viernes, 11 de diciembre de 2015

Recuerdos del “Sahara”


No puedo evitar acordarme del “Sahara” cada vez que entro en un bar de copas de barrio. Aunque el bar en el que entre sea muy diferente, en decoración o en música, siempre me acuerdo del “Sahara”.
Al fin y al cabo, estuve allí trabajando durante diecisiete años, desde mis dieciséis hasta mis treinta y tres. Todas las tardes entre semana (menos los lunes, que descansaba) y los fines de semana toda la noche, durante diecisiete años.
Es normal que lo recuerde.
El “Sahara” era un bar pequeño, con una barra en forma de herradura en el centro del local. Había solamente media docena de mesas pegadas a las paredes y ocho taburetes en la barra: los habituales tenían que darse prisa para hacerse con uno de estos y no quedarse de pie.
Había muchos. Habituales, me refiero. Eran señores mayores del barrio, que venían a tomarse unos vinos o unas cervezas cada tarde. También había una pareja de mecánicos jóvenes (cuatro o cinco años mayores que yo) que se pasaban por el “Sahara” pasadas las ocho y se tomaban un cubo de botellines entre los dos, mirando de vez en cuando a la tele colgada de la pared, acodados en la barra hablando conmigo a ratos. Había también una cuadrilla de tres mujeres que bajaban siempre a tomarse un café cada tarde y los sábados un par de gin-tonics. Entre semana venían ellas solas y los sábados venían con los maridos: ellas hablaban muchísimo, quitándose la palabra unas a otras; los maridos hablaban muy poco y miraban los videoclips de la tele mientras bebían a sorbos sus JB con hielo. Los sábados por la noche también era habitual una cuadrilla de chicos, de unos veinte años, que se tomaban unos cachis de cerveza y de kalimotxo antes de ir a las discotecas del centro de la ciudad. Los chicos eran muy enrollados y las chicas eran muy guapas y muy atractivas, así que yo siempre disfrutaba con unos y con otras cuando venían.
Estando tanto tiempo en un bar como estuve yo en el “Sahara” te das cuenta de que los habituales duran una temporada: tan pronto como entran de sorpresa la primera vez, dejan de venir. Cambian de trabajo, de casa, de vida y por lo tanto cambian de bar. Es lo normal.
Salvo los señores mayores. Esos son fijos siempre. Sólo dejan de venir cuando (lamentablemente) están tan enfermos que ya no salen de casa o ingresan en una residencia.
O cuando se mueren.
Mi jefe tenía una foto enmarcada (entre la decoración de las paredes con forma de dunas de arena y figuras de tuaregs) del grupo de señores mayores, que al parecer llevaban yendo al bar unos años antes de que yo entrara a trabajar allí. Cuando me fui sólo quedaban tres de los que aparecían en la foto, pero podía mirar las caras y reconocerlos a todos.
Otro de los habituales (del que en realidad quería hablaros hoy, al que recuerdo con cierto cariño y con mucho miedo) era un profesor del instituto que había al final de la calle. Venía sobre las siete de la tarde todos los martes, cuando se quedaba en el instituto a hacer sus horas. Se tomaba siempre dos cafés con leche y, dependiendo de lo duro que hubiese sido el día, los aliñaba con un chorrito de coñac.
Fermín Cortés, se llamaba. Le conocí cuando yo tenía
veinte años y él un poco menos de cuarenta. Vestía de forma informal, con pantalones vaqueros o de lona, camiseta de colores y una camisa por encima, normalmente de cuadros o de rayas. No era un tipo atlético, pero siempre llevaba la camisa metida por dentro y no se le marcaba barriga. No era delgado, pero sus manos eran huesudas y de dedos estrechos. Tenía pelo castaño, que empezaba a desaparecer en la coronilla y en los laterales de la frente y solía llevar barba y bigote, de unos pocos días.
El día que Fermín Cortés me dio escalofríos no se me olvidará en la vida. Tengo muchos recuerdos del “Sahara”, muchísimos divertidos y muchos que guardo con mucho cariño. No se me olvida ninguno, pero aquella tarde con el profesor la recordaré incluso cuando sea un anciano con demencia.
