Ramón era un ratón de campo, un animal
tranquilo, campechano, bonachón y muy casero. Vivía en una ratonera con sus
padres, en una casa en el campo. Era una granja que unos humanos cuidaban y
trabajaban, llena de animales, de huertos y de aperos de labranza y de cría.
Ramón era el más pequeño de sus
hermanos, que habían dejado ya la casa de sus padres y se habían ido a vivir su
vida. Los padres de Ramón no querían que se fuera a vivir por su cuenta, porque
era su ratoncito, su pequeñín. Era el benjamín de la familia y no querían que
nada malo le ocurriese.
- Hijo mío – le decía su madre con
ternura – no eres como tus hermanos. Tú eres mucho más sensible que ellos,
mucho más tranquilo. La gran ciudad no es para ti. Tu padre y yo te queremos
mucho y no nos importa que te quedes toda la vida en casa con nosotros.
Pero Ramón sentía envidia de sus
hermanos. Y, a pesar de darle un poco de miedo, tenía muchas ganas de visitar
la gran ciudad, ver los edificios enormes que los humanos construían,
maravillarse con los millones de colores y de olores que sus hermanos contaban
que podían verse y olerse. Quería sentir el extraño suelo duro con que los
humanos cubrían el suelo (muy diferente a la tierra, al barro y a la roca que
Ramón conocía) y vivir la vida ratonil que latía en la gran ciudad, muy
diferente de la del campo.
Ramón no se engañaba: él era un ratón de
campo, como su padre y como lo fue su abuelo. Era muy distinto a sus hermanos,
mucho más modernos que él. Ramón era feliz en el campo, era feliz con una vida
tranquila y relajada. La perspectiva de vivir en la ciudad le daba mucho miedo
y le intranquilizaba, pero por otro lado su leve espíritu aventurero (que le
venía de la rama materna de su familia, de sus abuelos) le chinchaba para que al menos lo probase, para que visitase la gran
ciudad, para que viese sus maravillas y sus prodigios y pudiese contarlos
durante el resto de su vida a sus hijos y sus nietos, cuando viviese asentado y
tranquilo en el campo.
- ¿Tú en la gran ciudad? – le preguntó,
con tono de broma, su hermano mayor Guillermo, la vez siguiente que fue a
visitar a sus padres a la granja. – Tú no estás hecho para vivir en la ciudad,
Ramón. Te volverías loco.
- ¿Tú crees? – contestó Ramón, un poco
molesto por la actitud de su hermano. – ¿Y cuánto tiempo crees que aguantaría
en la gran ciudad sin volverme loco?
- ¿Tú? Ni una semana....
- Muy bien. Te demostraré que puedo
aguantar dos meses – dijo Ramón, orgulloso. – Es el tiempo suficiente para
trabajar duro y ahorrar el dinero suficiente para que madre y padre puedan
retirarse. Yo me encargaré de nuestra granja entonces, cuando nuestros padres
estén jubilados y merecidamente retirados.
- Si tus motivos son tan nobles, Ramón,
espero que todo te salga bien – dijo su hermano Guillermo, cambiando el tono.
Estaba serio y orgulloso de él. – Es más, yo mismo te acompañaré a la gran
ciudad cuando emprenda el camino de vuelta y te echaré una mano cuando estemos
allí. Perdona mis chistes y mi soberbia de antes, Ramón.
- No tienes por qué pedirme disculpas –
contestó Ramón, conciliador. Al fin y al cabo su hermano sólo había dicho la
verdad. Ni siquiera él estaba seguro de que pudiese aguantar en la ciudad.
Y así fue como, una semana después,
Ramón acompañó a su hermano mayor Guillermo a la gran ciudad, una vez que las
vacaciones de éste se acabaron y tuvo que volver al trabajo.
Ramón se despidió de sus padres con
sendos abrazos fuertes y largos. A punto estuvo de llorar, pero contuvo las
lágrimas, pues al fin y al cabo se iba a la gran ciudad por decisión propia.
Además, pensaba volver a la granja en cuanto hubiese ahorrado el dinero
suficiente para que sus padres pudiesen vivir sin trabajar el resto de sus
vidas.
- Toma, hijo mío – le dijo su madre al
despedirse, entregándole una bolsa bandolera de tela, confeccionada por ella
misma. – Un ratón honrado y trabajador necesita una bolsa para llevar el
almuerzo y para parecer más respetable.
- Gracias madre – contestó Ramón,
abrazándola.
- Ramón, no tengo nada que darte, salvo
un consejo. Trabaja duro, hijo, pero no trabajes en cualquier cosa. Ama lo que
hagas y haz lo que ames.
- Gracias padre – contestó Ramón,
emocionado, y lo abrazó. Después empezó a caminar, acompañado por su hermano,
despidiéndose de sus padres con la mano, mirando hacia atrás hasta que la
granja se perdió de vista.
Ramón viajó hasta la gran ciudad con una
mezcla de emociones, aunque la que predominaba era el nerviosismo. Estaba
haciendo lo que quería, pero estaba preocupado por lo que iba a encontrar y
cómo iba a reaccionar ante ello.
Pero todas sus dudas se esfumaron cuando
llegaron a la ciudad. Ramón se quedó embelesado al ver los grandes edificios de
hormigón y cristal, el bosque de piernas humanas que se movían por las aceras
de asfalto (tan diferente de la arena, el barro y la roca a los que él estaba
acostumbrado), los centenares de vehículos metálicos y brillantes que rugían y
corrían rodando por la calzada. Gracias a que Guillermo iba con él y lo dirigió
por aquel laberinto, si no Ramón se hubiese perdido, distraído ante tanta
maravilla.
- Tengo un sofá de sobra en mi casa – le
dijo Guillermo, haciendo que Ramón dejase de mirar alrededor por primera vez
desde que entraron en la ciudad. – Si quieres puedes quedarte allí a dormir el
tiempo que quieras quedarte en la ciudad....
- Muchas gracias, hermano, pero quiero
buscarme la vida por mí mismo – contestó su hermano pequeño. – Buscaré alguna
pensión o algún sitio donde quedarme, no te preocupes....
- Claro que me preocupo – le contestó
Guillermo. Después suspiró. – Si lo que quieres es eso, no puedo convencerte de
otra cosa. Sólo recuerda dónde vivo y ven a verme cuando necesites algo, lo que
sea. ¿Vale?
- Vale – le dijo Ramón, agradecido. Se
dieron un abrazo cariñoso y luego se separaron.
Ramón caminó por los callejones de la
ciudad, donde los ratones tenían su barrio propio, con cierto miedo al cruzarse
con algunos individuos de muy malas pintas. Entabló conversación al fin con
otro ratón de aspecto honrado, que le indicó una pequeña pensión en el sótano
de un hotel, un lugar limpio y barato. Ramón fue hasta allí.
La pensión para ratones consistía en una
serie de cajas de cartón llenas de ropa vieja del hotel (sábanas, manteles,
cortinas....) almacenadas en el sótano, al lado de la caldera. El precio era
razonable, las habitaciones eran cómodas y la encargada (una rata vieja y gris,
gorda y simpática) a Ramón le pareció de fiar.
Ramón se acomodó en su
habitación, una de las cajas, y se acostó temprano, cansado por el viaje. Pero
aun así, tardó mucho tiempo en dormirse, nervioso y excitado por la aventura
que tenía ante él.
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