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Bruno Guijarro Teso estaba para el
arrastre. Llegó a trompicones hasta el parque infantil, casi a cuatro patas.
Sangraba por la pierna y el brazo y tenía los pies quemados y doloridos.
Multitud de picotazos de las extrañas gallinas negras le dolían por todo el
cuerpo. Y la pérdida de sangre le mareaba y agotaba.
Al final se dejó caer, apoyado en la
estructura de madera que servía para subir hasta el tobogán. Respiró como pudo,
jadeando. Estaba reventado, literalmente agotado. Aquella noche no podía dar
más de sí.
Empezó a dar cabezadas, cayéndosele la
cabeza hacia atrás, perdiendo casi la consciencia. Pero no podía. Tenía que ir
hasta su coche, a por más dardos para el rifle. Tenía que comprobar todas las
trampas y redes que había colocado por el pueblo. Tenía que atrapar a su
corpóreo.
Oyó un resoplido animal muy cercano.
Abrió los ojos del todo, aturdido, sin enfocar muy bien la mirada. Entonces vio
al animal, frente a él, a unos veinte metros.
Era uno de aquellos cocodrilos,
marrones, feos y rechonchos, con la cabeza redonda y pico de cigüeña.
- No, uno de éstos no.... – gimió,
desesperado. Él no quería uno de los inútiles cocodrilos con pico como mascota.
Él prefería al lobo negro o al gorila enorme, o incluso a un mono-murciélago.
Pero aquel bicho con mirada de estúpido.... – Bueno, si no hay otro remedio.
Levantó el fusil con dificultad,
intentando enfocar la mirada para poder atinar correctamente y acertar al
cocodrilo, que por otra parte seguía inmóvil, mirándole con cara de idiota.
Bruno hizo dos disparos, después de unos
minutos en los que apuntó correctamente y consiguió apretar el gatillo. Los
dardos rebotaron en la correosa piel marrón del animal.
- Vaya mierda.... – murmuró el hombre.
Empezó a pensar dónde había guardado las
redes eléctricas, porque era evidente que iba a necesitar una para capturar a
ese bicho, cuando el cocodrilo se arrancó a correr. Parecía torpe y abotargado,
estúpido, pero era muy rápido. Y letal.
Llegó hasta Bruno en un santiamén,
deteniéndose justo cuando su pico se clavó en el pecho del hombre medio caído.
Bruno se asombró, exhalando un suspiro doloroso.
Se miró el pecho, por donde desaparecía
el pico de la criatura. El hombre no comprendía aquello. El animal abrió un
poco el pico, para emitir un lerdo gorjeo, y Bruno se estremeció de dolor.
- Pero esto.... esto no es así.... –
dijo Bruno, desorientado.
El ailigedar
sacó el pico del cuerpo del hombre y volvió a gorjear. Después le picoteó
repetidas veces en la cara y el pecho, destrozando a Bruno Guijarro Teso.
* * * * * *
El padre Beltrán vio cómo los chimvet levantaban del suelo a Roque y
se lo llevaban volando, desde la puerta de la iglesia. Apretó los dientes,
haciéndose daño en la mandíbula. Otro más de aquellos chicos no.
Entró en la iglesia, donde jadeaban y
sollozaban los muchachos que quedaban. Estaban sentados y derrumbados en los
últimos bancos de la nave de la iglesia. Sergio levantó la mirada y la clavó en
el sacerdote.
- ¿Y Roque? ¿Viene para acá?
El padre Beltrán negó con la cabeza.
Algo debió de ver el chico en la cara
sombría del anciano, porque con ese simple gesto lo entendió todo. Las lágrimas
volvieron a aflorar en sus ojos y el chico golpeó con rabia uno de los bancos.
- ¿Y Roque? – preguntó entonces Mowgli,
al ver la furia de su amigo Sergio. Nadie la contestó y la chica lo comprendió
también, echándose a llorar desconsoladamente. El padre Beltrán la miró
pensando, como ya había pensado anteriormente, que aquella chica tenía una
percepción más afinada de lo normal.
Los chicos lloraron por su amigo, porque
había dado su vida por protegerles. Lo recordaron como se debe recordar a los
amigos perdidos: con pena y con nostalgia.
El padre Beltrán, mientras tanto, paseó
por la iglesia. Había creído que no podría traspasar sus muros, debido a su
alma maldita, pero no había sido así. Quizá le había atribuido a Dios más poder
terrenal del que tenía.
- ¿La iglesia es el edificio más grande
del pueblo?
Los chicos le miraron, asombrados,
conmocionados por la noticia de la muerte de Roque. ¿A qué venía esa pregunta?
