- 13 x 2 -
El padre Beltrán caminó deprisa por las
calles desiertas del pueblo. No quería correr, tenía que dosificar las fuerzas
para gastarlas sólo en caso necesario: correría como última opción. Si corría a
la mínima de cambio se agotaría enseguida.
Apretaba la empuñadura de la daga con
fuerza. No llevaba linterna: la había perdido. Esperaba que los chicos tuvieran
todavía una cada uno, así estarían protegidos y se sentirían más seguros con
ella. Él no la necesitaba.
Se había pasado toda la vida
persiguiendo criaturas de la oscuridad y había acabado convirtiéndose en una de
ellas.
La oscuridad dominaba el pueblo, aunque
la luz de la Luna y de las estrellas era suficiente para ver dónde se ponían
los pies. El padre Beltrán podía ver, además, los charcos de sangre y los
restos de los humanos cazados y devorados por las bestias.
Curiosamente, se dio cuenta en ese
instante de que los ruidos de peleas y matanzas eran cada vez más extraños. Ya
casi no se oía nada por las calles del pueblo. Todo estaba cada vez más
silencioso.
Por eso, cuando escuchó los reniegos de
un hombre y los chillidos de una bestia, se acercó hasta ellos, para ayudar. Y
llegó justo a tiempo, por lo que podía ver.
En un callejón ancho se encontró con un
hombre herido, sangrando por la pierna, apoyado en la pared. Apuntaba a la
criatura que lo acechaba con un fusil, que al parecer estaba descargado, porque
no lo disparaba. Delante de él había un ujku
agazapado, casi inmóvil. Parecía a punto de saltar para dar el golpe de gracia.
El sacerdote de negro no lo dudó un
instante: corrió hacia adelante, entrando en el callejón como un cuervo enorme,
con el largo abrigo abierto ondeando tras él. El hombre le miro con una extraña
mezcla de sorpresa y enfado. El padre Beltrán saltó sobre la bestia, empuñando
la daga con ambas manos, cayendo sobre su espalda y apuñalándole en la nuca. El
ujku dio un respingo y quedó inmóvil,
muerto.
El padre Beltrán se separó pronto de la
bestia, con precaución. Limpió la daga en el pelaje duro y tosco y se volvió al
hombre que había salvado.
- ¿Qué carajo has hecho, gilipollas? –
le increpó el hombre. El padre Beltrán parpadeó asombrado detrás de las gafas
oscuras, jadeando. Se habría esperado cualquier otro tipo de reacción.
- Le he salvado la vida – replicó con su
voz cascada, picado y herido en su amor propio.
- ¡Mi vida no corría peligro, idiota! –
dijo el hombre, desdeñoso. En ese momento el cura reconoció al hombre del
gobierno, ese tal Bruno Guijarro Teso. Apretó los labios, y los dedos en torno
a la empuñadura de la daga.
- No era lo que me había parecido....
- ¡Lo tenía todo controlado! – dijo
Bruno, con la cara apretada, pateando el suelo. Estaba molesto. Estaba
realmente dolido.
- ¿Y por qué no disparaba entonces? –
preguntó el padre Beltrán, receloso, empezando a caminar hacia fuera del
callejón, paso a paso, lentamente.
- Porque ya había disparado – dijo
Bruno, agitando el fusil. El arma sonó extraña, demasiado ligera.
- Ése no es un fusil normal.... – dijo
el cura, deteniéndose. Comprendía lo que ocurría, pero le parecía demasiado
estúpido, demasiado peligroso.
- ¡Pues claro que no! Es un fusil de
dardos tranquilizantes – espetó Bruno, caminando detrás del sacerdote, cojeando.
Entonces tiró el arma al suelo, con violencia, y se descolgó el otro rifle del
hombro. – ¡Éste sí es un fusil de verdad!
- Ya veo.... quería atrapar al ujku vivo.... Lo que no entiendo es para
qué....
- Lo quería para mí – dijo Bruno,
apuntando al anciano con el rifle. – ¿Cómo ha llamado a ese lobo? ¿Ujku? ¿De qué está hablando?
