Se armó un gran revuelo en el pueblo de
Sauce cuando Jeremías entró muy nervioso en la taberna, dando grandes voces y
relatando su extraña aventura. El leñador era conocido por todos, tenía justa
fama de hombre honrado, decente y mesurado, así que ninguno se tomó a broma su
historia, aunque les siguiese pareciendo extraordinaria.
Un gran grupo de gente se encaminó por
el Camino del Bosque, hasta el punto donde Jeremías había dicho que había visto
las extrañas bolas amarillas.
La gente llegó hasta ellas, que llenaban
el camino casi de borde a borde. Había muchísimas más que cuando Jeremías había
salido huyendo. Parecía que todas habían caído del cielo, pues el suelo de
tierra prensada del camino tenía muchos agujeros y aparecía removida, por los
rebotes de las bolas con púas. Las había de todos los tamaños, pequeñas como
huevos de gallina, medianas como platos y grandes como ruedas de carro.
Manuel, el panadero, pidió que se fueran
todos de allí: estaba muy asustado. Jacobo, el carpintero, opinó que quizá lo
mejor sería avisar a los alguaciles. Ezequiel, el herrero, callado como
siempre, decidió acercarse.
Se detuvo delante de una bola, del
tamaño de una pelota. Se agachó y posó su mano curtida en la superficie del
extraño objeto. Estaba muy caliente, tanto que incluso el herrero, acostumbrado
al calor, apartó la mano.
Los demás que formaban la cuadrilla le
preguntaron qué pasaba y el herrero, sin decir ni media palabra, usó su mandil
de cuero para levantar la bola con púas y cogerla en brazos.
- Me la llevo – dijo Ezequiel, con
rotundidad. Todos le miraban y a ninguno se le ocurrió contradecirle. – Está
calentita y me ayudará a calentar la cabaña en estas noches de invierno.
Los demás le vieron irse andando,
cargado con la bola llena de pinchos, como el que no quiere la cosa. Poco más
tardaron en reaccionar los demás: protegidos con mandiles, abrigos o capas, los
habitantes de Sauce recogieron todas las bolas con púas que pudieron y se las
llevaron a sus casas. Era cierto que estaban muy calientes y que eran rugosas
como papel de lija, pero de una forma muy agradable.
Las más grandes eran muy pesadas, así
que algunos volvieron al día siguiente con carros, para poder transportarlas
hasta sus casas. Pronto, casi todos los habitantes de Sauce tenían una o dos
bolas con pinchos caídas del cielo para calentar su hogar.
Con el paso de los días las bolas se
enfriaban, así que los habitantes de Sauce las empezaron a amontonar a las
puertas de sus cabañas. El pueblo se llenó de bolas amarillas hasta que
Ezequiel, el herrero, decidió echar a la fragua las que se amontonaban a su
puerta. Así fue cómo los habitantes de Sauce descubrieron que las misteriosas
bolas amarillas con púas que seguían apareciendo de tanto en tanto en el Camino
del Bosque, en el propio bosque y (a veces) en mitad del pueblo, podían usarse
durante todo el invierno para calentar sus casas. Mientras mantuviesen el calor
podían ponerse bajo la mesa camilla o entre las sábanas y cuando por fin se
enfriaban las echaban al fuego, donde ardían durante todo el día. Algunas
incluso duraban varios días al fuego, o una semana entera, dependiendo de su
tamaño.
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