UNA
ESPADA LEGENDARIA
- VI -
UN GOLPE VIRTUOSO
Al
día siguiente Drill durmió toda la mañana: al fin y al cabo se había pasado
toda la noche vigilando, colgado de un tejado a la intemperie. Era sábado y mi
antiguo yumón esperaba que fuese su
último día en Velsoka, al menos durante un largo tiempo.
Por
la tarde, ya casi de noche, se acercó hasta la caballeriza para recoger su
caballo y lo llevó hasta las afueras de Velsoka. Allí lo ató delante de una
taberna, en la simple valla que había colocada en la entrada para tal efecto.
Pagó dos sermones al tabernero para
que el caballo estuviese allí atado toda la noche (y para que cuando fuese a
recogerlo siguiese allí). El gordo tabernero le aseguró que no habría ningún
problema.
Corrió
luego al edificio de apartamentos ya tan bien conocido por él, para poder
entrar antes de que el sereno hubiese cerrado las puertas (como hizo la noche
anterior). Llegó agotado, con dolor en las rodillas, pero las puertas seguían
abiertas. No quiso pensar en lo terrible que hubiese sido tener que llamar al
sereno para que le abriese: hubiese sido dejar la pista más clara para su
identificación, si es que conseguía robar la espada.
Subió
las escaleras, lentamente. Estaba sin aliento, por la carrera en la calle, y las rodillas le
estaban matando. Con algunos movimientos incluso chascaban, como los maderos en
la hoguera. Drill apretó los dientes, enfadado. Intentó darse ánimos, pues no
podía fallar ahora, al inicio del robo.
Llegó
al último piso y recobró el aliento, intentando no llamar la atención de los
vecinos que pudiesen estar en el interior de sus hogares. Se subió con cuidado
a la barandilla de la escalera (que cerraba el hueco de la misma para evitar
caídas) y alcanzó el tirador de la trampilla. La abrió y se subió hasta el
tejado.
La
noche era fresca, a pesar de que el Verano ya estaba iniciado: sólo quedaban un
par de días para la Noche de las Hogueras, el quince de sexembre, cuando se
celebraba oficialmente el inicio de las Calendas. La Luna primera estaba creciente
e iluminaba el cielo y no se escuchaban muchos ruidos por la calle: el barullo
llegaba, amortiguado, desde dentro de las tabernas.
Drill
sacó de su cinturón su hacha corta, atando la cuerda al mango. Hizo unos giros
con el hacha, sosteniendo la cuerda, mientras vigilaba desde el alero que los
alguaciles de la calle no estuviesen por allí y que los guardias no estuviesen
cerca de las ventanas de ese lado. Entonces lanzó el hacha, girando por el aire.
El
Museo de la Guerra era un edificio señorial, muy elegante. Era casi un palacio,
dedicado al arte en lugar de ser la residencia de un noble de la corte. La
fachada era impresionante, con sus columnas y su frontón y el techo presentaba
la magnífica cúpula blanca y dos torreones en la parte frontal. Alrededor del
techo había una especie de barandilla de granito rosado, con un travesaño
grueso sostenido por pequeños pilares redondeados. Rodeaba todo el contorno del museo por la parte superior.
El
hacha viajó por el espacio que separaba la casa del museo, girando atada a la
cuerda, enrollándose con fuerza en torno a la barandilla de granito rosa. Drill
tiró de la cuerda, para asegurar el “nudo” y comprobar la resistencia. Esperó
entonces, alerta. Al cabo de un rato los cuatro alguaciles que hacían la ronda
alrededor del museo llegaron desde la parte delantera, recorrieron todo el
lateral derecho del edificio y luego caminaron por la parte trasera. Drill
sabía que tenía cerca de cuatro minutos de tranquilidad a partir de ese
momento. Volvió a comprobar que no había alguaciles por la zona ni guardias en
las ventanas y saltó.
Se
dejó caer desde el tejado, agarrado a la cuerda, columpiándose hasta la pared
del museo, aterrizando con los pies en la piedra, entre el primer piso y el
segundo. Estaba sujeto a la cuerda, con los pies apoyados en la pared,
escalando erguido como si estuviese paseando por el suelo. Ningún guardia se
asomó a las ventanas y el mercenario se apresuró en llegar al tejado, antes de
que los alguaciles del suelo completaran la vuelta y le viesen.