- Sí, es el más grande y el más alto –
contestó Victoria. Ya se habían acostumbrado al extraño comportamiento del
sacerdote de negro. – ¿Por qué?
- Porque el número once ya ha salido del
portal – contestó el padre Beltrán. – Tenemos que hacer algo si queremos tener
posibilidades de acabar con el número trece.
Y entonces se dirigió a las puertas. Las
destrabó y abrió una de ellas, para salir a la calle. Los chicos le llamaron,
pero él no se dio por aludido. Caminó por la carretera con osadía, llevando la
daga de plata de la mano. Llegó hasta el todoterreno volcado, vigilando a su
alrededor. No quería que una criatura sigilosa y artera acabara con él ahora
que estaba tan cerca del final.
Cuando los chimvet habían volcado el todoterreno el maletero se había abierto
por el golpe. Y el sacerdote había visto un aparato grande y pesado que había
salido de él. Esperaba que estuviese entero y funcionara. El cura se alegró al
encontrarlo en buenas condiciones.
Era un lanzallamas. El padre Beltrán se
lo colgó a la espalda y comprobó que no tuviera fugas y que el lanzador
estuviese en buen estado. Todo parecía estar correctamente, así que volvió a la
iglesia. Los chicos le vieron entrar armado de esa guisa y se asombraron aún
más.
- ¿Qué hace? – preguntó Mowgli, todavía
llorosa.
- Vamos a crear una señal y un arma –
contestó el padre Beltrán. – Para el trece y sus soldados. Salid de la iglesia por
favor.
Los tres chicos adivinaron las
intenciones del anciano a la vez, y le miraron aterrorizados. Sergio creyó que
había enloquecido después de tanta experiencia traumática, pero el sacerdote de
negro parecía igual que siempre: seco, imperturbable, decidido. Salió con las
chicas de la iglesia cuando el anciano encendía el aparato y empezaba a rociar
de llamas el altar mayor y los primeros bancos de la iglesia.
El padre Beltrán incendió todo cuanto
encontró dentro que le pareciese inflamable. No se dejó nada: madera, telas,
cortinajes.... Cuando las grandes vigas de madera se inflamaron, el sacerdote
salió de la iglesia, abandonando el lanzallamas dentro.
Salió al espacio abierto que había
delante del templo, reuniéndose
con los chicos. Éstos miraban hacia las puertas de la iglesia, abiertas: por
ellas contemplaron el infierno que el sacerdote había desatado dentro.
Las llamas encendieron también el
lanzallamas, haciendo explotar el depósito. Llamas más altas y más calientes
que todas las demás llegaron hasta el techo de la iglesia, incendiando el
campanario y el tejado. Los pájaros que tenían sus nidos allí arriba salieron volando
despavoridos. La iglesia se incendió toda, como una antorcha gigante.
El pueblo recibió de repente una dosis
de luz mortífera. Fue como si el Sol mandase un rayo repentino, que atravesó la
oscuridad. La mayor parte de los monstruos que quedaban dispersos por el pueblo
fueron bañados por la luz, quemándose. Algunos, los más cercanos a la iglesia,
al recibir el fuego del combustible divino, incluso explotaron en pedazos. El
padre Beltrán sonrió por dentro, satisfecho.
Acababan de dar un duro golpe al ejército
del trece.
Escucharon los chillidos de los
monstruos que habían quedado heridos después del fogonazo de luz. Los gritos de
dolor se mezclaron con los de rabia de los monstruos que quedaban sanos.
- Hemos cabreado a bastante gente.... –
dijo el padre Beltrán. Los chicos miraron detrás de ellos, hacia el pueblo. El
coro de gritos era ensordecedor.
Una lluvia de cenizas encendidas empezó
a caer sobre ellos. Eran cenizas muy grandes, casi del tamaño de la palma de
una mano. Los chicos se apartaron de ellas, con cuidado.
- ¡Pero si son lagartijas! – dijo
Victoria, asombrada.
Lo que habían tomado por cenizas eran en
realidad salamandras con alas, de intenso color amarillo y anaranjado. Volaban
por el cielo, planeando. Cuando se posaban en alguna superficie se incendiaban,
convirtiéndose en llamas.
- No son lagartijas.... Son ribicas – dijo el padre Beltrán, con
pesar. Parecía realmente abatido. – Es el número doce.
Una de ellas se posó en el hombro de
Victoria, prendiendo la camiseta y el pelo de la chica. Victoria gritó de dolor
y terror, sacudiendo el brazo, lo que hizo que las llamas se avivasen y se
extendieran hasta la mano. Su pelo pronto se quemó en el lado derecho y el
fuego pasó a ese lado de la cara. La chica se agitaba, en llamas y
aterrorizada. Sergio la tiró al suelo y la hizo rodar, sacudiéndola con la
camiseta que se había quitado. El chico estaba horrorizado.
