- VIII -
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Nueve figuras
llegaron hasta Desesperanza, observando el pueblo desde las afueras, en la
oscuridad. Formaban una fila ordenada, uno al lado del otro. No se hablaban, no
se decían nada. Miraban y escuchaban.
En el centro de la
fila había un hombre, alto y delgado. Vestía un antiguo traje de chaqueta, una
especie de frac, oscuro y sucio. Llevaba el pelo largo, negro y grasiento. Su
cara pálida resaltaba enmarcada por la cortina de pelo negro que le caía a cada
lado de ella.
Miraba hacia el
pueblo con cara seria, con los ojos atentos. Pero una sonrisa maléfica parecía
a punto de escapar por entre sus labios rellenos y rojísimos.
Los demás esperaban
a su lado, aunque parecían mucho más nerviosos y hambrientos. Se removían
incómodos, furiosos, emitiendo gruñidos y siseos, como animales. Como
depredadores.
Vestían al estilo
del desierto: pantalones vaqueros o de montar, camisas recias, sombreros de ala
plana, chaquetones, vestidos de falda sueltos.... pero todos tenían algún lugar
desgarrado o manchado de sangre.
Los ocho que
acompañaban a la alta figura serena se volvieron hacia él, sin modificar la
fila. Le miraron implorantes, con ganas: todos querían tomar el pueblo al
asalto.
- Id y divertíos –
dijo al fin la figura alta del centro, con una voz descarnada y susurrante. Los
otros ocho se agitaron, complacidos, riendo como hienas y echaron a andar hacia
el pueblo, separándose y dispersándose. – ¡Vengad a nuestros amigos!
¡Alimentaos! No dejéis una sola gota de sangre en el pueblo....
* * * * * *
Mike despertó
sobresaltado, al escuchar un ruido brusco en los barrotes de la celda.
Estaba tumbado en
el catre, dormido, con el sombrero sobre los ojos. Había caído rendido después
de un par de horas de insomnio, en las que no había parado de darle vueltas a
todo lo que le había ocurrido en el día: el botín escondido en las cuevas, el
encuentro con McCallister, su encierro en la cárcel, la pelea contra la
criatura extraña, la muerte del joven Wayne, su acusación de asesinato, las
disculpas de la misteriosa mujer....
Después de sufrir
pensando en su terrible destino en la soga, el sueño había acabado por
vencerle.
Miró asustado
delante de él. Había creído que el monstruo estaba allí, había vuelto a por él,
pero delante de la puerta de su celda se encontró con un hombre negro, vestido
con un peto de color marrón y una chaqueta de color beis. Llevaba un sombrero
de ala plana, alto y redondeado. Su cara estaba seria.
- ¿Quién eres tú? –
preguntó Mike, desorientado. Se puso en pie, vigilando al extraño.
- Un amigo – dijo
el hombre negro, mientras manipulaba una llave grande en la cerradura de la
puerta. No funcionó. Probó con otra y con una tercera, abriendo por fin la
celda. – Tu ángel de la guarda.
Mike se quedó
quieto, dentro de la celda. Miró con cuidado y con desconfianza al hombre que
acababa de darle la libertad. Tenía que asegurarse de que no corría ningún
peligro, que aquello no era una trampa.
El hombre negro se
le quedó mirando también, sereno. Se dio la vuelta al cabo de un momento y
salió a la oficina del sheriff,
dejando a Mike solo con sus dudas y desconfianzas. El bandido acabó saliendo de
la celda por la puerta de barrotes abierta y siguió a su salvador.
Mike se entretuvo
cogiendo sus revólveres y su largo guardapolvo, colgados en el perchero al lado
de la mesa del sheriff Mortimer. El
hombre negro salió a la calle, mirando a todos lados, oteando el ambiente. Mike
se reunió con él al cabo de un momento.
- ¡Eh! ¡Tú estabas
en el saloon esta mañana! – recordó
Mike. – En serio, ¿quién eres? – preguntó otra vez, mientras se abrochaba el
cinturón con las pistolas.
- Ya te he dicho
que un amigo.... ¿Sigues desconfiando? – dijo el otro, sin mirarle.
- Desde que he
llegado a este pueblo no han hecho más que joderme.... ¿Por qué iba a confiar
en ti sin más?
