Sólo despertó cuando escuchó trinar a los pájaros en
su ventana. La luz del Sol ya entraba por ella, desde hacía rato, pero aquella
mañana no le había despertado.
Kandara bostezó ampliamente, estirándose con fuerza
encima de las sábanas. Palpó a su lado, sobre el colchón, deseando que aquel
hueco estuviese ocupado por Pymp, soñando despierta con él. Se entristeció un
poco, pero luego recordó la fiesta de aquella noche (y que Pymp estaría allí) y
se animó al instante: aquella noche se lo dejaría claro de una vez y no le
dejaría escapar....
La mañana ya había avanzado un poco, así que se
levantó, sin apresurarse demasiado: al fin y al cabo, tenía el día libre. Se
quitó la camisola, quedando desnuda y se puso la khrosta, la toga sencilla para el día a día. Para aquella noche
tenía reservada una khrosta de gala,
especial, más elegante, cosida con hilo de platino. Y para sujetarla en el
hombro su madre le había regalado un drest
(un broche) de oricalco, que tenía desde hacía años y a ella le encantaba desde
niña.
Se preparó un pequeño desayuno en la tidiria mientras pensaba en la fiesta de
aquella noche, en la khrosta que
llevaría y si a Pymp le gustaría. Comió el pan de centeno y bebió la leche de
cabra con mil cosas en la cabeza.
Cogió el ánfora grande, el surum (una especie de saquito de piel para llevar dineros, atado a
la cuerda de la cintura) y un racimo de uvas y salió a la calle.
Comió las uvas con una sola mano mientras caminaba
sin prisas por los adoquines de piedra de la calle. Todas las viviendas de su
calle (y prácticamente de todo el suburb,
el barrio) eran muy parecidas: casi de la misma altura, con el techo plano poco
inclinado hacia un lado, de paredes blancas y amplias ventanas. Algunas puertas
estaban a la vista, pero la mayoría estaban tapadas con cortinas de tela ligera
o de cuentas engarzadas en tiras. Había tiestos con plantas frondosas o
vistosas flores colgadas de las paredes mediante aros de metal.
Kandara vivía en una ciudad entre el segundo y el
tercer anillo de agua, de los tres que rodeaban la pequeña colina del centro de
la isla. La ciudad nacía a orillas del segundo anillo de agua, así que fue allí
donde se dirigió a llenar su ánfora.
Había mucha gente por las calles, pues era día de
fiesta, todo el mundo tenía el día libre y los comerciantes eran los únicos que
trabajaban: todas las tiendas de los artesanos estaban abiertas y vendían el
equivalente a un mes tan sólo durante el día de Atlanates.
A la orilla del segundo anillo de agua se encontró
con su vecina Red’na.
- Buenos días, Red’na.
- ¡Buenos días, Kandara, bonita! – saludó la
anciana, alegrándose de veras al ver a la muchacha. – No has madrugado, ¿eh?
- No, hoy se me han pegado las rudicus.... – dijo Kandara, con un gesto de disculpa.
- El día de Atlanates
todo vale, chiquilla.... – dijo la anciana, como si estuviese haciendo una
confidencia, con tono pícaro.
- Irás esta noche a las hogueras, ¿no?
- ¡Pues claro! No me lo he perdido desde que tengo
memoria – dijo la anciana.
La fiesta de Atlanates
era la más importante de toda la isla y se celebraba en los diez reinos. Se
encendían grandes hogueras, en las que se quemaban grandes pilas de leña
impregnadas en ungüentos olorosos, que además daban tonalidades de diversos
colores a las llamas. Se hacían desfiles de elefantes, con saltimbanquis,
contorsionistas, malabaristas y equilibristas sobre sus lomos. Grupos de
vecinos bailaban o cantaban alrededor de las hogueras, preparando sus
actuaciones durante todo el año.... Se bebía y se comía todos juntos, asando
carne y verduras en las hogueras de la fiesta.
