Ramón quería ser dentista.
No es que siempre hubiese soñado con esa
profesión, o que supiese mucho de dientes y enfermedades. En realidad no sabía
nada de ello y nunca se le había pasado por la cabeza que su oficio soñado
fuese el de dentista.
En realidad lo que ocurría era que, después del encuentro
con el último gato, Ramón había comprendido que lo que quería era estar en la
granja con sus padres, vivir en el campo como siempre había hecho, y que para
hacer eso no debía trabajar a disgusto en la ciudad hasta conseguir mucho
dinero para volverse a la granja.
Lo que debía hacer era dedicarse a
trabajar en algo que hiciese falta en el campo, algo que sus vecinos y los
demás ratones de campo necesitasen y no tuviesen. Y Ramón pensó en los dientes.
Los dientes de los ratones nunca dejan
de crecer, por eso siempre están royendo cosas. Eso hace que la mayoría de los
ratones tengan los dientes mal, o que les duelan, o que se les rompan o que se
les ensucien tanto que sufren enfermedades dentales. Ramón decidió que podría
aprender a ser dentista, porque si bien no era lo que más le gustaba, sí que le
gustaba mucho la idea de tener un oficio que ayudaría verdaderamente a sus
vecinos y compañeros del campo.
Al día siguiente buscó una clínica
dental y se coló en ella. Entró en la sala donde el dentista atendía a sus
pacientes, para aprender todo lo que pudiese de él y aplicarlo a los ratones
del campo.
Pero nada más entrar en la consulta, un
gato gris se lanzó maullando sobre él. Era un gato europeo de pelaje corto, lo
que se conoce como gato doméstico o gato común. Era largo y musculoso, de
cabeza redonda y ojos verdes, y un pelaje muy bonito de color gris perla. Sin
embargo, Ramón no se fijó en todos esos detalles. Se dedicó a huir de él lo más
rápido que pudo.
Por suerte pasó por debajo de la butaca
que el dentista tenía para los pacientes y el gato gris, al seguirle, se enredó
con las piernas de su dueño, lo que le dio a Ramón una gran ventaja. Trepó por
un cable que había en la pared, pegado a ella, hasta una pequeña caja de
plástico con ruletitas, encajada en la pared. Era la caja de controles del hilo
musical de la consulta y le proporcionó a Ramón un escondite alejado del gato.
Éste, dando vueltas como loco por la
consulta, no encontraba ni rastro del ratón que había visto hacía un momento.
Molestaba tanto que su dueño acabó por echarle de allí.
- ¡¡Venga!! ¡¡Fuera!! Ya está bien de
molestar....
Ramón disfrutó entonces de una jornada
estupenda, tranquilo y sin interrupciones. El dentista trató a muchos pacientes
aquel día y Ramón observó atentamente cómo los trató a todos. A veces el gato
volvía a entrar en la consulta, cuando salían o entraban los pacientes, pero su
dueño lo echaba siempre, así que Ramón estaba tranquilo subido en lo alto.
Pero Ramón comprendió poco a poco que el
oficio de dentista era muy triste. Muchos de los pacientes de aquel dentista
eran niños, y Ramón vio lo mal que lo pasaban en la butaca. La mayoría lloraba
y le dolían mucho la boca o los dientes, tanto antes como después de ser
tratados por el dentista.
Ramón, que era un ratón de campo muy
listo, comprendió que no debía dedicarse a ser dentista para los ratones del
campo. Debía ocuparse de los dientes, pero de otra forma.
En un descuido del dentista Ramón bajó
de su escondite y se llegó hasta la mesa del instrumental del dentista. Allí
recogió un diente picado que acababa de sacarle a un niño, lo metió en la
bandolera que le había regalado su madre y salió corriendo de allí.
Ya en la pensión se pasó toda la noche
tallando el diente, fabricando con él unos pendientes y un colgante a juego. A
la mañana siguiente se sentó en un taburete en la calle y anunció las joyas que
tenía. Pronto las vendió y consiguió un par de monedas.
Ramón sonrió contento. Había encontrado
su oficio.
Se quedó otra semana más en la ciudad,
visitando todos los días varias casas, hasta dar con alguna en la que viviese
un niño al que se la había caído un diente. Entonces se colaba en ella, guardaba
el diente en la bandolera, se lo llevaba y por la noche lo tallaba, haciendo
joyas con él. Lo vendía al día siguiente y le llevaba una moneda al niño. Le
parecía lo más justo: él había tallado las joyas y las había vendido, pero la
materia prima se la había proporcionado el niño.
Pronto tuvo que contratar una cuadrilla
de ratones para que lo ayudaran: ellos se encargaban de traerle los dientes y
de venderlos, mientras que él los tallaba cada día. Las monedas que conseguían
vendiendo las joyas que Ramón tallaba (pendientes, collares, anillos,
colgantes, broches.... todo para ratones) se repartían entre él, su cuadrilla
de ayudantes y los niños que habían perdido los dientes.
Al principio su cuadrilla era de cinco
ratones, después de diez, luego de veinte y pronto más de un centenar de
ratones estaban a su servicio. Con tantos trabajadores, enseguida pudieron
empezar a dejar las monedas al mismo tiempo que recogían los dientes que los
niños le dejaban. Recogían cientos de dientes cada noche, que Ramón tallaba
cada día. Se vendían muy bien, así que los beneficios eran suficientes para
pagar a todos los trabajadores, para los regalos de los niños y para que Ramón
pudiese darles parte a sus padres para que se jubilaran.
Ramón fundó una empresa, bautizada con
el apellido de su padre, que dirigía desde la granja, viviendo con sus padres.
Allí gestionaba todo el negocio y tallaba las piezas. Los niños tomaron por
costumbre dejar los dientes debajo de la almohada, lo que facilitaba el trabajo
de los ayudantes de Ramón.
La leyenda del ratón que recogía dientes
caídos de debajo de la almohada y dejaba monedas se hizo muy famosa y se
extendió por todos los campos y todas las ciudades del país.
Ramón Pérez se sentía muy
satisfecho y muy contento con su oficio.
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