La voz del
cura había sonado extraña en el interior de la pequeña iglesia. Había parecido
vacía, desnuda, lejana. Había parecido triste.
O quizá la
ceremonia le había parecido triste porque él estaba triste. Desde que se enteró
de la noticia una angustia se apoderó de su pecho, un peso muerto se instaló
sobre su esternón, como si un niño de diez años se hubiera sentado allí y lo
hubiese acompañado durante los últimos tres días. Además, desde que había
llegado al pueblo, a su angustia se le había sumado una dolorosa añoranza.
Había llegado a pensar, incluso, que no debía estar allí y que debía irse de
vuelta a la ciudad.
Por supuesto,
no lo había hecho. Sabía que la tristeza, la angustia y la inquietud eran
debidas a aquella triste situación. Además, quería estar allí. Aunque doliera.
Una vez
acabado el oficio, el cortejo fúnebre había salido de la pequeña iglesia, en
procesión hacia el cementerio. Los dos hermanos de Tomás (y otros dos hombres
que no conocía) se habían encargado del ataúd. El cura y el monaguillo habían
ido detrás, acompañando a la viuda (que él no conocía) y a las hijas del muerto
(dos chicas, en las que había podido ver el parecido con su antiguo amigo). La
gente del pueblo había salido detrás de todos ellos, acompañándolos con
respeto. Él había salido el último de la iglesia y había caminado el último por
las calles del pequeño pueblo, cerrando el cortejo.
Mientras
había recorrido las calles del pueblo, detrás del cortejo fúnebre, había
empezado a ver y a recordar lugares comunes, retales de su infancia. Sintió una
punzada de culpa, recordando cómo, a los veintitrés años, se había ido del
pueblo, dejando allí a Tomás.
El cortejo
fúnebre había llegado al cementerio y él se había ido de allí sin entrar,
cuando todo el mundo se había puesto a rezar y la mujer y las hijas de su
antiguo amigo habían roto a llorar. Aquello había sido demasiado para él. No
podría soportar ver cómo metían a su amigo Tomás en aquel agujero.
Tomás y él
habían sido amigos durante toda su infancia, cuando él todavía vivía en el
pueblo. Aquel pueblo había sido su hogar, pero también su campo de juegos,
había sido el escenario en el que los dos habían descubierto la vida.
Los dos
amigos habían tenido un lugar predilecto, un sitio de reunión. No era su lugar
secreto, porque estaba a la vista de todos, pero todo el mundo en el pueblo
sabía que aquel lugar era de ellos, donde podrían encontrarlos (prácticamente)
con total seguridad. No había muchos más niños en el pueblo, pero ninguno de
los que había se atrevía a robarles aquel sitio.
Su sitio
había sido el campo que había detrás de la casa del tío Germán, un terreno de
tierra dura y prensada, con algunos mechones de hierba amarillenta y algún
arbusto frondoso de hojas verdes y duras. En realidad no era el tío de
ninguno de los dos, pero todo el mundo lo llamaba así en el pueblo. Había un
árbol que crecía retorcido hacia el cielo y un coche abandonado que descansaba
a los pies del árbol. El coche era un R-8 de color amarillento, oxidado y con
la pintura desconchada en algunos puntos. Los neumáticos estaban deshinchados y
el cristal trasero estaba roto a pedradas.
Tomás y él
pasaban allí muchas horas, tardes enteras, hablando, jugando, trepando al
árbol, o montándose en el coche y jugando a viajar a lugares lejanos. Desde que
tenían siete años, aquel coche había estado allí, envejeciendo al mismo ritmo
que ellos dos crecían.
Ellos tres, se corrigió. Porque Tomás y él habían sido dos
amigos inseparables, pero Sofía había sido el tercer miembro de la pandilla. La
recordó con cariño. Ella no era del pueblo, vivía en la ciudad, pero no era la
típica niña estirada ni pija que venía al pueblo en verano. Vestía pantalones
como Tomás y como él y llevaba el pelo corto. No jugaba a las muñecas ni a la
comba, y podía ganarlos corriendo a cualquiera de los dos (incluso a él, que
siempre había sido un niño escuchimizado
y delgaducho que corría como un
galgo).
El verano en
que Tomás y él tenían diez años fue el primero en que Sofía fue al pueblo. Sus
abuelos vivían allí y la niña pasaba el verano con ellos. Durante ese año, y
los siete siguientes, los tres formaron una pandilla inseparable, conocida por
las gentes del pueblo, y querida por todos.
El viejo R-8
del campo del tío Germán era su guarida, su sitio. Los tres tenían casa en el
pueblo, por supuesto, pero los tres sentían que aquel viejo coche era su hogar.
Hacia allí se
dirigía en ese momento. La angustia del pecho se había acentuado al entrar en
el cementerio y ver la tumba abierta, oscura y fría, como una boca hambrienta
que esperaba el cuerpo sin vida de su amigo Tomás, y ahora le seguía
presionando, agobiando, pero sabía que delante del viejo R-8 se calmaría.
