UNA
ESPADA LEGENDARIA
- IV -
UNA ESPERA ABURRIDA
La
mañana siguiente se presentó fresca, con un ligero viento incómodo. Era veinte
de mayo y el tiempo, más que primaveral, recordaba a los últimos días del Invierno.
Drill
salió de su pensión, caminando sin prisas hacia el museo. El viento frío que
dominaba la jornada le levantó los bajos de la ropa, colándose por entre sus
piernas desnudas, provocándole escalofríos.
El
mercenario había optado por “disfrazarse” un poco, adornar un poco su
apariencia. Esperaba conseguir la espada por las buenas, pero tenía que
proteger su identidad por si al final tenía que robarla, para que nadie
relacionase al hombre que preguntó por la espada con el hombre que la robó. Por
eso había dejado sus ropas sencillas y cómodas en la pensión, vistiéndose con
una túnica, una especie de toga de color hueso, con los cuellos, las mangas y
el dobladillo inferior con bordados de hilo dorado. Parecía un estudioso de Darisedenalia,
un filósofo o un doctor. Llevaba el pelo gris peinado hacia atrás, con una
mezcla de agua y azúcar. Como no podía hacer nada con su ojo herido, decidió
quitarse el parche, dejando el ojo izquierdo (con sus cicatrices) al
descubierto. Esperaba que las marcas de su cara llamasen menos la atención que
el parche negro.
Llegó
sin prisas al museo y entró en él distraídamente. Deambuló por las salas que ya
había visto y al final se acercó a la Sala de la Espada.
Todo
seguía igual que hacía mes y medio. Observó de reojo a los guardias mientras
simulaba contemplar la espada expuesta y cuando reconoció al guardia con el que
había hablado la otra vez se dirigió al que quedaba en la esquina opuesta del
cuadrado que formaban los cuatro.
-
Disculpe, señor, ¿hay alguna posibilidad de hablar con el director del museo?
-
El señor Dumarus está ocupado – fue la automática respuesta. – ¿Para qué quiere
verle?
-
Es un tema referente a la espada.... una consulta.... – explicó Drill, de
manera difusa. Había cambiado la voz, para ser menos reconocible aún. –
Preferiría tratarlo con él.
-
El señor Dumarus está ocupado – repitió el guardia. – ¿Puede decirme cuál es su
duda? Yo se la trasladaré al señor director....
-
Lo lamento, y le pido disculpas de antemano, pero debo hablarlo con él
solamente. Si está ocupado esperaré – dijo Drill. Había adoptado una
personalidad sumisa y débil (lo que secundaba su falsa voz, como de falsete),
pero sonó inquebrantable al hablar. – No me importa esperar lo que haga falta,
días incluso. Pediré una cita.
El
guardia lo miró, algo molesto, pero pacífico.
-
Espere aquí un momento, por favor.
El
guardia abandonó su posición y caminó hacia la entrada de la sala, por la que
seguían entrando turistas y visitantes. Al lado de una de las columnas de mármol
se detuvo, llamando a otra persona. Apareció una mujer elegante, vestida con
traje de falda larga y chaqueta, de colores claros, larga cabellera rojiza y
rasgos angulosos. Habló en voz baja con el guardia y los dos se volvieron a
mirar a Drill un instante. Después los dos se acercaron a él, que seguía esperando
en el medio de la sala.
-
La señora Husber, ayudante del director, le atenderá, señor – dijo el guardia.
-
Gratitud y prosperidad – dijo Drill, llevándose el pulgar a la barbilla.
-
Señor, mi compañero me ha indicado que quería hablar con el director – empezó
la mujer, mientras el guardia se alejaba. Drill le prestó toda su atención,
sonriendo de forma tierna. – El señor Dumarus no puede atenderle, lo siento.
Pero yo puedo ayudarle en lo que sea.
Drill
ensanchó aún más su sonrisa infantil y tierna (al menos no usó la otra extraña,
la mueca que sólo él llamaba sonrisa y que sólo los que le conocíamos bien
entendíamos como tal).