El padre Beltrán no contestó, caminando
despacio hacia fuera del callejón. Casi había alcanzado la calle. La daga de
plata brilló en su mano.
- ¿No me diga....? ¡No puede ser! – dijo
Bruno, con cara de sorpresa. – ¡Usted es un cazador de demonios! ¡Un santón de
ésos que luchan contra lo paranormal por su cuenta! – rió el hombre. – ¡Ja! ¡No
puedo creerlo! He estado en compañía de un pagano sin saberlo....
- Yo sabía a lo que me enfrentaba,
niñato – masculló el padre Beltrán, y su voz de grajo se acentuó más todavía. –
Tú sólo has dado vueltas por este pueblo, soñando con atrapar a un corpóreo,
para satisfacer tus retorcidas fantasías de alcoba. No tienes ni idea de qué va
esto....
- ¡¡Me enfrento a la ocupación de
corpóreos más violenta de la historia de la ACPEX!! – soltó Bruno. – ¡¡Y
resulta que soy el único miembro del equipo que queda con vida!! Si logro
volver a la central de la agencia con uno de estos “encarnados” seré el mayor héroe de la agencia en toda su
historia....
- ¿Y cómo explicarás la ausencia de tus
compañeros? – dijo el padre Beltrán. Ya estaba fuera del callejón.
- Será fácil. ¿Cuántas muertes habrá
habido esta noche en el pueblo? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Todas? – dijo
Bruno, con desfachatez. – Habrán sido sólo siete víctimas más....
- Sin contar a Lucía – siseó el padre
Beltrán. – ¿O a ella no la considerabas parte del equipo? ¿Qué era entonces?
¿Una contratación externa?
Bruno se quedó sin palabras. Recordó a
la chica, la guapísima Lucía, con la que había soñado algo más placentero que
una muerte horrenda al lado del portal. Le atacaron las arcadas, que logró
mantener a raya. Entonces miró con furia a aquel hombre, que había estado
intrigando a sus espaldas desde el principio.
- Lucía será un daño colateral, igual
que usted.
Bruno apretó el gatillo, disparando al
padre Beltrán. La mirada paranormal del sacerdote le indicó dónde estaban las
balas, cuál era su trayecto por el aire. Se apartó para esquivarlas, pero sus
reflejos eran los de un hombre anciano y dos disparos le dieron en el hombro,
tirándole al suelo, cayendo con fuerza.
Bruno volvió a apuntar al hombre del
suelo, con resolución. No llegó a ver cómo el sacerdote encendía un mechero zippo y lo tiraba a sus pies.
La gasolina que el padre Beltrán había
dejado caer de la lata abierta desde su bolsillo mientras salía de espaldas del
callejón se inflamó al instante, prendiendo los zapatos y los bajos de las
perneras de Bruno. El hombre saltó asustado, disparando al aire. El sacerdote
se puso en pie y cogió la daga con la mano izquierda, lanzándose hacia
adelante. Pegó un tajo horizontal, cortándole a Bruno en el brazo. El hombre
soltó el fusil.
Entonces llegaron los læti. Llegaron corriendo, con su curioso
caminar, patoso, como el de gallinas mareadas. Tenían el tamaño de las
gallinas, pero tenían una piel dura y gomosa, como los neumáticos de los
coches, sin plumas. Tenían picos duros y afilados y un aguijón como las
avispas. Ocuparon todo el espacio entre los dos hombres, corriendo alocadas.
- Læti.
El número once – dijo el padre Beltrán. Retrocedió, sin perder de vista el
fuego del suelo ni los molestos bichos.
Podían hacer mucho daño con sus picos de
pájaro, pero aún más con los aguijones de sus traseros, que se decía que
estaban envenenados. El padre Beltrán no quería comprobarlo.
Sacó una tira de tela del bolso y la
empapó en la gasolina ardiente del suelo, para envolver luego la daga, sin
molestarse por quemarse los dedos al hacerlo. Salió de allí corriendo,
enarbolando su improvisada antorcha.
Detrás de él quedó Bruno, quemado,
apuñalado y rodeado por los læti.
* * * * * *
Mowgli y Victoria corrían por la calle.
