio la vuelta, quedando con los pies en alto y la cabeza abajo.
- ¡¡¡Aaaaaahh!!!
- Está bien, Venancio, está bien – dijo Lucas, tranquilo, acercándose a él: el mayordomo braceaba y sacudía las piernas, pero aparte de unos leves balanceos y oscilaciones, no se movía en el aire. – El efecto del hueso kaly apenas dura unos minutos, así que si me dices lo que quiero oír te daré la vuelta antes de que eso pase. Si no, te quedas así y aterrizarás de cabeza. Tú mismo.
- ¡Que le jodan, detective de pacotilla! – ladró el mayordomo, que a pesar del exabrupto no había perdido sus buenas maneras al dirigirse a Lucas. – ¡No le diré nada!
Lucas no miraba al mayordomo: su mirada estaba ocupada en la daga que había desclavado del frontal de su mochila: desde luego era antigua, con la empuñadura de metal dorado y la hoja plateada y pulida, afilada y estrecha. Estaba en buen estado pero algo le decía a Lucas que aquella arma tenía cientos de años. En la cruz de la empuñadura estaba moldeada la cara retorcida de un demonio, vista de frente, con colmillos y cuernos.
- Muy apropiado – se dijo, con sorna. Después se volvió a mirar a Venancio. – Tú verás, pero el golpe va a ser la leche. Sólo estás elevado un poco más de medio metro, pero aterrizar con la cabeza a esa altura ya es peligroso – Lucas se encogió de hombros.
- Nunca encontrará a la niña: está bien escondida, bien profundo – dijo Venancio, con una voz dañina y torcida, arrugando el gesto. Lucas se dijo que no era un demonio, pero que lo parecía. – El Amo nacerá en su vientre, en el seno de roca, en la cuna granítica de los demonios. Nada puede hacer para evitarlo.
- Venancio, no digas sandeces – se molestó Lucas, con prisa. – Es sólo una adolescente, casi una niña. Ayúdame y la ayudaremos.
- Yo sólo me debo a la familia – rechazó Venancio, casi escupiendo las palabras. – Y esa niña nunca fue de la familia.
Lucas se quedó sin palabras, ante las del mayordomo. Su cabeza de detective empezó inmediatamente a hacer hipótesis, sin poder evitarlo, pero su cuerpo y su alma se desentendieron de todo aquello. Sólo quería encontrar a Sofía y el mayordomo le estaba entreteniendo.
Olvidándose de él al momento (pero no de sus palabras) se adentró en la mansión, colgándose la mochila a la espalda y guardando la daga en uno de los bolsillos del mono rojo. Ascendió las escaleras, subió hasta la habitación de Sofía, entró en los despachos de Felipe Carvajal Roelas y de Sandra Herminia, sin encontrar a nadie. Al cabo de un rato escuchó el grito del mayordomo y un golpetazo tremendo que resonó por toda la casa.
Lucas bajó las escaleras corriendo: había revisado la mansión (las zonas que mejor conocía) sin encontrar a nadie. Aquello pintaba muy mal, pues implicaba a toda la familia, y Lucas siempre había esperado que sólo estuvieran involucrados algunos de sus miembros (en especial, aquellos que peor le caían). Pensar que Sandra, o Carmen Adelaida o la señora María Rosa Sande querían que un demonio sanguinario poseyera y destruyera a la pequeña Sofía le revolvía el estómago.
Al llegar de nuevo al enorme vestíbulo vio al mayordomo hecho un guiñapo en el suelo. Apenas se movía, pero gemía de dolor, con una pequeña brecha en la cabeza, que sangraba muy poco. Lucas se desentendió de él de nuevo (un acto poco caritativo, pero perfectamente lógico) y buscó en el resto de la planta baja: el comedor principal, el gran salón, la sala del piano....
Al llegar a la sala de lectura miró por las amplias ventanas francesas a la parte trasera de la mansión y el gran prado que había allí. De forma inconsciente, casi sin sentido, pensó en Sandra al ver los alejados establos. No tenía lógica, pero era un deseo que quería ver cumplido. Era la confirmación, desesperada, de que su instinto de detective (no su “anomalía”, sino su perspicacia de investigador) no se había estropeado por el dolor de la muerte de Patricia y por los meses de inactividad.
Salió corriendo de la mansión, por la parte trasera, siendo golpeado por el frío de diciembre. Las bocanadas de vaho que emitía mientras corría hacia los establos eran tan densas y grandes que le parecía estar corriendo entre la niebla, atravesando muros de humo blanco. Corrió, sin llegar a entrar en calor ni romper a sudar, pero corrió pensando a cada zancada que era demasiado tarde para Sofía.
- ¡¡Sandra!! – gritó, al entrar como un ariete en el establo, cerrando tras él la alta puerta de madera, que se sacudió durante su recorrido.
- ¡Aquí! – escuchó una voz angustiada en el interior. Lucas corrió hacia ella, jadeando, soltando más nubecillas de vaho, más pequeñas y difusas. En el interior del establo hacía frío igualmente. Guiándose por el sonido llegó hasta las cabinas individuales que había a ambos lados del establo, encontrando en una de ellas a Sandra Herminia, atada de pies y manos, cubierta un poco por la paja y el heno. – ¡¡Lucas!!
- ¿Te sorprende verme? – preguntó Lucas, sonriendo, aunque estaba a la defensiva. De todas formas, se alegraba de haber encontrado a su aliada en la familia. Con la daga que había conseguido de Venancio cortó las ligaduras que la tenían prisionera.
- Me dijeron que te habían matado – dijo Sandra, sin poder evitar abrazarse al detective, que le devolvió el abrazo, sorprendido.
- Lo intentaron, pero aquí sigo – respondió él. Sandra se separó de él y lo miró a la cara, con angustia.