El hombre negro
sonrió, irónico y divertido, y echó a andar, alejándose de la oficina del sheriff. La iglesia y el burdel quedaron
a su espalda. Mike lo siguió, unos pasos por detrás de él.
- Al menos tendrás
un nombre....
- Sam – dijo el
otro sencillo, dándose la vuelta sin parar de andar y mirando a Mike a la cara.
- ¿Y por qué me
ayudas, Sam?
- Porque
probablemente soy el único amigo que tienes en este maldito pueblo....
Mike hizo una mueca
y se resignó. Tendría que confiar en la palabra de aquel hombre. Pero no apartó
la mano de la cartuchera.
Un grito sonó
entonces al otro lado del pueblo. Era un grito de dolor. Un aullido de terror. Sam se detuvo de
repente y Mike también, casi chocando contra la amplia espalda del negro.
- ¿Qué pasa?
Sam guardó
silencio, meneando la cabeza.
- Vamos – dijo
simplemente, arrancando a andar otra vez, con pasos más rápidos y largos. Mike
le siguió, a la par. – ¿Tienes caballo?
- Tengo uno en los
establos.
- Tenemos que ir a
por él. Y largarnos de este pueblo.
- ¿Por qué? –
preguntó Mike. Otro grito de terror se escuchó desde la distancia.
- ¿Recuerdas el
tipo extraño que intentó matarte antes en tu celda? – preguntó Sam, y Mike no
supo cómo el hombre sabía aquello. – Han venido sus amigos.
* * * * * *
La señora Carmody
se despertó sobresaltada. Había escuchado gritos y ruidos en la casa de al
lado, donde vivían Renée Harding y su familia. La señora Carmody se puso una
bata sobre el camisón y se levantó de la cama, saliendo al pasillo y bajando al
piso de abajo.
La anciana se
asustó mucho. Tenía la casa llena de huéspedes, y temía que alguno, a pesar de
su aspecto de buena gente, pudiese hacerla algo.
Como tanta gente en
Desesperanza (como Renée Harding y su familia) la anciana Carmody había
alquilado alguna cama a los forasteros que habían llegado al pueblo en los días
anteriores. Desesperanza se estaba llenando de gente de las otras poblaciones
del desierto, que al parecer estaban quedando abandonadas. No había querido
hacer caso de las historias de muertes y desapariciones que los forasteros
contaban, pero en este preciso momento, en plena noche en medio de su casa a
oscuras, escuchando los ruidos extraños que venían desde casa de sus vecinos,
empezó a creer un poco en ellos.
Tomó un quinqué y
lo encendió mientras salía al porche de su casa. La noche era fresca y oscura.
Una persona
lloriqueaba frente a su casa. Era una mujer, una chiquilla en realidad. Tenía
los cabellos negros y sucios sobre la cara y se sacudía con los sollozos.
Parecía muy asustada.
- ¿Estás bien,
hija? – preguntó la señora Carmody.
- Sí.... – contestó
la niña en un susurro. – Pero hay algo que me ha asustado.... Estaba durmiendo
en casa de sus vecinos y.... algo ha entrado.... no sé qué estará pasando,
pero.... me da mucho miedo....
- ¿Quieres entrar
aquí? – dijo la anciana Carmody, apartándose de la puerta y dejando el vano
libre. – Mi casa está tranquila, no pasa nada.
- No quiero
molestar.... – dijo la chica, nerviosa.
- No es
molestia.... Vamos, hija, pasa dentro – insistió la anciana Carmody.
La chica se
apresuró a entrar, subiendo las escaleras del porche y pasando a la sala de
estar de la casa de la anciana. La señora Carmody echó un vistazo a la calle y
a la casa de los Harding, preocupada. No sabía qué podía estar pasando allí.
Se giró y se volvió
hacia la chica, que se había detenido en la sala. Cuando la luz del quinqué la
iluminó la anciana dio un respingo. La muchacha estaba pálida, demacrada. Pero
lo peor eran sus ojos. Eran completamente negros, sin iris ni pupila.
La cara de la chica
se transformó en la de un monstruo, se retorció y cambió. Sus cejas se
volvieron más prominentes, su mentón se afinó y dos colmillos afilados y largos
salieron de su mandíbula superior, asomando por fuera de los labios.
