Días después, Daniel recogía bolas
amarillas por las calles del pueblo. Era de noche, hacía frío, la calle estaba
oscura y la única luz que había en los alrededores era la de las estrellas en
el cielo negro.
Daniel era un chico de diez años que
vivía con su hermano mayor. Sus padres habían muerto hacía años y los dos
hermanos se cuidaban mutuamente desde entonces. Regentaban la taberna del
pueblo, que había sido de sus padres y les habían dejado en herencia. Era un
negocio que funcionaba muy bien, pero exigía mucho trabajo.
El muchacho llevaba en los brazos tres
bolas amarillas del tamaño de una piña. Como llevaba su abrigo grueso de
invierno no se quemaba con el calor que irradiaban las bolas. Se encaminó hacia
la taberna, donde pensaba usar las bolas para tener encendida la hoguera y así
ahorrarse un buen dinero en leña: con aquellas tres bolas, de ese tamaño,
podrían tener avivado el fuego durante tres días, probablemente cuatro.
No había nadie por la calle. La noche
era desapacible y todo el mundo estaba en sus casas o en la taberna de su
hermano, así que caminaba solo por la calle.
O al menos eso creía, hasta que escuchó
un ruido detrás de él.
Daniel no era un chico miedoso, pero se
asustó un poco al escuchar el gemido que vino desde detrás de él. Se giró con
rapidez, haciendo que una de las bolas se deslizase de su abrazo y cayese al
suelo, rodando. Daniel apenas se dio cuenta, asombrado por lo que veía.
Detrás de él había un hombrecillo
tirando de un carro. Era un hombre pequeño, pero tiraba del carro grande con
fuerza. El gemido que había asustado a Daniel era el de las ruedas al girar
sobre el eje de madera.
El hombrecillo vestía un chaqué de color
negro, con camisa blanca y un chaleco de lentejuelas doradas. Una pajarita roja
y un sombrero de copa completaban su atuendo. Pero lo que más llamó la atención
de Daniel fue la cara de aquel hombrecillo: era de color naranja, muy arrugada,
con ojos rasgados muy negros, brillantes como gotas de aceite. Tenía una barba
amarillenta, que le crecía hacia el pecho como cerdas de cepillo. Las orejas
acababan en punta y tenía sólo tres dedos en cada mano, también de color
naranja.
Llevaba el carro cargado hasta los topes
de bolas amarillas con púas.
Daniel vio asombrado cómo el hombrecillo
se acercaba hasta él, tirando del carro sin pausa. Si era muy pesado para él no
lo parecía, porque el hombrecillo no daba muestras de estar cansado ni de
quedarse sin fuerzas. Daniel lo miró con curiosidad, algo acobardado, pues era
la primera vez que veía a alguien con aquella pinta. ¿Estaría enfermo y por eso
tenía la piel naranja? ¿Habría sufrido un accidente y había perdido dos dedos
en cada mano? ¿O sería uno de aquellos seres fantásticos que poblaban los
cuentos que contaban las abuelas de Sauce?
- ¡Vaya! Tiene que tener usted todo un
palacio que calentar para llevarse tantas bolas.... – comentó, agradable,
venciendo sus reservas, cuando el carro tirado por el hombrecillo llegó hasta
su altura. El extraño hombrecillo levantó la vista y la fijó en el niño.
- Sí.... – musitó, desdeñoso. – Puedes
echar esas dos dentro del carro, si no te importa....
Daniel frunció el entrecejo.
- Éstas son para mí y para mi
hermano.... – dijo,
haciendo que el hombrecillo se detuviera y le mirara, con su extraña
cara fruncida. – Tenemos que calentar la taberna para nuestros clientes....
El hombrecillo dio un respingo,
sorprendido.
- ¡¿Qué?! – chilló, asustado. – ¿Las
quemáis? ¡¡Estáis locos!! ¡¡No debéis hacer eso!!
- ¿Por qué no? Dan mucho calor y arden
durante mucho tiempo....
- ¡Pues claro que arden! – respondió el
hombrecillo, soltando el carro y poniendo los bracitos en jarras. – ¡Son
estrellas! ¡Eso es lo que hacen: arder!
Daniel se quedó un rato en silencio,
estupefacto.
- ¿Qué ha dicho que son? – dijo al fin.
- ¡Estrellas! ¿Qué creíais que eran? –
respondió el hombrecillo. – Las estrellas se están cayendo del cielo y,
lamentablemente, no podemos pararlo.... ¡Por eso no podéis quemarlas! ¿Qué
haremos cuando todas las estrellas del cielo se hayan quemado en vuestras hogueras?
¿Quién iluminará el cielo por las noches?
- ¿Y para qué se las lleva, entonces? –
preguntó Daniel, sin entender nada. No podía creer que lo que sostenía entre
los brazos eran estrellas del cielo.
- Para intentar devolverlas a su
sitio.... – fue la desconcertante respuesta. – Tenemos que proteger a las
estrellas hasta que sepamos cómo volver a colocarlas en el cielo, si es que hay
una manera....
Daniel cada vez estaba más perdido, con
cada nueva confesión del extraño hombrecillo. Todo le sonaba aún más raro que
lo anterior, si es que eso podía ser posible.
- ¿Cómo?
- No lo sabemos.... – respondió el
hombrecillo. – Sólo el Protector de Estrellas puede dominarlas y quizá podría
devolverlas a su sitio. Pero ha muerto. Por eso mis hermanos y yo estamos buscando
la forma de devolverlas al cielo....
- ¿Quiénes son tus hermanos?
