lunes, 26 de septiembre de 2016

Entrevista con las anjanas



Confieso que no me preocupé por el tema hasta que mi compañero Peláez desapareció. Era un tipo horrible, un pesado y un cantamañanas, además de borde y machista, así que no lloré por su muerte.

El caso es que Peláez no vino un día a la oficina. El jefe preguntó por él, pero como Peláez era un pelota redomado, no hizo ningún comentario ante su falta sin justificar. Pero cuando pasaron cuatro días y seguíamos sin saber nada de él, decidió llamar a su casa. Los demás estábamos encantados con la falta de Peláez, pero a Gutiérrez y a mí nos tocó intentar localizarle. El jefe siempre piensa en nosotros cuando se trata de resolver ciertos marrones como éste. Nuestros intentos fueron infructuosos (no contestaba a los e-mails, ni al teléfono de su casa, ni al móvil de empresa y sus padres, en Zamora, no tenían noticias de él desde hacía una semana). Así que el jefe decidió llamar a la policía.

Fue entonces cuando nos enteramos de que había habido muchas desapariciones de hombres en la ciudad. Todos eran hombres solteros, de entre veintimuchos y cuarentaipocos, que vivían solos y trabajaban en la ciudad. Y que eran feos, agregó al final el subinspector que nos vino a interrogar a la oficina (era un tipo joven y simpático, muy divertido: a Gutiérrez y a mí incluso nos enseñó una serie de fotografías de los hombres que habían desaparecido, y la verdad es que tenía razón. Todos eran unos bichos....).

Me preocupé un poco, porque yo podía entrar en esa definición (la verdad es que no soy feo, pero tampoco soy alguien guapo). Luego caí en la cuenta de que me enrollaba cada poco con Mari Carmen, la de contabilidad, así que eso me excluía de la categoría de soltero. Al menos, pensé incómodo y tragando saliva, esperaba que así fuera....

Seguí la noticia en el periódico local y en las ediciones digitales de los otros periódicos de la región. En las siguientes dos semanas desaparecieron otros cuatro incautos. La policía no tenía pistas: aparte de las características que el subinspector Beltrán nos había comentado en la oficina, los desaparecidos no tenían nada en común.

- Me he entrevistado con los conocidos de la gente que ha desaparecido y no he sacado nada en claro – explicaba Beltrán, con quien Gutiérrez y yo habíamos hecho amistad y quedábamos a veces para tomar unas cañas. – Solamente que esos tíos no eran muy populares: nadie se apena mucho porque hayan desaparecido, exceptuando a sus familias. Parece ser que eran unos cretinos de mucho cuidado....

Sin saber cómo eran los demás, afirmé que esa denominación cuadraba muy bien con nuestro ex-compañero Peláez.

Pasó el tiempo, y las desapariciones fueron en aumento. Seguí el caso en los periódicos, como venía haciendo desde que la policía fue a investigar la desaparición de Peláez a la oficina, pero lo hacía de una manera rutinaria, sin verdadero interés: a Peláez le había sustituido una rubia tetona amiga de las minifaldas, y ninguno de los compañeros del servicio teníamos queja de ella. Nadie se acordaba del imbécil de Peláez.

Pero entonces, un día pasé a buscar a mi amigo Beltrán (el subinspector) a la comisaría, para comer juntos. Yo no trabajaba por la tarde esa semana y hacía tiempo que no nos veíamos.

- ¡Vaya! Menudo desbarajuste tienes aquí.... – dije, con tono de broma, al llegar a la mesa de trabajo de mi amigo. Había carpetas y archivadores por toda la mesa, entre papeles sueltos y arrugados. El teclado del ordenador estaba sepultado entre informes y a duras penas podía verse la mitad de la pantalla. Un panel de corcho con ruedas estaba al lado de la mesa, con multitud de fotos de tipos feos y con cara de idiotas. Mi amigo se giró para mirarme, con ojos furibundos.

- No me toques las narices, ¿quieres? – soltó, cabreado, mientras cogía de un zarpazo su chaqueta colgada del respaldo de la silla. – Este caso es una mierda, no hay manera de resolverlo. No hay pistas, no hay relación entre unos y otros, y cada semana desaparece más gente. Ya llevamos más de veinte....

Comimos en un restaurante cercano e intenté quitarle de la cabeza el caso que la prensa había titulado “Los solteros desaparecidos”.  Pero fue imposible: Beltrán volvía una y otra vez a su caso, que le tenía desesperado y cabreado. Volvimos antes de tiempo a la comisaría, porque vi que era imposible hacer que se evadiera del trabajo. Mientras mi amigo se colgó del teléfono, yo paseé por la estancia y miré con detenimiento las fotos y los informes de cada desaparecido.