- Y ahí viene – dijo el padre Beltrán,
inmóvil, de pie, derrotado, mirando al cielo. – El trece.
* * * * * *
El portal se sacudió, lanzando la onda
de energía más poderosa desde que se había abierto. Los animales despertaron en
sus madrigueras, los insectos pegados a superficies cayeron al suelo, el agua
de los ríos remontó su curso, las estrellas parpadearon y se apagaron durante
un segundo, las piedras se licuaron y toda la Tierra se estremeció.
El trece entró en nuestra dimensión.
* * * * * *
El padre Beltrán sólo había oído vagos
rumores sobre la apariencia del trece, pero todos se contradecían. Hasta que
no lo vio alzarse en el cielo no tuvo plena idea de cómo sería.
El trece era el corpóreo más grande de todos los
que habían visto. Mediría casi veinte metros de largo y dos y medio de alto.
Tenía un cuerpo cilíndrico, alargado, cubierto de escamas negras que brillaban
con la luz del incendio. Cuatro pares de patas se repartían a lo largo de su
cuerpo: eran como garras de león, pero más gruesas y grandes. Su cabeza era
poderosa, enorme y alargada. Su hocico era parecido al de un perro, aunque
acababa muy chato, recto. Tenía ojos grandes y amarillos, bigotes largos que le
salían de la nariz y cuernos anchos que acababan romos en lo alto de la cabeza.
Voló por el cielo sin necesidad de alas,
aterrizando en Castrejón, aplastando casas como si estuviesen hechas de papel.
Miró hacia el incendio y bramó, con un grito largo y profundo, lleno de rabia.
Saltó con agilidad hacia la iglesia y se abrazó a ella, aullando al cielo de la
noche. El fuego le lamía el cuerpo, sin consumirle ni quemarle.
El padre Beltrán estaba como
hipnotizado. Estaba ante su enemigo más mortal, por el que se había dedicado a
aquella vida de peregrinaje y vagabundeo. Se había convertido en un proscrito
por culpa de la leyenda de aquel ser. Su alma estaba maldita por aquel
monstruo. Y ahora lo tenía delante.
Sergio observó al trece con ojos llenos de admiración y terror,
pues la criatura era capaz de despertar ambas emociones a la vez. Era
irresistible y repugnante a la vez. Victoria sollozaba entre sus brazos,
todavía humeante, pero levantó la mirada para contemplarle.
Los restantes monstruos empezaron a
congregarse alrededor del espacio abierto que había frente a la iglesia. Desde
el número uno al número doce, todos estaban allí representados, rindiendo
obediencia a su caudillo. El padre Beltrán, Victoria y Sergio los miraron,
asustados.
¿Qué podían hacer? Sergio no lo sabía,
pero esperaba que el padre Beltrán supiese algo. Habría temblado por dentro si
hubiese sabido que el sacerdote estaba tan perdido como él.
¿Cómo vencer a aquel enemigo? Era la
criatura más cruel de todas, la más malvada, la más terrible y la más malévola.
No tenía piedad, ni respeto, ni humildad, ni miedo. Era todo lo contrario a la
luz y al bien.
- Zwartdraak
– murmuró el padre Beltrán, atreviéndose por fin a decir su nombre. El trece bramó de nuevo, al sentirse nombrado.
El resto de monstruos se agitaron,
nerviosos, pero también felices. Se regocijaban de la victoria de su amo.
Mowgli sollozó. Y entonces el padre
Beltrán se dio cuenta de que tenía los ojos tapados por las manos y de que no
miraba a la bestia.
- ¿Mowgli? ¿Estás bien? – preguntó con
amabilidad, acuclillándose al lado de la chica. – Míralo. Es el mayor
espectáculo que vas a contemplar en tu vida.... ¿Por qué no lo miras?
- No puedo.... – dijo la chica, entre
lloriqueos.
- ¿Te da miedo?
- ¡No! Es que no puedo – dijo,
intentando quitarse las manos de la cara, sin conseguirlo.
Entonces el padre Beltrán lo vio claro.
Mowgli había estado todos aquellos días sumida en la tristeza y el miedo. Y
cuantos más muertos aparecían, más nerviosa se ponía y más sufría. Aquella
noche había sido una dura prueba para ella, poniéndose más frenética con cada
nueva muerte en el pueblo.
Podría haber sido una nadería, una
coincidencia: Mowgli era débil y sentía mucho el dolor y la muerte ajenos. Pero
el hecho de que no pudiese mirar al trece....
- Mowgli.... Escúchame bien – le dijo el
padre Beltrán al oído, con prisa: sentía que el tiempo se le acababa, ahora que
lo había descubierto. – ¿Querías a Lucía?
