Ramón se pasó dos días metido en su
habitación en la pensión para ratones, asustado. Estaba decidido a volver a la
granja con sus padres, aunque aquello significase que se había rendido y la
ciudad había podido con él, pero de aquella manera estaría a salvo y no
acabaría en el estómago de ningún gato.
Con el paso del tiempo se calmó y acabó
convenciéndose de que lo que le había ocurrido en el taller del maestro
carpintero era algo normal en la gran ciudad, y que a partir de entonces
debería tener más cuidado.
Así que al tercer día salió de su caja
llena de viejas servilletas (muy cómodas y suaves) y volvió a la calle,
dispuesto a encontrar un trabajo, aunque más precavido.
Dio vueltas durante casi una semana,
hasta que acabó llegando a una parte de la ciudad que todavía no había
visitado. Allí las calles estaban más limpias, había más árboles
y las aceras eran más amplias. Todo parecía distinto.
Se fijó en un gran escaparate, desde el
que se podía ver un local muy lujoso, con paredes de mármol y bonitos cuadros
colgados sobre ellas. Se fijó en el cartel y descubrió que aquel sitio tan
bonito y elegante era un restaurante.
Ramón buscó la puerta trasera de aquel
sitio, para poder entrar. Le gustaba mucho cocinar (en la granja lo hacía muy a
menudo) y quería comprobar si era verdad que podía trabajar de cocinero y se
ganaba mucho dinero con ello.
Encontró el callejón y se coló en la
cocina por un agujero en la puerta metálica, que estaba cerrada pero muy
oxidada.
Un montón de olores (verduras, carne al
horno, pescado en salazón, queso fuerte muy curado, frutas en almíbar, sopa
cociendo, lavavajillas, lejía, desinfectante....) le golpearon en la pequeña
naricilla. Ramón recorrió la cocina con mucho cuidado, escondiéndose por entre
los equipos de la cocina, las mesas de acero inoxidable y por debajo de los
fregaderos y los lavavajillas.
En aquella cocina inmensa había un
montón de humanos vestidos de blanco trabajando, cada uno ocupado con sus
quehaceres: uno atendía unos fuegos, otro aderezaba unas ensaladas, otro
limpiaba unos hornos, otro guisaba varias sopas en diferentes pucheros, otro
cortaba la carne sobre una mesa amplia con un cuchillo enorme....
Ramón estaba maravillado con todos
ellos, pero sobre todo con una mujer que pasaba por todos los puestos, atenta
al trabajo de todos los cocineros: era la cocinera jefe. Iba también de blanco,
pero el uniforme era ligeramente diferente. Su cara también lo era, seria y concentrada, de una
manera profesional.
Ramón se encaramó a lo alto del
fregadero, trepando por un trapo de cocina colgado del borde y luego subió
hasta una repisa llena de botes de especias, escondiéndose entre ellas para ver
mejor todo lo que ocurría en la cocina. Estaba maravillado, y aquello era mejor
que la carpintería.
Ya sabía a qué quería dedicarse.
- ¡¿Qué haces tú aquí?! – le dijo una
voz malhumorada desde el suelo. – ¿No habrás venido a robar?
Ramón miró bajo él, al suelo, y vio un
gato blanco, largo y delgado, con las patas finas y largas. Tenía el pelaje
fino y brillante y le observaba con dos grandes ojos azules, ligeramente
oblicuos hacia arriba.
- No, no, no, no.... Todo lo contrario –
repuso Ramón, preocupado. Todo el miedo que había sentido de forma repentina al
ver al gato se había cambiado por preocupación al oír llamarle ladrón. Quería
dejar claras sus intenciones honradas. – No pretendo robar nada, por supuesto.
He venido a aprender.
El gato lo miró sorprendido, con el ceño
fruncido sobre sus transparentes ojos azules.
- ¿Quieres convertirte en cocinero? – le
preguntó el angora turco.
- Nada me gustaría más....
- ¡Qué alegría! Así que eres otro
aficionado a la cocina, ¿eh? – le dijo el gato, contento. Ramón no pudo evitar
sonreír mientras asentía. – ¡Oh, qué bien! Desde que mi ama me trajo aquí me he
convertido en una especie de experto.... ¿Cuál dirías que es tu plato favorito?
Ramón se quedó un instante en silencio,
algo sorprendido por la pregunta.
- El queso, supongo.... – contestó al
final, sin estar muy seguro de si el queso podía considerarse como un “plato”
de cocina.