-
Ofrezco gratitud, pero debo ver al director, al señor Dumarus. Si hoy no puede
atenderme volveré el día que sea, cuando pueda recibirme.
-
El señor director tiene muchos compromisos – dijo la mujer alta y pelirroja,
intentando desalentarle, pero usando un tono amable. – Quizá tenga que esperar
mucho tiempo....
-
Dispongo de él – dijo Drill, resuelto, sin perder su cálida sonrisa. – Y el
tema que quiero tratar con el señor director es importante y estoy seguro de
que sólo él podrá dar los permisos que necesito. Es por ello que tengo que
verle....
La
mujer permaneció en silencio, valorando al individuo que tenía delante. Era
extraño, con aquella apariencia de abuelo venerable y tierno, con aquella
vestimenta de erudito y aquellas cicatrices y heridas de guerrero.... La señora
Husber debió pensar que la historia de ese hombre debía de ser muy interesante.
-
Bien. Explíqueme de qué se trata, para que pueda informar al señor director.
Drill
asintió, complacido. Se presentó como Jerson Faswom (el primer nombre que le
vino a la cabeza), el presidente de una asociación de reconstrucción de la
guerra, llamada Amigos de los Nueve Reinos, que cumplía diez años ese verano.
Con motivo de tal onomástica, la directiva de la asociación había pensado
realizar una exposición conmemorativa, con recuerdos de la historia de la
asociación, conferencias de antiguos socios, personalidades e historiadores. Y,
como plato fuerte y gran reclamo, habían pensado exponer a Lomheridan en la sede de la asociación, en Ire, para el disfrute de
los socios y de todos los visitantes que esperaban que generara el aniversario.
La
señora Husber se tragó todo el torrente de patrañas que Drill dejó salir por su
boca, con gran soltura y agilidad. Llegó un momento en que el mercenario llegó
a pensar que sería una magnífica idea que tal asociación existiera, pero luego
su hilo de pensamientos se volvió a encauzar hacia su objetivo principal.
-
Es por eso que quería entrevistarme con el señor director, para ver si sería
factible el préstamo de la espada a mi asociación.
-
Lo lamento, pero creo que no será posible – dijo la señora Husber, comprensiva.
– La espada nunca sale del museo. Son normas de la dirección que nadie puede
saltarse....
-
Bueno, me gustaría de todas formas ver al director – insistió Drill, sin pensar
en rendirse. – Si las normas vienen de la dirección, quizá en casos concretos
pueda proponer normas nuevas....
La
señora Husber arrugó el gesto, frunciendo los labios. Supongo que la mujer
había llegado a la conclusión de que no iba a poder librarse de aquel hombre,
que seguiría insistiendo hasta ver al director. Quizá pensó que lo mejor fuese
que el señor Dumarus lo recibiese y fuese él mismo el que le explicase la
situación y le denegase la petición. A lo mejor aquel hombrecillo seguía
insistiendo, insatisfecho ante la negativa, pero la cadena de mando se habría cumplido.
Y si el director se negaba a cumplir la petición del señor Faswom, nadie podría
rebatir su decisión.
-
Está bien, venga el viernes, a final de semana. Quizá el director pueda
recibirle ese día – informó la mujer, amable. – Y si no es así, le indicará qué
día podrá recibirle.
-
Muy bien. Ofrezco gratitud y deseo prosperidad – dijo Drill/Faswom, llevándose el
pulgar estirado a la barbilla, tocándola con la punta del dedo. La mujer le
sonrió y le dedicó un cabeceo. El mercenario salió de la sala, con caminar
tranquilo y satisfecho, representando aún su papel.
La
semana pasó lenta y se hizo larga. Drill apenas salió de la posada, pues quería
evitar que mucha gente de Velsoka pudiese recordarle. Además, tenía muchos
conocidos en todo el continente, que le reconocerían sin problemas aunque
anduviese por la calle “disfrazado”. Los mercenarios viajaban mucho, así que no
podía asegurar que Velsoka estuviese libre de alguno de sus conocidos y
compañeros del gremio....