Kandara se despidió de Red’na (que el año anterior
había recitado bellísimas poesías de su creación junto a una hoguera de
impresionantes llamas verde esmeralda) y se marchó caminando con su ánfora
llena de agua apoyada en la cadera. En lugar de ir directamente a su casa
Kandara fue dando un rodeo, acercándose al foro
más concurrido de su suburb. Allí
estaban las calles más comerciales: aunque no tenía intención de comprar nada,
quería pasear por allí y echar un vistazo.
Sobre todo a la orfebrería de Cratos “el Prusix”.
Cratos era uno de los mejores orfebres de toda la
isla y probablemente el mejor del reino en que vivía Kandara. Fabricaba y
tallaba joyas finas en oricalco, latón, platino y el menos valioso oro. Pero el
interés que tenía Kandara en “el Prusix”
no era por su talento de orfebre: era por su aprendiz y ayudante.
La muchacha llegó casi a la plaza de Poseidón, por
la calle Plinio, llena de tenderetes que los artesanos sacaban a la calle para
poder ofrecer mejor sus mercancías. Allí, entre un alfarero y un panadero que
vendía dulces y pasteles, te-
nía su taller y su tenderete Cratos “el Prusix”.
- ¡¡Kandara!! – se alegró de verla el maestro
orfebre. – ¿Qué tal? ¿Echas de menos a tus pequeños pupilos?
Kandara rio.
- La verdad es que un poco sí, pero se agradece el
día libre.... – dijo la muchacha: era yumoni
(maestra) en una pequeña skola en su suburb.
- Habrás venido a ver a mi díscolo shushán, ¿no? – preguntó Cratos con una
mirada socarrona y confidente. Kandara asintió, sin poder evitar sonrojarse un
poco. – Ahora le aviso.... ¡Pymp!
Cratos se dio la vuelta y se dirigió al interior del
taller, en busca de su shushán (su
aprendiz). Kandara aprovechó esos instantes para calmarse y hacerse dueña de la
situación: Pymp tenía que ser suyo....
- ¡¡Kandara!! ¡Qué sorpresa! – dijo Pymp, a modo de
saludo, mientras salía del taller y se acercaba al tenderete. Su sonrisa era
amplia y luminosa y parecía verdaderamente contento de ver a la muchacha: ésta
se sintió más confiada y segura ante la predisposición del chico.
- No estarías haciendo un drest para regalarme esta noche, ¿verdad? – dijo ella, juguetona.
Quería poner su mano en el pecho de él y besarle, pero se contuvo.
- No lo sé.... – dijo él, riendo, siguiendo con la
broma, sin darse cuenta del tono y de la mirada de Kandara. – Tendrás que verme
en la fiesta para comprobarlo.
- Pues entonces nos veremos – dijo Kandara, usando
una mirada y un tono seductores, incapaces de pasar inadvertidos para Pymp. – Y
quizá saltemos juntos una de las hogueras erosias....
Pymp se quedó sin palabras, con la boca abierta y la
garganta seca, casi incapaz de devolver el gesto de despedida que le
dedicó Kandara, antes de darse la vuelta e irse caminando con elasticidad, con
contoneo de caderas (estaba segura de que el shushán de orfebre no le quitaba ojo).
El pasmo de Pymp se debía a que las hogueras erosias se encendían el día de Atlanates para que las saltaran por
parejas los hermanos, los muy amigos o.... los muy enamorados. Y Kandara y él no
eran hermanos ni muy amigos.
Convencida de que aquella vez se había mostrado
atractiva y segura de sí misma, y de que le había dejado las cosas claras a su
amado, Kandara siguió su rodeo hasta casa pasando por la plaza de Poseidón.
En la plaza había una gran estatua de piedra
representando al dios de los mares, venerado antaño en toda la isla. La estatua
tenía adornos labrados en oricalco, pero hacía un lustro se habían arrancado
(para reutilizarlos en otras actividades más productivas) y sustituidos por
otros en latón o hierro.
