Pero tiene que salir a la
calle.
Tiene que ir a clase.
Las clases del máster de
esa semana son muy interesantes y le daría mucha rabia perdérselas, así que se
prepara, con la cazadora con capucha y pelo en el borde y sale de casa.
Camina por la calle
refugiándose bajo los balcones, logrando salvarse un poco de la lluvia.
Normalmente va andando a la facultad, es buena andadora, pero hoy ni se le
ocurre esa idea. Así que va hasta la parada que hay delante del centro cívico y
espera bajo la marquesina.
El autobús llega a los
pocos minutos. Sube, pasa la tarjeta por el lector y camina hacia el fondo del
vehículo. Se para bastante antes, un par de pasos por delante de las puertas
que hay para bajar: el autobús está a tope, lleno de gente que transpira y de
la que se evapora el agua de lluvia. El ambiente está muy cargado.
Así que se resigna,
suspira, y se queda donde está, sin poder avanzar más. Se agarra a una barra
vertical y abre las piernas un poco, colocando los pies, para no perder el
equilibrio.
A su alrededor hay mucha
gente, muchísima. Casi no le hace falta ni agarrarse, porque está rodeada de
gente a la que toca con los hombros y la sujeta, encajonada entre abrigos y
chubasqueros. Pero ella trata de no fijarse en los otros viajeros: se abstrae
mirando por la ventana empañada, intentando no sentirse incómoda con la
cercanía de tanta gente desconocida. Por eso prefiere caminar.
Después de arrancar y de
circular unos segundos, el autobús da un brusco frenazo. Todos los viajeros
sufren una sacudida: hay algunos gritos de sorpresa, muchas manos que se
agarran de repente a las barras, pisotones, empujones y traspiés.
Un hombre corpulento a su
lado se balancea y le empuja un poco con el hombro. No median disculpas. Una
señora más bajita que ella (¡que ya es decir!, piensa divertida) da un traspiés
y le pisa con el tacón. Al menos la señora se gira para mirarla con cara de
culpabilidad y gesto de disculpa. Ella asiente y sonría un poco: el pie le
duele, pero qué se le va a hacer.
Vuelve a mirar por el
ventanal, mientras en el autobús la gente se recoloca después del frenazo. Hay
quejas con voz queda y conversaciones murmuradas. Todos se quejan de cómo están
los autobuses y el tráfico los días de lluvia, pero ninguno camina por la
calle. La chica sonríe un poco y menea la cabeza: piensa que son todos unos
borregos.
Incluida ella.
En ese momento nota que
alguien la mira.
El autobús vuelve a parar y
la chica dirige su mirada hacia el interior, para comprobar su corazonada.
No hay nadie que la esté
mirando, pero sus ojos se fijan y se detienen en un chico que lee. Es alto y
ancho, con el pelo corto y rubio. Tiene la cara redonda, rellena, de aspecto
simpático. La chica no puede evitar sonreír al verle. Sus ojos son claros
(aunque no puede precisar el color) y tiene la nariz chata y redondita, como le
gusta a ella. A pesar de los movimientos del autobús el chico no se mueve y
ella piensa que, aunque haya gente que no le encuentre guapo, ella opina que lo
es.
La chica mira otra vez por
la ventana.
Se ha puesto un poco
nerviosa, ¿acaso se habrá dado cuenta de que le estaba mirando fijamente hasta
que él la ha vuelto a mirar? No está segura, quizá él no se haya dado cuenta.
Qué vergüenza, espera que no.
Es un chico guapete e interesante, pero le da
vergüenza que haya podido pillarla mirándole.
El autobús para y hay
movimiento de gente que se baja. Entonces ella gira la cabeza para volver a
mirarle y, entre las cabezas que pasan, comprueba que él la está mirando. Se
sostienen la mirada durante un segundo (si llega) y él vuelve a mirar al libro
abierto en sus manos. La chica vuelve a sonreír, porque el chico se pone
ligeramente rojo.
Azules oscuros. Los ojos
del chico son azules oscuros, como el mar durante una tormenta.
Sigue mirándole un rato,
fijándose entonces (ahora que hay menos gente en el interior del autobús y hay
espacios libres) en el libro que sostiene en las manos: es “Memento mori”, un libro que a ella le
encanta. Le mira con otros ojos, más interesada que antes, si cabe.
El autobús se para, delante
de la facultad de Biología, su destino. Ella tiene que dar toda la vuelta a la
facultad, para entrar por la puerta trasera. Tendrá que darse prisa para no calarse
entera.
Ve que el chico cierra el
libro y lo guarda en la mochila, así que se pone rápidamente la capucha, con
prisa, algo avergonzada. Sale del autobús acompañada de un montón de gente,
mirando fijamente al frente, algo tensa, un poco cortada, esperando que el
chico rubio no la vea.
En la calle encoge los
hombros y camina rápido, para no mojarse mucho. El montón de gente que ha
salido con ella del autobús se diluye con la lluvia, cada peatón yendo en su
dirección, andando con prisa. Un tipo corpulento camina más rápido que los
demás y recorre la acera velozmente, haciendo que otro peatón se le eche encima
desde su izquierda.
Es alguien más grande que
ella, que camina a su izquierda, a la par que ella, al mismo ritmo. Sin dejar
de andar con prisa mira de refilón.
Allí está el chico rubio
del libro guay, mirándola en ese mismo momento con el pelo mojado por la
lluvia.
Los dos se paran,
asombrados y un poco contentos, con un bote en el estómago. Están bajo un
árbol, así que todavía no se mojan demasiado.
- Me gusta tu libro – dice
ella, secándose un lado de la cara, señalando luego con la misma mano la
mochila de él. Sonríe mientras él abre los ojos asombrados, y ese gesto le dice
a ella que a él hay algo que le gusta de ella.
- A mí me gustas tú.... – dice
él, y parece sorprendido, igual que ella, aunque la sorpresa no le borra a ella
su sonrisa cálida.
Los dos se miran de cerca y
se sonríen, un poco tímidos pero esperanzados y contentos.
Llueve a cántaros, pero ya no les
importa.
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