- ¡¡Mmmmhh!! ¡El queso es una delicia! –
dijo el angora turco, cerrando los ojos y poniendo cara de éxtasis. – Una buena
fondue de queso es un plato
exquisito....
Ramón asintió, sin estar muy seguro de
lo que era una fondue.
- ¿Y la verdura? ¿Te gusta la verdura? –
preguntó el gato, emocionado, apoyándose en la puerta del horno para mirar
hacia arriba a Ramón. Éste pensó en las zanahorias y los calabacines crudos que
a veces cogía del huerto de los humanos en la granja y cómo los roía durante
horas y asintió al gato. – Pues entonces te encantará la ensalada de rúcula e
ibéricos que la cocinero jefe hace aquí. ¡Maravillosa! No es porque sea mi
ama, pero es una cocinera magnífica.
Ramón asintió, algo asombrado.
- Y el pisto, ¡ay el pisto! Si te gusta
la verdura tienes que probarlo. Es una de las especialidades de la casa –
aseguró el gato, relamiéndose, asintiendo con seguridad hacia Ramón.
- Lo probaré algún día, está claro.... –
dijo Ramón, algo confundido.
- El pescado al horno tampoco se hace
mal aquí, sobre todo la merluza y la dorada a la sal. Son dos platos
deliciosos.... ¿Te gusta el pescado?
Ramón, que alguna vez en la granja había
recogido de la basura de los humanos algún resto de pescado para comer él y sus
padres, asintió.
- Entonces vas a disfrutar una barbaridad con los pescados
al horno. ¡Bueno, y con las sardinas! Uno de los cocineros las hace al
escabeche que son una maravilla. Se deshacen en la boca.... ¡Mmmmhh!
Ramón miró otra vez a los cocineros que
no dejaban de deambular por allí, sin parar de trabajar. Quizá no fuese su
trabajo soñado. Estaba claro que aquello era mucho más complicado que hacer pan
y cocer maíz o judías, como hacía él en la granja. Sacudió la cabeza, apenado.
- ¿Y las cucarachas? ¿Te gustan? – dijo
entonces el gato, haciendo que Ramón se volviera hacia él extrañado. – Son
divinas. A veces las cazo en el almacén, correteando por los rincones. Me
encanta cuando crujen.... Las palomas no están mal, son muy tontas y es fácil
cazarlas en el callejón de atrás, pero comen mucha porquería y luego me salen
granos y eccemas y todas esas cochinadas – dijo el angora turco con una mueca
de asco. – Sin duda lo mejor son los ratones.
- ¿Ratones? – dijo Ramón, mirándolo
asustado, asomándose por el borde de la repisa.
Entonces el gato blanco brincó, ágilmente. Se apoyó con sus patas traseras en lo alto del horno y se impulsó
otra vez, para alcanzar la repisa de las especias. Ramón, con los nervios a
flor de pelaje, saltó hacia abajo, aterrizando sobre un trapo de cocina. El gato
chocó contra todos los botes de las especias que había en la repisa, tirándolos
al suelo y haciendo que resonaran por toda la cocina.
Ramón se descolgó hasta el suelo y salió
corriendo por la puerta, para darse cuenta después de que se había equivocado y
se había metido en la cámara frigorífica. El angora turco lo persiguió con
rabia por entre carne envuelta en plásticos, bandejas de frutas jugosas (uvas,
ciruelas, melocotones y melón en rodajas), cajas de huevos y cajas de verduras
frescas que salpicaban de rocío cuando Ramón y el gato de angora corrieron
sobre ellas.
Ramón consiguió despistarlo y salir del
frigorífico, volviendo a correr por el suelo de la cocina, hasta llegar a un
horno vacío que acababan de limpiar. La puerta estaba abierta, plana cerca del
suelo. Ramón se subió a ella de un salto, buscando la puerta de salida con
prisa.
El gato llegó corriendo entonces,
saltando a por él. Ramón se apartó con buenos reflejos, y el gato blanco acabó
al fondo del horno. Ramón trepó por el lateral del horno y corrió por la parte
superior, empujando sin querer unas cazuelas apiladas que había encima. Las
cazuelas cayeron sobre la puerta abatible del horno, haciéndola rebotar hacia
arriba y encerrando al gato.
Con todo el revuelo montado la cuadrilla
de cocineros no vio a Ramón, que acabó por encontrar la puerta trasera, rota y
oxidada. A pesar de estar cerrada, Ramón pudo salir por el agujero cercano al
suelo, corriendo por la calle de vuelta a la pensión, donde la casera le daría
de comer sin peligros.
Se le habían quitado las ganas de ser
cocinero.
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