- ¡Se han llevado a Sofía!
- ¿Quiénes?
- Mis hermanos y mi primo – Sandra rompió a llorar.
Felipe Ernesto y Luis Antonio Carvajal Sande, además de Rafael María, el artista de la familia. Lucas se alegraba de que fueran ellos, porque podría repartirles leña sin sentirse molesto. No soportaba a ninguno de los tres. Se alegraba, además, de que los padres de Sandra no estuviesen implicados en aquella horrible actividad, aunque su ausencia de la casa seguía siendo sospechosa.
- ¿Sabes dónde se la han llevado? – preguntó con prisa a la primogénita de la familia, agarrándola por los hombros.
- No lo sé.... – lloriqueaba Sandra, con la cara crispada. – Sofía estaba bien, la infusión le estaba sentando muy bien y volvía a ser ella misma. Entonces mi hermano Felipe me cogió y me trajo aquí, engañándome diciendo que me iba a contar algo importante: aquí estaba esperándonos Luis Antonio con Rafael. Entre los tres me ataron y me redujeron, diciéndome que lo que iban a hacer con Sofía sería bueno para la familia, que era algo necesario para que todos saliéramos adelante. Los tres me abandonaron aquí y se llevaron a Sofía.
- ¿Lo viste? – preguntó Lucas.
- No – lloraba Sandra. – Estaba aquí encerrada. Pero ellos me dijeron que lo iban a hacer.
- ¿Y tus padres? ¿Sabes algo de ellos?
- No estaban en casa. Se habían ido con mi tía un buen rato antes de que mis hermanos y mi primo me encerraran aquí.
Lucas miraba con tensión a Sandra, pensando en lo que significaban sus palabras y lo que dejaban a medias. Todavía podía ser cualquier cosa, con respecto a los otros miembros de la familia, pero lo más importante era que encontraran a Sofía cuanto antes.
- ¿Puedes calcular cuánto tiempo llevas aquí?
- Más o menos dos horas – contestó, segura. – No me quitaron el reloj y, aunque no he estado todo el rato mirándolo, he visto el paso del tiempo. Algo más de dos horas....
- Eso es mucho tiempo.... – se lamentó Lucas, dejando vagar la mirada por el establo. Los cuatro caballos que allí habitaban miraban a los dos humanos con ojos brillantes y acuosos, indiferentes. – ¿Tienes idea de dónde pudieron llevarse a Sofía? Tenemos que encontrarla....
- No lo sé....
- ¿Hay alguna otra propiedad de la familia que yo no conozca? ¿Alguna otra casa, alguna nave....?
- Tenemos más establos en Plasencia, pero ahora mismo están vacíos....
Lucas pensó en aquella posibilidad. ¿Se habrían llevado a Sofía hasta Plasencia? No le parecía que aquello tuviera sentido, pero teniendo en cuenta que estaba tratando con unos hombres que pretendían invocar a un demonio para que poseyera el cuerpo de su hermana y prima.... el sentido común quedaba fuera de la ecuación.
Plasencia quedaba muy lejos, le parecía muy raro, pero entonces se acordó de las palabras de Gerardo Moríñigo Cobo, antes de que la situación en el salón se descontrolase. Había dicho que la chica estaba ya muy lejos para que la alcanzara, y eso podía significar que la hubiesen llevado hasta Plasencia para la invocación y la posesión.
Entonces, recordó las palabras que el mayordomo Venancio le acababa de dedicar, mientras estaba colgado del aire, boca abajo. Le había dicho que estaba escondida en lo profundo, dentro de la tierra o algo así. No podía referirse a unos establos en Plasencia.
- No la tienen allí.... – murmuró, haciendo que Sandra prestase atención a sus palabras. Su voz sonaba concentrada y su mirada era pensativa, deductiva. – Tiene que ser en una especie de mina, alguna propiedad de la familia que esté en lo profundo....
- No tenemos nada así – respondió Sandra, asombrada y confundida.
¿Qué más había dicho Venancio? Lucas recordaba algo extraño, tan raro que en un primer momento no se había fijado en ello. Había dicho algo sobre la roca, sobre una cuna de roca donde nacían los demonios, sobre....
Granito.
Y entonces Lucas recordó que el demonio verdoso que se había lanzado al vacío (¿acaso los demonios no eran, según las leyendas, ángeles caídos?) para librarse de él y para matarse en la torre de los Púlpitos en la muralla de Cáceres había hecho un comentario sobre que aquella torre era la única de granito de toda la construcción.
- Granito – dijo en voz alta, desviando su mirada hacia Sandra. – ¿Hay formaciones de granito por aquí?
- Claro, esto es Cáceres – respondió Sandra, algo desorientada por la pregunta. – La Garganta de los Infiernos, sin ir más lejos, es de granito.
- ¿Y hay cuevas por allí? – preguntó Lucas, siguiendo una corazonada, casi con ansia, acercándose a Sandra.

* * * * * *

Frenó el Twingo con brusquedad, haciendo que derrapara sobre la grava y las hojas húmedas del suelo. Habían llegado con él hasta el último punto donde se podía, dejándolo en un pequeño aparcamiento que a esas alturas del año y en ese momento del día estaba completamente vacío. Sin intercambiar palabra y sin perder un segundo Lucas y Sandra salieron corriendo del coche, cada uno por una puerta.
Lucas se había puesto la cazadora sobre el mono rojo y se había protegido del frío con unos guantes de cuero negro que le prestó Sandra. Ella, por su parte, iba con un abrigo largo y grueso, con capucha rodeada de pelo, ataviada con guantes y bufanda. Lucas llevaba su mochila a la espalda y el florete (esta vez sí) colgado de una presilla del mono. Sandra solamente iba armada con la roseta celta de plata y (porque Lucas había insistido mucho) con un distorsionador de realidades: era un disco de aluminio anodizado negro, con una empuñadura del mismo material en una de sus caras. El funcionamiento era sencillo y el detective se lo había explicado por el camino, mientras conducía a toda velocidad con las luces del techo destellando.
