UNA
ESPADA LEGENDARIA
- II -
LA BIBLIOTECA DE VUIDAKE
Viajó
en dirección suroeste hacia las montañas Rocco, la frontera natural entre
Rocconalia y Darisedenalia. Decidió que iba a ahorrar un poco, ya que la fase
de investigación se estaba alargando bastante y se había visto obligado a
gastar parte del dinero que Karl Monto le había adelantado. Al fin y al cabo
para eso era, para gastos, pero Drill no quería que se le agotase: tenía que ser
precavido y no gastar todo su dinero para gastos cuando la misión apenas había
comenzado. Lo que tenía claro era que no iba a poner de su dinero para la
realización de esa misión. Lo que quería era ganarlo.
Así
que, con tranquilidad y calma, recorrió los caminos de Gaerluin hacia el río
Thax. Viajaba con ligereza, desde el amanecer hasta el anochecer. Cuando estaba
cerca de alguna población apuraba la luz del atardecer hasta llegar a ella para
intentar dormir bajo techo (en algún edificio abandonado, en algún albergue
para peregrinos, en alguna casa particular, en algún templo....), pero cuando
la noche le alcanzaba en mitad del bosque o de la pradera no tenía inconveniente
en dormir al raso. La Temporada Húmeda estaba siendo extrañamente seca en
aquella parte, lejos de las montañas, así que no temía un despertar pasado por
agua.
Sin
apresurarse llegó a la frontera entre reinos, custodiada por caballeros de la
Orden de Alastair. Mostró su placa de mercenario y su equipaje (la caja de
Monto iba guardada en un compartimento secreto de su mochila, muy bien
escondida) y los guardias le dejaron pasar. Cruzó el río por el vado y siguió
su camino por Rocconalia, hacia el sur. En aquella zona no había caminos así
que marchó campo a través, por la llanura cubierta de hierba y sembrada de
rocas grises.
En
una ocasión, unos caballeros que custodiaban la frontera a caballo le dieron el
alto. Drill obedeció, sin problemas. Estaba en terreno fronterizo y los
caballeros sólo hacían su trabajo. Los dos jinetes se acercaron a él con
velocidad y le pidieron su identificación. Drill se la mostró.
-
He cruzado el río y la frontera por el vado que queda al norte de aquí –
explicó Drill, sin nervios, señalando hacia atrás con el pulgar.
-
Bien – contestó el caballero que tenía su placa de mercenario, devolviéndosela
al no encontrar ninguna irregularidad. – Lo comprobaremos. Siga su camino,
señor.
Los
dos caballeros se golpearon el peto con el puño (colocando el pulgar de aquella
manera tan curiosa) y arrancaron al trote, acercándose al paso fronterizo.
Drill los vio marcharse.
Los
caballeros de la Orden de Alastair eran un grupo militarizado formado por
guerreros, exclusivamente hombres. Eran soldados que se regían por unas normas
muy estrictas, organizadas todas en torno al honor. Vestían una armadura
plateada, cuyo peto presentaba un árbol de abundantes y retorcidas ramas, con
medio sol de ondulantes rayos en la copa.
La
Orden tenía casi mil años, fundada por un antiguo caballero de Raj’Naroq,
llamado Alastair. Al inicio la Orden se llamó de los caballeros del Sol
Poniente, pero los seguidores de Alastair le cambiaron el nombre cuando su maestro
y fundador murió en la batalla.
Al
inicio de su existencia estaba formada por hombres de Raj’Naroq exclusivamente.
Estos guerreros cultivaron sus habilidades para la equitación, las justas a
caballo y la esgrima y la lucha con espada. Vestían un uniforme de pieles,
formado por un taparrabos y tiras de piel en los muslos y piernas. Llevaban el
pelo largo y barba y bigote, todos teñidos de negro. Se nombraron a sí mismos protectores
del reino de Raj’Naroq y de la isla de Hefestia.
Más
adelante, cuando numerosos conflictos sucedieron en los Nueve Reinos, los
caballeros del Sol Poniente actuaron también en el resto de reinos del
continente, extendiendo la Orden por todo Ilhabwer. Con el paso de los años su
indumentaria cambió, haciéndose más útil y elegante. Las espadas tribales de
hueso pasaron a estar construidas en acero, y añadieron la ballesta y la lanza
a su arsenal personal de armas. A sus habilidades guerreras añadieron la
diplomacia.
Actualmente
los caballeros de la Orden de Alastair eran alguaciles muy organizados y
disciplinados. El cuidado de las fronteras era tan sólo uno de sus cometidos.
La Orden estaba formada por miembros de cualquiera de los Nueve Reinos, aunque
la Orden como tal no tenía nacionalidad alguna. Los caballeros cumplían las
leyes de todos los territorios de Ilhabwer, pero además tenían que cumplir con
las normas propias de la Orden. Eran una especie de ejército civil.
Drill
siguió su camino, tal y como le habían indicado los caballeros que hiciera. No
estaba preocupado: los caballeros no encontrarían ninguna irregularidad.
El
mercenario siguió caminando durante cuatro días hasta que llegó a la frontera
de Darisedenalia. Allí volvió a presentar su placa de identificación y su
equipaje a los guardias fronterizos, que le dejaron pasar sin problemas. Siguió
el río Thax por su margen derecha hasta la Arboleda Davy, haciendo noche allí.
Al día siguiente viajó hacia el oeste, siguiendo el bosque por su vertiente del
sur.
Viajó
a la vera del bosque durante cuatro días, en los que una lluvia fina le fue
calando poco a poco. Drill sacó de su mochila un abrigo largo de paño y un
gorro de lana, de color gris, que le daba a su cabeza un aspecto redondeado. El
mercenario siguió su camino, arropado por el abrigo: además de la lluvia, el
frío caracterizaba aquella Primavera en Darisedenalia. Mientras duró su
travesía por el borde de la Arboleda Davy Drill pasó las noches a resguardo de
la suave pero insistente lluvia, entre los árboles o dentro de una pequeña
cueva que encontró en el interior del bosque.
Los
cuatro días que duró su viaje a lo largo de la Arboleda Davy le llevaron hasta
Vuidake, la capital de Darisedenalia. El reino de Darisedenalia era un
territorio alargado, encajonado entre dos cordilleras montañosas, el golfo
Tharmeìon al este y el golfo de Oro al oeste. Era una tierra tranquila,
pacífica, dedicada a la ciencia y al estudio. No tenía ejército propio (su
única fuerza del orden eran los alguaciles locales) así que los caballeros de
la Orden de Alastair se encargaban de su protección.
Drill
buscó una pensión en la periferia de la capital y se pasó todo el día
durmiendo. Sus viejos huesos artríticos necesitaban un buen descanso, después
de varios días de caminata, durmiendo sobre el suelo o apoyado en un frondoso
árbol. Drill agradeció el colchón.
Al
día siguiente paseó por la ciudad, sin ánimo turístico. Estaba ya a finales de
abril, así que quería terminar cuanto antes, sin entretenerse demasiado:
aquella fase de la misión se estaba alargando mucho.
Fue
hasta el centro de Vuidake, de suelo asfaltado y elegantes casonas y mansiones.
La mayoría estaban ocupadas por artesanos, maestros y estudiosos. También había
en la ciudad hombres de ciencia, que trabajaban todos a las órdenes del
monarca. Drill también pasó por delante del palacio real, custodiado por una
docena de alguaciles. Siempre le resultaban curiosos (y le hacían reír) los
sombreros que los alguaciles de Darisedenalia llevaban en la cabeza: eran
sombreros altos y anchos, forrados con pelo de jabalí. El ancho barboquejo les
apretaba en la barbilla. Nunca había visto luchar a un alguacil de alguna
ciudad o pueblo de Darisedenalia, pero le encantaría ver cómo se defendía en la
lucha con aquella cosa puesta en la cabeza.
Pero
Drill no había ido hasta la capital del reino científico atraído por sus
alguaciles y su curioso uniforme, ni por la familia real, ni por la elegante
ciudad de Vuidake. Lo que necesitaba era la importante biblioteca.
La
biblioteca de Vuidake era un edificio imponente, tan sólo superado por el
palacio real y por alguna mansión de algún investigador importante. Era un
edificio de cuatro pisos, de planta cuadrada. Mediría unos trescientos metros
de lado. Los costados estaban cubiertos de grandes ventanales para dejar entrar
la luz del Sol, útil para el estudio de los importantes volúmenes y pergaminos
que la biblioteca atesoraba por miles, por decenas de miles. Tenía un claustro
interior abierto, con jardín. En aquel espacio los estudiosos aprovechaban para
tomarse sus descansos y para realizar experimentos al aire libre. Allí había
sido donde Galelio había demostrado su idea de la redondez de la tierra, donde
Nuton había experimentado con la idea de la gravedad y donde el matemático
Pitatoras había desarrollado su teorema de los triángulos, útil para calcular
alturas.
La
biblioteca era un pozo de cultura y conocimientos. Además de los libros y
legajos que guardaba (organizados en estanterías en largas salas y cuidados y
custodiados por una orden religiosa de monjes) la biblioteca también guardaba
importantes obras de arte: sus pasillos estaban decorados con pinturas y
esculturas de los más insignes artistas del pasado y el presente.
-
¡Bittor! ¡Cuánto tiempo! Bienvenido....
El
mercenario estrechó afectuosamente la mano del monje, sonriendo con su sonrisa
infantil. El religioso era Hong, un viejo conocido de Drill. Era un hombre bajo
(más que Drill), redondo y calvo. Siempre tenía una sonrisa en los labios y unos
ojos benévolos.
-
Muchas gracias, padre – contestó el mercenario.
-
Hacía años que no te veíamos por aquí – dijo el monje, echando a andar, con
tranquilidad, por los pasillos de la biblioteca, con las manos entrelazadas en
la espalda. Drill lo acompañó. – ¿Qué es lo que te ha traído de nuevo hasta
nuestro hogar?
-
Mi actual misión, por supuesto – explicó Drill. – Necesito informarme de todo
lo que haya sido recogido por escrito sobre Rinúir-Deth.
-
¡Vaya! Pues tenemos mucha información sobre el héroe de guerra, créeme. Desde el final
de la Guerra de los Nueve Reinos mucha gente ha escrito sobre él y su ejército,
así que el material es numeroso. ¿Buscabas algo en concreto?
-
Su muerte y enterramiento.
-
Bueno, es amplio pero hemos reducido la búsqueda – sonrió Hong. – Me encargaré
de que tengas lo que necesites. Te enviaré a alguien para que te ayude, Bittor,
y no hace falta que te diga que mientras estés aquí eres un invitado.
-
Gracias, padre – contestó Drill, llevándose la mano a la cabeza, extendida, con
el pulgar en la frente, acompañando el gesto con una leve reverencia,
dedicándole el saludo respetuoso universal de Ilhabwer.
-
Buena suerte y buena búsqueda. Nos veremos luego – dijo el monje, sonriendo,
despidiéndose de Drill alejándose por el
pasillo.
El
mercenario lo vio irse y luego miró a su alrededor, comprobando que el monje le
había detenido frente a la puerta de una sala llena de estanterías. Un cartel
en la puerta rezaba: “Guerra de los
Nueve Reinos”.
Drill
entró en la sala y paseó entre las baldas, los libros y los rollos de
pergamino. Los legajos estaban organizados en las diferentes estanterías,
clasificadas con carteles: había estanterías dedicadas a cada uno de los reinos
implicados en la guerra, había estanterías más pequeñas sobre batallas
concretas, otra larga estantería adosada a la pared tenía un cartel que decía “Acuerdos de paz”....
La sala mediría unos cincuenta metros de largo, y estaba llena de estanterías,
con alguna mesa amplia con butacas cómodas, para la consulta de los documentos.
-
¿Señor Bittor Drill? – escuchó una voz suave desde atrás. Drill se giró y
encontró a un monje joven, un par de palmos más alto que él. Era de tez oscura
y llevaba la cabeza afeitada, como todos los novicios: sólo los monjes
veteranos tenían derecho a llevar el pelo largo. Unos bellísimos ojos verdes le
observaban. Su ascendencia de las Islas Kestlathöstán
era evidente.
-
Soy yo.
-
Soy Unguele. El padre Hong me ha pedido que le acompañe y le ayude en sus
consultas, si le acomoda.
-
Por supuesto. Será un placer – dijo Drill, llevándose la mano a la frente, con los
dedos estirados y el dedo pulgar extendido, posado en la frente, mientras la
mano se apoyaba en lo alto de la cabeza, saludando al nuevo monje con el gesto
de respeto. Después invitó con un gesto al novicio para que encabezase la
marcha. El monje negro echó a andar por la sala, recorriéndola, seguido por el
mercenario.
-
El padre Hong me ha informado de que está interesado en la figura de
Rinúir-Deth – dijo Unguele.
-
Así es. Pero sólo me interesa su muerte y su entierro.
-
Bien. Puede empezar por aquí – dijo Unguele, deteniéndose y señalando una nueva
estantería. Estaba al fondo de la sala, cerca de las paredes forradas con
estanterías de madera que llegaban hasta el techo. La estantería que Unguele
señalaba tenía sólo cuatro alturas, llenas de libros por un lado y de
pergaminos por el otro. Tenía un cartel en el costado que decía: “Rinúir-Deth”.
Mientras
Unguele buscaba con ojo experto, Drill curioseó mirando los lomos de los
libros. Había muchos escritos por soldados del ejército de Rinúir-Deth, diarios
y memorias de muchos soldados en los que reflejaban la figura de su capitán.
Había memorias (autorizadas o no) de varios escritores distintos, de los nueve
reinos. Había libros de historia, dedicados exclusivamente al guerrero.
Por
fin, al final de la repisa, encontró un volumen pequeño, de media pulgada de
grosor, encuadernado en piel roja con las letras plateadas en el lomo. Lo tomó
con cuidado y miró la portada: “La muerte de un guerrero”.
Mientras
Unguele seguía rebuscando entre los legajos, Drill se acercó a una de las mesas
de lectura con el pequeño libro entre las manos. Se sentó en uno de los cómodos
butacones y empezó a hojearlo.
El
libro estaba escrito por un historiador poco conocido, Lur hen Göoten, que
había estado presente (al parecer) durante la muerte de Rinúir-Deth. El libro
explicaba el final de la guerra en sus primeros capítulos, la agonía del
guerrero y su muerte y, por último, los funerales de honor que había recibido
en su tierra natal, en Gaerluin.
Tras
conseguir que los regentes de cada reino firmaran los acuerdos de paz y los
Estatutos de Guerra (el libro también explicaba de forma somera cómo había sido
la redacción de aquellos estatutos, las normas que Rinúir-Deth había inventado
para que la guerra fuese más “civilizada”), Rinúir-Deth se había vuelto a su
tierra natal. Estaba cansado y harto de guerrear. Además todavía arrastraba una
lesión en una pierna y tenía varias heridas de la última batalla, la más
importante le afectaba el hombro derecho. El guerrero volvió a su pueblo,
Quera, una pequeña aldea en el sureste de la cordillera de las Colinas Grises,
donde sus amigos y vecinos le aclamaron, pero le hicieron sentirse a gusto. Era
una celebridad en su pueblo, pero también seguía siendo el muchacho que los
ancianos habían conocido de niño y el adolescente que sus amigos de toda la
vida habían acompañado en diferentes correrías. Allí Rinúir-Deth podía mantener
los pies en el suelo.
Sus
heridas, en lugar de mejorar, empeoraron. La gangrena hizo acto de presencia y
el héroe de guerra perdió el brazo derecho, como medida de precaución. Sin
embargo no fue suficiente. La infección estaba muy extendida y el guerrero
acabó muriendo, presa de los escalofríos y la fiebre, en su pueblo natal, en la
cama de su infancia.
Los
amigos de su infancia que habían sobrevivido a la guerra corrieron a Badir a
informar al rey y la noticia pronto corrió por todo el continente: en los
carros de los arrieros, en las monturas de los caballeros de Alastair, en las
mulas de los monjes de Sherpú y en las alas de los cuervos: el guerrero
Rinúir-Deth había muerto.
Se
pusieron en marcha grandes actos en su honor, y el rey de Gaerluin organizó un
funeral de estado, decidiendo que el antiguo capitán debía reposar eternamente
en el Mausoleo de los Reyes, un honor sólo reservado para la familia real y
para los grandes héroes del país. Se decidió que había que proteger los restos
de Rinúir-Deth con todos los medios que hubiese al alcance de los hombres en
aquel momento.
En
reconocimiento a su gran labor, el rey de Gaerluin mandó confeccionar un
sarcófago, que también fuera un cofre, a los artesanos de Tedexo, en Escaste.
El sarcófago fue pagado con el tesoro real y colocado en una de las tumbas de
la pirámide que era el mausoleo. La llave que abría aquella tumba la
confeccionó un orfebre de Ire, en Barenibomur, con la ayuda del mejor herrero
de Badir. La llave luego fue confiada al rey de las Islas Tharmeìon. El
escritor aseguraba que el guardián de la llave era altísimo secreto, pero que
había rumores que apuntaban a un gran artista de la corte de las islas.
Todo
lo demás era palabrería, cosas que Drill ya sabía. Apenas había sacado nada en
claro. Los artesanos que confeccionaron el sarcófago y la llave probablemente
estuvieran muertos (aquello había ocurrido hacía cincuenta años, por amor de Sherpú)
y el escritor de aquel libro (el tal Lur hen Göoten) quizás también. Las
palabras mágicas que abrían la pirámide llevaban formando parte de la herencia
de los monarcas de Gaerluin durante siglos, así que era imposible hacerse con
ellas, y forzar la puerta de la tumba y el sarcófago le llevaría horas,
prácticamente imposible.
-
Señor Drill, he encontrado esto – dijo Unguele con amabilidad. Mi antiguo yumón se giró para mirar al monje, que
le tendía un rollo de pergamino. – Es un plano del Mausoleo de los Reyes de
Gaerluin, con la ubicación de la tumba de Rinúir-Deth. No sé si le servirá.
Puedo seguir buscando, señor.
-
No es necesario, ofrezco gratitud – dijo Drill, tomándolo de manos del monje. –
Puedes descansar: si necesito algo te lo pediré.
-
Bien, señor – contestó Unguele, retirándose unos pasos. Se quedó de pie a unos
metros de la mesa, con las manos enlazadas a la espalda, silencioso y callado.
Drill
revisó el plano, orientándose usando sus recuerdos de hacía unos días.
Recordaba los pasillos por los que había llegado hasta la tumba del capitán y
los identificó en el plano, hasta que llegó con el dedo a la estancia señalada
con una equis dorada.
Allí
estaba la tumba de Rinúir-Deth, tan al alcance y a la vez tan lejos. Si sólo pudiese entrar
en la tumba.... podía dejar la caja a los pies del sepulcro, si no podía
conseguir la espada para abrirlo. No. Aquello no podía ser. Probablemente, en
el aniversario de la muerte del guerrero, la tumba se abría para hacer alguna
ofrenda floral, o para dejar que los visitantes observaran el sepulcro. La caja
no podía estar a la vista.
¿Y
si aprovechaba esa fecha para entrar en la tumba y esconder la caja? No podría
hacerlo. La tumba estaría llena de gente. Además, seguía necesitando la espada
para poder abrir el sarcófago.
Tenía
que entrar en la pirámide cuando no hubiese gente, así que sólo quedaba una
posibilidad: de noche, cuando los turistas se habían ido y el mausoleo se
cerraba al público. Tenía que encontrar la forma de hacerse con el conjuro que
abría la puerta principal de la pirámide.
Una
vez dentro, si Unguele le dejaba copiar el mapa (y estaba seguro de que Hong le
daría permiso para hacerlo) se orientaría sin problema por los pasillos y
laberintos del mausoleo. Así, si había problemas, podría orientarse hasta
encontrar alguna tumba vacía para esconderse o recorrer los pasillos para dar
esquinazo a los guardias (que quizá hacían rondas por el interior). Si entraba
de noche a la pirámide podía usar todas esas horas, hasta el nuevo día, para
forzar la puerta de la tumba y poder dejar la caja dentro del sepulcro. Luego
ya saldría a la luz del día cuando los turistas llenaran el mausoleo.
Estaba
claro que necesitaba la espada, de una forma u otra. Así que decidió que su
primer paso era encontrar una forma de hacerse con ella.
-
Unguele – lo llamó, poniéndose en pie, enrollando el
mapa de nuevo. – Necesito información
sobre Lomheridan, la espada de
Rinúir-Deth. Y, ¿podría copiar este mapa? – dijo, tendiéndolo hacia el monje.
-
Por supuesto – contestó Unguele. – Los copistas de la biblioteca se encargarán
de ello, no hace falta que usted se moleste. Espéreme aquí mientras me encargo
de que un hermano copista se ocupe del mapa y luego le traeré los documentos
sobre la espada.
-
Puedo acompañarle....
-
No se preocupe. El padre Hong me ordenó que le ayudara y cumpliré mi cometido.
-
Ofrezco gratitud – dijo Drill, con una leve reverencia.
-
Espéreme aquí.
Drill
volvió a sentarse y esperó pacientemente el regreso de Unguele. Pensó en sus
siguientes pasos. Si conseguía el nombre de los artesanos herreros que habían
fabricado a Lomheridan podría
encargarles una copia exacta. Mientras los herreros cumplían el encargo, mi
antiguo yumón tendría que hacerse con
el conjuro para la puerta de la pirámide. Tendría que ir a Escaste, donde el
rastro de los antiguos Elfos seguía más o menos fresco. Quizá allí alguien
supiese cómo conseguir el hechizo (o, aún mejor, quizá alguien con
conocimientos de antigua magia conociese el hechizo directamente). Y, además
tendría que conseguir herramientas para forzar la puerta de la tumba....
Pero
todo eso dependía de la información que Unguele le trajese sobre la espada.
El
monje volvió al cabo de unos quince minutos, con un carrito de madera con
ruedas. Aquellos vehículos servían para transportar un número elevado de libros
y legajos, de gran peso. Tenían forma de caja, con dos repisas, una encima de
la otra. El monje negro sólo traía tres libros en el carrito.
- Éstos
son los mejores documentos que he encontrado – explicó. – Si no le son de ayuda
iré a por más.
-
No creo que haga falta, Unguele, gracias.
Drill
revisó los libros con detenimiento. Uno de ellos era un manual de armas: tenía
descripciones generales de armas y luego una descripción detallada de armas
famosas: el martillo de Sherpú (con el que había tallado el mundo), la lanza de
Lexter el Grande, el estoque de Yulian V (un famoso rey de Barenibomur), el
escudo original de Alastair.... y por supuesto Lomheridan.
Los
otros dos libros hablaban sobre la forja de metales y el arte de la herrería.
En uno de ellos se hablaba largo y tendido de la forja de Lomheridan (en el otro tan sólo la comentaban de pasada),
explicando que había sido un trabajo muy bien realizado, casi único. Lo habían
realizado tres herreros de Cokuhe, trabajando conjuntamente, usando nuevas
técnicas que el cliente pidió. En lo que los dos libros coincidían era en que Lomheridan había sido un encargo expreso
de Rinúir-Deth, pagado con su primera paga como capitán del ejército de
Gaerluin. Dos de los tres herreros que habían fabricado a Lomheridan eran desconocidos. El tercero fue luego herrero de la
corte, un tipo llamado Jerson Faswom. Ya había muerto, y al parecer era el más
joven de los tres herreros que habían forjado a Lomheridan.
Drill
se pasó la mano por la cara, desesperado. Sus opciones se acababan.
No
le quedaba otra opción que robar la espada.
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