sábado, 29 de julio de 2017

Estrellas caídas (5 de 15)



Daniel intentó por todos los medios que la gente de su pueblo le escuchase y le creyera, pero fue imposible. Todos le tenían mucho aprecio, pero aquella disparatada historia sobre estrellas caídas, hombrecitos naranjas con aspecto de insecto vestidos con chaqué y un mundo mágico al otro lado de una cueva sólo podían ser invenciones de un crío.
Daniel aprovechó cualquier ocasión aquella noche para hablar con los vecinos de su pueblo sobre Tym, el reino de Xêng, la cueva en el bosque y las estrellas caídas del cielo. Pero no consiguió nada.
Los vecinos de Sauce habían escuchado durante toda su vida, desde niños, historias fantásticas sobre un mundo mágico, pero solamente eran cuentos que les contaban sus abuelas para entretenerles y para dormirles. Habían visto a veces extranjeros extraños, vestidos de maneras pintorescas y con algunos rasgos corporales inusuales, pero no se les había ocurrido pensar que eran gentes fantásticas venidas de otro mundo. Sabían (algunos incluso habían estado allí, mercadeando) que había un pueblo lejano llamado Musgo que estaba a los pies de una montaña, la cual se decía que era mágica y que albergaba en su cima el portal para cruzar a un mundo fantástico, pero no eran más que leyendas y cuentos. Aquello sólo servía para hacer publicidad del pueblo de Musgo, que por otra parte no tenía nada de atractivo.
Además, las bolas amarillas con púas daban tanto calorcito en casa y olían tan bien al quemarse (como a vainilla) que dejar de recogerlas y echarlas a la chimenea se les hacía muy cuesta arriba a todos.
Daniel cambió de táctica, y al día siguiente se pasó toda la tarde recogiendo las estrellas que encontró en las calles de Sauce y las que pudo recoger del Camino del Bosque, en la parte más cercana al pueblo. Escondió su botín en el pajar de su casa (que Rafael y él no utilizaban) y no le dijo nada a nadie.
Aquella noche, en la taberna, estuvo mucho más tranquilo. No habló del reino de Xêng ni de las estrellas caídas, aunque sintió mucha angustia cuando Rafael echó una grande al fuego, para que calentara la taberna durante toda la noche (y todo el día siguiente). No sabía por qué, pero desde que sabía lo que eran las pelotas amarillas con púas se sentía muy mal al verlas arder y no podía dejar de pensar en lo malo que era que las estrellas estuvieran cayendo. Había algo dentro de sí que lo angustiaba.
Al día siguiente hizo lo mismo que el anterior: cuando la taberna estaba tranquila y Rafael podía encargarse solo de organizarla (Alicia seguía sin ir a trabajar, enferma en la cama) Daniel salía a las calles de Sauce, con una gran cesta de mimbre, y se dedicaba a recoger todas las estrellas caídas que podía, las de tamaño mediano o pequeñas directamente. Las guardaba en el pajar, que ya estaba muy lleno después de dos días de recolección de estrellas. Por la noche, aunque la taberna estaba más llena, se escabullía para usar el carro que tenían detrás de la casa y recoger las más grandes, que los vecinos de Sauce no habían cogido durante el día. Iba hasta el Camino del Bosque y recogía todas las estrellas que encontraba, para guardarlas también en el pajar.
Después, cuando ya era noche cerrada, esperó a Tym en la misma calle en la que le había conocido dos noches atrás. El hombrecillo pasó por allí casi a la misma hora que la otra noche, con el carro más cargado que la primera vez. Daniel salió de entre las sombras y se puso delante del Yaugua, para que le viese bien.
- Sabía que estabas ahí – dijo Tym, a modo de saludo, sonriendo y haciendo una leve reverencia. – Los seres humanos hacéis mucho ruido.
- Veo que has estado recolectando hoy también.... – dijo Daniel, señalando el montón de estrellas que el Yaugua llevaba en el carro.
- Sí. Las estrellas no dejan de caer, y no sabemos qué hacer.... – dijo Tym, apenado y preocupado. – Por ahora todo lo que podemos hacer es recuperar todas las estrellas que hayan caído y protegerlas, guardándolas hasta que sepamos cómo devolverlas a su hogar....
- Yo tengo muchas guardadas – le dijo Daniel, contento. – Te las puedes llevar también.
- ¿Son muchas? – preguntó Tym.
- Casi tantas como ésas.... – señaló Daniel.
Tym se rascó la ceja, de intenso color amarillo.
- Entonces será mejor que haga dos viajes – terminó respondiendo. – Primero llevaré éstas y luego volveré a por las que tienes tú guardadas....
- ¿Puedo ir contigo? – rogó Daniel, poniendo cara de bueno. – Tengo un carro grande, podemos meter en él las estrellas que he recogido y hacer el viaje juntos....
- ¿Quieres venir? – preguntó Tym. Daniel asintió con firmeza. – Bueno, no es que sea peligroso, pero tendrás que tener cuidado y hacer lo que yo te diga, ¿vale?
- Vale – contestó Daniel, contento.
- Entonces en marcha, que tenemos muchas estrellas que salvar esta noche.... – dijo Tym. Daniel fue hasta su pajar y llenó el carro hasta arriba, con las estrellas que había guardado dentro. Quedaron unas cuantas dentro del pajar, sobre todo las más grandes, las que eran tan anchas como toneles, pero el carro estaba ya muy lleno y Daniel apenas podía tirar de él. Decidió dejarlas para otro viaje, si es que les daba tiempo aquella noche. Después, con cierta dificultad, tiró del carro cargado de estrellas y se reunió con el Yaugua que le esperaba en la calle de Sauce.
- ¿Listo? – preguntó Tym.
- Listo – contestó Daniel, sonriendo abiertamente y muy entusiasmado.
Si hubiese sabido lo que le iba a pasar, no se hubiese puesto tan contento.