- ¿Por dónde? – preguntó Lucas, en voz baja. No había nadie a la vista, pero era mejor prevenir. Aunque no lo hubiese dicho en voz alta, para no traumatizar a Sandra, se iban a enfrentar a unos seguidores satánicos. Había que tener mucho cuidado con ellos.
- Por aquí – señaló Sandra, guiando al detective, llevándole por el entorno hasta la garganta.
La Garganta de los Infiernos era una reserva natural muy explotada para el turismo. Encajonada entre la sierra de Tormantos, la sierra de Gredos y el río Jerte, la reserva presentaba numerosos saltos de agua, torrenteras, arroyos, cascadas, pozas y piscinas naturales en las que estaba permitido el baño. Todas estas formaciones se debían a la acción del agua de los ríos, mediante la erosión circular de las aguas sobre el lecho de granito.
Sandra guio a Lucas por un sendero abierto entre robles, espinos y castaños. El suelo estaba cubierto de matorrales, que crujían a pesar del ambiente frío y muy húmedo. Los dos tenían que caminar con cuidado, para no hacer demasiado ruido. No había luz, por supuesto, y no quisieron encender ninguna linterna ni el pistón trifásico, para no ser vistos, así que tuvieron que contentarse con la poca iluminación de la luna creciente que había en el cielo, totalmente despejado, por suerte.
El ruido del agua se escuchaba por todas partes, lo que Lucas agradeció: el rumor de los arroyos y torrentes ayudaba a ocultar el ruido que Sandra y él hacían al caminar por el sendero de tierra, rozando los árboles y las plantas.
- ¿Dónde está la cueva? – preguntó Lucas, una vez que hubieron cruzado (agachados y con prisa) un puente que pasaba por encima de la garganta. Desde la orilla en la que ahora estaban se podía acceder al arroyo, rodeado e interrumpido en su recorrido por grandes rocas de granito, que parecían almohadones, redondeadas y suaves (en apariencia). El agua cubría algunas rocas y rodeaba otras, formándose pozas y piscinas de poca profundidad. El agua reverberaba por la luz de la luna y las rocas de granito destacaban, en un tono gris, por la misma luz pálida.
- Está por esta zona – señaló Sandra, hacia adelante, por un sendero que seguía por la ladera de las colinas que flanqueaban la garganta. Los dos hablaban en voz baja, aunque no parecía que hubiese nadie a su alrededor.
- Vamos, venga – azuzó Lucas. Sandra se puso otra vez en pie y siguió el camino, guiando al detective.
Lucas se preguntaba dónde estaban los coches de los hermanos de Sandra: en la mansión no estaban y si habían llevado a Sofía hasta allí lo habrían hecho con algún vehículo. Pero no se veían por ningún lado y en el aparcamiento en el que habían dejado el Twingo no había más coches.
Quince minutos de marcha después, por el sendero descubierto que recorría las colinas (Lucas anduvo nervioso, ante la evidente falta de vegetación que los ocultase) alcanzaron a ver la entrada de la cueva que Sandra conocía.
- Mira: es allí – señaló. Lucas no la había visto hasta que la mujer se la señaló, pero una vez vista, gracias a la luz de la Luna, la encontraba fácilmente cada vez que desviaba la mirada.
Sandra le había dicho, mientras recorrían el prado trasero de la mansión, yendo desde el establo hasta la casa, que sólo sabía de una cueva en la Garganta de los Infiernos. De niños habían ido allí a bañarse en verano, mucho antes de que aquella zona se volviese tan turística y estuviese tan masificada, y visitaban la cueva a veces, acompañados por su padre. Sandra no sabía si había más cuevas por la zona (probablemente las habría), pero a Lucas le había convencido aquella: era una cueva conocida por los miembros de la familia.
Desde donde habían avistado la cueva por primera vez estaban lejos, a unos diez minutos de caminata ascendiendo por la ladera, dejando atrás el sendero. Lucas y Sandra caminaron entre arbustos, sin poder evitar hacer ruido. Cuando estuvieron más cerca de la entrada de la cueva, pudieron ver que había luz en el interior. Por como bailaban las sombras y el resplandor de la luz anaranjada, Lucas supuso que era fuego.
Pero más que la luz del interior de la cueva, lo que les llamó la atención fueron las dos figuras que había fuera, en la entrada, en actitud de vigilancia y protección.
- ¡Mamá! – no pudo contenerse Sandra, saliendo de entre los espinos y acercándose a la entrada de la cueva. Lucas la siguió, maldiciendo por lo bajo. – ¿Qué haces aquí?
La voz de Sandra había temblado: se había imaginado la razón de la presencia de su madre en aquel paraje, igual que lo había hecho Lucas, apenado.
- No, ¿qué haces tú aquí? – replicó doña María Rosa Sande, enfadada y asombrada. La figura que había a su lado también era menuda: era su hermana, la tía María Resurrección Sande. Las dos estaban armadas con estacas largas de madera, aunque el aspecto era más bien ridículo, antes que amenazador. – Tenías que estar en casa.
- ¿Atada y prisionera? – se quejó Sandra. No pudo evitar las lágrimas y Lucas vio a la luz lunar que tenía los ojos brillantes.
- Señoras, no sé hasta dónde se han involucrado por ahora, pero por mi parte pueden apartarse y dejarnos seguir nuestro camino – intervino Lucas, haciendo que las dos mujeres se fijaran en él.