Fue un jueves, y aquello ya era extraño. No es que el profesor no pudiese ir al “Sahara” un jueves por la tarde, aunque sólo iba los martes, pero no era lo habitual. Cuando le vi entrar me asombré y miré el calendario para asegurar-me de qué día era. Puse cara de sorpresa, pero no dije nada.
Fermín se quedó en la puerta, que se cerró detrás de él. Miraba a su alrededor, como si fuese la primera vez que veía el bar. Se fijaba en todos los detalles de la decoración, que hacían referencia al desierto, a oasis, a camellos y a tuaregs. En el bar aquella tarde había poca gente: el grupo de tres señoras con sus cafés, una pareja que no conocía tomando unos refrescos en una mesa mientras hablaban con confianza, el grupo de señores mayores (que mi jefe y yo los llamábamos “la cuadrilla”) al fondo del local en su sitio habitual y un borrachín que iba por allí a menudo, a tomarse media docena de botellines y luego seguía la ronda por otros bares del barrio. Ninguno miró a Fermín Cortés. Yo no le quitaba ojo.
El profesor echó a andar, con pasos tranquilos y lánguidos. Estaba raro, al menos me lo parecía. No era un hombre enérgico ni muy apabullante, era alguien muy agradable y calmado, pero la tranquilidad y la calma de aquella tarde no eran normales. Llevaba la camisa de color mostaza con cuadros verdes por fuera del pantalón vaquero negro (un detalle raro en él) y, a pesar del frío de la calle, no llevaba su habitual abrigo de lana. Además, tampoco llevaba su maletín de cuero negro, el que usaba en el instituto.
Estaba raro. Y yo no le quitaba ojo de encima.
Fermín se detuvo delante de la foto de “la cuadrilla”. Por aquel entonces (yo tendría veinticinco o veintiséis años) ya faltaban algunos de los de la foto, pero “la cuadrilla” no fallaba y seguía reuniéndose en el bar.
El profesor miró la foto con atención. Desde donde yo estaba sólo podía verle por detrás, pero me pareció que se fijaba más en los que ya sólo estaban en la foto que en los otros, en los que podía ver también en el bar.
- ¿Le pongo lo de siempre, Fermín? – pregunté, desde la barra. No me gustaba ver al profesor tan callado, deambulando por allí.
- Sí, gracias.... – contestó, con voz distraída.
- ¿Le pongo un poco de alegría? – pregunté.
Fermín Cortés se giró, me miró y asintió. Cuando vi su mirada supe, sin lugar a dudas, que pasaba algo. Algo muy gordo. Pero no dije nada: me limité a añadir un chorrito de coñac al café con leche.
El profesor estuvo otro par de minutos mirando la fotografía (dos minutos enteros: no sé si sabéis lo largos que se pueden hacer dos minutos cuando se está preocupado por alguien) y después por fin se dio la vuelta y se acercó a la barra, con aire lánguido y distraído. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba la bota izquierda desatada, con los cordones arrastrando.
- ¿Está bien, Fermín? – le pregunté, realmente preocupado. Parecía que era el único del bar que estaba atento al profesor.
- Sí, bueno.... ¿por qué no iba a estarlo? – me respondió. Había llegado a la barra, se había sentado en un taburete que había al lado y se quedó frente a mí, con las manos entrelazadas al lado de la taza de café.
- No sé, le veo raro – dije yo, con precaución. De cerca parecía todavía más abatido. – Para empezar, hoy no es martes....
- ¿No es martes? – preguntó, levantando la cabeza y la mirada y fijándola en mis ojos. Los suyos estaban sin brillo, apagados, como en otra sintonía. Como si estuviesen viendo otras cosas.
Ahora sé que era así.
- No. Es jueves....
- Jueves.... – repitió, girándose y dejando vagar su mirada por el bar. Yo tragué saliva, dolorosamente: estaba claro que le pasaba algo, aunque no pudiese precisar el qué. – No sé en qué día estoy....
Estaba muy preocupado por el profesor, aunque no era mi amigo: no podía incluirle en aquella categoría. En todos mis años de camarero no he hecho ningún amigo: si acaso ha habido clientes con los que he tenido una relación importante de afecto y de confianza, pero que se daba estando cada uno a un lado de la barra, nada más. A pesar de eso, yo le tenía mucha simpatía al profesor, con el que hablaba de muchos temas cada martes: era profe de biología y de física y química y me enseñaba cosas sobre ciencia; también hablábamos de cine, de libros, de chicas, de deporte, del campo.... Quizá no fuésemos amigos, pero era alguien que me importaba.