jueves, 27 de julio de 2017

Estrellas caídas (4 de 15)



Días después, Daniel recogía bolas amarillas por las calles del pueblo. Era de noche, hacía frío, la calle estaba oscura y la única luz que había en los alrededores era la de las estrellas en el cielo negro.
Daniel era un chico de diez años que vivía con su hermano mayor. Sus padres habían muerto hacía años y los dos hermanos se cuidaban mutuamente desde entonces. Regentaban la taberna del pueblo, que había sido de sus padres y les habían dejado en herencia. Era un negocio que funcionaba muy bien, pero exigía mucho trabajo.
El muchacho llevaba en los brazos tres bolas amarillas del tamaño de una piña. Como llevaba su abrigo grueso de invierno no se quemaba con el calor que irradiaban las bolas. Se encaminó hacia la taberna, donde pensaba usar las bolas para tener encendida la hoguera y así ahorrarse un buen dinero en leña: con aquellas tres bolas, de ese tamaño, podrían tener avivado el fuego durante tres días, probablemente cuatro.
No había nadie por la calle. La noche era desapacible y todo el mundo estaba en sus casas o en la taberna de su hermano, así que caminaba solo por la calle.
O al menos eso creía, hasta que escuchó un ruido detrás de él.
Daniel no era un chico miedoso, pero se asustó un poco al escuchar el gemido que vino desde detrás de él. Se giró con rapidez, haciendo que una de las bolas se deslizase de su abrazo y cayese al suelo, rodando. Daniel apenas se dio cuenta, asombrado por lo que veía.
Detrás de él había un hombrecillo tirando de un carro. Era un hombre pequeño, pero tiraba del carro grande con fuerza. El gemido que había asustado a Daniel era el de las ruedas al girar sobre el eje de madera.
El hombrecillo vestía un chaqué de color negro, con camisa blanca y un chaleco de lentejuelas doradas. Una pajarita roja y un sombrero de copa completaban su atuendo. Pero lo que más llamó la atención de Daniel fue la cara de aquel hombrecillo: era de color naranja, muy arrugada, con ojos rasgados muy negros, brillantes como gotas de aceite. Tenía una barba amarillenta, que le crecía hacia el pecho como cerdas de cepillo. Las orejas acababan en punta y tenía sólo tres dedos en cada mano, también de color naranja.
Llevaba el carro cargado hasta los topes de bolas amarillas con púas.
Daniel vio asombrado cómo el hombrecillo se acercaba hasta él, tirando del carro sin pausa. Si era muy pesado para él no lo parecía, porque el hombrecillo no daba muestras de estar cansado ni de quedarse sin fuerzas. Daniel lo miró con curiosidad, algo acobardado, pues era la primera vez que veía a alguien con aquella pinta. ¿Estaría enfermo y por eso tenía la piel naranja? ¿Habría sufrido un accidente y había perdido dos dedos en cada mano? ¿O sería uno de aquellos seres fantásticos que poblaban los cuentos que contaban las abuelas de Sauce?
- ¡Vaya! Tiene que tener usted todo un palacio que calentar para llevarse tantas bolas.... – comentó, agradable, venciendo sus reservas, cuando el carro tirado por el hombrecillo llegó hasta su altura. El extraño hombrecillo levantó la vista y la fijó en el niño.
- Sí.... – musitó, desdeñoso. – Puedes echar esas dos dentro del carro, si no te importa....
Daniel frunció el entrecejo.
- Éstas son para mí y para mi hermano....    dijo,  haciendo que el hombrecillo se detuviera y le mirara, con su extraña cara fruncida. – Tenemos que calentar la taberna para nuestros clientes....
