Daniel intentó por todos los medios que
la gente de su pueblo le escuchase y le creyera, pero fue imposible. Todos le
tenían mucho aprecio, pero aquella disparatada historia sobre estrellas caídas,
hombrecitos naranjas con aspecto de insecto vestidos con chaqué y un mundo
mágico al otro lado de una cueva sólo podían ser invenciones de un crío.
Daniel aprovechó cualquier ocasión
aquella noche para hablar con los vecinos de su pueblo sobre Tym, el reino de
Xêng, la cueva en el bosque y las estrellas caídas del cielo. Pero no consiguió
nada.
Los vecinos de Sauce habían escuchado
durante toda su vida, desde niños, historias fantásticas sobre un mundo mágico,
pero solamente eran cuentos que les contaban sus abuelas para entretenerles y para
dormirles. Habían visto a veces extranjeros extraños, vestidos de maneras
pintorescas y con algunos rasgos corporales inusuales, pero no se les había
ocurrido pensar que eran gentes fantásticas venidas de otro mundo. Sabían
(algunos incluso habían estado allí, mercadeando) que había un pueblo lejano
llamado Musgo que estaba a los pies de una montaña, la cual se decía que era
mágica y que albergaba en su cima el portal para cruzar a un mundo fantástico,
pero no eran más que leyendas y cuentos. Aquello sólo servía para hacer
publicidad del pueblo de Musgo, que por otra parte no tenía nada de atractivo.
Además, las bolas amarillas con púas
daban tanto calorcito en casa y olían tan bien al quemarse (como a vainilla)
que dejar de recogerlas y echarlas a la chimenea se les hacía muy cuesta arriba
a todos.
Daniel cambió de táctica, y al día
siguiente se pasó toda la tarde recogiendo las estrellas que encontró en las
calles de Sauce y las que pudo recoger del Camino del Bosque, en la parte más
cercana al pueblo. Escondió su botín en el pajar de su casa (que Rafael y él no
utilizaban) y no le dijo nada a nadie.
Aquella noche, en la taberna, estuvo
mucho más tranquilo. No habló del reino de Xêng ni de las estrellas caídas,
aunque sintió mucha angustia cuando Rafael echó una grande al fuego, para que
calentara la taberna durante toda la noche (y todo el día siguiente). No sabía
por qué, pero desde que sabía lo que eran las pelotas amarillas con púas se
sentía muy mal al verlas arder y no podía dejar de pensar en lo malo que era
que las estrellas estuvieran cayendo. Había algo dentro de sí que lo
angustiaba.
Al día siguiente hizo lo mismo que el
anterior: cuando la taberna estaba tranquila y Rafael podía encargarse solo de
organizarla (Alicia seguía sin ir a trabajar, enferma en la cama) Daniel salía
a las calles de Sauce, con una gran cesta de mimbre, y se dedicaba a recoger
todas las estrellas caídas que podía, las de tamaño mediano o pequeñas
directamente. Las guardaba en el pajar, que ya estaba muy lleno después de dos
días de recolección de estrellas. Por la noche, aunque la taberna estaba más
llena, se escabullía para usar el carro que tenían detrás de la casa y recoger
las más grandes, que los vecinos de Sauce no habían cogido durante el día. Iba
hasta el Camino del Bosque y recogía todas las estrellas que encontraba, para
guardarlas también en el pajar.
Después, cuando ya era noche cerrada,
esperó a Tym en la misma calle en la que le había conocido dos noches atrás. El
hombrecillo pasó por allí casi a la misma hora que la otra noche, con el carro
más cargado que la primera vez. Daniel salió de entre las sombras y se puso
delante del Yaugua, para que le viese
bien.
- Sabía que estabas ahí – dijo Tym, a
modo de saludo, sonriendo y haciendo una leve reverencia. – Los seres humanos
hacéis mucho ruido.
- Veo que has estado recolectando hoy
también.... – dijo Daniel, señalando el montón de estrellas que el Yaugua llevaba en el carro.
- Sí. Las estrellas no dejan de caer, y
no sabemos qué hacer.... – dijo Tym, apenado y preocupado. – Por ahora todo lo
que podemos hacer es recuperar todas las estrellas que hayan caído y
protegerlas, guardándolas hasta que sepamos cómo devolverlas a su hogar....
- Yo tengo muchas guardadas – le dijo
Daniel, contento. – Te las puedes llevar también.
- ¿Son muchas? – preguntó Tym.
- Casi tantas como ésas.... – señaló
Daniel.
Tym se rascó la ceja, de intenso color
amarillo.
- Entonces será mejor que haga dos
viajes – terminó respondiendo. – Primero llevaré éstas y luego volveré a por
las que tienes tú guardadas....
- ¿Puedo ir contigo? – rogó Daniel,
poniendo cara de bueno. – Tengo un carro grande, podemos meter en él las
estrellas que he recogido y hacer el viaje juntos....
- ¿Quieres venir? – preguntó Tym. Daniel
asintió con firmeza. – Bueno, no es que sea peligroso, pero tendrás que tener
cuidado y hacer lo que yo te diga, ¿vale?
- Vale – contestó Daniel, contento.
- Entonces en marcha, que tenemos muchas
estrellas que salvar esta noche.... – dijo Tym. Daniel fue hasta su pajar y
llenó el carro hasta arriba, con las estrellas que había guardado dentro.
Quedaron unas cuantas dentro del pajar, sobre todo las más grandes, las que
eran tan anchas como toneles, pero el carro estaba ya muy lleno y Daniel apenas
podía tirar de él. Decidió dejarlas para otro viaje, si es que les daba tiempo
aquella noche. Después, con cierta dificultad, tiró del carro cargado de
estrellas y se reunió con el Yaugua
que le esperaba en la calle de Sauce.
- ¿Listo? – preguntó Tym.
- Listo – contestó Daniel, sonriendo
abiertamente y muy entusiasmado.
Si hubiese sabido lo que le iba a pasar,
no se hubiese puesto tan contento.