- V -
¡¡Clank, clank!!
- ¡Despierta!
Tienes visita....
Mike abrió los
ojos, un poco desorientado. Estaba tumbado en el catre de madera de la celda,
con el sombrero sobre los ojos. Se incorporó y se colocó el sombrero en la
cabeza.
El ayudante del sheriff que había conocido en el saloon, Frank Wallach, estaba frente a
las barras de su celda, mirándole con cara de regañina, apretando los labios.
Cogió la bandeja de la comida y se alejó de allí.
Mike llevaba todo
el día en la cárcel, desde su duelo frustrado con Steve McCallister. El sheriff había preferido tenerle
controlado metiéndole en la cárcel, para evitar que alborotase más de la
cuenta. Si alguien preguntaba, Mike Nelson estaba acusado de alteración del
orden público.
Mike no se
preocupaba demasiado. Estaba relativamente cómodo, había comido gratis y sabía
que al día siguiente le iban a soltar. Ya tenía su yegua, así que pasaría el
día allí tranquilo y al fresco y mañana seguiría su camino.
Se frotó la cara
con las manos para despejarse. Había recuperado las horas de sueño que no había
conseguido disfrutar en la cueva la noche anterior.
Un hombre trajeado
se acercó a la celda, quedándose a un paso de los barrotes. Mike miró a su
visita y se sorprendió al encontrar al telegrafista.
- Me sorprendí al
no verle en el saloon – dijo Emilio
Villar, con una sonrisa divertida en la cara. – Pregunté por usted y me dijeron
dónde encontrarle. No podía dar crédito.
- Ya ve que es
cierto – contestó Mike, resuelto.
- Creo que ha batido
un récord en el pueblo. El bandido que más rápidamente ha sido arrestado –
siguió bromeando el telegrafista, disfrutando con la situación. – ¿A quién ha
mirado mal esta vez?
- Parece ser que no
le he caído muy bien a alguien.... – contestó Mike con ironía.
- No me puedo
imaginar cómo ha ocurrido eso – opinó Villar, sarcástico.
- ....y el sheriff ha decidido que, por el bien de
todos, estoy mejor aquí.
- Ya veo. Por el
bien de todos – repitió Villar, intencionadamente. – Supongo que no usará la
habitación que tenía reservada....
- Me temo que no –
dijo Mike, molesto al ver cómo disfrutaba el otro con aquella situación.
- En ese caso
disolvemos el acuerdo. Pero me quedaré con la mitad del alquiler, si no tiene inconveniente.
Por las molestias causadas.... – dijo Villar, deslizando entre los barrotes un
billete, la mitad de lo que Mike había pagado. – Además, mis impuestos han
pagado su comida.
- Muy bien.... –
dijo Mike, resignado. Tomó el dinero y lo guardó en el dobladillo del interior
del sombrero.
- No sé si nos
veremos más. Si no, que tenga buena suerte.
- Gracias.
Emilio Villar se
puso el pequeño sombrero y se tocó el ala, a modo de despedida. Después se dio
la vuelta y salió de allí.
Mike se recostó en
el catre de nuevo y sonrió de medio lado. El telegrafista se había ganado su
revancha. El bandido se colocó otra vez el sombrero sobre los ojos y dejó pasar
las horas de nuevo.
* * * * * *
Y las horas
pasaron. El día se fue y la noche ocupó su lugar en el desierto. La gente del
pueblo se retiró a sus casas, y sólo quedó algo de jolgorio en el saloon y en el burdel de O’Hanlan.
Cinco figuras
llegaron hasta Desesperanza, observando el pueblo desde las afueras, en la
oscuridad. Formaban una fila ordenada, uno al lado del otro. No se hablaban, no
se decían nada. Miraban y escuchaban.
Eran cuatro hombres
y una mujer. Vestían ropas ordinarias, aunque muy sucias. Sólo uno de ellos
llevaba sombrero, agujereado. Los demás llevaban los cabellos al aire, sucios,
apelmazados y despeinados.
- Vamos a
divertirnos – dijo uno de ellos, el que estaba más a la izquierda, con una voz
descarnada y susurrante. Los otros cuatro rieron como hienas y echaron a andar
hacia el pueblo, separándose y dispersándose.
Las cinco criaturas
entraron en el pueblo por diferentes sitios, mirando a través de las ventanas,
evitando conscientemente el bullicio del saloon
y de la casa de citas. Cuando encontraban a algún transeúnte adecuado,
entablaban conversación con él, engatusándole, engañándole para que bajara la
guardia, acompañándole al final a algún callejón oscuro y tranquilo....
disfrutando como chacales de los refinamientos de la caza.
El que había
organizado al grupo caminó por la calle del pueblo, ocultándose en las sombras,
con paso enérgico y decidido. Un edificio le llamó la atención, iluminado desde
dentro. Estaba relativamente cerca de la casa de citas de O’Hanlan, pero
acercándose con precaución ninguno de los holgazanes borrachos que estaban en
la entrada se dio cuenta de su presencia.
El ser había
llegado hasta el edificio de la prisión, mirándolo valorativamente. Ese
edificio no estaba vetado para él y sabía que habría inquilinos dentro. Gente
que no podría ir a ninguna parte.