Drill
alcanzó la barandilla y saltó al otro lado, aterrizando en el tejado. Se quedó
un momento tumbado de espaldas, sobre la piedra, resollando y recuperando la
respiración normal. Tenía las rodillas doloridas y los dedos agarrotados. Rogó
porque sus retorcidos huesos no le fallasen en ese momento, cuando ya no había
marcha atrás y tenía que cumplir su plan al detalle.
Se
puso en pie, respirando ya con normalidad. Desenredó el hacha de la barandilla,
recogiendo la cuerda con presteza, a pesar de sus manos ligeramente
engarfiadas. Colocó el hacha en su sitio en la cadera derecha y recogió la
cuerda, caminando por el tejado del museo. Desde el suelo parecía que el
edificio tenía el techo plano, pero Drill comprobó al caminar por él que era un
típico tejado “a dos aguas”, inclinado hacia cada lateral del edificio. La barandilla,
la cúpula y los torreones impedían que se apreciase su verdadera forma desde el
suelo.
Drill
caminó con cuidado por el tejado, hacia la cúpula. El viento fresco de la noche
canicular le sacudió las ropas y el pelo grisáceo, pero el mercenario estaba
más pendiente de otras cosas.
Llegó
hasta la cúpula de piedra, blanca y brillante incluso de noche. Era una
construcción magnífica, descomunal y preciosa. Drill empezó a escalarla, con
precaución, ascendiendo hasta la cúspide. Lo que le interesaba estaba allí
arriba.
Drill
había repasado todos sus recuerdos de aquella mañana de marzo en la que había
visitado la Sala de la Espada por primera vez. Y algo que recordaba con
especial claridad (porque le había parecido algo magnífico, no por su posible
utilidad en un hipotético futuro robo) era que la cúpula del museo estaba justo
sobre la Sala de la Espada y sobre Lomheridan
mismo.
Y
lo mismo ocurría con la linterna de la cúpula.
La
linterna era una estructura arquitectónica con forma de pequeña torre,
construida en el punto más alto de la cúpula. Tenía ventanas en sus costados,
lo que servía para iluminar el interior de la cúpula y para ventilar y refrescar
la sala interior.
Drill
desenrolló la cuerda, atando un extremo a una moldura de uno de los nervios de
la cúpula. Apretó cuanto pudo el nudo, asegurando que no se soltaría ni se
resbalaría de la moldura con forma de puño. Después dejó caer la cuerda hacia
el interior, con cuidado: no quería llamar la atención de los dos guardias que
montaban vigilancia a la puerta de la sala. Se asomó después a la ventana de la
linterna, para ver la altura y sintió un repentino mareo. Desde lo alto de la
cúpula hasta el suelo del segundo piso habría más de veinte metros.
Drill
se colocó la cuerda alrededor de la cintura, con un nudo corredizo que le
permitiría deslizarse por ella para descender. Apretando el nudo se dejó caer,
deslizándose en silencio por la cuerda, acercándose poco a poco a la espada que
le esperaba abajo.
Sus
dedos le dolían horrores, agarrotados, pero él no dejó de apretar la cuerda y
el nudo, que seguía dejando correr la soga, pero a un ritmo lento. Si no lo
hacía así se estrellaría contra el suelo.
Drill
descendió y acabó por llegar hasta la campana de cristal que protegía la
espada. Desde esa altura, colgado sobre la urna y la espada, podía ver la
puerta enrejada desde dentro de la sala, con los dos guardias de espaldas,
inmóviles, recios y firmes.
Apretó
el nudo de la cuerda, pasándose el resto hasta el extremo alrededor de la
cintura, para asegurarse a esa altura y no deslizarse más. La cuerda le apretó
alrededor del cuerpo, pero se mantuvo sin moverse, así que lo aguantó. Notó el
sudor en la frente y en la cara, el dolor de la espalda y de sus dedos, pero
intentó que nada de eso le molestara. Estaba justo en el punto más peligroso.