La verdad era que todos eran bastante feos y tenían cara de inútiles, pero lo que me llamó la atención era el lugar de trabajo de todos ellos: la acera de Recoletos, el paseo de Zorrilla en su primer tramo, el hospital Campo Grande y la clínica de hemodonación del paseo de los Filipinos, la calle Miguel Íscar, el paseo de Santiago....

Todos aquellos tipos trabajaban en un área cercana. Comparé los lugares de trabajo con las direcciones de las viviendas de cada uno y llegué a otra conclusión: todos aquellos tipos pasaban cerca del Campo Grande para ir o volver del trabajo.

Quise avisar de mi hallazgo al subinspector Beltrán, pero estaba muy enfrascado en una conversación telefónica, insultándose con alguien que también le gritaba desde el otro lado de la línea. La verdad era que aquel monstruo rabioso en nada se parecía a mi reciente amigo, así que decidí ahorrarme el comentario. Decidí que lo investigaría yo solo, para evitar la vergüenza si era una estupidez y para intentar ahorrarle trabajo a mi amigo.

Aunque luego lo pensé mejor y decidí que no lo iba a hacer solo. Ya liaría a Gutiérrez para que me acompañara.

Dos días después (previa promesa de que quedaríamos el sábado y yo le presentaría a Chonchi, la compañera de Mari Carmen en contabilidad) Gutiérrez y yo salimos de currar y nos dirigimos al Campo Grande, en lugar de enfilar hacia el bar, como hacíamos casi siempre.

Era jueves, casi ya de noche y el tiempo era desapacible. No había mucha gente por la calle, aunque sí muchos coches. Los autobuses estaban a tope. El viento frío soplaba un poco, y el ambiente estaba húmedo, a punto de llover.

El parque estaba casi vacío. La oscuridad y el mal tiempo no invitaban a pasear por él. Pensé que aquello nos venía bien: cuanto más desapercibidos pasáramos, mejor nos iría para encontrar alguna pista. Lo que esperaba era no encontrarnos con los secuestradores, si es que trabajaban en el parque....

- Yo te espero aquí.... – dijo Gutiérrez, quedándose en el Paseo del Príncipe, el paseo principal del interior del parque. No paraba de temblar y de sacudirse, dando saltitos como si se estuviese meando. Sonreí, pero a mí me pasaba lo mismo.

- No me seas mierdas, tío.... – me quejé, agarrándole del hombro y empujándole delante de mí. – Mira que eres cagueta....

Anduvimos por el camino principal, metiéndonos luego en algunos de los caminos de tierra secundarios. No había gente a aquellas horas por allí: sólo vimos a media docena de personas que caminaban con velocidad para salir del parque. Estábamos prácticamente solos.

- ¿Has oído eso? – dijo de pronto Gutiérrez, con voz asustada. Negué con la cabeza, prestando más atención. Sólo escuché una suave canción, que sonaba lejana. – Es muy bonito....

Gutiérrez había hablado con voz bobalicona, echándose a andar por delante de mí. Le llamé en susurros, le chisté para que volviera, pero de repente parecía hipnotizado. Lo seguí con precaución, para no quedarme atrás. Gutiérrez llegó al estanque del parque, rodeado de un falso pretil de roca, y siguió por un camino entre árboles que había al lado, en el costado derecho del lago, bordeándolo. Allí se escuchaba la canción mucho más fuerte, sonando dulce y melodiosa. Gutiérrez siguió por el camino, que estaba muy oscuro. Apenas había luz en el parque. Pronto cerrarían las puertas.

Pensé por un momento por qué estábamos allí, jugándonosla. Me acordé de mi amigo Beltrán y seguí con precaución a Gutiérrez. Lo hacíamos por él.... y por curiosidad, qué coño.

El camino casi escondido por los árboles plantados al borde del lago nos llevó a la cascada del estanque. Era una cascada artificial, a la que se podía subir. Un sistema de bombas hacía subir el agua, que se derramaba a un pequeño lago en una cueva, que la cascada tenía debajo y dentro. Aquel día las plantas crecían al borde de la cascada, cayendo como una melena bajo la ducha. El camino que seguíamos bordeaba el lago y la cascada, pasando por detrás de ella. Un sendero pequeño y estrecho subía hasta la cima.