Se habían separado de los demás, pero ellas habían tenido el cuidado de darse
de la mano. Si al menos se perdían, se perderían juntas. Los lesyeyan las habían seguido a ellas,
logrando espantarles gracias a las linternas, unas calles más allá. Para cuando
quisieron volver a la calle en la que se habían encontrado todos, ya no quedaba
nadie.
Habían deambulado por el pueblo,
escondiéndose donde podían. Habían oído muchos gritos, carreras y peleas, pero
ahora mismo ya no se oía nada, salvo algún grito suelto de vez en cuando.
Acabaron volviendo a la iglesia, al
todoterreno abandonado. Seguía con las puertas abiertas y todo el frontal
destrozado por el choque con el tanjing.
Se ocultaron con él, nerviosas y asustadas.
De pronto escucharon pasos que se
acercaban. Se pusieron detrás del coche: eran pasos humanos, pero más valía ser
precavidas.
Al terreno abierto delante de la iglesia
llegaron un hombre con una escopeta y Sergio, los dos jadeando por la carrera.
Mowgli y Victoria se alegraron infinitamente.
- ¡Sergio! – dijo Victoria, saliendo de
detrás del todoterreno. El chico se llevó un susto, pero luego se le iluminó la
cara con una sonrisa. Salió corriendo hacia sus amigas, mientras Félix le
seguía con cuidado, vigilando los alrededores, sin soltar la escopeta.
- ¿Estáis bien? – preguntó el chico,
volviéndose a abrazar a sus amigas.
- Sí, las dos. ¿Y los demás?
- No sé nada de ellos. Solamente he
encontrado a Félix – dijo, presentando al hombre que le acompañaba.
Éste asintió a modo de saludo.
- ¿Dónde pueden estar? – gimió Mowgli,
sin querer decir lo que todos pensaban: Roque y el padre Beltrán podían haber
muerto en el pueblo.
- No pasa nada. Todo va a salir bien –
mintió Sergio, sin tenerlas todas consigo.
Entonces, al lado de Félix se elevó una
criatura, la cabeza enorme de una serpiente negra y amarilla. Una gulslange. El hombre saltó y chilló
asustado, apuntando con la escopeta hacia la cabeza de la serpiente. Pero la
bestia fue más rápida y le mordió la cabeza.
La criatura se había acercado a ellos
reptando, silenciosamente por el suelo. Ninguno de ellos se había dado cuenta.
Los chicos chillaron de terror,
corriendo al todoterreno, refugiándose dentro y cerrando las puertas con
fuerza. La gulslange mantuvo agarrado
al hombre hasta que se asfixió. Entonces empezó a devorarlo.
Cuatro lesyeyan llegaron hasta el coche, cayendo con fuerza desde el
cielo. Abollaron el techo y astillaron los cristales, dibujando telarañas en
todos ellos. Los chicos dentro del coche no paraban de gritar.
Uno de los buitres bicéfalos acertó a
golpear con el pico el cristal medio roto de la ventanilla del conductor,
metiendo dentro las dos cabezas. Una de ellas mordió a Sergio en una mano,
arrancándole el dedo meñique. El chico aulló de dolor, mirando con terror las
cabezas de pájaro.
Entonces se pusieron rígidas de repente
y lanzaron un graznido moribundo, a la vez, haciendo que sonara con eco. El
animal resbaló hacia fuera y dejó la ventanilla libre.
Los chicos pudieron ver por ella al
padre Beltrán, que había clavado su daga de plata en el cuerpo del lesyeyan. Raudo y con decisión atacó al
pajarraco que intentaba romper la ventanilla trasera del mismo lado, cortándole
una cabeza de un solo tajo.
La otra cabeza del mismo animal chilló
de dolor, antes de que la daga se hundiera en su espalda, matándola. Los otros
dos animales huyeron volando de allí, antes de sufrir la misma suerte que sus
compañeros.
- Salid de ahí. ¡Deprisa! – ordenó el
sacerdote de negro. Los tres chicos obedecieron.
Fuera del coche vieron cómo la gulslange tenía la garganta rajada,
degollada con sigilo desde atrás por el padre Beltrán.
- Parece que he llegado a tiempo – dijo,
humilde.