Cogió
con cuidado y con los dedos rígidos la campana de cristal, levantándola
lentamente, intentando que no se le resbalara de entre los dedos ni golpease la
espada al retirarla: el ruido alertaría a los guardias.
Con
mucho esfuerzo (por la tensión, el equilibrio y la destreza exigida, no por el
peso) logró sacar por completo la campana de cristal y separarla de la espada.
Después se estiró hacia abajo para posarla en el suelo de la sala.
La
cuerda que lo sostenía gimió entonces.
Drill
se quedó inmóvil, boca arriba, con la cabeza y los brazos estirados hacia el
suelo, con la campana de cristal apoyada en el mármol, mirando hacia la puerta.
Los dos guardias parecían haberse puesto tensos. Quizá habían oído el ruido de
la soga, pero había sido un ruido tan extraño que no lo habían identificado.
Drill soltó la campana por fin, esperando que los guardias no se diesen la vuelta
y lo viesen, pero queriendo tener las manos libres en caso de que eso
ocurriera.
Uno
de los guardias se inclinó un poco, como para escuchar mejor, pero no se
volvió. Ninguno de los dos lo hizo. Drill resopló mentalmente y se irguió de
nuevo, notando cómo la cadera le pedía a gritos de dolor que parase.
Estaba
de nuevo a la altura de la espada. Levantó las manos y la cogió con delicadeza.
Tragó saliva, mientras notaba que la conciencia se despertaba para buscar
nuevos motivos para darle malas noches. Se sintió como un sacrílego, como un
hereje, robando aquella espada. Y la promesa de devolverla una vez la hubiese
utilizado para esconder la caja de Monto no le ayudaba ni acallaba la
penetrante y aguda voz de su anciana conciencia.
Se
colgó del cinturón la espada dentro de la vaina, usando un pequeño mosquetón
que tenía para tal fin, después agarró la cuerda y soltó el nudo que le
mantenía colgado.
Su
cuerpo cayó por efecto de la gravedad, pasando de una postura horizontal a una
vertical. Pero se había agarrado con fuerza a la cuerda, así que no cayó al
suelo. Se aseguró bien con sus doloridos dedos a la soga y empezó a escalar a
pulso por ella, sin prisa pero sin pausa.
La
ascensión fue cansada y penosa, pero Drill no emitió ni un solo resuello,
concentrado en huir sin hacer ni un ruido. Pero la casualidad siempre ha sido
muy voluble, y unas veces nos ayuda y otras nos hace la puñeta.
El
extremo de la cuerda que colgaba al fondo rozaba contra la campana de cristal
cada vez que Drill se movía para ascender, suave, como un dedo sobre el borde
de una copa de vino. No era un sonido muy alto, así que no llamó la atención de
los guardias. Sin embargo, cuando Drill llegó por fin a la linterna (ofreció
gratitud y deseó prosperidad, con todas las fuerzas de su alma) la cuerda se
movió mucho más, como consecuencia de los tirones que mi antiguo yumón dio sin querer al colarse por la
ventana.
El
extremo de la cuerda atizó entonces la campana de cristal, haciéndola resonar
como una verdadera campana de bronce.
Fue
un gong cristalino, suave y casi delicado.
Pero aquel sonido sí que fue reconocido por los guardias que custodiaban la
puerta, así que se dieron la vuelta, más extrañados y curiosos que alarmados.
Cuando
vieron que el pedestal que sostenía a Lomheridan
estaba vacío y la campana de cristal en el suelo, fue cuando la alarma se
convirtió en la principal de sus emociones.
Drill
recogía con prisas la cuerda, mientras escuchaba los pitidos de los guardias
(todos llevaban un silbato de latón para dar la voz de alarma).
Corrió
cúpula abajo, tropezando con la espada tan larga que ahora colgaba de su
cinturón. Cogió un extremo de la cuerda y lo ató a la barandilla del borde, con
un nudo rápido y resistente. Sin pensarlo dos veces saltó hacia abajo, agarrado
a la cuerda.