Drill
no tenía muchas esperanzas de conseguir la espada por medios legales, pero
quería agotar todas las posibilidades. La idea de robar la espada no le gustaba
nada: entrar en el museo a hurtadillas no sería fácil.
La
habitación de la posada se le hacía cada vez más pequeña, las paredes se
acercaban más y más, los días se estiraban como el caucho y el viernes no
parecía llegar nunca.
Drill
volvió a abrir la caja, en la intimidad de su cuarto. Nunca la hubiese abierto
intencionadamente (aunque le retorcía la idea de qué habría dentro desde que
Karl Monto le entregó el cofrecito, decía wen),
pero desde el accidente que habían producido sus artríticos dedos tenía “carta
blanca” para hacerlo.
Como
la primera vez, Drill se quedó asombrado, sin entender qué hacía aquel objeto
en la caja que debía esconder. ¿De verdad valía la pena preocuparse por
aquello?
Claro
que valía la pena, se dijo. Por supuesto. Valía la pena por el dinero que iba a
cobrar. Y por su honor, maldita fuese su buena fe y su conciencia de hombre
honrado. Aquella misión le había caído encima como una losa. Era el mercenario
suplente para aquel lío de trabajo. Sólo esperaba que, de tener que elegir,
estuviese más cerca de ser su sulqti
que un maldito sulqti-d’han....
Miró
dentro del cofre, otra vez.
Cerró
la caja, con sus dedos engarfiados. Le estaban entrando náuseas con tanta
incongruencia y estupidez.
-
Lo lamento, pero el director no puede recibirle – dijo la señora Husber,
tajante pero incómoda. Le molestaba haber prometido algo a aquel hombrecillo y
que luego no se cumpliese.
La
semana había pasado y el viernes había llegado, así que Drill había vuelto al
museo, disfrazado otra vez como el venerable Jerson Faswom. Sin embargo,
parecía que no había buenas noticias para él.
-
Vaya, qué contrariedad.
-
El señor Dumarus me ha pedido que le pida disculpas y le diga que hasta
mediados de sexembre no podrá recibirle. Es una incomodidad, lo comprendemos,
pero no se puede hacer nada.... – explicó la mujer, avergonzada.
Estoy
convencida de que realmente aquello era una treta para cansar a aquel hombre
tan insistente (seguro que así lo habría descrito la señora Husber al director
del museo) y hacer que abandonase su empecinamiento por la espada. Sin embargo
Drill era muy astuto, y no tenía verdadera prisa.
-
Está bien – dijo con falso tono complacido, mostrando la sonrisa tierna que
había trabajado para el personaje. – Esperaré hasta la fecha que me digan.
La
señora Husber no pudo impedir mostrar su incredulidad. Seguramente el director
y ella misma creían que el hombrecillo se daría por vencido, y abandonaría su
interés por Lomheridan, pero era
evidente que no iban a poder desembarazarse de él con facilidad. Su cara se
quedó inmóvil, con la boca ligeramente abierta, pálida. Los ojos estaban fijos
en los del hombrecillo (el azul y el ciego). No tenía una frase para contestar
a aquello: tendría más o menos el discurso preparado, pensando que el
hombrecillo se rendiría, así que sus palabras iban a ser de consuelo y
disculpa. Pero su cerebro no estaba preparado para reaccionar ante aquella
situación.
-
Eeh.... bueno.... bien – articuló por fin. – Bien. Bueno – miró alrededor,
volviendo a ser dueña de sus pensamientos y de sus palabras al cabo de un
instante. – El señor Dumarus podrá recibirle el once de sexembre, si usted puede.
-
Estaré encantado – contestó Faswom. Por su parte, Drill pensó con cansancio y
enfado en los veinte días que tenía por delante, sin nada que hacer, en
Velsoka.
-
Venga a mediodía y pregunte por mí. Yo le llevaré ante el director.
-
Gratitud y prosperidad – contestó Drill, sonriendo, con el pulgar en la barbilla.
La mujer le despidió con un asentimiento y el mercenario disfrazado se dio la
vuelta, saliendo del museo y paseando por las calles de Velsoka.