El hombrecillo dio un respingo, sorprendido.
- ¡¿Qué?! – chilló, asustado. – ¿Las quemáis? ¡¡Estáis locos!! ¡¡No debéis hacer eso!!
- ¿Por qué no? Dan mucho calor y arden durante mucho tiempo....
- ¡Pues claro que arden! – respondió el hombrecillo, soltando el carro y poniendo los bracitos en jarras. – ¡Son estrellas! ¡Eso es lo que hacen: arder!
Daniel se quedó un rato en silencio, estupefacto.
- ¿Qué ha dicho que son? – dijo al fin.
- ¡Estrellas! ¿Qué creíais que eran? – respondió el hombrecillo. – Las estrellas se están cayendo del cielo y, lamentablemente, no podemos pararlo.... ¡Por eso no podéis quemarlas! ¿Qué haremos cuando todas las estrellas del cielo se hayan quemado en vuestras hogueras? ¿Quién iluminará el cielo por las noches?
- ¿Y para qué se las lleva, entonces? – preguntó Daniel, sin entender nada. No podía creer que lo que sostenía entre los brazos eran estrellas del cielo.
- Para intentar devolverlas a su sitio.... – fue la desconcertante respuesta. – Tenemos que proteger a las estrellas hasta que sepamos cómo volver a colocarlas en el cielo, si es que hay una manera....
Daniel cada vez estaba más perdido, con cada nueva confesión del extraño hombrecillo. Todo le sonaba aún más raro que lo anterior, si es que eso podía ser posible.
- ¿Cómo?
- No lo sabemos.... – respondió el hombrecillo. – Sólo el Protector de Estrellas puede dominarlas y quizá podría devolverlas a su sitio. Pero ha muerto. Por eso mis hermanos y yo estamos buscando la forma de devolverlas al cielo....
- ¿Quiénes son tus hermanos?
- No son mis hermanos estrictamente hablando.... – dijo el hombrecillo, sonriendo con su extraña boca en forma de pico. – Son mis compatriotas, mis congéneres. Soy un Yaugua y me llamó Tym.
Daniel lo miró con una mueca de desconcierto, mirando la manita que le tendía. No se la estrechó.
- ¿Un qué? – terminó preguntando.
- Un Yaugua – respondió con naturalidad el hombrecillo. – Vivimos al otro lado de la cueva, somos el pueblo que da la bienvenida a los extranjeros y a los visitantes. Nos encargamos de que nadie entre con nada peligroso al reino de Xêng y vigilamos que nadie saque nada de allí.
Daniel asintió, con la boca abierta.
- No sabes de qué te estoy hablando, ¿verdad? – dijo el hombrecillo, sonriendo. Daniel negó con la cabeza. – Está bien. Monta en el carro y te llevaré a ver la cueva. Supongo que allí lo entenderás mejor.
El hombrecillo volvió a coger las varas que salían del carro y tiró de él. Daniel lo vio pasar a su lado, indeciso. Al final decidió que el extraño no parecía peligroso (aunque sí un poco raro) y montó de un salto en el carro.
- ¿Quién es ése que has llamado “Protector de Estrellas”? – preguntó Daniel desde el carro, cuando el extraño hombrecillo había enfilado el camino del Caldero, tirando del carro y de las estrellas por entre los árboles oscuros.
- Es un título que ostenta alguien en el reino de Xêng – explicó Tym. – Por tradición es otorgado a los hijos del rey, al primogénito. Pero el príncipe ha sido asesinado, de una forma brutal, aunque no está muy claro quién y por qué. Por eso están cayendo las estrellas, porque su Protector ha muerto....
Daniel no comprendía muy bien todo aquello, pero se sintió triste sin poder evitarlo. No sabía por qué, pero le apenaba la muerte del príncipe.
