- I -
El Sol caía a plomo
sobre el desierto de Mojave. La tierra reseca parecía a punto de estallar,
quebrándose por el calor. El aire ondulaba y hervía en los pulmones.
El borrico caminaba
a paso lento pero continuo sobre aquel terreno infernal. Parecía no verse
afectado por el calor: sus patas seguían moviéndose sin pausa, una detrás de
otra. Las dos orejas del animal caían desmadejadas a un lado y a otro de la
cabeza.
Su jinete, sin
embargo, parecía estar muerto. No se movía en absoluto, inmóvil sobre el lomo
del animal. Parecía caído sobre él, con los hombros hundidos, el amplio sombrero
mejicano calado sobre las cejas y el poncho raído y sucio de hollín y polvo
cubriéndole todo el cuerpo. Ni siquiera se bamboleaba con los movimientos del
asno. Las moscas volaban a su alrededor y se posaban en él.
Grandes charcos
surgían delante del borrico, desapareciendo por arte de magia una vez se
acercaba a ellos. Los espejismos los llevaban acompañando desde Culver City.
Brillaban y bailaban por efecto del extenuante calor.
Más allá del último
y más alejado espejismo surgieron unas construcciones de madera. No eran más
que sombras de lo que en realidad eran. Se levantaban apenas unos palmos del
suelo, por efecto de la lejanía.
Aún así, el jinete
pareció revivir ante su aparición. Se irguió en el lomo del burro, estirando
los hombros y mirando hacia el frente con atención. Subió una mano hacia el
sombrero, levantándolo un poco y retirándolo de los ojos.
La sombra de la
ancha ala dejó ver unos rasgos mejicanos, una cara redonda y colorada y un fino
bigote negro adornando el labio superior. El resto de la cara, ancha y rellena,
estaba cubierta de una leve y dura sombra de barba. Los ojos, oscuros, miraban
con atención las lejanas construcciones.
El hombre, con cara
seria y mirada atenta, se humedeció los labios, pensativo, y azuzó a su montura
para que acelerara el cansino paso. Estaban a punto de llegar a su destino.
Al cabo de unos
minutos alcanzaron las primeras edificaciones. Eran cabañas de madera, con un
porche delantero y elevadas con respecto al suelo sobre una tarima de madera.
Estaban en un típico pueblo de aquella zona del desierto.
El viento sopló por
la calle del pueblo, levantando polvo y tierra, dibujando formas circulares y
espirales en el aire. No había nadie a la vista.
El jinete mejicano
tenía que encontrarse con Ezequiel Cortez en aquel pueblo, pero parecía que su
contacto no había llegado aún. Se bajó de su montura y caminó con paso lento
por la ancha calle del pueblo, tirando del ronzal del burro, mirando a ambos
lados de la calle. Nadie se veía a través de las ventanas de las casas, nadie
salía a la calle, nadie estaba trabajando ni cruzaba el pueblo a caballo o en
carro. Ni siquiera había excrementos de monturas en el suelo.
El mejicano se
extrañó, pero también llegó a la conclusión de que quizá la gente se estuviese protegiendo
del extremo calor de primera hora de la tarde. En unas tres horas el pueblo
volvería a bullir de actividad.
Llegó hasta una
bomba de agua que había en un lado de la calle, entre dos casas de madera con
las cortinas echadas. Usó el mando, arrancando un chorro de agua clara y
fresca, que fue a caer y a llenar un pequeño abrevadero que había debajo del
caño. El asno se acercó sin que mediara orden de su amo, bebiendo. El jinete se
quitó el sombrero y bebió al lado de su montura, refrescándose la cabeza y el
cuello. El agua dejó regueros limpios entre el polvo de su piel.
Se colocó el
sombrero de nuevo y miró alrededor. No sabía si Cortez había llegado o no, pero
lo más seguro era que, si ya estaba en el pueblo, lo estuviera esperando en el saloon. Y si aún no había llegado, sería
él el que lo esperara sentado a una mesa a resguardo del Sol y bebiendo un
tequila.
Tiró de nuevo del
ronzal del burro, cuando el animal se sintió saciado y dejó de beber. Andando
delante de él, se encaminó al gran edificio de dos plantas del saloon. Destacaba entre el resto de
edificios del pueblo, pequeños y bajos. Estaba silencioso y tranquilo, con unas
pesadas cortinas cubriendo todas las ventanas. La pianola no se escuchaba, ni
las voces de los hombres jugando a las cartas.
Estaba claro que
todo el pueblo estaba en pausa, esperando que el Sol fuese más benévolo con
ellos.
El mejicano ató a
su burro en uno de los postes que había delante del saloon y subió a la tarima sobre la que se alzaba el edificio.
Entonces escuchó un
roce dentro del edificio.
Fue un simple roce
de ropa contra la madera, pero los pelos de la nuca se le erizaron y sintió un
escalofrío sobrenatural en la espalda. Se pasó la lengua por los labios,
nervioso. Decidió que se largaría del pueblo en ese mismo momento. Se dio la
vuelta y bajó al lado de su borrico.
Pero entonces se
giró de nuevo, mirando a la doble puerta batiente del local. El interior estaba
oscuro, pero no había ninguna presencia extraña ni terrorífica. El jinete
mejicano volvió a acercarse a la puerta, pensando en Cortez y en el negocio que
se iban a traer entre manos.
- ¿Hola? –
preguntó, mientras empujaba las dos hojas de la puerta y entraba en el saloon, dejando atrás la luminosidad del Sol y entrando en la penumbra del local.
Una figura con
forma humana se abalanzó sobre él, agarrándole por los hombros con unas manos
duras y fuertes como tenazas de hierro. Antes de que pudiese reaccionar, el
atacante tiraba de él, introduciéndole más en la oscuridad del establecimiento,
entre las mesas y las sillas volcadas y cubiertas de sangre.
El mejicano intentó
gritar, pero unos colmillos se clavaron en su cuello, cortando su chillido. Con
una mezcla de horror y asco sintió cómo su sangre y su vida salían lentamente
de su cuerpo.
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