Desde que los diez reinos de la isla habían logrado
grandes avances científicos y tecnológicos, desde que habían mejorado su flota
oceánica y las artes de la navegación, desde que sus ejércitos habían
conquistado territorios por toda Libia hasta las lindes de Egipto y Grecia,
los dioses habían quedado relegados a las leyendas y a los cuentos para hacer
dormir a los niños. Los reinos de aquella isla legendaria (y por lo tanto sus
habitantes) habían alcanzado unas cotas de sabiduría, de orgullo, de poder e
incluso (por qué no decirlo) de soberbia, que rivalizaban con los mismísimos
dioses. Ya ni siquiera los necesitaban para comprender la Naturaleza.
Por eso, desde hacía ya un lustro, la fiesta de los Atlanates, antaño dedicada al dios
Poseidón y, por extensión, al resto del Panteón olímpico, era ahora una fiesta
de la gente, de los diez reinos. Una fiesta para honrar y celebrar su poder y
su autonomía.
A los pies de la fuente de Poseidón (en aquellos
tiempos, convertida en un simple reclamo turístico) Kandara vio a su madre,
que paseaba entre los puestos, con una bolsa de red, hecha con cuerdas gruesas
como un dedo.
- ¡Madre! – le llamó desde lejos. Las dos mujeres se
acercaron y su madre le puso la mano en el pecho y le besó la frente, con
cariño y confianza. Luego fue Kandara quien repitió el saludo, sólo realizado
entre personas muy cerca-nas, queridas y que gozaban de gran confianza.
- ¿Qué haces por aquí? – preguntó su madre.
- Nada, daba una vuelta, echaba un vistazo a los
tenderetes.... – contestó Kandara.
- Y a la gente detrás de los tenderetes, ¿no? – dijo
su madre, sin malicia pero con intención. Kandara no pudo evitar reír y bajar
la mirada: su madre la conocía bien. – Pues creo que he hecho bien comprándote
esto para la fiesta de esta noche....
Kandara vio con sorpresa y alegría la diadema que su
madre sacaba de la bolsa de red y le entregaba: una diadema tallada en coral,
con peine para sostenerse en la cabellera y con pequeños adornos de perla y
zafiro.
- ¡Te habrá costado una fortuna! – le reprochó
Kandara, aunque estaba encantada con el regalo.
- ¿Para qué están los dineros? – dijo la madre, sin
preocupación. – Todo es poco para ti: vas a ser la muchacha más linda de toda
Atlántida: Pymp no podrá resistirse, a pesar de su eterno despiste....
Kandara sonrió, admirando la diadema. Empezó a
imaginarse con ella puesta, con el peinado más adecuado para poder lucirla en
su abundante cabellera cobriza. Se imaginó llegando a las playas del segundo
anillo de agua de los que rodeaban la montaña que fue el hogar de Evenor, en el
centro de la isla, con su khrosta de
gala, su drest de oricalco y su espléndido
peinado adornado por aquella diadema, llegando delante de Pymp y dejándole sin
palabras y sin más opciones que caer rendido a sus pies y empezar una vida
juntos.
Estaba tan absorta y tan contenta que no escuchó el
sordo rumor que se escuchaba en la lejanía, casi como el ruido de una tormenta.
Nada podía estropear la felicidad de esa noche.
* * * * * *
Cuentan que la Atlántida se hundió en el océano que
lleva su nombre en tan sólo un día y una noche terribles, a causa de un
terremoto y de los maremotos, inundaciones y cataclismos que sucedieron a
consecuencia de él.
Todo el continente desapareció de la faz de la
Tierra.
Pero no es seguro dar crédito a lo que cuentan Timeo
y Critias. En la Atlántida no quedó nadie vivo para contar lo que pasó.
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