Entró con paso
elegante y decidido al recibidor de la prisión. Allí, detrás de la mesa de
despacho, estaba el ayudante más joven del sheriff.
El muchacho de diecisiete años estaba sentado en una silla de madera con los
pies sobre la mesa, con las piernas estiradas. Al ver entrar al desconocido, el
muchacho dio un respingo y se puso en pie, atropelladamente, casi cayéndose de
la silla.
- Buenas noches,
señor – dijo, nervioso, saludando al desconocido.
- Hola, buenas
noches – dijo el otro, con su voz susurrante. Sonreía embaucador – ¿Con quién
tengo el honor de tratar?
- Soy John Wayne,
ayudante del sheriff, señor –
contestó el chico, orgulloso, sin darse cuenta del tono engatusador del
desconocido. El chico quería hacer bien su trabajo y no se daba cuenta del
engaño encubierto que tenían los buenos modales del forastero.
- Encantado, Wayne.
Venía a visitar a un preso, si es eso posible – dijo el forastero, con su voz
susurrante.
- Bueno....
discúlpeme señor, pero ya no es hora de visitas – dijo el chico, realmente
incómodo al no poder dejar pasar al hombre. – Tendrá que esperar a mañana.
- ¡Oh! ¡Qué
lástima! Mañana temprano dejo el pueblo.... – dijo, sin quitar los ojos del
chico, sin simular pesar o verdadero fastidio. – Sólo quería despedirme de un
antiguo amigo que ahora está en la cárcel....
- No se preocupe.
Mañana mismo le soltaremos. No ha hecho nada malo realmente....
- ¡Ah, bien!
- Pero....
bueno.... ¿Es sólo para despedirse? – dijo el muchacho, en una confidencia,
haciéndose el importante. – Si es así puedo dejarle pasar. Sólo un momento.
- Es justo lo que
necesito.... – dijo el forastero, ensanchando la sonrisa. Sus dientes alargados
y blanquísimos brillaron a la luz del quinqué.
- Bien. Acompáñeme
– dijo el chico, tomando un manojo de llaves y precediendo al forastero hacia
el fondo del despacho. Allí abrió una puerta de madera con un pequeño ventanuco
cubierto de rejas. – Pase. Yo le espero aquí.
El alto forastero
asintió en señal de agradecimiento y entró en la zona de celdas. Había un
pasillo adosado a la pared y a lo largo de él se situaban las celdas, hasta
cuatro. Solamente había una ocupada, así que el forastero se acercó a ella. Se
detuvo delante de las rejas, observando al inquilino.
Mike miró a su
inesperada visita con curiosidad. Era un tío raro, al que no conocía de nada. Era
un tipo muy alto, vestido con un traje oscuro lleno de polvo y de manchas
granates oscuras. No llevaba sombrero y sus pelos largos caían sobre la nuca y
los hombros, despeinados. Esperó sentado en el catre, mirándole. Ninguno de los
dos habló.
- Buenas noches.
- ¿Quién demonios
eres tú? – preguntó Mike, curioso.
- Me llamaba Jonas.
Antes – contestó el forastero, con su voz misteriosa y susurrante. No quitaba
ojo de Mike.
- ¿Y qué haces
aquí? ¿Venías a ver a alguien que creías que estaba aquí?
- No. Tú mismo me
vales.... – fue la extraña respuesta.
Mike puso una mueca
de incomprensión.
- Yo te valgo....
Pues tú dirás.
- ¿Tienes miedo de
la muerte?
Mike se quedó sin
palabras de repente. Aquel tipo era muy raro....
- No – contestó al
final, sincero. – Convivo con ella a diario. Sé cómo es, cómo huele, cómo es su
cara. No la deseo, pero no la temo. Es otra compañera en el camino.
El tal Jonas
sonrió.
- Sabes cómo es la
muerte.... – dijo, con un leve tono de superioridad. Soltó una carcajada,
descarnada. Sonó como la risa de un chacal. – No sabes nada.
- Y supongo que tú
sí.... – dijo Mike, picado.
- La muerte no
tiene secretos para mí – dijo el forastero, y rompió a reír, con una risa
macabra. Miraba fijamente a Mike, con la boca desencajada de tanto reír. Mike
tragó saliva, nervioso, sin saber muy bien por qué se sentía así.
El forastero se
dobló sobre sí mismo, agarrándose a los barrotes de la celda. Mike se puso de
pie, asustado, tenso. El forastero seguía riendo, pero se convulsionaba como un
enfermo. Sus manos estaban blancas agarradas con fuerza de las barras de
hierro. Su risa fue transformándose en un aullido animal, fiero y macabro. Un
rugido de muerte.
Se irguió de
pronto, sin soltarse de los barrotes. Tenía la cara blanca como la cera, con
los labios muy rojos. La boca abierta dejaba ver un par de colmillos largos y
afilados.
Como los de un
murciélago.
Los ojos, negros
por completo, sin pupila ni iris, no dejaban de estar fijos en Mike.
El bandido tragó
saliva, cagado de miedo.
Aquel tipo, fuera lo que
fuese, no era humano.
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