- III -
Mike caminó por el
desierto, sin prisa pero sin pausa. El calor era agobiante y sofocante, pero
iba bien preparado: llevaba cantimplora con agua suficiente y el sombrero le
protegía del implacable Sol.
Caminó por la
tierra suelta y la tierra dura, entre pequeños arbustos y algún que otro cactus
suelto. El Sol estaba alto en el cielo cuando empezó a andar desde el cañón
hacia el sur, después fue girando hasta colocarse frente a él y luego descendió
a su derecha mientras avanzaba la tarde.
Desde donde había
dejado la diligencia asaltada y su desdichado caballo muerto estaba más cerca
de Silver Leaf, pero era un pueblo muy pequeño, y estaba demasiado cerca de
donde habían asaltado la diligencia. La ayuda llegaría desde allí y los pasajeros
que quedaban con vida probablemente le reconocerían. Además, el pueblo quedaba
al otro lado del cañón.
Lo mejor era
alejarse de allí.
Desesperanza era la
mejor opción. Era un pueblo más o menos grande, en el que pasaría
desapercibido. Podría descansar unas cuantas noches y luego seguiría su camino
hacia Culver City, saliendo del desierto.
El problema era que
ya no tenía caballo, y un hombre cargado con alforjas que entraba a pie en un
pueblo llamaba la atención. Tendría que encontrar un sitio donde esconder el
dinero antes de llegarse a Desesperanza, un sitio seguro y cercano al pueblo.
Las cuevas. Mike
pensó en las montañas que crecían cerca de Desesperanza, al oeste del pueblo.
En ellas había abundantes cuevas, largas y profundas, llenas de murciélagos y
alimañas. Nadie entraría en ninguna de esas cuevas buscando tesoros.
Así que se dirigió
hacia el sur, hacia las cuevas.
* * * * * *
Era de noche ya
cuando llegó hasta los pies de las montañas. Por suerte, el cielo en los
desiertos suele estar despejado, y la luz de la Luna creciente y de las
estrellas le sirvió para ver donde ponía los pies en su escalada por las
laderas empinadas.
Eligió una cueva al
azar y entró en ella. Caminó adentrándose en la oscuridad, conteniendo un
escalofrío. Mike no era un hombre que se asustase con facilidad, pero aquella
oscuridad le infundía un miedo muy profundo, casi sobrenatural.
Sacudió la cabeza y
siguió avanzando. Encendió una cerilla chascándola con el dedo pulgar y usó su
luz para orientarse.
La cueva era estrecha
y larga, muy larga. Había multitud de estalactitas y estalagmitas, trabajando
poco a poco para acabar encontrándose, al cabo de cientos de años. La roca era
oscura, casi azul, y brillaba a la luz de la mísera cerilla. Había multitud de
recovecos y recodos.
Mike encontró una
pila de rocas, piedras más o menos pequeñas y manejables. Las removió como
pudo, en la oscuridad, después de que la cerilla se apagara. Colocó las
alforjas llenas del dinero contra la pared estriada de la cueva y las tapó con
las rocas, haciendo un nuevo montón. Cuando acabó no había evidencia de que
allí debajo hubiese doscientos mil dólares en billetes nuevos.
Llevaba todo el día
caminando por el desierto y ya era noche avanzada. Así que decidió que lo más
adecuado era echarse a dormir.
Se tapó con su
guardapolvo largo y raído y se echó el sombrero sobre los ojos. Apoyado en una
roca se durmió en seguida.
* * * * * *
Se despertó
totalmente antes del alba.
Había dormido
incómodo toda la noche, removiéndose sin poder conciliar un sueño completo. No
era por dormir en el suelo, estaba acostumbrado a dormir sin una cama y al
raso. Y tampoco era por tener la conciencia intranquila, ni mucho menos.
Era algo externo.
Se sentía incómodo
allí, como si estuviese en lugar peligroso. Como si estuviese profanando el
refugio de alguien. De alguien peligroso.
Al fin decidió
ponerse en pie y salir de allí. Había descansado algo, quizá no lo suficiente,
pero lo justo para poder seguir adelante hacia Desesperanza. Salió de la cueva
comprobando sus pertenencias: no quería olvidarse nada en la cueva, salvo el
botín.
Llevaba su
sombrero, el guardapolvo, el pequeño hatillo con víveres y municiones. Y al
cinto su viejo revólver, en la cadera derecha. Y, además, dentro del cinto, en
el vientre, llevaba el Colt Dragón del viejo conductor de diligencias.
Desde la entrada de
la cueva pudo ver el desierto, allá abajo, oscuro y azulado. La Luna se había
escondido ya pero había cierta luminosidad que permitía orientarse. Aún no
había amanecido, pero la línea del horizonte por el este estaba iluminada, con
los primeros apuntes del Sol.
Mike bajó de las
montañas y caminó hacia el este, en dirección a Desesperanza. Un caballo, un
trago de whisky, una cama.... Mike soñó despierto.
Un ruido extraño y
amenazador le sacó de sus pensamientos, cuando ya hacía rato que pisaba la
arena del desierto. Miró hacia atrás, hacia el cielo nocturno.
Una bandada de
murciélagos, una gran multitud, aleteaba asquerosamente en dirección a las
cuevas que acababa de dejar. Venían volando desde el desierto y entraban como
una riada en las cavernas.
Mike tuvo otro
escalofrío. Después siguió andando.
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