martes, 5 de noviembre de 2013

Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de Cabeza (2 de 6)

Al día siguiente Ramón salió a la calle muy temprano, decidido a encontrar un buen trabajo.
El ritmo de la ciudad no había cambiado: todo parecía ir muy rápido y muy escandaloso. Ramón resopló, intimidado: ya echaba de menos la tranquilidad y el sonido del silencio en el campo.
Correteó por el asfalto, escondiéndose de los humanos (como le había indicado su hermano la noche anterior), fijándose en todos los carteles de las tiendas, buscando alguna en la que se buscase empleado o aprendiz.
Al fin, a media mañana, después de corretear durante horas, llegó a un taller de carpintería, muy amplio y grande. Tenía  la  puerta  abierta  y  el  olor dulzón  del serrín y de la
madera salía a la calle. Ramón se sintió tentado y entró.
Era un taller muy grande, con grandes mesas en las que había muchos objetos de madera. En otras partes del taller había tablas grandes y varas largas de madera, esperando con paciencia a que el maestro carpintero las trabajase y transformase en mesas, sillas, armarios y caballitos de balancín.
El serrín cubría el suelo (con un olor dulce que hizo que se le sacudiesen los bigotes a Ramón) y pegotes de barniz brillaban aquí y allá (que le hicieron arrugar el diminuto hocico, con su olor fuerte y penetrante). Ramón se encaramó a una estantería repleta de cajones sueltos, que descansaban en sus baldas esperando a que los introdujeran en sus respectivos armarios, todavía por terminar, y observó desde allí al maestro carpintero.
Le vio serrar, lijar, clavar, pulir y barnizar. Le vio crear muebles y puertas a partir de tablas de madera. Y todo aquello le gustó. El olor, el tacto y el sonido de la madera le cautivaron.
- ¿Qué haces tú aquí? – escuchó de repente una voz a su lado.
Ramón se giró y descubrió un gato encaramado a la estantería, en la misma balda que él. Era un gato de color marrón rojizo, grande y pesado. Tenía abundante pelo, blanco y de grandes mechones en el vientre y denso y de color marrón en la espalda y las patas. Sus ojos verdes eran grandes.
- Hola – contestó Ramón, bastante tranquilo. El gato no parecía peligroso. – Me llamo Ramón y soy un ratón de campo. He venido a la ciudad en busca de un oficio al que dedicarme.
- ¡Vaya! Bienvenido, entonces.... – dijo el gato con amabilidad. – Ya me habías parecido un ratón un poco raro: sabía que eras un forastero. ¿Del campo, dices?
- Sí, vivo en una granja, con mis padres.
- ¿Y qué haces aquí? – le dijo el gato, extrañado.
- Busco un trabajo, como te he dicho. Quiero ganar dinero para que mis padres puedan dejar de trabajar en la granja: son ya mayores.
- Eso es muy bonito. ¿Y has venido a la ciudad para encontrar trabajo? – le dijo el gato, sorprendiéndose. – Eres muy valiente, entonces.
- Oh, no te creas....
- Sí que lo eres – le dijo el gato, asintiendo, con vehemencia. – No sabes lo peligrosa que es la ciudad, sobre todo para un ratón de campo como tú.
- ¿Ah, sí? – se interesó Ramón, olvidando al maestro carpintero y mirando al gato siberiano con mayor interés. – ¿Y por qué?
- Porque se os reconoce en seguida – respondió el gato, amable. – Cualquiera puede ver que eres un forastero y tratará de engañarte. O peor, de comerte.
- ¡¿Comerme?! – se asustó Ramón.
El gato asintió, con una mueca de pena.
- La ciudad es muy peligrosa. Hay animales muy fieros, que se comen a los ratones: perros, ratas, hurones.... y gatos. Tienes que tener mucho cuidado.
- ¿Y qué puedo hacer? – preguntó Ramón, a quien se le había esfumado todo el valor con el que había salido de la pensión aquella mañana.
- ¿Tienes dónde quedarte a dormir? – Ramón asintió, abriendo la boca para explicarle a aquel gato tan majo dónde estaba su pensión. – Pues olvídate de ese sitio. A partir de ahora te quedarás en el taller. Hay mucho sitio y el maestro carpintero ni se enterará de que estás aquí. Así estarás protegido y podrás verle trabajar para aprender el oficio. ¿Te gustaría ser carpintero, verdad?
- Bueno.... – contestó Ramón, preocupado por los peligros de la ciudad y olvidadas sus ganas de encontrar un oficio.
- Ven, sígueme, te llevaré a tu nuevo hogar. Verás cómo te gusta – dijo el gato siberiano, bajando de la estantería con elegancia. Ramón lo siguió con cuidado, pasando de balda en balda despacio, para no caerse.
Una vez en el suelo siguió al gato marrón, que lo condujo hasta un rincón del taller, entre maderas embaladas y armarios con herramientas. Allí había una cesta grande, con cojines, un plato de plástico con restos de comida y un cajón con arena limpia.
- Pero esto.... ¿no es donde tú vives? – preguntó Ramón, extrañado.
- Sí – respondió el gato, ufano. – No me gusta comer en otro sitio.
Entonces abrió la boca y enseñó los dientes, goloso. Ramón comprendió el engaño al instante, componiendo una mirada de terror, para salir corriendo a continuación.
El gato siberiano le había cerrado el paso, así que Ramón corrió hacia la cesta con cojines que había en el rincón, colándose debajo. El gato llegó maullando hasta allí, sacudiendo la cesta con las garras. Ramón se escondió entre los mimbres, asustadísimo, sin saber qué hacer.
El gato sacudió la cesta y la golpeó, lanzándola contra la pared y dándole la vuelta. Ramón salió disparado por el aire, aterrizando en el plato de comida, lleno de una pasta apestosa de comida para gatos. Salió de allí corriendo sobre sus cuatro patitas, galopando por el suelo del taller. El gato lo alcanzó en cuatro zancadas y lo zarandeó por el suelo, con sus garras, jugando con él. La plasta de comida para gatos que cubría completamente a Ramón se llenó de pelusas y serrín del suelo. El gato se llevó al ratón a la boca, pero lo escupió asqueado al notar el serrín. Ramón aprovechó para salir corriendo, asustado, mareado, sucio y babeado. Pero consiguió escapar, porque el gato siberiano seguía ocupado escupiendo trocitos de serrín y pelusas de polvo.


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