Aquel invierno había nevado mucho, muchísimo,
así que cuando mediaba marzo y empezó el deshielo el río bajó muy caudaloso.
Había borreguillos de espuma blanca en las aguas embravecidas del pequeño río,
que en aquellos momentos parecía mucho más grande: algunos árboles de las
orillas estaban tapados hasta la mitad de su tronco por el agua, los arbustos y
cañaverales eran subacuáticos y los ojos del puente de piedra estaban casi
tapados. El agua furiosa pasaba a través de ellos, chocando contra la piedra,
salpicando la parte exterior del pretil e incluso mojando el paso superior.
A Rodrigo le encantaba aquel puente y no
dejaba de ir ninguna tarde a ver pasar el agua por debajo de él, atravesando
sus dos ojos gemelos. En otras épocas del año, cuando el río bajaba tranquilo y
sosegado, Rodrigo se pasaba las horas muertas mirando el agua, meciendo las
algas fluviales como si se tratara de largas melenas de mujer. En verano bajaba
a la orilla y metía los pies en el agua, mirando al puente de piedra desde
abajo. En primavera llevaba pan duro para los patos, que remoloneaban entre los
pilares del puente, en el agua que se remansaba en el lado del puente por donde
llegaba el río.
En esas épocas en las que el río estaba más
tranquilo, menos belicoso y con menos caudal, Rodrigo no dejaba un solo día sin
ir al puente. No podía dejar que se le escapara ningún mensaje.
Todo había empezado hacía dos años, más o
menos.
Una tarde en que Rodrigo estaba sentado en el
pretil del puente, mirando en la dirección en la que venía el agua, vio llegar
un barquito de papel. Lo vio acercarse, pasó bajo el puente y siguió más allá.
Rodrigo se bajó del pretil, cruzó el puente a lo ancho y lo vio alejarse río
abajo.
Un par de días después, Rodrigo, en el mismo sitio, vio bajar otro barquito de papel. Como el primero, parecía empapado, aunque mantenía más o menos su forma y seguía flotando, más o menos hundido. El barquito pasó por debajo del puente, por el ojo de la derecha y siguió río abajo. Rodrigo lo vio alejarse y detenerse entre unas cañas. Curioso, Rodrigo cruzó el puente y bajó a la orilla, para recuperar el barquito. Quería devolverlo a la corriente, pero unas palabras escritas y medio borradas que vio en el papel hicieron que se quedara con él.
Un par de días después, Rodrigo, en el mismo sitio, vio bajar otro barquito de papel. Como el primero, parecía empapado, aunque mantenía más o menos su forma y seguía flotando, más o menos hundido. El barquito pasó por debajo del puente, por el ojo de la derecha y siguió río abajo. Rodrigo lo vio alejarse y detenerse entre unas cañas. Curioso, Rodrigo cruzó el puente y bajó a la orilla, para recuperar el barquito. Quería devolverlo a la corriente, pero unas palabras escritas y medio borradas que vio en el papel hicieron que se quedara con él.
“Hola....
estás? Yo.... saludo.”
Cuatro palabras, nada más. El resto de las
cinco líneas estaba muy borrado, pero aquellas simples cuatro palabras que
apenas decían nada bastaron para enganchar e intrigar a Rodrigo.
Los barquitos siguieron llegando al puente,
cada dos o tres días. Rodrigo colocó una pequeña red (que hizo él) en los ojos
del puente. No estaba muy bien colocada y algunos de los agujeros eran muy
grandes, pero la red cumplía su función la mayor parte de las veces: los
barquitos se quedaban allí atrapados y Rodrigo podía recuperarlos.
A veces estaban tan deshechos y mojados que
los mensajes escritos en ellos eran ilegibles, pero en otras ocasiones (bendita
buena suerte) los barquitos llegaban flotando por el río erguidos y orgullosos,
apenas mojados y Rodrigo podía leer el texto escrito completamente.