¡Maldita
fuese su suerte! No esperaba estar más de la cuenta en Velsoka. Todo el tiempo
que pasase en la ciudad, a la espera, era tiempo perdido. Y dinero, pues estar
en la capital acarreaba gastos. Drill caminó en dirección a la pensión, con los
hombros cargados por el disgusto. Subió a su habitación, recogió sus
pertenencias, cargó la mochila a la espalda y dejó la habitación. Pagó su
cuenta y volvió a salir a las calles de la ciudad. Revendió la túnica en la
tienda de telas y vestidos en que la había adquirido y recuperó parte de su
dinero. Después caminó hacia las afueras.
El
mercenario salió de la ciudad y se instaló en el este, en un pequeño
bosquecillo de olmos y chopos que había cerca de Velsoka. Gracias a Sherpú el
tiempo era bueno, húmedo pero cálido, no muy incómodo para acampar. Buscó un
lugar apartado, un afloramiento rocoso a los pies de los árboles, entre brezos,
y se instaló allí.
Pasó
el final de mayo y el inicio de sexembre en aquel lugar, cazando conejos y
aves, recogiendo plantas y hierbas comestibles para alimentarse. Allí estaba
casi escondido (había bastante gente que visitaba el bosque desde la ciudad,
aunque solían ser parejas de enamorados o familias que se quedaban en las
lindes: Drill había organizado su campamento en lo profundo entre los árboles),
estaba a gusto y podía esperar apaciblemente. Aunque hubo gente que fue al
bosque y le vio, pocos le reconocerían.
Aprovechó
para organizar sus pertenencias y poner a punto sus armas. Remendó y lavó las
pocas ropas que llevaba en la mochila (dos camisas, varios calcetines, un par
de calzones y otros pantalones de lona fuerte). Afiló su espada (un arma
sencilla, de empuñadura corta de color cobrizo, guarda en forma de cruz y una
hoja de un codo de largo), limpió su machete (siempre afilado), pulió el mango
de su hacha y construyó un pequeño arco (en realidad un arma muy pobre, con
poca fuerza de disparo y sólo media docena de flechas).
Llegó
al fin el once de sexembre, después de tanto tiempo de espera. Drill llevaba la
última semana terriblemente incómodo e inquieto, impaciente. Estaba cansado de
que aquella misión (y estaba sólo en su primera parte....) se estuviese
alargando tanto. Salió del bosque pronto por la mañana, sobre las nueve. Caminó
hasta la capital con tranquilidad, llegando a media mañana, con el bullicio y
la animación del mercado ya instalado: las Calendas empezaban a coger fuerza y
el tiempo era cálido y cada día más seco. Volvió a visitar la tienda de telas y
vestidos y adquirió otra túnica, de color azul cielo, con las empuñaduras de
las mangas de color blanco. Regateó con el vendedor y al final le costó el
mismo dinero que le habían devuelto por la primera túnica que revendió.
A
mediodía se acercó hasta el museo, después de haber dejado su mochila en una
pequeña habitación de un albergue cutre y sucio (consideró muy arriesgado
volver a alojarse en la misma pensión que la otra vez). Preguntó por la señora
Husber y esperó en el amplio recibidor que el Museo de la Guerra tenía nada más
entrar.
-
Buenos días, señor Faswom – le saludó la ayudante del director, con la mano en
la cabeza y el pulgar estirado en la frente. Drill la imitó, componiendo la
tierna sonrisa que había inventado para su personaje. – Venga conmigo, el señor
Dumarus le está esperando.
-
Es un honor – dijo Drill, siguiendo a la mujer por unos pasillos del museo que
estaban cerrados al público. Las paredes seguían siendo de mármol blanco, pero
los pasillos eran más estrechos y las puertas más pequeñas.
-
Le reitero nuestro pesar por haberle hecho esperar tanto tiempo – decía la
mujer mientras caminaba delante de Drill, volviéndose de vez en cuando para
mirarle. Parecía contenta: quizá creyese que con ese mero trámite, esa simple
cita infructuosa con el director, el señor Faswom se quedaría satisfecho. –
Sabemos que ha sido un fastidio, pero las circunstancias son así.