- No son mis hermanos estrictamente
hablando.... – dijo el hombrecillo, sonriendo con su extraña boca en forma de
pico. – Son mis compatriotas, mis congéneres. Soy un Yaugua y me llamó Tym.
Daniel lo miró con una mueca de
desconcierto, mirando la manita que le tendía. No se la estrechó.
- ¿Un qué? – terminó preguntando.
- Un Yaugua
– respondió con naturalidad el hombrecillo. – Vivimos al otro lado de la cueva,
somos el pueblo que da la bienvenida a los extranjeros y a los visitantes. Nos
encargamos de que nadie entre con nada peligroso al reino de Xêng y vigilamos
que nadie saque nada de allí.
Daniel asintió, con la boca abierta.
- No sabes de qué te estoy hablando,
¿verdad? – dijo el hombrecillo, sonriendo. Daniel negó con la cabeza. – Está
bien. Monta en el carro y te llevaré a ver la cueva. Supongo que allí lo
entenderás mejor.
El hombrecillo volvió a coger las varas
que salían del carro y tiró de él. Daniel lo vio pasar a su lado, indeciso. Al
final decidió que el extraño no parecía peligroso (aunque sí un poco raro) y
montó de un salto en el carro.
- ¿Quién es ése que has llamado
“Protector de Estrellas”? – preguntó Daniel desde el carro, cuando el extraño
hombrecillo había enfilado el camino del Caldero, tirando del carro y de las
estrellas por entre los árboles oscuros.
- Es un título que ostenta alguien en el
reino de Xêng – explicó Tym. – Por tradición es otorgado a los hijos del rey,
al primogénito. Pero el príncipe ha sido asesinado, de una forma brutal, aunque
no está muy claro quién y por qué. Por eso están cayendo las estrellas, porque
su Protector ha muerto....
Daniel no comprendía muy bien todo
aquello, pero se sintió triste sin poder evitarlo. No sabía por qué, pero le
apenaba la muerte del príncipe.
El Yaugua
lo llevó montado en el carro por el bosque, adentrándose en la espesura,
recorriendo el camino del Caldero, que era bastante más estrecho que el camino
principal del bosque, pero suficientemente ancho para que el carro de Tym lo
recorriera sin problemas. Al cabo de unos minutos llegaron hasta una caverna de
roca negra que había entre los árboles, a unos metros del camino del Caldero.
- Ésta es la entrada al mundo de Xêng –
explicó, deteniendo el carro. – Al menos una de ellas. Al otro lado es donde
debo llevar las estrellas. Las estamos almacenando hasta que sepamos cómo
mandarlas de vuelta al cielo.
- ¿Cómo sabíais que las estrellas
estaban cayendo del cielo? – preguntó Daniel, mirando hacia la negrura dentro
de la cueva. – ¿También está ocurriendo en tu mundo?
- Sí – contestó Tym, – las estrellas son
las mismas en todos los mundos. El rey Namphamyl consultó a los oráculos y así
supo que algunas de las estrellas que estaban cayendo habían llegado a vuestro
lado. Después nos encargó a los Yauguas
que las recuperásemos.
- Madre mía, cuando se lo cuente a mi
hermano no me va a creer.... – dijo Daniel, sonriendo, entusiasmado, dando
saltitos de impaciencia.
- Tienes que conseguir que te crea –
pidió Tym. – Si consigues que tus vecinos dejen de quemar las estrellas mis
hermanos y yo podremos venir a recogerlas y mandarlas de nuevo al cielo, cuando
sepamos cómo.
Daniel asintió.
- No podemos dejar que el cielo se quede
sin estrellas. Eso sería terrible para todos nosotros.... – dijo Tym, con pena.
- Les convenceré, no te preocupes.
Tym asintió, sonriente, y después volvió
a coger el carro por las varas de delante y tiró de él, adentrándose en la
oscuridad de la cueva. Pronto Daniel dejó de verle y de escucharle. Entonces se
dio la vuelta y volvió corriendo por el camino del Caldero a su pueblo, hasta
la taberna de su hermano.
Mucha gente había dentro, bebiendo y
comiendo. Había humo de pipa en el ambiente y hacía calor: una de las estrellas
ardía en la chimenea.
- ¡Rafael! ¡Rafael! – llamó Daniel a
gritos, al entrar en la taberna, buscando a su hermano. Éste tenía dieciséis
años y estaba detrás de la barra, como siempre. Tenía también el pelo rubio
como su hermano pequeño, sólo que era de un tono más apagado y lo llevaba largo
por los hombros.
- ¿Dónde están las bolas que ibas a
traer para la chimenea? – le recriminó su hermano, al ver que el pequeño venía
con las manos vacías.
- Tengo que contarte una cosa que me ha
pasado que no te vas a creer – le dijo Daniel, mientras su hermano seguía
fregando jarras y platos. Le contó con todo lujo de detalles su encuentro con
el Yaugua y lo que éste le había
explicado sobre las estrellas caídas y lo que pasaba si las quemaban todas.
Rafael le escuchó y le miró con una mueca incrédula.
- ¿Todo eso te has inventado para
decirme que no has encontrado bolas amarillas para quemar? – le dijo su hermano
mayor, cuando hubo terminado su historia.
- ¡Pero es verdad! – se quejó Daniel.
- Luego hablamos.... Ahora atiende las
mesas, que hay mucha gente y Alicia no ha venido hoy, no sé por qué....
Daniel, enfurruñado, se puso el delantal
y cogió una bandeja de madera, pasando entre las mesas de la taberna, haciendo
el trabajo de la camarera que no había ido aquella noche a trabajar.
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