- IV -
(2 de 2)
Mike salió a la
calle, decidido a conseguir una habitación en la que descansar.
El chico de las
caballerizas, después de intentar asustarle con cuentos de viejas y misterios
inexplicables, le había dicho que el saloon
estaba lleno, el burdel también y que había gente del pueblo que había
alquilado habitaciones de sus propias casas. Le dijo que fuese a hablar con el
telegrafista: el hombre había enviudado recientemente y sus hijos se habían ido
del pueblo hacía tiempo, trabajando muy jóvenes de vaqueros. La casa del hombre
debía ser grande y estaba casi vacía.
Mike se recorrió la
mitad del pueblo que le quedaba, terminando de caminar el resto de la media
luna. La oficina de telégrafos estaba al final del pueblo: era la última casa.
Entró dentro del
local y se quitó el sombrero, colocándose el pelo lo mejor que pudo: tenía que
dar buena impresión a aquel hombre si quería que le alquilara una cama. Se
acercó al mostrador y pulsó el timbre.
- ¡Un momento! – se
escuchó una voz desde el otro lado de la ventanilla. Mike esperó,
pacientemente, mirándose los pies. – ¿Qué desea?
Cuando levantó la
vista se encontró cara a cara con Emilio Villar, que lo miraba desde la
ventanilla con una sonrisa sarcástica en la cara. Mike apretó los labios y
suspiró maldiciendo su mala suerte. A veces era un bocazas.
- ¡Buenos días,
señor! – dijo el encargado del telégrafo, sin perder su sonrisa de
superioridad. Mike le contestó con un gesto desganado de la cabeza. – ¿Qué se
le ofrece?
Mike arrugó la
cara, pasándose la mano por la nuca y el cabello, avergonzado.
- Me han dicho que
usted tiene mucho sitio en casa – dijo, sabiendo que lo planteara como lo
plantease iba a sonar muy mal y aquel hombre iba a recordar a su mujer. – Me
preguntaba si podría alquilarme una habitación por un par de días....
Emilio Villar lo
miró detenidamente.
- Podría, sí.... –
contestó finalmente. – Pero también podría no hacerlo....
Mike sonrió
cansinamente, asintiendo, reconociendo su derrota. Se puso el sombrero, dedicó
un gesto de despedida con la mano al telegrafista y se volvió hacia la puerta.
- ¿Por cuánto
tiempo se quedaría? – dijo Villar desde su espalda. Mike se volvió hacia él,
sorprendido.
- Esta noche. Quizá
la de mañana también.
Emilio Villar
asintió despacio, varias veces, sin dejar de mirarle.
- Está bien. Deme
diez dólares por noche y le daré una cama y desayuno por la mañana.
Mike sacó el dinero
del hatillo y se lo entregó por adelantado.
- Muchas gracias,
de verdad.
- Mi mujer habría
querido ayudarle.... – contestó Villar, serio y sereno. Mike volvió a asentir,
en agradecimiento, y después salió del local, al calor del exterior.
Mike anduvo de
nuevo hacia el interior del pueblo. Era pronto para ir a comer al saloon y hasta la noche no iría a la
casa del telegrafista. Quizá podía acercarse hasta el burdel: allí también
había camas....
- ¡¡Nelson!!
Mike levantó la
vista, asustado, saliendo de repente de sus ensoñaciones. Ante él, en medio de
la calle, a unos doce
metros, había un hombre, un chiquillo en realidad.
- ¡¡Nelson!!
¡¡Maldito seas mil veces!! – dijo el muchacho. Estaba terriblemente enfadado,
con las piernas abiertas y las manos a ambos lados del cuerpo.
Mike lo reconoció,
por supuesto que sí. No hacía mucho tiempo que habían atracado juntos el banco
de Hope Canyon, junto con otros tres compañeros que habían muerto en el
intento. Mike creía que había dejado al joven McCallister malherido tras él,
pero al parecer había sobrevivido a sus heridas.
- Steve, cuánto
tiempo.... – dijo, conciliador.
- ¡Dos meses! –
rugió el chico. – ¡Dos meses en un hospital de monjas! ¡Dos meses escuchando
misas, repiques de campanas y alabanzas a Dios! ¡Dos meses jurando que si te
encontraba te dejaría con el cuerpo lleno de plomo!