Aunque fuese ligeramente.
Y allí
estaba: polvoriento, recio, inquebrantable. Los neumáticos estaban desgarrados
y las llantas descansaban en el suelo, haciendo que el vientre del coche
permaneciera sobre la tierra, algo enterrado en ella. Había más cristales rotos
y los que quedaban estaban cubiertos de una película de polvo y tierra que
apenas dejaba ver el interior. El espejo retrovisor del lateral estaba roto,
faltaban los cuatro tapacubos y el paragolpes trasero había desaparecido.
Pero era
hermosísimo.
Se acercó al
viejo R-8, sintiendo que la angustia se le iba pasando con cada paso que le
acercaba al coche. Multitud de recuerdos empezaron a despertarse en su memoria,
adormilados y abotargados por el paso del tiempo: Tomás y él subidos al techo
del R-8, saltando para alcanzar las ramas del árbol cercano; él conduciendo,
con Sofía de copiloto y Tomás en el asiento de atrás, haciendo del hijo molesto
que no paraba de fastidiar durante todo el viaje; los tres amigos escondidos
detrás del coche, convertido en imaginario fuerte del oeste, tocados con
sombreros de vaqueros y con pistolas hechas con palos, resistiendo ante el
ataque de los indios; Sofía y él sentados en el capó, el penúltimo verano que
ella fue al pueblo, confesándole su amor por Tomás....
Se acercó al
coche, acariciando la vieja carrocería, sintiéndola caliente al Sol, notando
que le calentaba el ánimo y el alma entristecida por la muerte de su amigo
Tomás. Aunque no estaba sólo triste por eso. El coche le había recordado
también la extraña situación que vivieron los tres el último verano que Sofía
pasó en el pueblo, cuando los tres tenían ya diecisiete años (aunque en
realidad Sofía los cumplía en octubre). Aquel extraño verano en que ya eran
mayores, cuando el R-8 ya no era un fuerte del oeste, ni una nave espacial, ni
una plataforma para alcanzar las ramas del árbol. Ni siquiera era ya un coche
para simular que viajaban en él: era simplemente chatarra sobre la que sentarse
o apoyarse para hablar y dejar pasar las tardes. Aquel verano en el que él se
dio cuenta de que estaba perdidamente enamorado de Sofía, a pesar de saber como
sabía desde el verano anterior que ella estaba enamorada de Tomás.
El R-8 le
hizo sentirse culpable, al recordar a sus dos amigos y sentir (como tantas
otras veces) que los había abandonado: abandonó a Tomás yéndose del pueblo y
manteniendo el contacto con él solo en Navidades y por su cumpleaños; abandonó
a Sofía intentando olvidarla, amándola en la distancia y sin ponerse en
contacto con ella.
Agarró la
manija y tiró, abriendo la puerta del coche. Las bisagras chirriaron y luego
sonaron con un gemido agónico al abrir la puerta por completo. La tapicería
estaba muy desgastada, pero permanecía intacta, salvo por el agujero del
asiento de atrás (que recordaba allí desde siempre). Suspiró, triste y a punto
de llorar, sentándose en el asiento del conductor.
- ¿Agustín? –
escuchó que lo llamaba, una voz conocida.
Salió del
coche, turbado y torpe. Una mujer madura, rubia y de ojos claros, le miraba
desde unos diez metros. Se quedó de pie, mirándola, sin poder creer que fuese
ella.
- ¿Sofía? –
fue lo único que pudo responder. La pena y la agonía de su pecho se transformaron en nervios
y mariposas en el estómago.
- No podía
imaginar que te encontraría aquí – dijo ella, con voz débil. Se notaba que
había llorado. – Pero no podía ir al cementerio.
- Yo tampoco
– contestó él, admirándola. Seguía siendo igual de guapa que cuando eran niños,
aunque hubiese ganado unos kilos y sus ojos ya tuviesen arrugas en las
comisuras. Pensó en ella, en lo que había sabido de ella por medio de su amigo
Tomás: se había casado, no había tenido hijos, había acabado divorciada y
trabajando cerca del pueblo, en una ciudad pequeña.
- Pensé que ésta era mejor manera de recordar a Tomás – dijo Sofía, acercándose al coche y
a él. Acarició la carrocería, con ternura.
- Por eso he
venido ya aquí también.... – contestó él.
Sofía miraba
el R-8, a su lado, y él deseó poder decirle algo, volver a ser los de antes.
Entonces ella le miró, con franqueza, con sinceridad. Sin reproches por haber
dejado (los tres) que el tiempo pasara y los alejara. Entonces deslizó su
pequeña mano dentro de la suya.
Y volvieron a
ser los de antes. No parecía que habían pasado veintiséis años, ni que habían
envejecido, como aquel coche testigo de su infancia.
Volvían a ser amigos.
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