- ¡¡Tenía que estar muerto!! ¿Qué hace aquí? – se enfadó la tía Resu, haciendo que Lucas pensara en lo débil y piadosa que le había parecido hasta ese momento. Por la oscuridad, el contraluz de la débil luminosidad de la Luna y la mueca grotesca de la cara, parecía que llevaba una máscara de demonio.
- Hago mi trabajo – replicó, duro. Después se volvió a doña María Rosa, sin perder de vista a la otra arpía. – Señora Sande, usted me contrató para ayudar a su hija, para descubrir qué la ocurría. Déjeme que cumpla con mi palabra, que la ayude y la proteja.
- Usted ya hizo su trabajo: averiguó que mi hija estaba enferma y consiguió la cura – replicó ella.
- Pero ahora está en peligro....
- Ahora ya está lista, sin mácula que la estorbe, a punto de cumplir su cometido, la misión para la que nació – intervino la tía Resu, con decisión y la voz cargada de ira. Doña María Rosa bajó la mirada cuando su hermana habló, avergonzada, y aquel detalle no se le escapó a Lucas.
- ¡¿Qué misión?! ¡Mamá, ¿qué dice?!
- ¡Sofía nació para acabar sacrificándose por la familia! – bramó su tía, con voz apocalíptica y decisión titánica, alzando la estaca para amenazar a Lucas, sin llegar a atacarle.
- ¡¡Mamá!! ¡¡No es verdad!! – lloró Sandra, haciendo que su madre se volviera a mirarla. Su cara era una muestra de tristeza.
- Doña María Rosa.... – empezó Lucas, dando un paso hacia ella, decidido a aprovechar aquella grieta que había entrevisto. Pero no pudo seguir, porque doña María Resurrección Sande Carpio se abalanzó sobre él, blandiendo la estaca. El primer golpe no le alcanzó, pero el siguiente, fluido y aprovechando el movimiento del primero, le golpeó en el brazo que tenía pegado al cuerpo. Lucas gritó, echándose hacia atrás.
- ¡¡Tía!! – gritó Sandra. Ella no le hizo caso a su sobrina y siguió atacando al detective, con furia, gritando.
Lucas sentía el brazo como dormido, hormigueante, pero ahora estaba prevenido y se puso a la defensiva. Esquivó el siguiente arco de la estaca y la apartó con un golpe del brazo sano, mientras se echaba sobre la tía Resu. Ésta gritaba, furiosa y asustada a la vez, aturdiendo al detective.
- ¡¡Mamá, haz algo!! ¡¡Lucas, cuidado!!
Lucas y María Resurrección Sande cayeron al suelo, agarrados, en un confuso abrazo. La mujer trataba de golpear en la espalda al detective, pero la cercanía le estorbaba los movimientos: además, él no se dejaba. Rodaron por el suelo, en la oscuridad, y de repente Lucas gritó dolorido: María Resurrección le había mordido la oreja. El detective se separó de la mujer, palpándose el apéndice mordisqueado, tratando de seguir en guardia, prevenido ante posibles ataques con la estaca.
Pero se precavió en falso: doña María Rosa cargó contra su hermana, con la estaca por delante, golpeando la que María Resurrección tenía en las manos, desarmándola. Después, y siguiendo con la carrera la golpeó con fuerza en la cabeza, derribándola.
- Doña María Rosa.... se lo agradezco.... – jadeó Lucas, sonriendo, dotando a sus palabras de una cierta diversión que relajó el ambiente al momento.
- Mamá....
- Perdóname hija.... – las dos se abrazaron.
Pero la tranquilidad no podía durar. Estaban a apenas diez metros de la entrada de la cueva y habían gritado mucho y hecho bastante ruido, así que era normal que hubieran atraído la atención de alguien. Lucas escuchó los pasos antes de que salieran al exterior y se volvió hacia la cueva, atento.
Se alegró al ver aparecer al soberbio chófer del señor Carvajal Roelas, porque le tenía muchas ganas y en esos momentos estaba caliente, pero se turbó al verle aparecer con una pistola en las manos.
- ¡Mierda! – gritó, tirándose al suelo. El primer disparo salió muy alto, perdiéndose en la distancia. El segundo no alcanzó a Lucas tampoco, pero fue mucho más dirigido. Un grito provino de las dos mujeres abrazadas y madre e hija cayeron al suelo.
Lucas reaccionó. Agarró la estaca que había enarbolado María Resurrección Sande Carpio y la lanzó sin mucha atención al pistolero: no pretendía herirle ni desarmarle, solamente estorbarle. El chófer se cubrió con los brazos y disparó a bocajarro, impactando en el suelo de la ladera. Después volvió a recuperar la vertical y el equilibro y apuntó con las dos manos, ante él.
Pero Lucas no había estado ocioso durante ese momento de relativa seguridad: había rebuscado en su mochila y había sacado una trampa cuántica. Apretó la parte superior del grueso disco (que parecía una placa de Petri) y la lanzó a los pies del chófer.
La trampa se activó, aprisionando al chófer en la red de rayos que se formó a su alrededor. Lucas se puso en pie y corrió hacia él, lanzándose con fuerza sobre su estómago, empujándole y librándole de la trampa. Rodaron por el suelo y Lucas tuvo la precaución de acabar sobre el chófer, que perdió la estúpida gorra de plato en la refriega. Sujetándole con las piernas, Lucas le dedicó una docena de puñetazos, alternativamente con una mano y con la otra, sin prestar atención al dolor de los nudillos y de los dedos.
Estaba claro que se la tenía guardada a aquel cretino.
Jadeando, con las manos estallando de dolor, pero con la conciencia tranquila, se levantó del suelo, acercándose con prisa a las dos mujeres. Sandra tenía en sus brazos a su madre, que estaba recostada boca arriba, así que Lucas se sintió aliviado, pero sólo un segundo, hasta que fue consciente de la realidad.