Gutiérrez se quedó delante de la gruta, mirando hacia el interior, con mirada perdida. Yo miré el agua estancada, sucia de hojas y alguna que otra basura: plásticos, gusanitos, latas de refresco.... Recuerdo que pensé que la gente éramos muy marranos.

Suspiré, impacientándome. Allí no había nada y Gutiérrez parecía no darse cuenta. Miré el reloj, controlando la hora para salir antes de que nos cerraran las puertas de los dos extremos del paseo central.

Entonces la voz se escuchó más fuerte. Entonó la canción con más fuerza, sonando melancólica, en susurros. Otra voz se le unió pronto, manteniendo el tono bajo, casi un murmullo. Sacudí la cabeza, pues empecé a sentirme amodorrado.

Fijé la vista tras la cortina desigual de agua de la cascada. Y, usando toda mi fuerza de voluntad, las vi: dos figuras femeninas, con largas melenas castañas, vestidas con túnicas de gasa, de color blanco y con líneas de plata. Sus formas de mujer se intuían a través de las telas mojadas. Y eran unas curvas muy sugerentes....

Recordé en ese momento los cuentos que mi abuela, cántabra de pura cepa, me contaba de niño. Recordé a las Anjanas, las ninfas del agua, hermosas y bondadosas. Vivían en cuevas cercanas a fuentes, cauces de ríos, cascadas o lagos. Aparecían en el agua por las noches, hilando, lavando las madejas de hilo o peinando sus cabellos con un peine de oro. Se decía que tienen una bella voz, muy melodiosa y fascinante, con la que cantaban dulces y tristes canciones, capaces de seducir a cualquiera que las oyera. Recordé también que mi abuela me avisaba que había que tener precaución al tratar con ellas. Las Anjanas eran buenas en general, pero tenían que mantenerse en los lugares en los que habitaban a causa de un encantamiento, del cual eran víctimas. Sólo la noche de San Juan podían ser liberadas. Y, aunque eran generosas y solían recompensar y ayudar a aquellos que les hacían un favor, su pena y su castigo podían hacer que fuesen malvadas y retorcidas.

Aquella noche la canción de las Anjanas era triste, pero esperanzada. Volví a sentirme hipnotizado por las voces de las dos ninfas, y sacudí de nuevo la cabeza. Era casi imposible resistirse a sus voces: no en vano Gutiérrez, embobado con la canción, saltó la falsa valla de roca y se metió en el pequeño lago, con el agua sucia por las rodillas. Caminó embelesado hacia las ninfas del agua, mientras yo le agarré por la chaqueta, tirando de él. El idiota acabó cayendo al agua, empapándose de arriba abajo.

- ¿Quieres dejar de hacer el gilipollas? – le rogué, ayudándole a levantarse. Escupía agua sucia y miraba a todos lados, como si acabase de despertar.

Las Anjanas terminaron su cántico, y rieron, gozosas. Vi que se reían de nosotros, señalándonos. Aproveché para intervenir.

- ¡Señoras! ¡Por favor, señoras!

- ¿Quién hay ahí? – preguntó una de ellas, tapándose con los brazos, haciéndose la asustada.

- Son dos hombres – contestó la otra, que parecía mayor, entreviendo a través de las plantas que colgaban de la cascada. – Esperábamos sólo a uno....

- ¿Esperaban solamente a uno? – pregunté, viendo cómo se acercaban a nosotros, una de las ninfas con orgullo y serenidad y la otra con recelo. – Ustedes son las que han hecho desaparecer a los hombres de la ciudad. ¿No es verdad?

Di un par de pasos hacia atrás, nervioso. Estaba completamente asombrado, sin poder creerme que tenía delante a dos criaturas mágicas, sin poder creer que fuesen ellas quienes habían hecho desaparecer a todos los solteros feos de las fotos que mi amigo Beltrán tenía en el panel de corcho.

- Cierto – dijo la Anjana tranquila. Su compañera seguía mirándonos con cautela, pero las dos habían caminado hasta el pequeño lago, fuera de la gruta. Caminaban con las piernas metidas en el agua, arrastrando los vestidos. Brillaban con una luz plateada, propia. – Se lo merecían.

- ¿Se lo merecían? – me escandalicé. A mis pies, Gutiérrez empezó a volver en sí, ahora que la canción de las Anjanas había terminado. Mi amigo se puso en pie y vio también a las ninfas, que cada vez estaban más cerca.

- ¡Éste es más fuerte! ¡No podemos con él! ¿Qué hacemos? – dijo la otra.