Los barquitos venían de río arriba, eso
estaba claro. Pero después de leer algunos de los mensajes Rodrigo descubrió
más cosas sobre su procedencia: los barquitos los mandaba una chica, que vivía
en un molino de agua que había en la ladera de la montaña. No sabía su nombre,
ni cómo era, pero había llegado a descubrir que vivía con su padre en el
molino, que tenía una pareja de perros y un gato color canela, que su madre
había muerto hacía poco y que por eso había empezado a escribir aquellas cartas
y las había empezado a mandar en forma de barquitos de papel por las aguas del
río.
Algunas cartas eran divertidas, otras eran
cortas y tristes, en algunas sólo había escritos poemas esperanzados o
melancólicos, pero todos los barquitos que pudo leer (algunos se escapaban de
la red y otros llegaban hasta él empapados y deshechos) transmitían mucha
nostalgia.
Rodrigo no pudo evitar enamorarse de la
chica.
Después de tanto tiempo leyéndola, acabó por
conocerla mucho mejor que a sus amigos y amigas que tenía en el pueblo, a los
que conocía desde hacía años. Los barquitos de papel de la chica del molino,
los que venían hasta él flotando por el agua, le contaban más cosas sobre ella
que lo que podía haber aprendido de nadie, creciendo a su lado.
Rodrigo se moría por poder contestarla, por
poder mandarle un barquito de papel que, en contra de todas las leyes de la
Naturaleza, remontara las aguas del río y llegara hasta el molino donde ella
vivía. Quería compartir con ella sus deseos, sus gustos, sus inquietudes, sus
dudas, sus preocupaciones, de la misma forma que él había acabado sabiendo todo
aquello de ella, por la buena suerte que había tenido al haber encontrado sus
barquitos de papel.
Rodrigo a veces pensaba que aquellos barquitos de papel, aquellos mensajes, no eran para él. Desde luego que no. Se sentía un poco intruso, porque los entendía como una vía de escape de la chica del molino, la forma que ella tenía de desahogarse y de lidiar con la vida.
Rodrigo a veces pensaba que aquellos barquitos de papel, aquellos mensajes, no eran para él. Desde luego que no. Se sentía un poco intruso, porque los entendía como una vía de escape de la chica del molino, la forma que ella tenía de desahogarse y de lidiar con la vida.
Pero Rodrigo también los entendía como un
regalo de las aguas y como tal los disfrutaba, sin sentirse mal por ello.
¿Dónde estaba exactamente el molino? No lo
sabía con seguridad: recordaba vagamente haber ido allí de muy pequeño, una vez
con sus padres, de excursión en primavera. Creía saber cómo encontrarlo, pero
no sabía si estaba muy lejos. ¿Podría llegar hasta allí una tarde, después de
la escuela? ¿O una mañana, muy temprano, antes de tener que ayudar a su padre
con el ganado? No estaba seguro....
Por eso, decidió escribir una pequeña nota,
en la que le explicaba a la chica del molino de agua que había leído la mayoría
de sus mensajes, que habían llegado hasta él flotando en el río y que quería
conocerla. Trató de hacer una nota corta, y lo consiguió. Trató de escribir una
nota neutra, sin que asomasen sus sentimientos, y falló.
Aprovechó que un pastor del pueblo iba a
subir por el camino de montaña, para pasar con sus ovejas al otro lado, y le
dio el mensaje para la hija del molinero. El pastor, un joven conocido suyo del
pueblo, le dijo que cumpliría el encargo.
Rodrigo esperó una respuesta, durante una
larga semana. No sabía si la habría o no, si le llegaría por medio del pastor o
por otro barquito de papel, pero la realidad fue que durante aquella semana no
bajaron más mensajes por el río.
Entonces, una tarde, después de una semana
desde que el pastor se hubiese llevado su carta, un nuevo barquito de papel
descendió por las aguas del río. Rodrigo lo vio llegar, sentado con las piernas
cruzadas en el pretil del puente. El barquito de papel se deslizó por las
aguas, se coló por uno de los ojos gemelos del puente y se quedó atrapado en la
red. Rodrigo no le vio seguir su camino por el río y bajó ilusionado a
recogerlo. Lo sacó del agua y lo deshizo con cuidado.
Estaba muy mojado y la tinta estaba algo
corrida, pero Rodrigo pudo leer sin problemas el mensaje.
Era un mensaje corto.
Tan sólo una palabra.
“Ven”,
decía.
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