- Mamá....
- Estoy bien hija.... – dijo doña María Rosa Sande, con la mirada perdida. Tenía mucha sangre en la cabeza y la cara, pero seguía consciente, así que Lucas buscó heridas superficiales. Encontró una ancha y fea en la sien y el lateral de la cabeza, donde le había rozado la bala: había sido un milagro que no le alcanzara directamente y le volara el cerebro.
- No es nada, no es nada, se pondrá bien.... – musitó Lucas, mientras le limpiaba la cara y la cabeza, manchando el mono de sangre todavía un poco más.
- Perdóname hija.... Creí que era lo mejor para la familia....
- No pasa nada, mamá....
- Sí pasa: he entregado a mi pequeña a la maldad más pura – replicó doña María Rosa. Seguía hablando con claridad, aunque estaba claro que tenía que esforzarse para no perder el sentido. – Me dejé embaucar, tu padre y tus hermanos me convencieron.... Y yo fui tan débil que me dejé llevar, me dejé engañar y no repliqué....
- Me acaba de salvar la vida, probablemente, y se ha enfrentado a su conciencia saliendo victoriosa – le dijo Lucas, con dulzura, una vez le hubo limpiado la cara, poniéndole una gasa limpia en la herida. – Para mí está plenamente reformada.
Doña María Rosa sonrió mirando al detective, pero luego se volvió a mirar a Sandra.
- Perdóname, hija....
- Ya te he perdonado, mamá....
- No me refiero a eso. Perdóname por haberte ocultado la verdad....
Lucas achicó los ojos, atento a una nueva corazonada.
- Señora Sande, ¿qué le ocultó a su hija? – preguntó, con dulzura pero con certeza. – ¿Por qué Sandra era la única que habían dejado al margen? ¿Por qué la habían dejado atada y escondida en la mansión?
- Porque yo no sabía nada de esto – contestó Sandra, mirándole, algo molesta.
- Porque ella nunca estuvo dentro de toda esta locura – contestó a su vez doña María Rosa, captando la atención de los dos jóvenes. – Sandra nunca supo la leyenda negra de la familia, los ritos que manteníamos desde hace siglos. Todos los demás estábamos implicados, pero siempre te mantuve al margen de todo....
- ¿Por qué?
- Porque eres hija mía.... pero no de tu padre – explicó y la revelación fue un mazazo que dejó sin aliento a Sandra. – Nos casamos estando ya embarazada, pero tu padre y yo nunca habíamos compartido el lecho. Estaba embarazada de otro chico, de mi anterior novio. Felipe siempre te quiso como a su propia hija, sin rencores, pero al no ser una Carvajal de sangre, no podía incluirte en nuestras ceremonias....
Los tres se quedaron un instante en silencio. Lucas estaba impactado, pero no al nivel de Sandra. El detective no se lo había imaginado, durante todo el tiempo que había durado el caso, hasta hacía solamente unos segundos. Para Sandra era redefinir toda su existencia.
- Pero.... pero....
- Desde hace muchos años la familia de tu padre tuvo relación con rituales satánicos, cultos oscuros.... En todo nuestro matrimonio, lo que yo vi no pasó de meras ceremonias, orgías con cierta parafernalia pero nada fantástico. Pero hace dieciséis años, cuando la ruina de nuestra familia se hizo insostenible y tu padre estaba herido en su orgullo, la cosa se puso más seria.
- Por eso tuvieron a Sofía – indicó Lucas, que empezaba a ver claro todo el panorama.
- Eso es – asintió doña María Rosa, que cada vez parecía más somnolienta y hablaba más despacio. – Tu hermana Sofía fue fruto de una ceremonia en la que participé con varios hombres jóvenes, para quedarme embarazada.
Sandra estaba estupefacta, además de horrorizada.
- No podía ser de sangre de su marido, si su propósito era ser sacrificada en una ceremonia de posesión – terminó Lucas. María Rosa Sande asintió.
- Pero, ¿qué estás diciendo? – se exaltó Sandra, descompuesta. Su madre había cerrado los ojos y respiraba muy dulcemente, sonriendo con tranquilidad. Lucas se puso en pie, decidido. – ¿Qué ha querido decir?
- Ahora no necesitas saber los detalles, pero te juro que luego te lo explicaré todo. Y cuando se recupere seguro que ella también – señaló a la señora Sande, que seguía en brazos de su hija.
- ¿Dónde vas? ¡Espera! Voy contigo....
- No – Lucas se volvió a mirarla, conteniéndose para no quedarse y abrazarla: Sandra era la viva imagen del desconsuelo, la estupefacción y la pena. – Tu madre te necesita ahora más que tu hermana pequeña. Yo me ocuparé de Sofía.
- Tráela de vuelta – rogó Sandra, con lágrimas en los ojos, estrechando a su madre entre sus brazos. Lucas asintió, sonriendo, sabiendo que no podía asegurar aquello, pero que Sandra no necesitaba la verdad en ese momento.
El detective penetró en la cueva con cautela, con las dos pistolas en ambas manos, guiándose por la luz del fuego que ardía en el interior. La cueva tenía la entrada ancha, pero inmediatamente se convertía en una galería que tenía muchas curvas y requiebros. Lucas los siguió con cuidado, pensando que el fuego del interior debía ser muy grande o muy intenso para que se pudiese vislumbrar desde el exterior. Esquivando rocas y aristas afiladas Lucas llegó hasta el final de la cueva.
Era una vasta caverna, muy grande y con bastante altura. El resto de los Carvajal Sande que había echado en falta estaban allí, salvo el pequeño Pedro Alonso.