- Sí.... – dijo la chica, con dolor.
- ¿Y a Roque?
- Sí.... – gimoteó Mowgli.
- ¿Y a Fuencisla?
- Sí, claro que sí.
- ¿Y a Ramón, y al sacristán y al resto
de la gente asesinada? – preguntó el sacerdote, sin misericordia.
- Sí....
- ¿Tienes enemigos? ¿Hay alguien al que
odies?
- No.... – contestó Mowgli, después de pensarlo
un instante.
- ¿Y por qué es eso? ¿Eh?
- ¡¡Déjela en paz!! – saltó Sergio, que
había contemplado el terrible interrogatorio desde el suelo, al lado de
Victoria. Pero el padre Beltrán no le hizo caso.
- ¿Por qué no odias a nadie? ¿Por qué?
- ¡No lo sé! A lo mejor porque me cae
bien todo el mundo. Porque veo lo bueno de todos....
- ¡Eso es! Porque hay mucho amor en ti – dijo el padre
Beltrán, con ternura, acariciando la cabeza de la chica. – Por eso no puedes
mirar al trece, a la maldad encarnada. Por eso sólo tú puedes detenerle.
La chica abrió los ojos y miró al
sacerdote, llena de miedo.
- ¿Yo?
- Tú puedes acabar con esto. Salvar
nuestro mundo. Hacer que todas las muertes no hayan sido en vano....
- ¿Y cómo?
- Ve con él. Usa tu amor.... – dijo el
padre Beltrán, encogiéndose de hombros.
La chica lo miró un rato más, pero luego
tragó saliva y se puso en pie, con valor en los ojos. Sus párpados se cerraron
cuando se puso delante del trece. Pero eso no la retuvo: Mowgli echó a
andar, a ciegas, con pasos inciertos, hacia la criatura.
- ¡Pronuncia su nombre! – dijo el padre
Beltrán, esperanzado, deseando que la tímida chica pudiese hacer lo que ningún
otro ser humano podía.
Mowgli llegó hasta el trece, que seguía agarrado a la iglesia,
contemplando el nuevo mundo que iba a invadir. La chica se abrazó a él, con
fuerza. Las llamas que recorrían el cuerpo negro del trece la lamieron pero no la quemaron. El
fuego del amor que llevaba dentro era más poderoso.
- Zwartdraak
– musitó Mowgli, abrazada a él, pensando en todas las personas que más la
querían: sus padres, sus abuelos, sus primos, Victoria, Sergio.... Lucía,
Roque....
El trece bramó entonces. Pero fue un bramido distinto
a los otros. Fue un bramido de dolor. De miedo.
Un bramido de muerte.
Intentó sacudirse a la humana que tenía
abrazada, pero la chica se mantenía sujeta, unida a él por el amor que sentía
hacia sus seres queridos y que ellos sentían por ella.
Una nueva llamarada surgió del fuego,
más caliente que todas las demás. Inflamó todo el cuerpo del dragón,
abrasándolo. El trece rugió, de dolor y de furia. El fuego le cubrió por
completo.
Entonces estalló en una llamarada voraz.
El padre Beltrán y los chicos se echaron al suelo y se cubrieron con los brazos. La llamarada se extendió por
el espacio abierto que había delante de la iglesia, alcanzando a la mayoría de
las criaturas del ejército del trece, abrasándolas.
El fuego se extendió a lo lejos por el
pueblo, para replegarse hacia la iglesia después. Volvió sobre sí mismo e
implosionó, desapareciendo. La iglesia seguía en pie, sin más daños que los
ocasionados por el incendio del padre Beltrán. Del número trece y de las criaturas que rodeaban la
iglesia hacía un momento no había ni rastro. Todo estaba otra vez a oscuras.
Sergio se levantó, observando atónito
los alrededores. No había nadie allí salvo ellos tres. Victoria se levantó
también, mirando aturdida a su alrededor. El padre Beltrán se acercó a ellos,
mirando hacia la iglesia.
Mowgli también había desaparecido.
- ¿Dónde está? – preguntó Sergio, y las
lágrimas afloraron en sus ojos. – ¿Ha muerto también?
El padre Beltrán negó con la cabeza. Los
dos chicos le miraron asombrados: también estaba llorando.
- Ha vuelto a su mundo. A la dimensión
celestial de la que provenía....
Victoria y Sergio se miraron,
estupefactos. Se quedaron con la boca abierta, sin saber qué más decir.
El padre Beltrán lo dijo por ellos.
- Gracias, Mowgli. Muchas gracias.
Las estrellas en el cielo brillaron con
más intensidad durante un segundo, manteniendo a raya la oscuridad.
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