Los tres chicos, siguiendo un impulso
común que los empujó a los tres, se echaron sobre el sacerdote y lo abrazaron.
* * * * * *
Roque corría por el pueblo, agarrado al
fusil de Elena, buscando desesperado a sus amigos. Ya no se oían gritos ni
ruidos en el pueblo. Ya no se oía nada.
Entonces escuchó unos gritos a lo lejos,
hacia la iglesia. Creyó reconocer las voces y se dirigió hacia allá,
esperanzado. Corrió sin precaución, sin darse cuenta de que iba armando mucho
alboroto y los monstruos podían atacarle.
Una bandada de chimvet le adelantó, volando sobre los tejados, en su misma
dirección. Apurado y nervioso, corrió más
rápido, hasta que el costado empezó a dolerle.
Llegó hasta el terreno abierto delante
de la iglesia, que se alzaba hacia el cielo sin edificios cercanos. Allí,
delante de él, a unos treinta metros, estaban sus amigos, todos juntos. El
grandullón respiró tranquilo.
Los chimvet
entonces se abatieron sobre el grupo. El padre Beltrán y los chicos se
agacharon, asustados. Las bestias aprovecharon el movimiento para volcar un
todoterreno que había al lado de sus amigos.
Roque cargó el fusil en sus manos, sin
pensarlo dos veces. Dio cuatro largas zancadas hacia adelante, saliendo a
terreno abierto y se detuvo, inquebrantable y sereno.
- ¡¡Salid de ahí!! ¡¡Corred!! – dijo,
dirigiéndose a sus amigos. Después levantó el rifle y disparó hacia las bestias
voladoras.
Sus amigos le miraron, alegres de volver
a verle. Pero luego los chimvet
volvieron a caer sobre ellos, buscándoles con sus zarpas y sus colmillos.
Roque abrió fuego sobre ellos,
disparando a bulto, ya que no sabía apuntar, destrozando a unos cuantos seres.
Los mono-murciélagos se dispersaron, dejando a sus amigos libres por un
momento. El padre Beltrán los movilizó, empujándoles a la iglesia. El anciano
abrió las grandes puertas a patadas y se metieron dentro.
Roque sonrió, empezando a andar para
reunirse con ellos. Pero los chimvet
se habían reagrupado en el aire y se lanzaron a por él. El chico acertó a
cargar el fusil de nuevo y disparar en torno a sí, abatiendo a algún enemigo
más. Corrió mientras disparaba, atravesando la nube de monstruos. Uno de ellos
le arañó con la garra en el brazo, perdiendo el rifle. Otro le golpeó en la
cara con la pata trasera, haciéndole perder el equilibrio. Al final, entre dos
seres alados le cogieron por los hombros y le elevaron por los aires.
Roque manoteó y se retorció para que le
soltaran. Tuvo la presencia de ánimo para encender el frontal que llevaba
puesto, haciendo que la potente luz quemase a uno de los monstruos que lo
llevaban. El chimvet le soltó y huyó,
y el que le agarraba por el otro hombro tuvo que soltarle, pues no podía con su
peso.
Roque cayó a plomo desde una distancia
de treinta y cinco metros. Por suerte aterrizó en el tejado de la casa del tío
Germán antes de llegar al suelo. Cayó sobre el costado izquierdo, atrapándose
el brazo bajo su cuerpo. Notó mucho dolor en el codo y el frontal se rompió al
golpearse la cabeza sobre las tejas.
Giró sobre sí mismo, intentando que el
dolor no le llenase el pensamiento. Pero era muy intenso. Vio sombras más
oscuras que la oscuridad volando por el cielo negro.
Los chimvet
bajaron otra vez sobre él. Roque se retorció sobre el tejado, aplastando a uno
de ellos bajo su cuerpo. Rodó sobre las tejas y acabó cayendo por el alero, con
los chimvet agarrados a él con garras
y dientes.
Aterrizó en el suelo, mareado y
dolorido. Sintió muchos mordiscos y arañazos en su cuerpo, pero sólo hasta que
perdió el conocimiento. Entonces ya no sintió nada más, mientras los chimvet seguían con su festín.
(continúa....)
No hay comentarios:
Publicar un comentario