Felipe Carvajal Roelas estaba sobre una roca más o menos plana, vestido de traje como siempre pero con un medallón ancho de oro, que le colgaba en el pecho, por la espalda y le pasaba por los hombros: Lucas estuvo seguro de que tendría grabados con símbolos o palabras demoníacas. A su lado, sobre una especie de mesa de madera, estaba atada Sofía, tratando de liberarse, pues tenía las muñecas y tobillos atados a las esquinas: la niña vestía una especie de camisón semitransparente, con bordados de hilo dorado. La rubísima Aliena estaba en una tabla parecida, aunque la suya estaba más erguida. Estaba sobre el suelo de la caverna y no estaba atada a ella: había una plataforma para que apoyase los pies y dos mandos para que se agarrase arriba. La mujer estaba completamente desnuda, salvo por unos brazaletes y aros en los tobillos de oro y piedras rojas, y esperaba allí expuesta a que los hombres de la familia pasasen, de uno en uno, para tener sexo con ella. En el momento en el que llegó Lucas a la caverna su propio marido Felipe Ernesto parecía haber acabado; delante de la rubia esperaban, casi haciendo una fila, su cuñado Luis Antonio (que se adelantaba para ocupar su turno), el artista Rafael María y el marido de Carmen Adelaida, Enrique Corcuera. Todos tenían los pantalones bajados y vestían camisas o camisetas en el torso. La propia Carmen Adelaida estaba en la caverna, delante de la gran hoguera que ardía en el centro, cerca de la roca donde se erguía el patriarca y descansaba Sofía. Lucas, que había esperado no ver allí a la hermana de Sandra, tampoco se sorprendió (a aquellas alturas) de verla participando en la ceremonia: vestía una especie de quimono que le quedaba estrecho y llevaba en las manos una daga, más grande y ancha que la que Venancio había usado para atacar a Lucas. Tomé, Daría y otros sirvientes de la casa esperaban, recogidos  y arrobados al otro lado de la caverna, sin perder de vista al oficiante y al sacrificio.
Fuego, sexo y sangre: el “a, b, c” de los rituales satánicos. Probablemente la mayoría de los participantes habrían tomado setas o alguna droga psicotrópica, para aumentar el efecto de la invocación. Porque aquella era una ceremonia de invocación, quizá algo cutre y simple, pero Lucas no tuvo ninguna duda. Había sido testigo de algunas más elaboradas y más multitudinarias, durante sus viajes de formación, pero estaba seguro de su conclusión.
Los Carvajal Sande allí reunidos querían invocar a un demonio para que poseyera a Sofía, probablemente el mismo que habían intentado invocar dos veces antes, pero que no habían conseguido llamar gracias a la enfermedad bosquífera que había protegido a la chica. Ahora, libre de ella, la posesión se podría concretar y seguramente la daga que custodiaba Carmen Adelaida serviría para liberar al recién llegado del cuerpo de su hermana pequeña.
Eso si Lucas no hacía algo para evitarlo.
- ¡¡Quietos todos!! – gritó, saliendo de su escondite, con las dos armas en las manos. Disparó al aire, pero como sus pistolas eran de aire comprimido no hubo detonaciones que atronasen el espacio. Sin embargo, el tintineo y el chasquido de las bolas de plata contra el techo de granito fueron suficientes para detener a todos los presentes. – Basta ya de tanta gilipollez: suelten a Sofía y salgan todos de aquí conmigo.
Ninguno de los presentes llevaba armas, Lucas se había fijado, y por eso se había decidido a aparecer a cuerpo descubierto.
- ¡¡Maldito descreído!! ¡¡A por él!! – gritó el patriarca, Felipe Carvajal, desde su púlpito natural. Los hombres de la familia se dieron la vuelta y se lanzaron contra el detective, que tragó saliva al verlos acercarse.
Eran unos capullos y unos desalmados, pero al fin y al cabo eran seres humanos, así que Lucas no se atrevió a dispararlos directamente. Le pudieron sus sentimientos de bondad.
Así que esquivó el placaje de Felipe Ernesto (muy fiero, a pesar de correr con las vergüenzas colgando) y aprovechó un segundo de libertad para guardar la pistola de la mano derecha en la cartuchera del otro lado y desenvainar el florete bañado en plata. El siguiente en atacarle era Rafael María, también sin pantalones, con las delgadas piernas batiendo sobre el suelo para llevarle hasta él. Lucas se deshizo de él tirándole un tajo lateral con el florete, que sonó como un latigazo. El golpe le dio a Rafael María en los brazos, que usó para cubrirse la cara. Chilló dolorido, mientras Lucas se desentendía de él y se iba a por el siguiente.
Era Enrique Corcuera, el tipo pesado casado con Carmen. Quizá por eso, por la pereza que le daba aquel tipo y lo pesado que era, apuntó a la rodilla y le dio un tiro en la rótula.
Un poco avergonzado (pero satisfecho por los gritos de Enrique y por haberle detenido en seco) se encaró con el último atacante: Luis Antonio, el que mejor en forma estaba de todos. Se había subido y abrochado los pantalones, para pelear con mayor comodidad. Como le veía cargar contra él con furia y conocimiento, Lucas levantó la pistola y le apuntó a la cabeza: su postura, su mueca y el hecho de haber disparado hacía un momento hicieron que Luis Antonio se detuviera al instante, dándose por vencido.
Lucas aprovechó para darse la vuelta y tirar un mandoble a la entrepierna de Felipe Ernesto, pues sabía que todavía lo tenía detrás y estaría a punto de atacarle. Le pilló a mitad de carrera y le acertó en el pene, con el botón del florete. Fue un golpe fuerte y certero, también como un latigazo, haciendo que saltara la sangre. Felipe Ernesto se llevó las manos al miembro herido y se alejó hacia atrás, chillando como un cochino en el matadero.