El rugido del
monstruo se mezcló con el de susto de la anciana Carmody. La chica saltó sobre
ella, clavándole los colmillos en el cuello, chupándole la sangre. La anciana
gritó, asustada, dolorida y aterrada.
Al cabo de un rato
la chica soltó el cuerpo muerto de la anciana, que cayó como un muñeco al
suelo. Las aletas de su nariz se dilataron y giró la cabeza, escuchando.
Sonaban ruidos en
el piso de arriba.
Los huéspedes de la
señora Carmody se habían despertado.
La criatura sonrió,
golosa, con el mentón manchado de sangre. Con cuidado y con sigilo empezó a
subir las escaleras
* * * * * *
Clayton Rogers
abrió el cajón con fuerza, apretando los dientes. Los gritos de dolor y de
miedo se multiplicaban por todo el pueblo, cada vez sonando más alto, más
numerosos.
Más cerca.
Clayton era un vaquero
enorme, grande y ancho como un tonel. Tenía el cabello rojo y el bigote y la
barba cuidada del mismo color. Era un hombre rudo, pero la gente del pueblo le
tenía en buena consideración: era divertido y agradable si le caías bien.
El hombretón sacó varios
cartuchos de su escopeta del cajón y cargó los dos cañones del arma. Los demás
cartuchos los guardó en una bolsa que llevaba colgada al hombro. Salió con paso
decidido a la calle, donde el tumulto era cada vez más ruidoso.
Gente huyendo cruzó
delante de su casa: dos chicas jóvenes, aterradas. Estaban cubiertas de sangre
y gritaban llenas de pánico, lanzando miradas detrás de ellas. Otros gritos
llegaron hasta él desde la derecha, al fondo del pueblo. Ruido de cristales
rotos y de pelea llegaba desde el saloon,
en la línea de casas frente a la suya, cuatro edificios más a la derecha.
Clayton bajó a la
arena de la calle, andando tranquilamente hacia la izquierda, sujetando la
escopeta con las dos manos. Se cruzó con más gente que huía, aterrada.
Una sombra con
forma humana cayó desde un tejado, sobre uno de los hombres que huía. Aplastó
al desdichado humano, quedando en cuclillas sobre su pecho. El hombre pataleaba
y se removía intentando huir, pero de nada sirvió: la figura agazapada que
tenía encima se cernió sobre su cuello y le mordió.
Clayton contuvo un
gesto de asco y apuntó a aquella cosa (no se podía llamar persona a alguien que
mataba de aquella manera), disparando. La perdigonada le dio en el costado,
inclinado como estaba sobre la víctima. La cosa cayó de lado, quedando boca
arriba.
Otras dos de esas
criaturas saltaron desde un tejado cercano, frente a Clayton. El hombre no se
asustó: levantó de nuevo la escopeta, apuntó y disparó. La perdigonada le dio
en plena cara a una de las figuras, tirándola de espaldas. La otra gruñó
furiosa y se lanzó sobre Clayton. En un parpadeo cubrió los metros que los
separaban. El humano se quedó sin aliento, cuando vio a aquel ser delante de
él, a un palmo, sujetando la escopeta para desarmarle. Tironearon los dos de
ella, pero la criatura tenía una fuerza sobrehumana: levantó en vilo a Clayton,
que seguía agarrado a ella. El hombre gritó, asombrado y asustado.
La criatura lo
sacudió hacia un lado y Clayton soltó la escopeta, cayendo al suelo con un
golpe fuerte, aterrizando al lado del hombre muerto. El hombretón quedó en el
suelo, rodando, gimiendo de dolor.
Del otro lado del
cadáver se levantó la primera criatura, la que había recibido el disparo en el
costado. No sangraba ni parecía herida. Miraba a Clayton rebullir en el suelo,
con el interés típico de un animal, de un depredador.
Clayton levantó la
cabeza y vio cómo se acercaba la criatura a la que había disparado a la cara.
Tenía las marcas de los perdigones, como pecas por toda la cara. Pero no
sangraba.
Ni había muerto.
- ¿Qué demonios
sois? – dijo Clayton, presa del terror. Las tres criaturas rieron.
- Eso mismo....
Demonios – contestó una de ellas. Las otras dos rieron con ella.
Después, las tres se
volcaron sobre Clayton y se bebieron su sangre, a la vez.