miércoles, 20 de enero de 2016

Vampiros del Far West - Un pueblo del oeste

- I -

El Sol caía a plomo sobre el desierto de Mojave. La tierra reseca parecía a punto de estallar, quebrándose por el calor. El aire ondulaba y hervía en los pulmones.
El borrico caminaba a paso lento pero continuo sobre aquel terreno infernal. Parecía no verse afectado por el calor: sus patas seguían moviéndose sin pausa, una detrás de otra. Las dos orejas del animal caían desmadejadas a un lado y a otro de la cabeza.
Su jinete, sin embargo, parecía estar muerto. No se movía en absoluto, inmóvil sobre el lomo del animal. Parecía caído sobre él, con los hombros hundidos, el amplio sombrero mejicano calado sobre las cejas y el poncho raído y sucio de hollín y polvo cubriéndole todo el cuerpo. Ni siquiera se bamboleaba con los movimientos del asno. Las moscas volaban a su alrededor y se posaban en él.
Grandes charcos surgían delante del borrico, desapareciendo por arte de magia una vez se acercaba a ellos. Los espejismos los llevaban acompañando desde Culver City. Brillaban y bailaban por efecto del extenuante calor.
Más allá del último y más alejado espejismo surgieron unas construcciones de madera. No eran más que sombras de lo que en realidad eran. Se levantaban apenas unos palmos del suelo, por efecto de la lejanía.
Aún así, el jinete pareció revivir ante su aparición. Se irguió en el lomo del burro, estirando los hombros y mirando hacia el frente con atención. Subió una mano hacia el sombrero, levantándolo un poco y retirándolo de los ojos.
La sombra de la ancha ala dejó ver unos rasgos mejicanos, una cara redonda y colorada y un fino bigote negro adornando el labio superior. El resto de la cara, ancha y rellena, estaba cubierta de una leve y dura sombra de barba. Los ojos, oscuros, miraban con atención las lejanas construcciones.
El hombre, con cara seria y mirada atenta, se humedeció los labios, pensativo, y azuzó a su montura para que acelerara el cansino paso. Estaban a punto de llegar a su destino.
Al cabo de unos minutos alcanzaron las primeras edificaciones. Eran cabañas de madera, con un porche delantero y elevadas con respecto al suelo sobre una tarima de madera. Estaban en un típico pueblo de aquella zona del desierto.
El viento sopló por la calle del pueblo, levantando polvo y tierra, dibujando formas circulares y espirales en el aire. No había nadie a la vista.
El jinete mejicano tenía que encontrarse con Ezequiel Cortez en aquel pueblo, pero parecía que su contacto no había llegado aún. Se bajó de su montura y caminó con paso lento por la ancha calle del pueblo, tirando del ronzal del burro, mirando a ambos lados de la calle. Nadie se veía a través de las ventanas de las casas, nadie salía a la calle, nadie estaba trabajando ni cruzaba el pueblo a caballo o en carro. Ni siquiera había excrementos de monturas en el suelo.
El mejicano se extrañó, pero también llegó a la conclusión de que quizá la gente se estuviese protegiendo del extremo calor de primera hora de la tarde. En unas tres horas el pueblo volvería a bullir de actividad.
Llegó hasta una bomba de agua que había en un lado de la calle, entre dos casas de madera con las cortinas echadas. Usó el mando, arrancando un chorro de agua clara y fresca, que fue a caer y a llenar un pequeño abrevadero que había debajo del caño. El asno se acercó sin que mediara orden de su amo, bebiendo. El jinete se quitó el sombrero y bebió al lado de su montura, refrescándose la cabeza y el cuello. El agua dejó regueros limpios entre el polvo de su piel.
Se colocó el sombrero de nuevo y miró alrededor. No sabía si Cortez había llegado o no, pero lo más seguro era que, si ya estaba en el pueblo, lo estuviera esperando en el saloon. Y si aún no había llegado, sería él el que lo esperara sentado a una mesa a resguardo del Sol y bebiendo un tequila.
Tiró de nuevo del ronzal del burro, cuando el animal se sintió saciado y dejó de beber. Andando delante de él, se encaminó al gran edificio de dos plantas del saloon. Destacaba entre el resto de edificios del pueblo, pequeños y bajos. Estaba silencioso y tranquilo, con unas pesadas cortinas cubriendo todas las ventanas. La pianola no se escuchaba, ni las voces de los hombres jugando a las cartas.
Estaba claro que todo el pueblo estaba en pausa, esperando que el Sol fuese más benévolo con ellos.
El mejicano ató a su burro en uno de los postes que había delante del saloon y subió a la tarima sobre la que se alzaba el edificio.
Entonces escuchó un roce dentro del edificio.
Fue un simple roce de ropa contra la madera, pero los pelos de la nuca se le erizaron y sintió un escalofrío sobrenatural en la espalda. Se pasó la lengua por los labios, nervioso. Decidió que se largaría del pueblo en ese mismo momento. Se dio la vuelta y bajó al lado de su borrico.
Pero entonces se giró de nuevo, mirando a la doble puerta batiente del local. El interior estaba oscuro, pero no había ninguna presencia extraña ni terrorífica. El jinete mejicano volvió a acercarse a la puerta, pensando en Cortez y en el negocio que se iban a traer entre manos.
- ¿Hola? – preguntó, mientras empujaba las dos hojas de la puerta y entraba en el saloon, dejando atrás la luminosidad del Sol y entrando en la penumbra del local.
Una figura con forma humana se abalanzó sobre él, agarrándole por los hombros con unas manos duras y fuertes como tenazas de hierro. Antes de que pudiese reaccionar, el atacante tiraba de él, introduciéndole más en la oscuridad del establecimiento, entre las mesas y las sillas volcadas y cubiertas de sangre.
El mejicano intentó gritar, pero unos colmillos se clavaron en su cuello, cortando su chillido. Con una mezcla de horror y asco sintió cómo su sangre y su vida salían lentamente de su cuerpo.

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