Lucas se volvió hacia Luis Antonio, que se volvía a echar sobre él, hecho una furia, aprovechando el momento en el que Lucas había bajado la guardia para atacar a su hermano mayor. El detective le lanzó un latigazo con el florete, marcándole en la cara, y después los dos se encontraron, intercambiando zarandeos y golpes.
Los criados de la familia, ante la irrupción de Lucas, habían salido corriendo, asustados y nerviosos, cruzando la caverna para salir de la cueva, cruzándose con Rafael María (que intentó detenerles) y con Enrique Corcuera de la Lama y Felipe Ernesto (que no estaban ninguno de los dos para ocuparse de nadie).
Lucas se volvió hacia el púlpito de granito, una vez que se hubo encargado de Luis Antonio, descargándole un golpe en la nuca con la empuñadura y la cazoleta del florete (después de haber recibido varios puñetazos, dos de ellos bien conectados que le habían dejado un poco desorientado). Fijó su mirada un tanto nubosa en el patriarca Felipe Carvajal Roelas, para ver que estaba haciendo.
Y Felipe Carvajal Roelas estaba pronunciando entonces unas palabras arcanas, fijándose en un libro antiguo que tenía en la mano. Estaba claro que el patriarca no iba a perder la oportunidad de invocar al demonio que, incomprensiblemente, creía que iba a traer bonanza a su familia.
- ¡¡No!! – gritó Lucas. Pero no pudo ir hasta él, pues Carmen Adelaida, la siempre dulce Carmen Adelaida, se lanzaba hacia él, como un tren de mercancías. El quimono se le había desabrochado y así se pudo ver que no llevaba más ropa debajo.
La corpulenta mujer golpeó a Lucas en la cintura y lo derribó en el suelo de piedra de la caverna. El detective se quedó sin respiración y se golpeó la coronilla contra el suelo, haciéndole ver estrellas. Durante un instante recordó las constelaciones pintadas en la bóveda de la sala de exposiciones de las Escuelas Menores, que había visto aquel verano en Salamanca. Mientras Lucas veía las estrellas, Carmen Adelaida, bramando como una loca, le pateó el costado varias veces.
Lucas recordó a Patricia, dándose cuenta de que hacía unos pocos días que no pensaba en ella. No la había olvidado, claro que no, pero se había estado preocupando por Sofía y había olvidado sus propias preocupaciones.
Aquella cadena de pensamientos le hizo volver en sí, en lugar de dejarse desmayar y descansar de tanto golpe y tanto dolor. Sofía aún estaba atada a aquel potro de tortura donde iba a recibir al demonio. Lucas se espabiló, sacudió la cabeza (sintiendo una pelota de dolor caliente rebotando dentro), levantó la mano izquierda con la pistola y disparó. El silbido del disparo espantó a Carmen Adelaida, y el impacto de la bala en el hombro la lanzó hacia atrás, cayendo herida al suelo.
Lucas se levantó, tambaleándose, a tiempo de ver el final de la invocación de Felipe Carvajal Roelas.
- No.... – musitó, sin poder alzar la voz.
Al final de la salmodia del patriarca, la hoguera se embraveció, las llamas se alzaron dos metros, acariciando el techo de la caverna. La estancia se iluminó con fiereza y el calor aumentó de golpe. El cuerpo de Sofía empezó a sacudirse, sobre ella batieron una serie de rayos de color rojo y la piel de la chica se volvió negro, como el alquitrán.
- ¡¡Por fin!! ¡¡Ya era hora!! – se movió la boca de Sofía, pero era el demonio del interior el que hablaba. – Ahora puedo tomar posesión de este mundo, de esta dimensión.
- ¡¡Amo!! – gritó Felipe Carvajal, aunque estaba al lado del cuerpo de su hija. – ¡¡Bienvenido!! ¡¡Sea tu voluntad y prodígate con aquellos que te han convocado y te van a liberar!!
Felipe Carvajal Roelas tenía en las manos la daga que antes había custodiado Carmen Adelaida. La alzó sobre la cabeza, agarrando la empuñadura con las dos manos. Su cara estaba henchida de felicidad y sus ojos, dementes, brillaban con el anhelo de la gracia de aquel demonio.
- Mierda, mierda y remierda – se dijo Lucas, afianzando los pies y guardando el florete de nuevo en la presilla del mono. No le quedaban más opciones si quería salvar a Sofía, y aunque no le importaba lo más mínimo lo que le pasara al patriarca de la familia, lamentaba lo que debía hacer. Desenfundó la pistola de la cartuchera, apretándola con firmeza. Apuntó durante un segundo y después disparó.
Hacía tiempo que no hacía un disparo tan certero como ése: la bola de plata voló directa hasta el pecho de Felipe Carvajal Roelas, empujándole hacia atrás y tirándole del improvisado púlpito. La daga demoníaca cayó con él y repiqueteó contra el suelo de piedra con un sonido metálico.
- ¡¡Aaaagghh!! ¡¡Maldito humano!! ¡¡Sólo has retrasado unos segundos mi llegada!!
- Eso vamos a verlo – murmuró Lucas, caminando con dolor, subiendo a la roca con dificultad y con muecas en la cara, cerniéndose sobre el cuerpo de Sofía. No había ni rastro de la chica en aquellos ojos rojos con los iris de color dorado. – Todavía me quedan trucos....
No era de plata, pero era una estela celta. Celta de verdad, con más de dos mil años de antigüedad, tallada y pintada en madera de roble, con la pintura vegetal ya casi borrada pero aún visible. La había conseguido durante sus viajes de formación, hacía años, cuando estuvo brevemente en Escocia. Era una estela celta auténtica y Lucas supo que iba a funcionar.
