Al día siguiente Ramón salió a la calle
muy temprano, decidido a encontrar un buen trabajo.
El ritmo de la ciudad no había cambiado:
todo parecía ir muy rápido y muy escandaloso. Ramón resopló, intimidado: ya
echaba de menos la tranquilidad y el sonido del silencio en el campo.
Correteó por el asfalto, escondiéndose
de los humanos (como le había indicado su hermano la noche anterior),
fijándose en todos los carteles de las tiendas, buscando alguna en la que se
buscase empleado o aprendiz.
Al fin, a media mañana, después de
corretear durante horas, llegó a un taller de carpintería, muy amplio y grande.
Tenía la puerta abierta
y el olor
dulzón del serrín y de la
madera
salía a la calle. Ramón se sintió tentado y entró.
Era un taller muy grande, con grandes
mesas en las que había muchos objetos de madera. En otras partes del taller
había tablas grandes y varas largas de madera, esperando con paciencia a que el
maestro carpintero las trabajase y transformase en mesas, sillas, armarios y
caballitos de balancín.
El serrín cubría el suelo (con un olor
dulce que hizo que se le sacudiesen los bigotes a Ramón) y pegotes de barniz
brillaban aquí y allá (que le hicieron arrugar el diminuto hocico, con su olor
fuerte y penetrante). Ramón se encaramó a una estantería repleta de cajones
sueltos, que descansaban en sus baldas esperando a que los introdujeran en sus
respectivos armarios, todavía por terminar, y observó desde allí al maestro
carpintero.
Le vio serrar, lijar, clavar, pulir y
barnizar. Le vio crear muebles y puertas a partir de tablas de madera. Y todo
aquello le gustó. El olor, el tacto y el sonido de la madera le cautivaron.
- ¿Qué haces tú aquí? – escuchó de
repente una voz a su lado.
Ramón se giró y descubrió un gato
encaramado a la estantería, en la misma balda que él. Era un gato de color
marrón rojizo, grande y pesado. Tenía abundante pelo, blanco y de grandes
mechones en el vientre y denso y de color marrón en la espalda y las patas. Sus
ojos verdes eran grandes.
- Hola – contestó Ramón, bastante
tranquilo. El gato no parecía peligroso. – Me llamo Ramón y soy un ratón de
campo. He venido a la ciudad en busca de un oficio al que dedicarme.
- ¡Vaya! Bienvenido, entonces.... – dijo
el gato con amabilidad. – Ya me habías parecido un ratón un poco raro: sabía que
eras un forastero. ¿Del campo, dices?
- Sí, vivo en una granja, con mis
padres.
- ¿Y qué haces aquí? – le dijo el gato,
extrañado.
- Busco un trabajo, como te he dicho.
Quiero ganar dinero para que mis padres puedan dejar de trabajar en la granja:
son ya mayores.
- Eso es muy bonito. ¿Y has venido a la
ciudad para encontrar trabajo? – le dijo el gato, sorprendiéndose. – Eres muy
valiente, entonces.
- Oh, no te creas....
- Sí que lo eres – le dijo el gato,
asintiendo, con vehemencia. – No sabes lo peligrosa que es la ciudad, sobre
todo para un ratón de campo como tú.
- ¿Ah, sí? – se interesó Ramón,
olvidando al maestro carpintero y mirando al gato siberiano con mayor interés.
– ¿Y por qué?
- Porque se os reconoce en seguida –
respondió el gato, amable. – Cualquiera puede ver que eres un forastero y
tratará de engañarte. O peor, de comerte.
- ¡¿Comerme?! – se asustó Ramón.
El gato asintió, con una mueca de pena.
- La ciudad es muy peligrosa. Hay
animales muy fieros, que se comen a los ratones: perros, ratas, hurones.... y
gatos. Tienes que tener mucho cuidado.
- ¿Y qué puedo hacer? – preguntó Ramón,
a quien se le había esfumado todo el valor con el que había salido de la
pensión aquella mañana.
- ¿Tienes dónde quedarte a dormir? –
Ramón asintió, abriendo la boca para explicarle a aquel gato tan majo dónde
estaba su pensión. – Pues olvídate de ese sitio. A partir de ahora te quedarás
en el taller. Hay mucho sitio y el maestro carpintero ni se enterará de que
estás aquí. Así estarás protegido y podrás verle trabajar para aprender el
oficio. ¿Te gustaría ser carpintero, verdad?
- Bueno.... – contestó Ramón, preocupado
por los peligros de la ciudad y olvidadas sus ganas de encontrar un oficio.
- Ven, sígueme, te llevaré a tu nuevo
hogar. Verás cómo te gusta – dijo el gato siberiano, bajando de la estantería
con elegancia. Ramón lo siguió con cuidado, pasando de balda en balda despacio,
para no caerse.
Una vez en el suelo siguió al gato
marrón, que lo condujo hasta un rincón del taller, entre maderas embaladas y
armarios con herramientas. Allí había una cesta grande, con cojines, un plato
de plástico con restos de comida y un cajón con arena limpia.
- Pero esto.... ¿no es donde tú vives? –
preguntó Ramón, extrañado.
- Sí – respondió el gato, ufano. – No me
gusta comer en otro sitio.
Entonces abrió la boca y enseñó los
dientes, goloso. Ramón comprendió el engaño al instante, componiendo una mirada
de terror, para salir corriendo a continuación.
El gato siberiano le había cerrado el
paso, así que Ramón corrió hacia la cesta con cojines que había en el rincón,
colándose debajo. El gato llegó maullando hasta allí, sacudiendo la cesta con
las garras. Ramón se escondió entre los mimbres, asustadísimo, sin saber qué
hacer.
El gato sacudió la cesta y la golpeó,
lanzándola contra la pared y dándole la vuelta. Ramón salió disparado por el
aire, aterrizando en el plato de comida, lleno de una pasta apestosa de comida
para gatos. Salió de allí corriendo sobre sus cuatro patitas, galopando por el
suelo del taller. El gato lo alcanzó en cuatro zancadas y lo zarandeó por el
suelo, con sus garras, jugando con él. La plasta de comida para gatos que
cubría completamente a Ramón se llenó de pelusas y serrín del suelo. El gato se llevó al ratón a
la boca, pero lo escupió asqueado al notar el serrín. Ramón aprovechó para
salir corriendo, asustado, mareado, sucio y babeado. Pero consiguió escapar,
porque el gato siberiano seguía ocupado escupiendo trocitos de serrín y pelusas
de polvo.
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