UNA ESPADA LEGENDARIA
- V -
PREPARATIVOS
Drill
revendió la túnica a una prostituta en una taberna, engañándola y consiguiendo
recuperar el mismo dinero por el que la había comprado. El mercenario estaba
otra vez con su ropa típica: pantalones de pana, camisa de tela fuerte, el
parche en el ojo y el abrigo largo de paño de color azul marino colgado en el
respaldo de la silla.
Bebía
cerveza tranquilamente sentado a una mesa de la taberna, solitario. Estaba
sentado cerca de una ventana y desde ella podía ver el museo. Estaba
anocheciendo, pero todavía no habían bajado las persianas de estómago de vaca,
así que el mercenario podía aprovechar y estudiar el edificio.
Mi
antiguo yumón ya había robado antes,
siempre dentro de la legalidad del
trabajo de un mercenario. Todo el mundo debía responder ante la ley, incluidos
los mercenarios: robar estaba prohibido. Igual que matar. Pero eso no significa
que los mercenarios no lo hagamos por encargo de nuestros clientes.
Lo
que ocurre es que sabemos cómo hacer que las autoridades no se enteren.
El
código de conducta mercenario no prohíbe ni pena el robo o el asesinato, pero
deja muy claro que son conductas deshonrosas y deleznables, admitiendo su
práctica solamente como parte secundaria de un trabajo o como último recurso,
siempre que no se genere mucho daño. Entre los mercenarios se tolera bastante
el robo, pero el asesinato siempre está peor visto. Todos comprendemos que se
pudiese matar a alguien en legítima defensa, al complicarse una misión o al
defender la vida por cumplir una, pero matar por matar o el asesinato como
objetivo de un trabajo son menos tolerados.
Aun
así hay mercenarios que se dedican casi exclusivamente al asesinato por
encargo. La mayoría (por no decir todos) hemos aceptado alguna vez un trabajo
de sicario: el sueldo suele ser el peso que desequilibra nuestra balanza de la
moral. Pero muy pocos consentimos el asesinato como modo de vida. De todas
formas, los mercenarios que acaban dedicándose por entero al trabajo de
sicarios nunca se quedan sin trabajo, así que será una práctica imposible de
erradicar.
En
cualquier caso, Drill sabía que robar era ilegal, que estaba mal, pero tenía
que conseguir a Lomheridan como
fuera. Por eso había contemplado el robo de la espada como último recurso.
Estaba
anocheciendo en la capital de Rocconalia, pero Drill todavía tenía suficiente
luz para ver el edificio del museo. Ya casi no entraba gente, la mayoría salía.
Las ventanas dejaban salir la luz de las antorchas de dentro, que llevaban
encendidas un par de horas, cuando las luces del exterior habían empezado a
menguar.
Al
cabo de una media hora, un gran número de visitantes salió del museo: supuso
que eran todos los que quedaban dentro, porque iban acompañados de un guardia
del museo. El guardia se quedó en la puerta, esperando. Entonces salieron un
puñado de conserjes junto con el director del museo: el señor Dumarus se
despidió del guardia que todavía estaba en la puerta, esperando. Y allí estuvo
hasta que llegó otro grupo de guardias. Habló con ellos un rato, en la puerta,
y después los dejó allí para entrar otra vez al museo. Al cabo de un instante
el guardia volvió a salir, acompañado de un gran montón de guardias, que
saludaron a los de refresco que esperaban en lo alto de las escaleras de acceso
a la entrada. Después, cuando los guardias de día se habían ido, el turno de
noche entró en el museo. Desde la taberna Drill pudo escuchar el ruido de la
gran cerradura de la puerta al cerrarse.
Drill
se levantó y se acercó a la barra, depositando una moneda en ella, para pagar
su cerveza. El camarero le dio las gracias y le despidió: Drill hizo lo mismo,
con un gesto distraído, pues su cabeza estaba en otras cosas.
Salió
a la calle y anduvo hacia el museo. Pasó por delante de la puerta, a nivel de
la calle. Miró más allá de la escalinata, al portón cerrado, pensativo. Dio la
vuelta al edificio, girando la esquina, para rodearlo.
Cuando
estaba por la mitad del lateral del museo, un grupo de cuatro alguaciles de la
ciudad de Velsoka dobló la esquina que quedaba al fondo, viniendo desde la
parte trasera del edificio. El mercenario no modificó su ritmo ni su rumbo,
esforzándose un poco por parecer inocente e indiferente. Los cuatro alguaciles
se cruzaron con él (Drill se apartó de la pared exterior del museo para
dejarles pasar) sin apenas mirarle. Los alguaciles marchaban en cuadro, en dos
parejas una delante de la otra, con paso firme y tranquilo. Iban charlando,
pero no dejaban de fijarse en todos los detalles de su alrededor, ni de mirar
en todas direcciones, vigilando. Drill torció la cabeza, dejándolos detrás de
él: aquellos hombres lo pondrían difícil.
Mi
antiguo yumón llegó hasta la parte
trasera, giró a la derecha y la recorrió hasta la otra esquina. Allí no había
nada digno de mención. Las ventanas eran iguales que en los dos muros laterales
y había una puerta en el medio de la distancia, de hierro, pequeña y ancha.
Drill imaginó que por allí se meterían las mercancías y las nuevas obras de
arte que el museo había encontrado o adquirido. La tanteó y, lógicamente, era
recia y estaba cerrada.
Se
alejó rápidamente del museo cuando llegó a la siguiente esquina: esperaba que
el grupo de alguaciles no le viese por allí, todavía merodeando. Cruzarse con
un transeúnte que caminaba pegado a la pared del museo no era nada raro, pero
ver a ese transeúnte dar vueltas alrededor del edificio, llamaría la atención.
Se
refugió en el portal de una alta casa de apartamentos. La casa era de madera,
pero la entrada y el portal eran de piedra, con cuatro escalones que llevaban
hasta la puerta. Drill los subió y se refugió en las sombras del pequeño
portal.
Hacía
unas décadas nadie hubiese creído que se podían construir edificios tan altos
de madera, para que la gente viviese en ellos, unos encima de los otros. Pero
ya no era tan raro ver esa clase de edificios, bloques de viviendas, en las
capitales de los reinos y en algunas grandes ciudades.
El
mercenario podía ver desde su escondite la parte trasera del museo y su pared
derecha, la que él no había recorrido (era la misma que había visto desde la
taberna hacía un momento). Esperó pacientemente, sacando de la bolsa del tabaco
unos pellizcos de picadura y la cajita de metal donde llevaba los papelitos.
Lió un cigarrillo con dedos expertos (aunque la artritis les estaba volviendo
torpes) y después buscó una cerilla en la otra bolsa que llevaba en el cinto,
también al lado izquierdo de la hebilla: allí tenía el pedernal y un pedazo de
cadena, un eslabón desgastado y viejo, con los que solía hacer fuego. Además,
siempre llevaba una cajita de cerillas (cuando las encontraba). Rebuscó con la
mano izquierda en la bolsa y encontró un fósforo al fin: no le quedaban muchos,
así que se recordó que tenía que comprar algunos al día siguiente. Rascó la
cabeza de la cerilla contra el pedernal y protegió la llama con la mano
izquierda, mientras encendía el cigarrillo que sostenía entre los labios.
Sacudió la cerilla para apagarla y se escondió más entre las sombras, tapando
la brasa del cigarro: en la oscuridad del portal sería muy visible.
Permaneció
allí más de una hora. Estudió los movimientos del grupo de alguaciles
(completaban una vuelta en unos cuatro minutos, y luego permanecían en la parte
delantera otros dos) y los de los guardias del interior del museo. Esto último
no era muy fiable, ya que utilizó las sombras que pudo entrever desde el
interior por las ventanas del primer piso. Cuatro cigarrillos después salió del
portal y volvió a su pensión.
Se
quedó en la habitación toda la mañana, pensando en lo que había visto la noche
anterior, lo que le había contado el director del museo y lo que había visto en
su primera visita al museo, a finales del mes de marzo. Valoró todas las
opciones, todos los posibles planes. Por la tarde salió a la calle, para
comprar provisiones (cerillas, fruta, hogazas de pan, queso y jamón salado) y
se acercó a la taberna de nuevo, la que estaba cerca del museo, para poder
estudiarlo otra noche más. Vigiló el edificio desde la mesa del día anterior,
sin perderse detalle.
Cuando
cayó la noche y se produjo el cambio de guardia (exactamente igual que el día
anterior) Drill dejó la taberna y se acomodó de nuevo en el portal oscuro de
detrás del museo. Volvió a fijarse en todos los detalles, volvió a cronometrar
al grupo de alguaciles (cuatro minutos para rodear el edificio y dos de
descanso en la fachada) e intentó comprender qué pasaba dentro del edificio. Y
fumó.
El
día siguiente hizo lo mismo: pasó la mañana en la habitación, tratando de pasar
inadvertido. Comió de sus provisiones y por la tarde salió: fue a una
caballeriza y compró un caballo joven, de color pardo y crines negras. Adquirió
también una cuerda resistente fabricada por un artesano de la ciudad, de muy
buena fama. Por la noche, en lugar de ir a la taberna de los otros dos días,
Drill fue directamente al portal donde se había escondido.
Aprovechó
que aún no era noche cerrada para entrar en el edificio: las puertas todavía
estaban abiertas. No era hasta que fuese de noche completa que el sereno las
cerraría con sus grandes y pesadas llaves. Subió por las amplias escaleras
hasta el último piso, con suerte de no encontrarse con ningún vecino durante el
trayecto. Llegó arriba y buscó la trampilla que comunicaba el interior del
edificio con el tejado. Usó la barandilla de la escalera para llegar hasta
ella, pues estaba muy alta (a menudo daba gracias a Sherpú por su corta
estatura, porque le ayudaba en muchas ocasiones, pero aquélla no fue una de
ésas). Subió al tejado, cerró la trampilla con cuidado y caminó por las tejas
hasta el borde, con precaución.
Drill
se asomó por el alero, viendo el museo por delante y por debajo de él. El suelo
de la calle estaba quince metros más abajo.
El
mercenario se separó del borde y se descolgó la cuerda que llevaba al hombro,
enrollada. Se ató un extremo a la cintura y el otro a la veleta que el edificio
tenía en lo alto del tejado. Sujeto a la cuerda, el mercenario se volvió a
acercar al borde, asegurando los pies y mirando hacia el museo.
Desde
allí arriba tenía mejor visión de las ventanas, tanto las del primer piso como
las del segundo. Durante toda la noche vio moverse a los guardias del museo,
aunque no reconoció ninguna regularidad en sus paseos. A veces veía pasar a dos
guardias juntos, otras veces a uno solo, en un par de ocasiones vio al mismo
guardia mirar por la ventana a la calle, distraído (una vez en el piso superior
y la siguiente en el primer piso), vio cómo tres guardias se sentaban durante
unos minutos a una mesa, tomando algo de embutido y pan....
Al
parecer los guardias del interior del museo hacían ronda por todo el edificio,
pero sin mantener una rutina de vigilancia. Podía parecer algo extraño, pero a
Drill le pareció efectivo: si alguien pretendía asaltar el museo le sería más
difícil hacerlo si no podía saber dónde estarían los guardias en cada momento.
Salvo
los dos guardias que custodiaban la puerta enrejada de la Sala de la Espada.
Los únicos guardias que a Drill le importaban.
Pues
mi antiguo yumón creía saber ya cómo
entrar en el museo y robar la espada. Si Sherpú estaba con él.
Wen a eso.
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