- Sofía, escúchame: expulsa a ese demonio asqueroso de tu cuerpo – dijo, sin alzar la voz, apoyando el pedazo de madera sobre la frente de Sofía. El demonio chilló de inmediato, pero pasaron unos instantes antes de que empezara a salir humo. – Yo puedo hacer algo desde aquí fuera, pero si tú le expulsas desde dentro todo será más fácil.
- ¡¡¡Aaaaahhh!!! ¡¡¡Maldito humano repelente y asqueroso!!! – respondió la boca de Sofía, con las palabras del demonio. – ¡¡¡Serás el primero en morir cuando esté liberado de este repugnante cuerpo de carne!!!
- ¡¡Cállate ya, cretino!! – se escuchó decir Lucas, sorprendiéndose a sí mismo. Estaba cagado de miedo (no por él, por Sofía) pero también estaba decidido a llegar hasta el final para salvarla. – ¡¡Sofía!! ¡¡Escúchame y ayúdame!! “¡¡Libera este cuerpo de tu yugo, maldito demonio!! ¡¡Vuelve a la sombra!! ¡¡Vuelve al fuego!! ¡¡Libera este cuerpo y arde en el fuego que te vio nacer!!
Entonces, no estaba muy seguro de si era por la alocución (que funcionaba mejor en lyrdeno, pero que por las prisas había pronunciado en castellano) o porque Sofía le había podido ayudar desde el refugio de su cerebro, pero el demonio empezó a salir como una nube de humo negro por la boca de la chica. Lucas se apartó, asustado, pero mantuvo el brazo estirado y la roseta celta de madera apoyada en la frente de Sofía, hasta que la estela de humo dejó de salir.
- Sofía. Sofía, ¿me oyes? – se inclinó sobre la chica. Ésta abrió los ojos, despacio, y los fijó con dificultad en los del detective.
- Lu.... Lucas....
El demonio, sin cuerpo pero en esencia, voló dando vueltas por la caverna, aterrizando finalmente sobre Aliena, que seguía en su plataforma de madera. El demonio entró por la boca de la atractiva mujer y aprovechó para poseerla: aquella humana estaba libre, no como la chica, que estaba atada a la madera: podría hacer con aquel cuerpo lo que quisiera.
Lucas lo vio todo desde el púlpito de piedra, atónito, mientras acariciaba la cara de Sofía. Aquello no había acabado.
Aliena (o más bien, el antiguo cuerpo de Aliena) bajó de la plataforma de madera y caminó por el suelo de la caverna, sacando la lengua de forma provocativa, acariciando las curvas del cuerpo con ambas manos, sin dejar de caminar. Los ojos rojos y dorados no se apartaban de la daga ancha que había caído al lado del cuerpo sin vida de Felipe Carvajal Roelas.
Y Lucas lo comprendió: aquella daga era necesaria para liberar el verdadero cuerpo del demonio del cuerpo del huésped humano. El demonio estaba utilizando el cuerpo de Aliena para llegar hasta la daga y utilizarla.
Entonces Lucas se acordó de la daga que Venancio había utilizado para atacarle, la daga que llevaba en el bolso. La sacó y la miró, valorándola: una nueva corazonada se formó en su cerebro, pero aquella vez sus conocimientos y su “anomalía” ayudaron a crearla.
No lo pensó más: era un órdago que había que jugar, no valorar. Saltó del púlpito de piedra y aterrizó (sintiendo dolor en cada articulación de su cuerpo) delante de Aliena.
- ¡¡Tú otra vez!!
- Sólo quiero probar una cosa – contestó Lucas, con soltura y sorna, consecuencia de los nervios y de la precipitación. Sin pensarlo más (y antes de que el demonio se lo impidiera) le clavó la estrecha daga, debajo del esternón, casi entre los dos pechos.
- ¡¡¡Aaaaaaaaarrrrggghhhh!!!
Lucas se vio empujado hacia atrás, cayendo sobre el cuerpo muerto de Felipe Carvajal Roelas. El cuerpo de Aliena se abrió en dos y del interior salió despedido el cuerpo retorcido de un demonio de color amarillento, lleno de púas y garras, placas óseas, escamas como de piedra, muchos miembros y cola en punta.
Por un momento Lucas se horrorizó al pensar que al final había acabado liberando al demonio él mismo, pero al instante de que el cuerpo compactado y retorcido del demonio se quedara suspendido un instante en el aire de la caverna, salió despedido hacia la hoguera que seguía ardiendo con grandes llamas.
El fuego explotó, algo que Lucas no creía que fuera posible. Los cuerpos de los Carvajal Sande que había por allí, incluyendo los de aquellos que sólo estaban heridos, se inflamaron con las llamas. La cazadora de Lucas también se prendió, pero se la quitó de dos manotazos y la dejó caer al suelo.
- ¡¡Lucas!! – gritó Sofía.
Éste volvió a subir al púlpito de piedra (esta vez no se dio cuenta de que le dolía todo al hacerlo) y se encontró que el camisón de raso de Sofía se había prendido, pero con cuatro manotazos lo consiguió apagar. La piel de la chica se había quemado en algunos puntos, pero al menos la prenda no seguía ardiendo.
- ¡¡Salgamos de aquí!! – le gritó, cortando las ligaduras con la estrecha daga demoníaca, liberando a Sofía y ayudándola a bajar de la plataforma y de la roca.
Los dos salieron corriendo de la caverna, esquivando a los cuerpos que ardían, algunos (los que podían) poniéndose en pie y sacudiéndose en todas direcciones. El fuego, fantásticamente, parecía expandirse y extenderse por la caverna, impregnándose en la roca.
Sofía y Lucas, agarrados de la mano, salieron corriendo por la galería, hasta la salida, mientras detrás de ellos se quemaban todos los invocadores del demonio y la cueva entera se llenaba de llamas.