- Fermín, le veo como distraído, como despistado.... ¿De verdad se encuentra bien?
- Sí, bueno.... todo lo que puedo estarlo.... – musitó, fijándose en “la cuadrilla”, en la pareja de novios, en las tres señoras maduras hablando animadamente delante de sus cafés y en el borrachín al otro lado de la barra. Éste parecía el único que se había dado cuenta de que el profesor estaba en el bar.
Aparte de mí.
- ¿Para qué ha venido? – pregunté.
- No lo recuerdo.... – el profesor se giró hacia mí y me volvió a mirar. Sufrí un escalofrío: aquella mirada era la más vacía que había visto en mi vida. – ¡Ah, sí! Me voy....
- ¿Se marcha ya? – pregunté, desviando la mirada de sus ojos tristes y fijándome que su café estaba intacto. No lo había tocado: ni siquiera había echado el azúcar.
- No, no, pero me tengo que ir – dijo, y parecía más seguro al decírmelo. Más centrado. Se volvió otra vez y vi que sus ojos habían cambiado: estaban concentrados, con urgencia, casi con cólera. – Me tengo que marchar y no podía irme sin verte antes....
- ¿Pero por qué se va? ¿Deja el instituto? ¿Le han echado? – dije, todo seguido, asustado. Tenía miedo.
- Algo parecido.... – dijo, y sentí mucho frío. Su tono había sido lapidariamente triste. En sus ojos había urgencia, tristeza y cierta locura. Aquello no me tranquilizó: tuve todavía más miedo. Algo que nunca pensé que el profesor pudiera provocarme. – Pero no puedo irme sin darte esto....
Dejó una moneda en la mesa y se puso de pie. Mientras yo miraba la moneda el profesor se separó de la barra un paso hacia atrás.
- Es el dólar de plata del que te hablé hace tiempo – explicó el profesor. Yo lo cogí, con algo de temor pero también con reverencia, recordando la conversación de un par de meses atrás. La moneda estaba mortalmente fría. – Fue mi amuleto durante mis dos años en San Francisco y ahora quiero que la tengas tú.
- ¿Yo? Pero....pero....pero.... – farfullé. Me honraba que me diera aquella moneda de la buena suerte (conocía toda su historia, el profesor me la había contado) pero me asustaba lo que podía significar aceptar aquel regalo. – ¿Por qué me la da? ¿Ya no la necesita?
Aquella pregunta era la que me aterraba.
“La cuadrilla” seguía riendo y hablando, las tres señoras maduras seguían a lo suyo y la pareja seguía muy acaramelada en su mesa. Nadie parecía advertir mi turbación.
- No, creo que ya no me hará falta.... – respondió el profesor, sonriendo por primera vez. Y aquella sonrisa ter-minó por aterrarme. – Te será más útil a ti....
Fermín Cortés se despidió con un cabeceo, sin borrar su sonrisa (que yo encontraba un poco macabra) y se dio la vuelta para marcharse. Yo temí que fuese a hacer una locura.
- ¿A dónde va? – le pregunté, asustado.
- Ya nos veremos, chico.... Ya nos veremos – fueron las últimas palabras que le escuché decir. La puerta se cerró y lo vi un instante más a través de la cristalera: se fue por la acera, con la mirada triste y paso lánguido.
No lo volví a ver.
El martes siguiente el profesor no vino al “Sahara”. Tuve mucho miedo por él.
Ese miércoles tuve mucho más miedo, incluso terror: me enteré por otro cliente que el profesor Fermín Cortés había muerto el jueves que había venido a verme y a entregarme su dólar de la suerte. Se había matado en un accidente de coche, yendo del instituto a su casa en un pueblo cercano.
Aquello me entristecía.
Lo que me aterroriza es que su accidente ocurrió casi una hora antes de que yo lo viese entrar por la puerta del “Sahara”.
Casi una hora antes.
Pero yo le vi y hablé con él.
Y tengo la moneda que me dio.
No quiero decir la palabra que me viene a la mente cada vez que pienso en la última vez que vi al profesor.
Todavía tengo la moneda de plata de la suerte que me regaló. Siempre está mortalmente fría.

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