El
tirón casi le desencajó las articulaciones artríticas, haciendo que pedazos de
cristal le recorriesen todos los huesos. Resbaló unos metros por la cuerda, por
la sacudida, y se quemó las palmas de las manos, pero no fue nada grave.
Descendió, poniendo una mano debajo de la otra, con velocidad, hasta apoyar sus
cansados pies en el suelo de la calle.
Los
pitidos de los guardias resonaban dentro del edificio mientras Drill sacó el
pedernal y una de las cerillas nuevas (que llevaba sueltas dentro del saquito
colgado en el cinturón). La encendió y la aplicó al extremo de la cuerda, que
colgaba a la altura de su hombro. La cuerda se prendió y empezó a quemarse toda
ella, hacia arriba, con lentitud.
-
¡¡Alto!! – escuchó un grito por delante de él. Drill se giró hacia allí y vio a
dos de los alguaciles correr hacia él desde la parte delantera del museo,
doblando la esquina. Mi antiguo yumón
se colocó delante de la cuerda en llamas para que el fuego le diese en la
espalda y los alguaciles no pudiesen reconocerle. Los dos venían con las lanzas
en ristre, para disuadirle de escapar.
Pero
era justo lo que Drill estaba pensando en hacer.
Sacó
con velocidad y fiereza el hacha de su cinturón y golpeó la primera de las
lanzas para separarla de su cuerpo. El otro alguacil lo atacó con su lanza,
pero Drill esquivó el ataque, hurtando el cuerpo. Después golpeó la cabeza del
alguacil con la parte trasera de su hacha, haciendo que el hombre se
tambalease, mareado y desorientado, soltando la lanza. Su compañero se rehízo y
volvió a atacar a Drill, que volvió a desviar el ataque con el hacha. La fuerza
del ataque del alguacil que quedaba en pie le había empujado hacia adelante,
hasta situarle al alcance de Drill. El mercenario no desaprovechó la ocasión y
le dio un puñetazo en la oreja con el puño izquierdo, dejándole sin sentido al
instante.
Drill
corrió hacia la parte trasera del museo, alejándose de allí lo más rápido que
le dejaban sus rodillas y sus tobillos artríticos. La punta de la vaina de la
espada rebotaba contra el suelo. Los dedos de la mano izquierda le dolían a más
no poder, por el puñetazo, pero Drill estaba pletórico.
Hacía
mucho tiempo que no tenía que pelear en una misión (sus últimas misiones habían
sido meros trámites de vigilancia, acompañamientos, chantajes o amenazas a
deudores) pero acababa de comprobar que se le seguía dando bien, que él solo
había vencido a dos adversarios más jóvenes que él. Corría por la calle a
oscuras, agotado y dolorido, pero estaba terriblemente contento. Por primera
vez desde que se había entrevistado con Karl Monto se sentía a gusto con la
misión.
Al
poco tiempo los pitidos de los guardias del Museo de la Guerra se dejaron de
escuchar y Drill corrió por las oscuras calles de Velsoka hacia las afueras. Se
cruzó con bastante gente (por suerte ningún alguacil) que estaba de fiesta por
las tabernas y burdeles, pero ninguno le molestó ni se fijó demasiado en él:
los borrachos estaban lo suficientemente ocupados con su juerga como para
prestar atención de un anciano que corría a toda prisa por la calle.
Falto
de aire llegó al final a la taberna en la que había dejado el caballo comprado
el día anterior. El dinero pagado al tabernero había servido para que la
montura siguiese allí, con el equipaje y las pertenencias de Drill en la grupa.
El mercenario se apoyó en el costado del animal, para tomar aliento.
Después
se puso en marcha de nuevo, otra vez acelerado. Se descolgó a Lomheridan del cinturón y la guardó
debajo de su mochila, que iba asegurada en la grupa del caballo. Después montó
de un salto, ayudándose del estribo, y giró al caballo para salir de la
capital.
Al
cabo de un par de calles ya estaba en el campo y fue entonces cuando azuzó a su
montura, para alejarse de Velsoka cuanto antes.
El
amanecer lo alcanzó cuando ya estaba a kilómetros de la capital.