viernes, 8 de noviembre de 2013

Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de cabeza (5 de 6)



Ramón recorrió la ciudad entera el siguiente día, un poco desesperado. Tenía que encontrar un trabajo urgentemente o tendría que volver a la granja con sus padres con las manos vacías.
Recordaba el consejo de su padre, así que se dejaba guiar por sus gustos y sus preferencias: si algún trabajo no le daba buena espina o no le gustaba, lo dejaba pasar.
Todo lo que había intentado hacer y aprender ya no le valía, pues sus encuentros con los gatos le habían quitado atractivo e interés. No sabía qué buscar ni a qué dedicarse.
A última hora de aquella tarde pasó por delante de un taller mecánico. El olor de la grasa, del aceite de motor y de la gasolina le estimularon los bigotes y el hocico. Aquel sitio olía muy bien: aquello era buena señal.
Ramón entró en el taller y vio a tres humanos, vestidos con unos monos de trabajo de color azul. Los tres se encargaban de arreglarles las tripas a unas cosas metálicas que los humanos llamaban “coches” y que les servían para ir de un sitio a otro. Ramón no lo entendía muy bien, porque los humanos seguían teniendo piernas para andar, pero bueno.
Aquel sitio le gustaba, el trabajo de aquellos hombres era casi como hacer un puzzle. Las piezas de aquellos vehículos se montaban y desmontaban: lo importante era recordar dónde iba cada una de ellas. A Ramón le pareció muy complicado, pero también muy interesante. Necesitaría mucho tiempo para aprender, pero una vez que lo hiciera sería el único mecánico de la granja.
¿Para qué podría servir eso? No estaba seguro, pero quizá podría servirle para arreglar el motor de la lancha de los vecinos, o para mejorar la bomba de la fuente que todos los granjeros de la zona usaban para conseguir agua, o incluso para inventar algún tipo de “coche” para ratones. A lo mejor, si le ponían un motor a los carros....
- ¿Qué hace un ratoncito tan suculento aquí solito? – le dijo una voz peligrosa, desde lo alto. Ramón notó que el pelo se le ponía de punta mientras miraba hacia el lugar de donde había venido la voz. Encaramado en el maletero de uno de aquellos “coches” había un gato tendido sobre su vientre.
Era un gato largo y fuerte, muy esbelto, con aspecto de salvaje. Tenía el pelaje corto, con aspecto atigrado. Los ojos, ligeramente oblicuos, de color amarillo, lo miraban con glotonería.
- No hacía nada, ya me iba.... – empezó a decir Ramón, echando a andar para alejarse del gato. Pero éste saltó del maletero y aterrizó sin un sonido al lado de Ramón, cortándole el paso.
- No tengas tanta prisa, amiguito, que aquí no molestas.... – dijo el gato bengalí, sin dejar de caminar en torno a él, despacio y acechante. – Sólo me parecía raro ver a un gato de campo como tú solo por aquí.... Normalmente se os ve siempre en grupo....
- He venido yo solo a la ciudad.... – dijo Ramón, dándose cuenta de que no era una información que debía darle a un gato que le miraba con aquellos ojos golosos. – Quiero decir, he venido solo pero mis hermanos viven en la ciudad. Tengo tres hermanos y todos viven por aquí cerca.... Debería irme con ellos porque me están esperando....
Ramón estaba casi seguro de que el gato bengalí no le había creído, porque hasta para él había sonado a mentira todo lo que le había dicho. Pero el gato no dijo nada, sólo lo miró sonriente, sin dejar de dar vueltas a su alrededor, lo que hacía que Ramón se sintiese mareado.
- Así que has venido a la ciudad a reunirte con tu familia, ¿no es eso? – le dijo el bengalí, al cabo.
- No exactamente, pero más o menos....
- Nunca entenderé a los ratones y sus manías con la familia.... – dijo el gato, despectivo.
- ¿Manías? – se extrañó Ramón, olvidando un poco que el gato pretendía cazarlo y comérselo.
- Sí. Los ratones siempre vais en familia, todos juntitos y acompañados. ¿No os dais cuenta de que así es más fácil cazaros?
- Pero.... pero en grupo, en familia, es más fácil sobrevivir. Todos se ayudan, todos trabajan por el bien de los demás. Todos se quieren....
- Eso quedará muy bonito si lo dices en voz alta, pero en realidad a mí no me dice nada – replicó el gato atigrado. – Los gatos somos solitarios y así entendemos las cosas.
Ramón escuchó las palabras del gato bengalí y entonces comprendió muchas de las cosas que le habían pasado durante su estancia en la ciudad. Comprendió lo que le había pasado con todos los gatos, por qué todos le hablaban antes de atacarle. Todos los gatos de la ciudad eran unos solitarios y por eso se sentían solos. Tan solos que incluso necesitaban hablar con las presas que iban a cazar para comérselas.
Ramón comprendió que él no quería una cosa así. Él quería un trabajo que no le separase de su familia, que era con quien realmente quería estar. Había ido a la ciudad a encontrar un trabajo, cuando lo que realmente tenía que encontrar era un trabajo que hiciese falta en el campo.
- Ya veo.... – dijo en respuesta a las últimas palabras del gato bengalí. – Ahora entiendo por qué los gatos sois tan tristes....
Y, sin dar tiempo al gato a reaccionar, salió corriendo, trotando sobre sus cuatro patas. El gato arrancó a correr y fue detrás de él.
Ramón se coló por debajo de los coches del taller, corrió entre las herramientas del suelo y las máquinas que había por allí, torció y esquivó para perder al gato. Éste lo seguía sin perderse, pero Ramón era más pequeño y podía colarse por huecos que el gato sólo podía olisquear, así que el ratón le sacó ventaja.
Ramón trepó por un cable hasta subir a un coche en reparación, colándose en el maletero. El gato atigrado llegó después y también saltó dentro. Buscaba como loco a Ramón, dando vueltas dentro del maletero, pero el ratón hacía un rato que había salido, aprovechando un hueco entre el tapizado y la carrocería del coche. 
Ramón salió trotando del taller mecánico, jadeando pero contento. Había vuelto a burlar a un gato y por fin sabía qué era lo que quería hacer.



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