- IV -
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Un par de horas
después del amanecer, un cartel de madera a unos treinta metros de las primeras
casas del pueblo le dio la bienvenida:
Desesperanza
Povlaciòn:
237 abitantes ??
Mike se pasó la
mano por la cara rasposa y grasienta. Sus ojos se posaron en las dos
interrogaciones del final del cartel. No sabía si era una broma o indicaba la
predisposición de la población a menguar sin previo aviso.
De cualquiera de
las dos formas, era inquietante.
Pasó al lado del
cartel y siguió hacia las casas.
Desesperanza era un
pueblo sencillo del oeste americano. Estaba formado por varias casas de madera,
levantadas sobre una tarima que se elevaba del suelo unos centímetros. Todas
las casas tenían un porche techado delante y una barandilla para poder atar
caballos. Las casas estaban en dos filas, una frente a la otra.
La doble hilera de
cabañas se disponía formando una media luna, de unos quinientos metros de
largo. En la parte interior de la curva, detrás de las cabañas, se levantaban
otra media docena de edificios: el burdel, la iglesia, la cárcel....
Mike anduvo por
entre las casas, por la calle principal. Era temprano por la mañana, pero el
pueblo ya estaba despierto: había gente por la calle, gente trabajando y gente
a caballo.
Alcanzó a ver una
edificación más grande que las demás, mucho más larga y alta: el saloon. Su seca garganta le hizo ir
hacia allá.
Subió los escalones
que daban acceso al porche y empujó la doble puerta de vaivén, sintiéndose
cómodo en cuanto puso un pie en el interior del local. Había humo de cigarros y
de pipa y conversaciones a media voz. La pianola estaba en silencio en su
rincón y el barman secaba vasos en la
barra. Mike sonrió de medio lado: ya estaba en un ambiente conocido.
Miró a la
clientela, un par de decenas de hombres, sentados a las mesas de madera,
conversando en voz baja. Había un par de personas de pie en la barra y un
hombre negro al fondo, apoyado en uno de los pilares de madera que sostenían la
galería del piso de arriba. El hombre miró fijamente a Mike, que le ignoró.
Se acercó a la
barra y se acodó allí. El barman le
miró un rato, sin moverse, siguiendo con su labor de secado. Después dejó el
vaso en la barra y tiró el trapo detrás de ella, acercándose a Mike.
- Otro
forastero.... – fueron sus primeras palabras, nada hospitalarias. – ¿Qué
quiere?
- Whisky.
El barman le sirvió un vaso y Mike colocó
una moneda en el mostrador. El barman
la tomó y se alejó, dejando a Mike solo, disfrutando del contenido del vaso.
- Usted no tiene
pinta de vendedor – dijo alguien a su izquierda. Mike siguió tomando el whisky,
mirando al frente. Al cabo de un rato y deliberadamente lento se giró hacia ese
costado, para encontrarse con un hombre moreno, de piel tostada, con un fino
bigote recortado y sonrisa amigable. Llevaba sombrero de buena factura y un
traje elegante. – Ni parece alguien que haya huido de su pueblo asustado por
las historias de desapariciones. Tiene pinta de vaquero, pero no ha traído
ningún rebaño hasta aquí....
Había una pregunta
implicada en ese silencio, pero Mike no la contestó. No tenía ganas de hablar,
y menos con charlatanes como aquél.
- Discúlpeme si le
he ofendido, señor – apaciguó el hombre, quitándose el sombrero y tendiéndole
la mano. Mike ni la miró. – Soy Emilio Villar. Sé lo que es ser un forastero en
este pueblo.
Mike siguió
mirándole sin decir palabra. Villar acabó retirando la mano.
- ¿Puedo
preguntarle a qué ha venido a Desesperanza? – insistió el hombre trajeado.
- Puede – musitó
Mike, llevándose una vez más el vaso a la boca. – Pero yo puedo no
contestarle....
Su interlocutor se
asombró, irguiéndose.
- Discúlpeme,
señor. Sólo quería ser amable con usted. No entiendo qué he hecho para
ofenderle....
- Si no lo entiende
quizá podamos salir fuera para que se lo explique.... – dijo Mike, girándose
del todo y quedando frente a frente con el hombre, que se asustó al ver las
pistolas del bandido y su porte. La gente del saloon se agitó, ante la proximidad de un tiroteo. El hombre del
traje se rehízo, desabrochándose los últimos botones de la chaqueta, dejando a
la vista un cinturón con un revólver.
- Quizá debamos
salir.... – dijo, sin miedo.
- Bueno, bueno, ya
está bien.... – dijo alguien, desde las mesas. Mike vio con el rabillo del ojo
a un hombre que se levantaba y se acercaba a ellos. Era un hombre joven, de la
edad de Mike, vestido con chaleco y camisa limpia. Llevaba un bigote poblado,
probablemente para parecer mayor. Una pequeña estrella brillaba en el pecho del
chaleco. – Emilio, cálmate. Y usted, forastero, tengo que pedirle que se tranquilice
mientras esté en el pueblo, ¿de acuerdo? No queremos alborotos por aquí.
- Perdona, Frank.
Tienes razón – dijo Emilio Villar, sin quitar los ojos de encima de Mike.
Siguió mirándole un rato, serio, pero luego se dio la vuelta y salió del saloon.
- Perdónele, está
muy raro desde.... desde la muerte de su mujer – explicó el ayudante del sheriff, mirando a las puertas de
vaivén. Después se volvió a Mike y le miró a los ojos. – Espero que no me dé
problemas, amigo. El pueblo se está llenando de forasteros y no vamos a dejar
que hagan lo que quieran por aquí. ¿A qué ha venido, señor....?
- Brynner. Yul
Brynner – mintió Mike. – Sólo estoy de paso. Necesito comprar un caballo y
descansar un par de noches. Voy camino de Culver City.
- Muy bien. Espero
no tener que volver a llamarle la atención.... – dijo el ayudante del sheriff, con tono de amonestación. – El
establo está más adelante, al otro lado de la calle.
Mike asintió,
terminando su whisky y saliendo del saloon.
No esperaba encontrarse por allí con Villar, y así fue. Cruzó la calle y caminó
por los porches de las casas de enfrente, pasando por una tienda de
comestibles, una armería, una carpintería, una lavandería y por la cabaña del
sepulturero.
El establo era un
edificio muy grande, igual de largo que el saloon,
pero más alto. Tenía una gran puerta que ahora estaba abierta: Mike pudo ver
paja y excrementos por el suelo y paneles de madera que separaban los distintos
corrales individuales para las monturas.
Un chico joven, de
unos dieciséis o diecisiete años, estaba enganchando unos caballos a un carro
que había dentro del edificio. Mike se acercó a él, metiéndose un cigarro en la
boca y encendiéndole con una cerilla.
- Chico, necesito
un caballo – dijo, a modo de saludo.
El muchacho le miró
un instante antes de contestarle, y siguió con su trabajo.
- Tenemos unos
pocos en venta, pero tendrá poco donde elegir. Ha venido mucha gente al pueblo
y hemos vendido mucho....
- Sólo necesito un
animal con cuatro patas que resista mi peso – dijo Mike, pensando que además
tendría que soportar el peso de doscientos mil dólares en billetes.
- ¿A dónde quiere
ir? ¿A la ciudad o al desierto? – preguntó el muchacho, terminando de enganchar
los caballos al tiro del carro.
- A Culver City.
- Tengo una yegua
que le vendrá bien. Es resistente y bastante rápida. Muy tranquila. No le dará
problemas....
- ¿Cuánto? – dijo
Mike a través del humo del cigarro.
El chico se frotó
la nariz mientras miraba por encima del hombro hacia el interior del establo.
Mike también miró hacia allí y no vio a nadie, pero escuchó ruido de alguien
trabajando, alimentando a las cabalgaduras que abarrotaban el establecimiento.
Mike supuso que era el responsable de las caballerizas.
- Puedo vendérsela
por quince dólares, si no le dice a mi jefe cuánto le he cobrado – dijo el
chico, en una confidencia.
Mike sonrió de
medio lado, al lado derecho de la boca. Sacó el dinero del hatillo que llevaba
al hombro y le mostró los quince dólares al chaval.
- Enséñame ese
animal.
El chico le indicó
con un gesto que le siguiera y entraron en el establo. Anduvieron unos metros
entre corrales individuales y paja por el suelo, para detenerse en uno en
concreto.
- Ésta es.
La yegua era muy
hermosa, de color cobrizo y crines negras. Su pelo brillaba y parecía briosa y
enérgica. Mike le revisó los dientes y los cascos y quedó convencido. Era un
animal magnífico.
- Muy bien – dijo,
y le entregó el dinero al chico.
- Deme una hora y
se la preparo....
- No hay prisa. Voy
a quedarme en el pueblo un par de días. ¿Dónde puedo alojarme?
- ¡Buf! Lo tendrá
difícil.... – contestó el chico, resoplando. – Ya le he dicho que ha venido
mucha gente al pueblo. Está todo lleno. Incluso en el burdel han alquilado
camas, para gente que quiere sólo dormir, ya me entiende.... – sonrió, pícaro,
mostrando los agujeros de su dentadura.
- ¿Hay mercado?
- ¡Qué va!
Desesperanza es un pueblo muerto al borde del desierto – dijo el chico, con
desprecio. – No hay mercado en el mundo que atrajese aquí a nadie.
- ¿Entonces a qué
viene tanta gente aquí?
El chico se puso
serio de repente, incómodo. Le hizo un gesto y volvieron hacia la entrada del
gran establo, alejándose del encargado que seguía trabajando en el interior.
- Son sólo
habladurías, pero es lo que dice la mayor parte de la gente que ha venido estos
días – explicó el chico, en voz baja. Estaba nervioso y, Mike se sorprendió,
incluso asustado. – Son gente del resto de pueblos del Mojave: Sentencia,
Expiación, Tres robles.... creo que han venido forasteros incluso de Santo
Sacramento.... han huido de sus pueblos, de sus casas.
Mike arrugó el
ceño.
- ¿Por qué?
- La mayoría no lo
dice. No hablan mucho – explicó el chico, siempre en susurros. – Pero los que
cuentan algo, después de unas cuantas copas en el saloon, hablan de desapariciones de gente, de muertes. De gente
mutilada.
- ¿Muertes?
El chico asintió.
- Todos esos
pueblos de los que vienen se han quedado vacíos. La gente ha huido hasta aquí.... o
ha muerto.
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