Ramón recorrió
la ciudad entera el siguiente día, un poco desesperado. Tenía que encontrar un
trabajo urgentemente o tendría que volver a la granja con sus padres con las
manos vacías.
Recordaba el
consejo de su padre, así que se dejaba guiar por sus gustos y sus preferencias:
si algún trabajo no le daba buena espina o no le gustaba, lo dejaba pasar.
Todo lo que
había intentado hacer y aprender ya no le valía, pues sus encuentros con los
gatos le habían quitado atractivo e interés. No sabía qué buscar ni a qué
dedicarse.
A última hora
de aquella tarde pasó por delante de un taller mecánico. El olor de la grasa,
del aceite de motor y de la gasolina le estimularon los bigotes y el hocico.
Aquel sitio olía muy bien: aquello era buena señal.
Ramón entró en
el taller y vio a tres humanos, vestidos con unos monos de trabajo de color
azul. Los tres se encargaban de arreglarles las tripas a unas cosas metálicas
que los humanos llamaban “coches” y que les servían para ir de un sitio a otro.
Ramón no lo entendía muy bien, porque los humanos seguían teniendo piernas para
andar, pero bueno.
Aquel sitio le
gustaba, el trabajo de aquellos hombres era casi como hacer un puzzle. Las piezas de aquellos vehículos
se montaban y desmontaban: lo importante era recordar dónde iba cada una de
ellas. A Ramón le pareció muy complicado, pero también muy interesante.
Necesitaría mucho tiempo para aprender, pero una vez que lo hiciera sería el
único mecánico de la granja.
¿Para qué
podría servir eso? No estaba seguro, pero quizá podría servirle para arreglar
el motor de la lancha de los vecinos, o para mejorar la bomba de la fuente que
todos los granjeros de la zona usaban para conseguir agua, o incluso para
inventar algún tipo de “coche” para ratones. A lo mejor, si le ponían un motor
a los carros....
- ¿Qué hace un
ratoncito tan suculento aquí solito? – le dijo una voz peligrosa, desde lo
alto. Ramón notó que el pelo se le ponía de punta mientras miraba hacia el
lugar de donde había venido la voz. Encaramado en el maletero de uno de
aquellos “coches” había un gato tendido sobre su vientre.
Era un gato
largo y fuerte, muy esbelto, con aspecto de salvaje. Tenía el pelaje corto, con
aspecto atigrado. Los ojos, ligeramente oblicuos, de color amarillo, lo miraban
con glotonería.
- No hacía
nada, ya me iba.... – empezó a decir Ramón, echando a andar para alejarse del
gato. Pero éste saltó del maletero y aterrizó sin un sonido al lado de Ramón,
cortándole el paso.
- No tengas
tanta prisa, amiguito, que aquí no molestas.... – dijo el gato bengalí, sin
dejar de caminar en torno a él, despacio y acechante. – Sólo me parecía raro ver
a un gato de campo como tú solo por aquí.... Normalmente se os ve siempre en
grupo....
- He venido yo
solo a la ciudad.... – dijo Ramón, dándose cuenta de que no era una información
que debía darle a un gato que le miraba con aquellos ojos golosos. – Quiero
decir, he venido solo pero mis hermanos viven en la ciudad. Tengo tres hermanos
y todos viven por aquí cerca.... Debería irme con ellos porque me están
esperando....
Ramón estaba
casi seguro de que el gato bengalí no le había creído, porque hasta para él
había sonado a mentira todo lo que le había dicho. Pero el gato no dijo nada,
sólo lo miró sonriente, sin dejar de dar vueltas a su alrededor, lo que hacía
que Ramón se sintiese mareado.
- Así que has
venido a la ciudad a reunirte con tu familia, ¿no es eso? – le dijo el bengalí,
al cabo.
- No
exactamente, pero más o menos....
- Nunca
entenderé a los ratones y sus manías con la familia.... – dijo el gato,
despectivo.
- ¿Manías? –
se extrañó Ramón, olvidando un poco que el gato pretendía cazarlo y comérselo.
- Sí. Los
ratones siempre vais en familia, todos juntitos y acompañados. ¿No os dais
cuenta de que así es más fácil cazaros?
- Pero....
pero en grupo, en familia, es más fácil sobrevivir. Todos se ayudan, todos
trabajan por el bien de los demás. Todos se quieren....
- Eso quedará
muy bonito si lo dices en voz alta, pero en realidad a mí no me dice nada –
replicó el gato atigrado. – Los gatos somos solitarios y así entendemos las
cosas.
Ramón escuchó
las palabras del gato bengalí y entonces comprendió muchas de las cosas que le
habían pasado durante su estancia en la ciudad. Comprendió lo que le había
pasado con todos los gatos, por qué todos le hablaban antes de atacarle. Todos
los gatos de la ciudad eran unos solitarios y por eso se sentían solos. Tan
solos que incluso necesitaban hablar con las presas que iban a cazar para
comérselas.
Ramón
comprendió que él no quería una cosa así. Él quería un trabajo que no le
separase de su familia, que era con quien realmente quería estar. Había ido a
la ciudad a encontrar un trabajo, cuando lo que realmente tenía que encontrar
era un trabajo que hiciese falta en el campo.
- Ya veo.... –
dijo en respuesta a las últimas palabras del gato bengalí. – Ahora entiendo por
qué los gatos sois tan tristes....
Y, sin dar
tiempo al gato a reaccionar, salió corriendo, trotando sobre sus cuatro patas.
El gato arrancó a correr y fue detrás de él.
Ramón se coló
por debajo de los coches del taller, corrió entre las herramientas del suelo y
las máquinas que había por allí, torció y esquivó para perder al gato. Éste lo
seguía sin perderse, pero Ramón era más pequeño y podía colarse por huecos que
el gato sólo podía olisquear, así que el ratón le sacó ventaja.
Ramón trepó
por un cable hasta subir a un coche en reparación, colándose en el maletero. El
gato atigrado llegó después y también saltó dentro. Buscaba como loco a Ramón,
dando vueltas dentro del maletero, pero el ratón hacía un rato que había
salido, aprovechando un hueco entre el tapizado y la carrocería del coche.
Ramón salió trotando del taller mecánico, jadeando
pero contento. Había vuelto a burlar a un gato y por fin sabía qué era lo que
quería hacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario