UNA
ESPADA LEGENDARIA
- I -
TURISMO POR ILHABWER
A
la mañana siguiente dejé Dsuepu, acompañando al vaquero que había contratado
mis servicios, así que no volví a ver a Bittor Drill en mucho tiempo. Me
despedí con buenos deseos y deseándole mucha suerte (sin saber cuánto iba a
necesitar una cosa y la otra).
No
supe nada de él hasta mucho tiempo después, así que lo que sigue es todo
transcripción de sus palabras, cuando pudo relatarme sus desventuras. Si
hubiese algún error o incongruencia, no creo que fuese elaborado por Drill de
forma premeditada ni intencionada: achacadlo más bien a las lagunas de memoria
típicas de la edad.
O a
la necesidad de su mente de olvidar, modificar o suavizar algunos pasajes de la
historia nada bonitos ni agradables.
Bittor
Drill pasó un par de días más en Dsuepu, organizando su misión y su viaje.
Había conseguido un asiento en una diligencia que partía desde la capital hasta
Velsoka, recorriendo todo el reino de Rocconalia. Había decidido empezar su
misión visitando el Museo de la Guerra, para ver la espada Lomheridan y si había alguna posibilidad de conseguirla prestada.
Una vez en Velsoka viajaría al reino de Gaerluin, para ver sobre el terreno el
Mausoleo de los Reyes, cercano a Cokuhe, en las montañas. Y después, sólo
Sherpú sabría cuáles serían sus siguientes pasos.
El
viaje hasta Velsoka le costó solamente cinco sermones (ventajas de viajar en diligencia con una compañía de bajo
nivel) y duró diecisiete días. La diligencia salió de Dsuepu, cruzó la frontera
entre Ülsher y Rocconalia (después de pasar el control de los caballeros de la
Orden), hizo escala en Yutem, paró en multitud de pueblos hasta llegar a Laqce
y bordeó el Bosque Espeso para hacer noche en Nafunovat. Allí cambiaron de
coche, porque en el que iban marchaba hacia Gaerluin, cruzando el río Thax. Con
la nueva diligencia marcharon hasta Ghuell y por último hasta Velsoka,
deteniéndose en muchos pueblos y aldeas entre medias.
Cuando
por fin llegó a Velsoka Drill estaba cansado del largo viaje. Tenía que
administrar bien el dinero que tenía (los quinientos sermones podían gastarse muy pronto si no tenía cuidado) pero
decidió que la siguiente vez que tuviese que recorrer medio continente de
Ilhabwer viajaría en diligencia directa, que sólo hacía escala en las ciudades
más importantes.
Buscó
una pensión discreta y sencilla y después fue hasta el servicio de diligencias:
compró un billete de vuelta por el mismo recorrido, para el día siguiente. No
necesitaba más de una noche en Velsoka. Volvería con la misma diligencia que le
había traído, hasta Nafunovat, desde donde cruzaría a Gaerluin, la siguiente
etapa de su viaje de reconocimiento.
Paseó
por la ciudad con tranquilidad, visitó la plaza del Ejército, el paseo de
Lindhìn, el palacio Real, el Alcázar y el parque de las Fuentes (entre otros
monumentos famosos de la capital de Rocconalia), cenó en una taberna que le
pareció decente y se marchó a su pensión, a descansar.
Al
día siguiente fue hasta el Museo de la Guerra, a contemplar sus tesoros y a
estudiar el más famoso de todos ellos: la espada Lomheridan.
No
había mucha gente en el museo, así que pudo pasear por él con tranquilidad. Su
diligencia no salía hasta las tres de la tarde de la cercana plaza del Mercado
Viejo, así que tenía tiempo de sobra. Comería enfrente del museo, donde había
visto que había varias tabernas y cantinas.
A
medio día se acercó por fin a la Sala de la Espada, como se conocía
popularmente a la estancia en la que se exponía Lomheridan. Allí era donde se concentraba más gente en todo el
museo. Era una sala circular, de mármol blanco. Tenía una sola entrada,
custodiada por altas columnas. La sala era altísima, terminada en una cúpula
decorada con grabados y con una linterna en el centro. La espada estaba
expuesta en el centro de la sala, sobre un soporte de metal que la mantenía en
pie, con la punta hacia abajo y la empuñadura hacia arriba. Una campana de
cristal la protegía y una valla de hierro de un metro la guardaba. En las
paredes redondas de la sala había colgados tapices con escenas de la vida de
Rinúir-Deth.
La
gente se apelotonaba alrededor de la espada, y Drill no fue menos. Era un arma
muy bonita, además de eficiente. Mediría unos ochenta centímetros de hoja, más la larga
empuñadura, suficiente para poder cogerla con las dos manos. La empuñadura
tenía forma de “T”, con el pomo redondeado y la zona para coger el arma de un
metal negro, brillante. Desde el final de la empuñadura salían dos líneas de
oro que ascendían por ella, en dos espirales que no se tocaban, llegando hasta
los dos lados de la guarda. Una vez allí, cada hilo de oro partía en una
dirección, recorriendo las dos astas de la guarda, por debajo, hasta el final
redondeado de cada una. Desde allí seguían hasta cada uno de los filos de la
hoja, donde terminaban su recorrido.
La vaina, de buen
acero pintado de granate, albergaba una hoja ancha, pulida y brillante. El filo
era fino y cortante. Era recta, hasta acabar afinándose a unos ocho dedos del final.
Drill
tuvo que reconocer que era una “llave” magnífica, imposible de copiar. Tenía
adornos muy detallistas (como la forma redondeada al final de cada asta de la
cruz, o los hilos de oro que recorrían la empuñadura en espiral) que hacían que
ninguna otra espada funcionase en el sepulcro de Rinúir-Deth.
Se
acercó a uno de los cuatro guardias que había distribuidos por la sala (que
Drill había visto nada más entrar, con el rabillo del ojo, benditos fuesen sus
sentidos de mercenario, wen por
ellos) y se dirigió a él.
- Atienda,
¿podría hablar con el director del museo? – preguntó amablemente.
-
El señor Dumarus está ocupado – fue la automática respuesta. – ¿Para qué quiere
verle?
-
Bueno, es con relación a la espada – dijo Drill, señalando por encima del
hombro. – Soy de una asociación de reconstrucción de la guerra, llamada Amigos
de los Nueve Reinos, y quería saber si la espada podría estar disponible para
la fiesta de nuestro décimo aniversario – improvisó Drill, mintiendo con
soltura. – Sería una buena forma de agradecer a todos nuestros socios su apoyo,
¿sabe usted? Que pudieran ver de cerca la espada de Rinúir-Deth....
-
La espada no está disponible – contestó el guardia, impasible. – Si quiere
verla de cerca puede hacerlo en esta sala.
-
Ya, lo comprendo, pero sería muy costoso traer a todos nuestros socios hasta
aquí.... ¿No habría ninguna manera de poder trasladar la espada?
-
No la hay – contestó el guardia, desagradable.
-
Sólo sería por un día. No queremos hacerle nada malo. Habría vigilancia del
museo controlándola.
-
Lo lamento, señor, pero la espada no está disponible – dijo el guardia, mirando
por fin a Drill. – No sale nunca del museo, ni siquiera los restauradores
pueden acercarse a ella sin escolta. Sólo se saca de su urna cuando hay que
limpiarla y revisarla, y siempre va acompañada por guardias del museo,
alguaciles de la ciudad de Velsoka y caballeros de la Orden de Alastair. Y
nunca sale del museo.
El
guardia había terminado su discurso con agresividad. Drill asintió con
tranquilidad, dándole las gracias al guardia por su atención.
Se
dirigió a la salida de la Sala de la Espada, caminando con tranquilidad, con la
mirada distraída, pero sin parar de pensar y de elucubrar dentro de su cabeza.
Estaba
claro que la espada no se sacaba del museo, ni prestada ni vigilada. Ni
siquiera custodiada por guardias o alguaciles. Estaba claro que no podía
robarla: estaba demasiado vigilada.
Entonces,
¿cómo demonios iba a conseguirla?
Salió
del museo y cruzó la calle, consultando la hora en el reloj que había en la
fachada del museo. Tenía un par de horas para comer. Entró en una cantina para
beber algo y degustar un asado de faisán (algo que le gustaba muchísimo, pero
que no podía disfrutar muy a menudo, debido a su elevado coste). Después salió
de allí, recogió sus cosas de la pensión y se marchó a la plaza del Mercado
Viejo, de donde salía su diligencia.
El
cochero lo saludó, recordándolo del viaje anterior. Drill dejó su bolsa de
viaje en el techo del carruaje y se metió dentro. Al parecer viajaba solo, lo
que agradeció: así podría poner en orden sus pensamientos con tranquilidad.
Mientras
la diligencia viajaba hacia Ghuell, la primera etapa del viaje, lloviendo todo
el camino, Drill le dio vueltas a la idea de conseguir la espada. Pero no llegó
a ninguna conclusión aceptable. Lo único que sacó en claro fue que era
imposible conseguirla.
Hicieron
noche en un pueblecito a medio camino y al día siguiente siguieron hasta
Ghuell, donde otros dos viajeros subieron al coche: una dama joven, elegante y
bella y un anciano vestido con traje, tocado con un sombrero aristocrático y
armado con un maletín. A su lado, Drill parecía un pordiosero, vestido con sus
pantalones de pana gris y su jubón verde de algodón, con las botas de ante
desgastadas y sucias.
Drill
entabló conversación con ellos, intentando quitarse de la cabeza sus
preocupaciones.
La
joven, llamada Jysabel, era una dama de cría que viajaba a Nafunovat para
encargarse de los niños de una buena familia. Trabajaría con ellos como
institutriz. Parecía bondadosa y firme.
El
anciano era un vendedor ambulante, un representante de hierros y metales. Se
llamaba Bestern y encarnaba a una agrupación de herreros de Epuqeraton, en el
reino de Darisedenalia. Habían formado una cooperativa y estaban desarrollando
una nueva forma de trabajar el metal, creando nuevas aleaciones.
-
Ya hemos hecho tratos con los reyes de cada reino del continente – explicaba,
ufano. – Los sermones de Ilhabwer se
fabrican ya con nuestra nueva tecnología. ¿Tienen por ahí una moneda?
Drill
echó mano a la faltriquera, donde llevaba algunas monedas sueltas (el resto de
los quinientos sermones iban bien
guardados en su equipaje). Le tendió una homilía,
como se conocía popularmente a la moneda de cinco sermones.
-
Bien, gracias. Esta moneda es de las antiguas, todavía de curso legal – empezó
a explicar el anciano, con voz de experto, pero no con arrogancia. Drill pensó
que aquella moneda vieja era algo esperable de Karl Monto: seguro que el
hombrecillo tenía un gran montón de monedas guardadas debajo del colchón o
escondidas bajo una tabla del entarimado del suelo. – Es una moneda de cobre,
resistente y útil. Sin embargo, mis patrones han perfeccionado una nueva
técnica para la confección de monedas.
Acto
seguido sacó una homilía de su
bolsillo. Tenía el mismo tamaño y el mismo color rojizo. Sin embargo, quizá
pesaba un poco más.
-
Éstas son las nuevas monedas de curso legal. Son idénticas a las antiguas, como
pueden comprobar – dijo, dejando que Drill y la joven dama observasen las dos
monedas a la vez, tocándolas y viéndolas de cerca. – La antigua es por entero
de cobre. La nueva, diseñada por mis patrones herreros, es de acero, con un
baño de cobre. Esto las hace tener el mismo aspecto que las monedas antiguas,
pero son más resistentes y más baratas, pues llevan mucho menos cobre que las
antiguas.
Drill
compuso una mueca y asintió, alzando las cejas, admirado. Las dos monedas eran
idénticas, quizá un poco más pesada la nueva, pero apenas se apreciaba.
- Y
también hemos modernizado las salmodias,
las de diez y veinte sermones –
siguió el hombre, rebuscando en su maletín. – Creo que tengo por aquí
alguna.... ¡Aquí! Vean....
Era
una moneda de diez sermones, de unos
seis centímetros de diámetro, grande y dorada. Tenía el borde festoneado
(ondulado) y la efigie de Tterry II, el rey de Darisedenalia.
-
Estas monedas, igual que las de veinte sermones,
antes se hacían de acero bañado en oro de dieciocho quilates. Eso les hacía
valiosas, pero también muy caras. Mis patrones han ideado otro método, para
abaratarlas, como han hecho con las homilías
– explicó el anciano, con tono misterioso. – En lugar de bañar con oro las salmodias de acero de diez y veinte sermones, se bañan primero en cobre y
luego en zinc, un metal muy abundante y barato. Después, calentándolas en seco,
el cobre y el zinc se amalgaman dando latón, de color dorado. Las monedas
mantienen su color pero no usamos oro, mucho más caro que el cobre y el zinc.
-
Una idea muy buena – dijo Drill, acariciando la moneda grande.
-
Pero no sólo harán monedas.... – insinuó la dama.
-
No. Hemos desarrollado nuevos métodos para trabajar el hierro, el acero y el
bronce – contestó el anciano vendedor. – Ahora mismo estoy viajando para
presentarlos, para convencer a la mayoría de los herreros del continente de que
los adopten. Implica una inversión por su parte, pues hay que cambiar diversas
partes de la herrería y la fragua, pero los beneficios se consiguen a corto
plazo.
-
¿Y usted? ¿A qué se dedica? – dijo Jysabel, interesada, mirando a Drill.
-
Soy mercenario de Dsuepu. Estoy empezando una nueva misión.
-
¡Vaya! ¡Un mercenario! – dijo la joven, ilusionada e impresionada. – Nunca
había conocido a un mercenario....
-
¿De verdad? – preguntó el anciano, sorprendido.
-
Sí. Nunca he coincidido con ninguno – dijo la mujer, con un tono de voz que
hacía parecer a los mercenarios personas curiosas e insólitas.
-
Bueno, pues no somos artículos de lujo, señora.... – bromeó Drill. – Estamos
repartidos por todo el continente.
- Y
no podrá contarnos nada de su misión, supongo.... – opinó Bestern.
-
Me temo que no mucho. Simplemente tengo que proteger un objeto de mi cliente, y
por ahora estoy investigando sobre el lugar más adecuado para dejarlo
escondido.
-
Supongo que las grandes cajas de seguridad de Arrash no son suficientes, ¿no? –
bromeó el anciano.
-
Me temo que no – contestó Drill, con la mueca torcida que él llamaba sonrisa.
El
viaje continuó de forma apacible y entretenida, manteniendo los tres una
conversación animada. Eran personas interesantes para sus interlocutores, así
que no se les acabaron los temas de conversación. El anciano les contó todos
los trabajos que había tenido a lo largo de su larga vida (caballerizo,
carpintero de ataúdes, vendedor de caballos, de carromatos, de simientes para
huerto, de vestidos de novia, de telas y encajes....). La joven les habló de
varios niños a los que había cuidado, siempre de la alta sociedad, y tenía
multitud de historias con ellos y de chismes sobre los nobles y famosos. Drill
los deleitó con historias de sus trabajos pasados, de los que ejecutó en
solitario o acompañado por mí y por Kéndar-Lashär. Fue él el que informó a sus
compañeros de viaje de que el gran héroe mercenario había muerto trágicamente.
Tres
días después llegaron a Nafunovat, donde la dama y Drill se apeaban. El viejo representante
continuaba hacia Yutem, así que los tres se despidieron con amabilidad.
-
Buena suerte en su nuevo trabajo, señorita – se despidió el anciano desde la
ventanilla de la nueva diligencia. – Y usted, señor Drill, buena suerte en su
misión. Que sea exitosa.
-
Eso espero con ganas – contestó el mercenario.
-
Tengan, un regalo de la casa – dijo Bestern, sacando dos homilías por la ventana, entregándole una a cada uno. – Son de las
nuevas. Guárdenlas o gástenlas, como quieran, pero háganme publicidad. ¿Les
importa?
-
Ni mucho menos.
-
Ofrezco gratitud y deseo prosperidad.
-
Ofrecemos y deseamos igual, wen a eso
– contestó Drill, sonriendo con su mueca extraña. Jysabel sonreía a su lado,
dulcemente.
Los
dos se alejaron de la diligencia, andando hacia la fuente de la plaza cercana.
-
Aquí nos separamos. Le ofrezco gratitud y le deseo prosperidad, señor
mercenario – dijo Jysabel.
-
Igual a usted, señorita. Adiós.
La
institutriz se alejó, con paso comedido y elegante.
Drill la miró irse, divertido: nadie sabe
los extraños compañeros de viaje que va a encontrar en la vida.
El
paréntesis había pasado. Ya eran primeros de abril y Drill tenía que volver a
plantearse sus problemas: cómo conseguir la espada de Rinúir-Deth.
Mientras
pensaba que aquella misión era imposible y que al final tendría que acabar
tirando la caja a un pozo (como había pensado desde el principio) compró un
pasaje en la diligencia que iba hasta Badir, en el vecino reino de Gaerluin. La
diligencia no salía hasta dos días después de su llegada a Nafunovat, así que
Drill tuvo que hacer dos noches en la ciudad.
Había
mercado en la ciudad, un gran mercado en el que se daban cita la mayor parte de
los hortelanos y ganaderos de la zona. Había incluso gente que había venido de
más allá del Bosque Espeso. Drill aprovechó las dos mañanas que pasó en
Nafunovat para pasearse por el gran mercado, que ocupaba varias calles
periféricas y un gran descampado cubierto de hierba que había a las afueras de
Nafunovat, al sudeste.
Drill
aprovechó para comprar fruta fresca, que degustó con placer mientras estuvo en
la ciudad. Con previsión compró también cecina de vaca y un queso seco y
fuerte: los dos fueron a parar a su mochila, entre la ropa de repuesto que
llevaba guardada allí, junto a su espada y su hacha.
Drill
llevaba todo el viaje desarmado (a excepción de un machete que llevaba siempre
en la cintura del pantalón, en la espalda), pero no se sentía incómodo. Yo me
hubiese vuelto loca, sin llevar mi espada colgada en la cadera izquierda, pero
Drill no la necesitaba. Ésa era una de las características de mi viejo yumón que le habían hecho el mejor
cuando era joven: se sentía tranquilo sin su arma, no la necesitaba para
ejecutar su misión. Drill era un mercenario que trabajaba con su mente y su
inteligencia, más que con sus músculos. Pero lo bueno era que no tenía miedo ni
problema cuando había que usar la espada.
Visitó
los monumentos típicos de Nafunovat (la Plaza de los Conquistadores, la fuente
de Dimac III, el Paseo de la Lluvia, el barrio Kulthus....) hasta el miércoles,
cuando la diligencia que debía coger llegó a la ciudad desde Dsuepu.
El
coche iba lleno y Drill prefirió no entablar conversación con el resto de
pasajeros. Había mucha gente, que hablaba animadamente entre todos: habían
compartido la diligencia desde hacía muchos kilómetros, así que había ya cierta
complicidad entre ellos. Drill decidió que no quería conocer más gente, que no
quería meterse en más conversaciones triviales: bastante lío tenía ya en la
cabeza como para aliñarlo con frivolidades de desconocidos....
Al
amanecer del siete de abril llegaron a Badir, la capital de Gaerluin. A
diferencia de Velsoka, la capital de Rocconalia, Badir era una villa ostentosa
y rica. Las calles estaban adoquinadas, todas tenían aceras a los lados para el
tránsito de peatones, había multitud de palacios y mansiones, las casas eran de
buena factura y construcción....
Estaba
claro que Gaerluin era un reino próspero.
Gaerluin
era uno de los reinos pequeños de Ilhabwer, pero era el tercero más rico,
después de Barenibomur y Escaste, que eran parecidos. Su riqueza provenía casi exclusivamente
de los minerales que extraían de la parte sur de la cordillera de las Colinas
Grises y de los placeres de perlas que “cultivaban” en sus costas. Por
supuesto, las ostras de Gaerluin eran muy apreciadas y demandadas en todo el
continente de los Nueve Reinos.
Usó
todo un día para viajar hasta Cokuhe, la otra gran ciudad de Gaerluin, al pie
de las Colinas Grises. Viajó en un gran carro comunitario, tirado por media
docena de corceles blancos. El viaje fue cómodo y no se hizo muy largo, a pesar
de la lluvia, aunque era de noche cuando llegaron a la ciudad minera. Drill
buscó una pensión cómoda y barata y durmió como un tronco.
Era
mediodía cuando se dirigió por el camino del este hacia las montañas, saliendo
de la ciudad. Había mucha gente que recorría aquel camino, a caballo, en carro
o a pie como Drill. Muchos se desviaron del camino, abandonando la ruta usando
los senderos que conectaban con la media docena de pueblos que había por la
zona. Sin embargo, aunque mucha gente estaba utilizando el camino real para
volver a su pueblo desde la capital, un gran grupo llevaba el mismo destino que
Drill: el Mausoleo de los Reyes.
El
Mausoleo de los Reyes estaba a unos treinta kilómetros de Cokuhe, entre las
laderas de las Colinas Grises. Era un amplio monumento, con forma de pirámide
truncada, con varios pisos como escalones gigantes. Como Drill pudo comprobar
por el gran número de personas que había en el camino, era un monumento muy
visitado.
Estaba
en un pequeño valle entre montañas. El camino del este de Cokuhe desembocaba en
él, y desde el mausoleo salían otros dos caminos, uno hacia el norte y otro
hacia el sur, que conectaban con sendos pueblos, donde los turistas podían
hacer noche en alguna de las múltiples posadas y comer a buen precio.
La
entrada del mausoleo estaba abierta, y custodiada por dos caballeros de la
Orden de Alastair, fuertemente armados. Sin embargo la entrada era libre: Drill
vio a muchos turistas entrar sin problemas, con soltura. El mercenario no se
inmutó y entró también en la pirámide.
Era
un edificio inmenso, de unos treinta y cinco metros de altura, con cinco
plantas distintas. Por dentro era un laberinto, lleno de pasillos y corredores
iluminados por antorchas en las paredes. Dentro también había caballeros de la
Orden, encargados de mantener la disciplina en la pirámide. Había escaleras
para poder ir de un piso a otro y que los turistas pudiesen visitar la tumba
que buscaban.
Drill
pensó en preguntar a uno de los caballeros por la tumba de Rinúir-Deth, pero se
abstuvo. Siguió a una familia (papá, mamá, hijo mayor, hija mediana e hijo
pequeño) con tranquilidad, adivinando por sus entusiastas comentarios que
buscaban la misma tumba que él.
Los
seis llegaron hasta la tumba del gran héroe de guerra, situada en el segundo
piso, hacia el sur. Estaba rodeada de gente. Era la primera tumba a la derecha
en un amplio y largo corredor. La puerta era de mármol blanco y estaba tallada
con molduras y enredaderas. Una placa a su izquierda nombraba al “inquilino” y
explicaba brevemente su historia.
La
puerta estaba cerrada.
Mientras
la gente de alrededor de la puerta leía el cartel y comentaba lo que sabía
sobre Rinúir-Deth, Drill observó la cerradura con detenimiento y ojo experto.
Era un agujero con forma de cruz. Los brazos laterales de la cruz eran rectos
(sólo Sherpú sabía cómo eran los dientes de aquellos brazos) pero los otros dos
tenían formas extrañas: el brazo superior tenía una forma sinuosa, casi como
una “S” (con una curvatura extraña) y el brazo inferior tenía ángulos rectos y
agudos muy pronunciados. Drill inclinó la cabeza hacia un lado, imaginando la
llave que abría aquella cerradura. Ahora comprendía perfectamente por qué era
imposible de copiar.
Posó
la mano distraídamente en la puerta de mármol, tentándola. Por supuesto era
resistente y Drill no imaginó cómo podría forzarla. La única manera de entrar
en la tumba era abriendo la puerta, con una llave imposible de copiar y de
conseguir. Resoplando se fue de allí con la cabeza baja.
En
la entrada (por la que seguía entrando gente, a pesar de que ya era media tarde
y seguía cayendo una lluvia fina) se detuvo frente a uno de los guardias que la
custodiaban.
-
Buenas tardes – saludó. El caballero se cuadró, colocando su puño derecho (con
el pulgar abrazado por los otros dedos) en el peto de su armadura, golpeando
con fuerza.
-
Buenas tardes, señor – contestó con voz enérgica.
-
Caballero, ¿hay alguna forma de visitar las tumbas? – preguntó el mercenario.
-
Me temo que no, señor. A menos que seáis familiar de alguno de los enterrados,
señor – contestó el caballero, amable.
-
No, no lo soy.... – contestó Drill, pensando que aquella podría ser la
solución, esperanzado. Luego cayó en la cuenta de que Rinúir-Deth había muerto soltero
y sin hijos, y si había tenido algún hermano o hermana ahora vivían en el
anonimato. Otra opción que se le escapaba. –
¿No hay ninguna otra manera?
-
Lo siento, señor, pero no la hay – volvió a contestar solícito el caballero.
Sin embargo, Drill notó que el tono había cambiado ligeramente, más interesado.
El otro caballero movió sus ojos, anteriormente fijos al frente, para lanzarle
una mirada valorativa.
Empezaba
a llamar la atención de los guardias y eso no era bueno. Se tocó la sien con
dos dedos estirados y sonrió (con la mueca extraña), despidiéndose.
-
Bueno, me conformaré con ver las puertas de las tumbas. Gratitud y prosperidad.
-
Lo mismo a usted, wen a eso –
contestó el guardia. Drill se alejó de la pirámide con tranquilidad,
consiguiendo que los guardias se olvidaran pronto de él.
Drill
volvió por el camino del este (pero en sentido oeste) para salir de la
cordillera. Meneó la cabeza, poniéndose un gorro gris de lana, para protegerse
de la lluvia, suspirando desalentado.
¿Es
que nada iba a ser fácil en aquella estúpida misión?
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