- Bueno, bueno,
Steve, tranquilízate – dijo Mike, buscando una forma de salir de aquélla sin
tener que disparar. – Me alegro de que estés bien. Creí que habías muerto.
- ¡Me disparaste
por la espalda cando huíamos del banco! – acusó McCallister. – ¡Supongo que te
sorprende verme con vida!
- La verdad es que
sí....
- ¡Será la última
vez que me veas! – dijo, sacudiendo los dedos de la mano derecha. La mano del
revólver.
Mike suspiró.
Aquello era cosa hecha. Steve McCallister no iba a atender a razones e iba a
tener que matarle. Otra vez....
Los dos se miraron
a los ojos, con el ceño fruncido. El Sol calentaba desde lo alto y Mike fue
consciente del sudor corriéndole por la cara. Fue consciente del aire que
recorrió la calle, levantando polvo. Fue consciente de las caras que se
volvieron desde los porches de las casas. Fue consciente de la última
terminación nerviosa de sus dedos, nerviosos a una pulgada del revólver, casi
rozándole.
McCallister parecía
un titán, una roca inamovible delante de él. Estaba inmóvil, tranquilo,
imbatible. Pero Mike sabía muy bien que el chico sentía lo mismo que él. Miedo
y euforia. Las dos cosas ante la muerte.
Suspiró ligeramente
y se decidió. Era hora de desenfundar.
- ¡Alto! ¡¡Alto!!
¡¡Quietos los dos u os pego un tiro a cada uno!! – aulló una voz más allá que
McCallister. El chico levantó las manos y las separó del cinturón y de la
cartuchera. Mike hizo lo mismo, a la espera.
Un hombre fornido, de
cara afilada, con camisa y sombrero negros, llegó hasta McCallister, con un
revólver desenfundado. Llevaba un pequeño bigote recortado en el labio superior
y una estrella brillante en el pecho. Mike, sin bajar las manos, se acercó al sheriff de aquel pueblo.
- No toleraré
duelos en mi pueblo. No lo he hecho nunca y maldita sea si pretendo consentirlo
ahora. ¡Peste de forasteros! – dijo, escupiendo al suelo. – ¡Steve! Conoces el
pueblo, sabes las normas....
- Lo siento, sheriff – contestó el chico, sumiso,
pero con una mirada llena de rabia dirigida a Mike. – He perdido los estribos.
Este hombre y yo tenemos una cuenta pendiente....
- Pues la resolvéis
en el desierto – contestó el sheriff,
mirando con censura al chico, que bajó la mirada. – Allí las leyes las dicta el
Sol, el polvo y los buitres. Pero en este pueblo la ley soy yo – dijo el
hombre, con autoridad.
Después se volvió a Mike. – ¿Y quién es usted?
Mike comprendió que
era inútil mentirle al sheriff
delante de Steve McCallister.
- Mike Nelson.
- ¡Vaya! Así que
Mike Nelson.... El célebre bandido nos honra con su presencia – bromeó el
hombre, haciendo que alguna risa se escapara de la gente que los observaba
desde los porches de las casas. – ¿Qué haces en Desesperanza, chico? Aquí no
hay banco ni diligencia ni oficina del ferrocarril que robar.... – dijo el sheriff, no sin cierto humor. – ¿Qué has
venido a hacer aquí?
- Sólo estoy de
paso. Vengo buscando un caballo y un sitio donde pasar la noche.
- Bien. Espero que
no me arrepienta de tenerte aquí – dijo, y después se volvió a McCallister. –
Steve, vete de mi vista. Nos conocemos desde hace años y me alegré cuando
volviste al pueblo hace unos días. Pero si vuelves a liarla te juro que te
arrestaré durante un mes. Te lo advierto.
- Sí, sheriff – dijo el chico, avergonzado al
recibir semejante rapapolvo delante de Mike. Éste sonrió, jocoso, con su
sonrisa lateral.
- Y en cuanto a ti
– dijo el sheriff, volviéndose hacia
el bandido, – ¿quieres comprar un caballo?
- Ya lo he hecho, sheriff.
- Bien. De tu
alojamiento puedo encargarme personalmente. Acompáñame – dijo el sheriff, agarrando a Mike por el hombro
y tirando de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario