No puedo evitar acordarme del “Sahara” cada vez que entro en un bar de copas de barrio. Aunque el
bar en el que entre sea muy diferente, en decoración o en música, siempre me
acuerdo del “Sahara”.
Al fin y al cabo, estuve allí trabajando durante
diecisiete años, desde mis dieciséis hasta mis treinta y tres. Todas las
tardes entre semana (menos los lunes, que descansaba) y los fines de semana
toda la noche, durante diecisiete años.
Es normal que lo recuerde.
El “Sahara”
era un bar pequeño, con una barra en forma de herradura en el centro del local.
Había solamente media docena de mesas pegadas a las paredes y ocho taburetes en
la barra: los habituales tenían que darse prisa para hacerse con uno de estos y
no quedarse de pie.
Había muchos. Habituales, me refiero. Eran señores mayores
del barrio, que venían a tomarse unos vinos o unas cervezas cada tarde. También
había una pareja de mecánicos jóvenes (cuatro o cinco años mayores que yo) que
se pasaban por el “Sahara” pasadas
las ocho y se tomaban un cubo de botellines entre los dos, mirando de vez en
cuando a la tele colgada de la pared, acodados en la barra hablando conmigo a
ratos. Había también una cuadrilla de tres mujeres que bajaban siempre a
tomarse un café cada tarde y los sábados un par de gin-tonics. Entre semana venían ellas solas y los sábados venían
con los maridos: ellas hablaban muchísimo, quitándose la palabra unas a otras;
los maridos hablaban muy poco y miraban los videoclips de la tele mientras
bebían a sorbos sus JB con hielo. Los
sábados por la noche también era habitual una cuadrilla de chicos, de unos
veinte años, que se tomaban unos cachis de cerveza y de kalimotxo antes de ir a las discotecas del centro de la ciudad. Los
chicos eran muy enrollados y las
chicas eran muy guapas y muy atractivas, así que yo siempre disfrutaba con unos
y con otras cuando venían.
Estando tanto tiempo en un bar como estuve yo en el
“Sahara” te das cuenta de que los
habituales duran una temporada: tan pronto como entran de sorpresa la primera
vez, dejan de venir. Cambian de trabajo, de casa, de vida y por lo tanto
cambian de bar. Es lo normal.
Salvo los señores mayores. Esos son fijos siempre.
Sólo dejan de venir cuando (lamentablemente) están tan enfermos que ya no salen
de casa o ingresan en una residencia.
O cuando se mueren.
Mi jefe tenía una foto enmarcada (entre la
decoración de las paredes con forma de dunas de arena y figuras de tuaregs) del
grupo de señores mayores, que al parecer llevaban yendo al bar unos años antes
de que yo entrara a trabajar allí. Cuando me fui sólo quedaban tres de los que
aparecían en la foto, pero podía mirar las caras y reconocerlos a todos.
Otro de los habituales (del que en realidad quería
hablaros hoy, al que recuerdo con cierto cariño y con mucho miedo) era un
profesor del instituto que había al final de la calle. Venía sobre las siete de
la tarde todos los martes, cuando se quedaba en el instituto a hacer sus horas.
Se tomaba siempre dos cafés con leche y, dependiendo de lo duro que hubiese
sido el día, los aliñaba con un
chorrito de coñac.
Fermín Cortés, se llamaba. Le conocí cuando yo tenía
veinte años y él un poco menos de cuarenta. Vestía de forma informal,
con pantalones vaqueros o de lona, camiseta de colores y una camisa por
encima, normalmente de cuadros o de rayas. No era un tipo atlético, pero
siempre llevaba la camisa metida por dentro y no se le marcaba barriga. No era
delgado, pero sus manos eran huesudas y de dedos estrechos. Tenía pelo castaño,
que empezaba a desaparecer en la coronilla y en los laterales de la frente y
solía llevar barba y bigote, de unos pocos días.
El día que Fermín Cortés me dio escalofríos no se me
olvidará en la vida. Tengo muchos recuerdos del “Sahara”, muchísimos divertidos y muchos que guardo con mucho
cariño. No se me olvida ninguno, pero aquella tarde con el profesor la
recordaré incluso cuando sea un anciano con demencia.
Fue un jueves, y aquello ya era extraño. No es que
el profesor no pudiese ir al “Sahara”
un jueves por la tarde, aunque sólo iba los martes, pero no era lo habitual.
Cuando le vi entrar me asombré y miré el calendario para asegurar-me de qué día
era. Puse cara de sorpresa, pero no dije nada.
Fermín se quedó en la puerta, que se cerró detrás de
él. Miraba a su alrededor, como si fuese la primera vez que veía el bar. Se
fijaba en todos los detalles de la decoración, que hacían referencia al
desierto, a oasis, a camellos y a tuaregs. En el bar aquella tarde había poca
gente: el grupo de tres señoras con sus cafés, una pareja que no conocía
tomando unos refrescos en una mesa mientras hablaban con confianza, el grupo de
señores mayores (que mi jefe y yo los llamábamos “la cuadrilla”) al fondo del
local en su sitio habitual y un borrachín que iba por allí a menudo, a tomarse
media docena de botellines y luego seguía la ronda por otros bares del barrio. Ninguno
miró a Fermín Cortés. Yo no le quitaba ojo.
El profesor echó a andar, con pasos tranquilos y
lánguidos. Estaba raro, al menos me lo parecía. No era un hombre enérgico ni
muy apabullante, era alguien muy agradable y calmado, pero la tranquilidad y la
calma de aquella tarde no eran normales. Llevaba la camisa de color mostaza con
cuadros verdes por fuera del pantalón vaquero negro (un detalle raro en él) y,
a pesar del frío de la calle, no llevaba su habitual abrigo de lana. Además,
tampoco llevaba su maletín de cuero negro, el que usaba en el instituto.
Estaba raro. Y yo no le quitaba ojo de encima.
Fermín se detuvo delante de la foto de “la cuadrilla”.
Por aquel entonces (yo tendría veinticinco o veintiséis años) ya faltaban
algunos de los de la foto, pero “la cuadrilla” no fallaba y seguía reuniéndose
en el bar.
El profesor miró la foto con atención. Desde donde
yo estaba sólo podía verle por detrás, pero me pareció que se fijaba más en los
que ya sólo estaban en la foto que en los otros, en los que podía ver también
en el bar.
- ¿Le pongo lo de siempre, Fermín? – pregunté, desde
la barra. No me gustaba ver al profesor tan callado, deambulando por allí.
- Sí, gracias.... – contestó, con voz distraída.
- ¿Le pongo un poco de alegría? – pregunté.
Fermín Cortés se giró, me miró y asintió. Cuando vi
su mirada supe, sin lugar a dudas, que pasaba algo. Algo muy gordo. Pero no
dije nada: me limité a añadir un chorrito de coñac al café con leche.
El profesor estuvo otro par de minutos mirando la fotografía
(dos minutos enteros: no sé si sabéis lo largos que se pueden hacer dos minutos
cuando se está preocupado por alguien) y después por fin se dio la vuelta y se
acercó a la barra, con aire lánguido y distraído. Creo que fue entonces cuando
me di cuenta de que llevaba la bota izquierda desatada, con los cordones
arrastrando.
- ¿Está bien, Fermín? – le pregunté, realmente
preocupado. Parecía que era el único del bar que estaba atento al profesor.
- Sí, bueno.... ¿por qué no iba a estarlo? – me
respondió. Había llegado a la barra, se había sentado en un taburete que había
al lado y se quedó frente a mí, con las manos entrelazadas al lado de la taza
de café.
- No sé, le veo raro – dije yo, con precaución. De
cerca parecía todavía más abatido. – Para empezar, hoy no es martes....
- ¿No es martes? – preguntó, levantando la cabeza y
la mirada y fijándola en mis ojos. Los suyos estaban sin brillo, apagados, como
en otra sintonía. Como si estuviesen viendo otras cosas.
Ahora sé que era así.
- No. Es jueves....
- Jueves.... – repitió, girándose y dejando vagar su
mirada por el bar. Yo tragué saliva, dolorosamente: estaba claro que le pasaba
algo, aunque no pudiese precisar el qué. – No sé en qué día estoy....
Estaba muy preocupado por el profesor, aunque no era
mi amigo: no podía incluirle en aquella categoría. En todos mis años de
camarero no he hecho ningún amigo: si acaso ha habido clientes con los que he
tenido una relación importante de afecto y de confianza, pero que se daba
estando cada uno a un lado de la barra, nada más. A pesar de eso, yo le tenía
mucha simpatía al profesor, con el que hablaba de muchos temas cada martes: era
profe de biología y de física y química y me enseñaba cosas sobre ciencia; también
hablábamos de cine, de libros, de chicas, de deporte, del campo.... Quizá no
fuésemos amigos, pero era alguien que me importaba.
- Fermín, le veo como distraído, como despistado....
¿De verdad se encuentra bien?
- Sí, bueno.... todo lo que puedo estarlo.... –
musitó, fijándose en “la cuadrilla”, en la pareja de novios, en las tres
señoras maduras hablando animadamente delante de sus cafés y en el borrachín al
otro lado de la barra. Éste parecía el único que se había dado cuenta de que el
profesor estaba en el bar.
Aparte de mí.
- ¿Para qué ha venido? – pregunté.
- No lo recuerdo.... – el profesor se giró hacia mí
y me volvió a mirar. Sufrí un escalofrío: aquella mirada era la más vacía que
había visto en mi vida. – ¡Ah, sí! Me voy....
- ¿Se marcha ya? – pregunté, desviando la mirada de
sus ojos tristes y fijándome que su café estaba intacto. No lo había tocado: ni
siquiera había echado el azúcar.
- No, no, pero me tengo que ir – dijo, y parecía más
seguro al decírmelo. Más centrado. Se volvió otra vez y vi que sus ojos habían
cambiado: estaban concentrados, con urgencia, casi con cólera. – Me tengo que
marchar y no podía irme sin verte antes....
- ¿Pero por qué se va? ¿Deja el instituto? ¿Le han
echado? – dije, todo seguido, asustado. Tenía miedo.
- Algo parecido.... – dijo, y sentí mucho frío. Su
tono había sido lapidariamente triste. En sus ojos había urgencia, tristeza y
cierta locura. Aquello no me tranquilizó: tuve todavía más miedo. Algo que
nunca pensé que el profesor pudiera provocarme. – Pero no puedo irme sin darte
esto....
Dejó una moneda en la mesa y se puso de pie. Mientras
yo miraba la moneda el profesor se separó de la barra un paso hacia atrás.
- Es el dólar de plata del que te hablé hace tiempo
– explicó el profesor. Yo lo cogí, con algo de temor pero también con
reverencia, recordando la conversación de un par de meses atrás. La moneda
estaba mortalmente fría. – Fue mi amuleto durante mis dos años en San Francisco
y ahora quiero que la tengas tú.
- ¿Yo? Pero....pero....pero.... – farfullé. Me
honraba que me diera aquella moneda de la buena suerte (conocía toda su
historia, el profesor me la había contado) pero me asustaba lo que podía
significar aceptar aquel regalo. – ¿Por qué me la da? ¿Ya no la necesita?
Aquella pregunta era la que me aterraba.
“La cuadrilla” seguía riendo y hablando, las tres
señoras maduras seguían a lo suyo y la pareja seguía muy acaramelada en su
mesa. Nadie parecía advertir mi turbación.
- No, creo que ya no me hará falta.... – respondió
el profesor, sonriendo por primera vez. Y aquella sonrisa ter-minó por
aterrarme. – Te será más útil a ti....
Fermín Cortés se despidió con un cabeceo, sin borrar
su sonrisa (que yo encontraba un poco macabra) y se dio la vuelta para
marcharse. Yo temí que fuese a hacer una locura.
- ¿A dónde va? – le pregunté, asustado.
- Ya nos veremos, chico.... Ya nos veremos – fueron
las últimas palabras que le escuché decir. La puerta se cerró y lo vi un
instante más a través de la cristalera: se fue por la acera, con la mirada
triste y paso lánguido.
No lo volví a ver.
El martes siguiente el profesor no vino al “Sahara”. Tuve mucho miedo por él.
Ese miércoles tuve mucho más miedo, incluso terror:
me enteré por otro cliente que el profesor Fermín Cortés había muerto el jueves
que había venido a verme y a entregarme su dólar de la suerte. Se había matado
en un accidente de coche, yendo del instituto a su casa en un pueblo cercano.
Aquello me entristecía.
Lo que me aterroriza es que su accidente ocurrió
casi una hora antes de que yo lo viese entrar por la puerta del “Sahara”.
Casi una hora antes.
Pero yo le vi y hablé con él.
Y tengo la moneda que me dio.
No quiero decir la palabra que me viene a la mente
cada vez que pienso en la última vez que vi al profesor.
Todavía tengo la moneda de plata de la suerte que me
regaló. Siempre está mortalmente fría.
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