- Hablemos con él – contestó la Anjana serena, sin inmutarse. Me miró con más atención. – Nos entenderá....

- No me gusta.... No me fío....

- Y a mí no me importa – contestó la Anjana segura de sí misma, la que parecía mayor, demostrándome quién mandaba de las dos.

- ¿Qué hacen ustedes aquí? – pregunté. – No lo entiendo....

- De verdad eres diferente a los demás.... – contestó la Anjana, sorprendiéndome. Su compañera desconfiada tenía el ceño fruncido. – Verás, mi hermana y yo fuimos encantadas, por un hombre, un maldito embustero. Nos embaucó a las dos, prometiéndonos por separado su amor y su devoción. Nos manejó como quiso, y cuando las dos íbamos a fugarnos con él, sin saber nada de sus coqueteos con la otra hermana, el muy villano se fugó con otra moza del lugar. Mi hermana y yo languidecimos, consumiéndonos por la pena cerca de nuestra casa, en un estanque parecido a éste.

- La pena que sentíamos por habernos dejado engañar se unía a la pena que nos embargó al descubrir que nos habíamos vuelto Anjanas, y que nuestros cánticos nocturnos de tristeza y dolor atraían a los hombres y los condenaban a morir ahogados en el estanque por querer venir con nosotras – completó la hermana desconfiada, con un tono triste que no tenía nada que ver con el de antes.

- Así que nos fuimos de allí – intervino la Anjana mayor – buscando un lugar deshabitado donde podríamos penar de noche sin tener víctimas humanas. Encontramos este lugar, donde estuvimos bien una temporada, pero ahora nuestros cánticos atraen a los hombres del lugar, que aquí sólo encuentran la muerte....

- No entiendo.... si no sois malas, ¿por qué matáis?

- Podemos ser mezquinas con los hombres, en venganza con aquél que nos robó nuestro cariño y nuestro corazón.... pero sólo con aquellos pobres de espíritu y de inteligencia. Tú eres un caso aparte, por ejemplo....

- Nuestros cánticos no te afectan – intervino la Anjana pequeña, la que se había mostrado desconfiada al principio. Ahora hablaba con cordialidad. – Parece ser que tu corazón ya pertenece a una mujer o que no eres lo suficientemente tonto como para caer en nuestro hechizo.

Miré a Gutiérrez, que hacía unos momentos se había comportado como un hipnotizado y sonreí, creyéndome un poco superior.

- Esos tipos a los que habéis ahogado enamorándolos con vuestras canciones eran unos cretinos, unos imbéciles.... – expliqué, con soltura. – No sé si se lo merecían o no, no me voy a meter en eso. Pero.... tenéis que dejar de hacerlo. No está bien.... A este parque viene mucha gente, incluyendo ancianos y niños.... En cuanto empiece el buen tiempo lo veréis....

Las dos Anjanas se miraron, preocupadas. Pude ver claramente que no eran criaturas malignas: sólo cumplían con su cometido de ninfas del agua.

- Debemos permanecer ancladas a un lugar acuático, a un lago, un estanque o un remanso de un río. – explicó la Anjana mayor. – Dinos qué sitio sería el adecuado y nos iremos. No queremos hacer daño, pero no sabemos qué hacer....

Me quedé pensando, sin saber qué respuesta dar.

- Podíais ir a la Cueva del Cobre – intervino Gutiérrez, de repente. – Es la cueva donde nace el río Pisuerga: podéis remontarlo hasta allí. Es un sitio apartado, pero cómodo y bonito. Yo he estado allí a veces, y el único peligro pueden ser los excursionistas que vayan allí de vez en cuando....

Las Anjanas se miraron y cuchichearon entre ellas. La idea las convenció y nos lo agradecieron con verdadera alegría. Miré a Gutiérrez asombrado: no me hubiese esperado algo así de su parte.

- Muchas gracias – dijo la Anjana mayor. – De verdad que sí. Ahora os recomendaría que os alejarais: debemos retomar nuestros cánticos.

- Buena suerte – dije, mientras Gutiérrez y yo nos íbamos por patas de allí.

Y eso fue todo. No hubo más desapariciones después de aquel día: la policía (y el subinspector Beltrán) no encontraron ninguna explicación lógica para aquel final tan inesperado, y ni Gutiérrez ni yo les dimos ninguna explicación.

Una cosa es saberte el héroe y salvador de todos los cretinos e idiotas feos de tu ciudad y otra muy distinta ir alardeando de ello.


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