El Yaugua lo llevó montado en el carro por el bosque, adentrándose en la espesura, recorriendo el camino del Caldero, que era bastante más estrecho que el camino principal del bosque, pero suficientemente ancho para que el carro de Tym lo recorriera sin problemas. Al cabo de unos minutos llegaron hasta una caverna de roca negra que había entre los árboles, a unos metros del camino del Caldero.
- Ésta es la entrada al mundo de Xêng – explicó, deteniendo el carro. – Al menos una de ellas. Al otro lado es donde debo llevar las estrellas. Las estamos almacenando hasta que sepamos cómo mandarlas de vuelta al cielo.
- ¿Cómo sabíais que las estrellas estaban cayendo del cielo? – preguntó Daniel, mirando hacia la negrura dentro de la cueva. – ¿También está ocurriendo en tu mundo?
- Sí – contestó Tym, – las estrellas son las mismas en todos los mundos. El rey Namphamyl consultó a los oráculos y así supo que algunas de las estrellas que estaban cayendo habían llegado a vuestro lado. Después nos encargó a los Yauguas que las recuperásemos.
- Madre mía, cuando se lo cuente a mi hermano no me va a creer.... – dijo Daniel, sonriendo, entusiasmado, dando saltitos de impaciencia.
- Tienes que conseguir que te crea – pidió Tym. – Si consigues que tus vecinos dejen de quemar las estrellas mis hermanos y yo podremos venir a recogerlas y mandarlas de nuevo al cielo, cuando sepamos cómo.
Daniel asintió.
- No podemos dejar que el cielo se quede sin estrellas. Eso sería terrible para todos nosotros.... – dijo Tym, con pena.
- Les convenceré, no te preocupes.
Tym asintió, sonriente, y después volvió a coger el carro por las varas de delante y tiró de él, adentrándose en la oscuridad de la cueva. Pronto Daniel dejó de verle y de escucharle. Entonces se dio la vuelta y volvió corriendo por el camino del Caldero a su pueblo, hasta la taberna de su hermano.
Mucha gente había dentro, bebiendo y comiendo. Había humo de pipa en el ambiente y hacía calor: una de las estrellas ardía en la chimenea.
- ¡Rafael! ¡Rafael! – llamó Daniel a gritos, al entrar en la taberna, buscando a su hermano. Éste tenía dieciséis años y estaba detrás de la barra, como siempre. Tenía también el pelo rubio como su hermano pequeño, sólo que era de un tono más apagado y lo llevaba largo por los hombros.
- ¿Dónde están las bolas que ibas a traer para la chimenea? – le recriminó su hermano, al ver que el pequeño venía con las manos vacías.
- Tengo que contarte una cosa que me ha pasado que no te vas a creer – le dijo Daniel, mientras su hermano seguía fregando jarras y platos. Le contó con todo lujo de detalles su encuentro con el Yaugua y lo que éste le había explicado sobre las estrellas caídas y lo que pasaba si las quemaban todas. Rafael le escuchó y le miró con una mueca incrédula.
- ¿Todo eso te has inventado para decirme que no has encontrado bolas amarillas para quemar? – le dijo su hermano mayor, cuando hubo terminado su historia.
- ¡Pero es verdad! – se quejó Daniel.
- Luego hablamos.... Ahora atiende las mesas, que hay mucha gente y Alicia no ha venido hoy, no sé por qué....
Daniel, enfurruñado, se puso el delantal y cogió una bandeja de madera, pasando entre las mesas de la taberna, haciendo el trabajo de la camarera que no había ido aquella noche a trabajar.