-
Lo comprendo – dijo Drill, con la voz inventada de Faswom. Imaginaba que el
director no había tenido grandes compromisos en esos veinte días y que había
esperado que el señor Jerson Faswom se cansara de esperar.
Pero
Drill tenía mucha paciencia.
La señora
Husber le guio hasta una sala amplia, blanca y luminosa. Había plantas y
arbustos decorativos en jardineras redondas de granito, colocadas en las
esquinas de la sala. Dos sofás, tapizados en granate, colocados formando un
ángulo recto, quedaban orientados hacia las dos entradas de la sala, en paredes
contiguas. Dos sillones grandes y cómodos, de cuero marrón, se enfrentaban en
la otra esquina de la mullida alfombra sobre la que estaban los sofás. La
señora Husber le señaló uno de ellos.
-
Siéntese, por favor – invitó. – El señor Dumarus vendrá en seguida.
Drill/Faswom
lo hizo, y le agradeció a la mujer su atención con un cabeceo. La señora Husber
salió de la sala por la otra puerta, la que no habían utilizado para entrar y
Drill se quedó solo.
Miró
alrededor, contemplando la sala y la situación de los objetos en ella.
Deformación profesional. Siempre lo hacía, hasta en las situaciones más
tranquilas y correctas como aquélla. No era de esperar ningún peligro en aquel
acto tan civilizado, pero nunca se sabía. Mercenario
precavido cobraba por dos.
Suspiró,
hastiado y nervioso. No es que fuese paciente: había esperado tanto tiempo a
esa entrevista porque de verdad deseaba que le prestasen la espada. No le
apetecía nada tener que robarla.
Al
cabo de unos cinco minutos (tiempo que Drill estimó que el director le había
hecho esperar para intranquilizarle y ponerle a la defensiva, para hacer más
sencilla la entrevista) el señor Dumarus entró en la sala, acompañado por la
señora Husber.
-
Señor Faswom, soy el señor Dumarus, director de este museo – dijo, tendiéndole
la mano a Drill.
Era
un hombre corpulento, grande, pero para nada parecía torpe. Tenía el pelo ralo,
negro, pero con grandes claros. Era de tez bronceada, ojos oscuros y tenía un
bigote frondoso. Las cejas eran anchas y fieras. Vestía elegantemente, con
pantalones finos de color beis y una camisa blanca con corbata. Le estrechó la
muñeca a Drill con firmeza pero educadamente y le miró a los ojos con franqueza.
-
La señora Husber me ha puesto en antecedentes sobre su petición – comenzó el
director, sentándose en el otro sillón, enfrente de Drill/Faswom. Su ayudante
se acomodó en uno de los sofás, alejada de los dos hombres y fuera del campo de
visión de Drill. El mercenario se había fijado que llevaba un fajo de hojas
sujetas y unidas por su parte superior con una gran grapa de hierro. La mujer
también portaba una pluma. Supuso que estaba allí para tomar notas y registrar
el encuentro. – La he meditado mucho, en el poco tiempo libre que he podido
conseguir y me temo que no voy a poder ayudarle.
-
Pero ya sabe que mis intenciones son puras – mintió Drill, con total
desfachatez. – Solamente es para disfrutar de la espada en nuestra
asociación....
-
Lo sé, lo sé. Ya le digo que la señora Husber me ha informado debidamente –
dijo el señor Dumarus, asintiendo enérgicamente. – Pero me temo que la espada
no puede salir del museo. Ni siquiera por orden real.
-
¿Ni siquiera si el rey de Rocconalia lo solicitase? – se sorprendió Drill,
sinceramente. Aquella bravuconada del director le había pillado por sorpresa.
-
Ni siquiera entonces. Ni aunque lo solicitase ningún rey de Ilhabwer – dijo el
director, firme. – Verá, el Museo de la Guerra es patrimonio del pueblo, es
para la ciudadanía del continente. De todo el continente, no sólo de los habitantes
de Velsoka, o incluso de Rocconalia. La necesidad y la casualidad han situado
el museo aquí, pero debería estar en un territorio neutral, en tierra de nadie.
Lo que aquí atesoramos es parte de todo el continente, de su historia y de sus
gentes. Nadie puede estar por encima de eso. Por eso debemos protegerlo.
-
Pero....
-
¡No de usted, por supuesto! – saltó el señor Dumarus. – No me malinterprete,
señor Faswom, no he querido insinuar nada malo de usted. Lo que quiero decir es
que la espada está bien protegida aquí, está vigilada. Ahí fuera estaría al
alcance de cualquier desalmado. Sería más difícil controlarla y defenderla.
Sabemos que es un objeto muy amado, muy odiado y muy codiciado por la gente del
continente. Cualquiera de los tres perfiles de interés puede ser nefasto para
nosotros. La espada podría ser robada o dañada.
Drill
miró al director durante casi un minuto, en silencio. Aquel discurso estaba
preparado, por supuesto. El señor Dumarus había dirigido la conversación, sin
dejarle hablar, apabullándole con razones y negativas muy bien argumentadas,
para nada fácilmente rebatibles. Y ahora le dejaba tiempo para hablar, para que
el señor Faswom se diese cuenta de que no tenía nada que ofrecer.
-
La espada podría viajar muy bien escoltada – propuso Drill, después de un rato
en silencio. Tenía que jugar sus bazas, aunque preveía una férrea oposición por
parte del director. Quizá no consiguiese nada. – Y en la sede de nuestra
asociación no correría ningún peligro: dispondría de una gran vigilancia....
-
La espada ya tiene toda la vigilancia y la protección que necesita aquí, en el
museo – dijo el director, con superioridad. – La Sala de la Espada está
permanentemente vigilada, tanto de día como de noche. Siempre hay vigilancia en
la sala: cuando hay visitantes en el museo cuatro guardias la custodian. Y de
noche, cuando el museo está cerrado, hay dos centinelas de guardia toda la
noche, a la entrada de la sala, que se cierra con unas rejas de hierro y un
gran cerrojo, cuya llave sólo tengo yo. Además hay una partida de doce guardias
patrullando por todos los pasillos del museo, durante toda la noche. Las
ventanas se cierran con llave por los conserjes y cuatro alguaciles de la
ciudad patrullan alrededor del edificio, para evitar la tentación de los
asaltantes a escalar las fachadas – explicó el director, muy orgulloso. Miró
fijamente a Drill antes de terminar. – Cuidamos muy bien de todos los objetos y
obras de arte expuestos en el museo, señor Faswom, y mucho más de la espada. Nunca
podremos reproducir esas medidas de vigilancia en ningún otro lugar, lo
lamento.
Drill
arrugó la cara.
-
Así que no hay manera de que me preste la espada, ¿no? – dijo, derrotado.
-
Lo siento pero no – dijo el director, y parecía realmente abatido. – Debo
proteger mi museo, compréndalo.
-
Lo comprendo, lo comprendo – dijo Drill, poniéndose en pie. El director le
imitó: aunque no le había despedido, el mercenario disfrazado había dado por
concluida la entrevista. – Sólo espero que usted también comprenda mis razones....
El
señor Dumarus le estrechó la muñeca y asintió, sonriendo. La señora Husber se
acercó a los dos hombres y precedió a Drill hacia la salida, invitándole con un
gesto de la mano a que la siguiera.
Drill
salió del museo con la cabeza alta, sin mostrarse alicaído ni derrotado. Sabía
que aquello podía pasar (sabía que aquello iba
a pasar) así que estaba preparado internamente para la situación. Sólo
lamentaba haber perdido veinte días para terminar finalmente de aquella manera.
Y
esperaba de verdad que el señor Dumarus comprendiese sinceramente las razones
que le impulsaban a intentar conseguir
la espada por cualquier medio. Aquel tipo le había caído bien: era amable,
respetuoso, elegante y competente a la hora de cumplir con su cometido. Drill
también era así.
Por
eso esperaba que el director del Museo de la Guerra comprendiese sus razones.
Porque ahora no le quedaba otra alternativa que robar la espada.
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