martes, 25 de julio de 2017

Estrellas caídas (3 de 15)



Se armó un gran revuelo en el pueblo de Sauce cuando Jeremías entró muy nervioso en la taberna, dando grandes voces y relatando su extraña aventura. El leñador era conocido por todos, tenía justa fama de hombre honrado, decente y mesurado, así que ninguno se tomó a broma su historia, aunque les siguiese pareciendo extraordinaria.
Un gran grupo de gente se encaminó por el Camino del Bosque, hasta el punto donde Jeremías había dicho que había visto las extrañas bolas amarillas.
La gente llegó hasta ellas, que llenaban el camino casi de borde a borde. Había muchísimas más que cuando Jeremías había salido huyendo. Parecía que todas habían caído del cielo, pues el suelo de tierra prensada del camino tenía muchos agujeros y aparecía removida, por los rebotes de las bolas con púas. Las había de todos los tamaños, pequeñas como huevos de gallina, medianas como platos y grandes como ruedas de carro.
Manuel, el panadero, pidió que se fueran todos de allí: estaba muy asustado. Jacobo, el carpintero, opinó que quizá lo mejor sería avisar a los alguaciles. Ezequiel, el herrero, callado como siempre, decidió acercarse.
Se detuvo delante de una bola, del tamaño de una pelota. Se agachó y posó su mano curtida en la superficie del extraño objeto. Estaba muy caliente, tanto que incluso el herrero, acostumbrado al calor, apartó la mano.
Los demás que formaban la cuadrilla le preguntaron qué pasaba y el herrero, sin decir ni media palabra, usó su mandil de cuero para levantar la bola con púas y cogerla en brazos.
- Me la llevo – dijo Ezequiel, con rotundidad. Todos le miraban y a ninguno se le ocurrió contradecirle. – Está calentita y me ayudará a calentar la cabaña en estas noches de invierno.
Los demás le vieron irse andando, cargado con la bola llena de pinchos, como el que no quiere la cosa. Poco más tardaron en reaccionar los demás: protegidos con mandiles, abrigos o capas, los habitantes de Sauce recogieron todas las bolas con púas que pudieron y se las llevaron a sus casas. Era cierto que estaban muy calientes y que eran rugosas como papel de lija, pero de una forma muy agradable.
Las más grandes eran muy pesadas, así que algunos volvieron al día siguiente con carros, para poder transportarlas hasta sus casas. Pronto, casi todos los habitantes de Sauce tenían una o dos bolas con pinchos caídas del cielo para calentar su hogar.
Con el paso de los días las bolas se enfriaban, así que los habitantes de Sauce las empezaron a amontonar a las puertas de sus cabañas. El pueblo se llenó de bolas amarillas hasta que Ezequiel, el herrero, decidió echar a la fragua las que se amontonaban a su puerta. Así fue cómo los habitantes de Sauce descubrieron que las misteriosas bolas amarillas con púas que seguían apareciendo de tanto en tanto en el Camino del Bosque, en el propio bosque y (a veces) en mitad del pueblo, podían usarse durante todo el invierno para calentar sus casas. Mientras mantuviesen el calor podían ponerse bajo la mesa camilla o entre las sábanas y cuando por fin se enfriaban las echaban al fuego, donde ardían durante todo el día. Algunas incluso duraban varios días al fuego, o una semana entera, dependiendo de su tamaño.

sábado, 22 de julio de 2017

Estrellas caídas (2 de 15)



Sauce era un pueblo muy tranquilo. Era el único pueblo del interior del bosque, no muy grande, pero preparado para acoger a multitud de viajeros que querían atravesar el bosque y deseaban hacer noche allí, a medio recorrido del Camino del Bosque, el que lo atravesaba de un lado a otro, de norte a sur.
Sauce tenía una estupenda taberna, que también era posada. Allí los viajeros podían alojarse para pasar la noche y podían comer y beber ricos manjares. Las calles del pueblo eran amplias, para que pudiesen pasar cómodamente los carros, y eran de tierra apisonada y nivelada, para que las ruedas no se atascasen ni estropeasen.
Aun así, Críspulo (el fabricante de ruedas), Jacobo (el carpintero) y Tobías (el mozo de cuadra) hacían buen negocio con los extranjeros, pues siempre había carros que arreglar o caballos que cambiar por otros de refresco.
La taberna de Sauce era el edificio más grande del pueblo, con diferencia. Era de dos pisos, muy alto. La parte de abajo la componían la cocina y la gran estancia llena de mesas y sillas, donde los parroquianos tomaban sus cervezas y sus vinos y donde los extranjeros de paso cenaban los ricos platos que los dos hermanos preparaban. La parte de arriba, a la que se llegaba desde unas anchas escaleras de buena madera, estaba repartida en una veintena de habitaciones, muy acogedoras.
Los que regentaban la taberna eran dos hermanos, Rafael y Daniel, los dos hijos del antiguo tabernero. Eran huérfanos, desde hacía tres años, en que su padre, el antiguo tabernero, había muerto. Su madre había muerto hacía más tiempo, cuando el pequeño tenía solamente dos años.
Los dos eran muy buenos chicos, muy queridos por la gente de Sauce. Ellos hacían muy buen trabajo en la taberna y en la posada y recibían el apoyo, el cariño y la atención del resto del pueblo: siempre alguien tenía una docena de huevos que regalarles, un rato para repararles la silla que se había roto en la taberna o un haz de leña para mantener la chimenea encendida toda la noche.
Eran buenos chicos que habían tenido mala suerte, pero sus vecinos también eran buena gente y les ayudaban siempre que podían.
Rafael y Daniel se parecían ligeramente. Los dos eran rubios, aunque de un amarillo distinto cada uno. Tenían la cara alargada y con la barbilla afilada, con un hoyuelo atractivo. Pero también eran distintos: Rafael tenía los ojos marrones como sus padres y los de Daniel eran un poco rasgados y de color azul oscuro, muy extraños.
A pesar de la diferencia de edad (Rafael era seis años más mayor que su hermano pequeño) los dos se llevaban muy bien y se querían mucho, tanto como podían dos hermanos bien avenidos.
Sauce lo era todo para ellos y ellos eran parte importante del pueblo. Como se demostró durante la crisis de las estrellas caídas.

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Jeremías caminaba por el Camino del Bosque de vuelta a casa. Estaba anocheciendo y esperaba llegar a su cabaña justo cuando se hiciera de noche. Había sido un día agotador cortando árboles y necesitaba descansar delante de un buen fuego. El hacha que llevaba al hombro le pesaba.
Entonces escuchó un ruido sordo a su espalda. Se giró, más extrañado que asustado. No podía ser nada peligroso, porque estaban en invierno y todos los osos del bosque estaban hibernando. El leñador se dio la vuelta y se quedó plantado en mitad del camino de tierra, sorprendido.
En medio del camino había una cosa muy extraña. Era del tamaño de una pelota con la que los niños jugaban en el pueblo, pero de color amarillo y cubierta de púas gordas y cortas por toda su superficie. Descansaba en la tierra compacta del camino, al lado de un pequeño agujero en el que la tierra estaba levantada y removida.
Jeremías se acercó a mirar la extraña “pelota”, con cuidado. La tocó ligeramente con su hacha, extrañado. El objeto resonó a duro y pesado. El leñador se agachó y miró el objeto y la huella redonda de arena removida que había dejado a su lado.
- ¿Qué demonios es esto? – se preguntó en voz alta.
Entonces, de repente, otra “pelota” como la anterior cayó del cielo, a menos de tres metros de la primera. La única diferencia fue que la segunda “pelota” tenía el diámetro de un barril de vino.
La enorme “pelota” golpeó el suelo del Camino del Bosque con un golpe grave, haciendo vibrar la tierra. Jeremías se asustó, dando un respingo y cayendo de espaldas. Rodó por el suelo para alejarse de allí, nervioso.
La segunda “pelota” rebotó en el suelo y rodó un poco hacia un lado, deteniéndose casi inmediatamente. Jeremías tragó saliva, a la expectativa, pero ninguna de las dos extrañas “pelotas” se movió del sitio.
Ahora comprendía qué significaba la huella de arena removida que había al lado de la primera “pelota”. Observó atentamente las dos extrañas bolas y comprobó que las dos tenían gruesas y cortas púas por toda la superficie, iguales las de una y otra, a pesar de la diferencia de tamaño de las dos bolas.
El leñador recobró su valor y volvió a acercarse, recogiendo su hacha del suelo. Se acuclilló al lado de la bola más grande y la tocó con cuidado. Estaba caliente al tacto y tenía una textura rugosa, como un papel de lija, pero de una forma agradable.
- ¿Qué narices son estas cosas? – se dijo Jeremías. El hombre miró hacia el cielo, desde donde habían caído, y se le abrieron los ojos como platos. Se tiró hacia atrás, rodando por el camino otra vez, hasta ponerse de pie y echar a correr hacia el pueblo, a toda velocidad, dejando olvidada su hacha en el suelo.
Una multitud de bolas amarillas y con púas caía al suelo procedente del cielo.