Caminó por la
ciudad, buscó algo de comer y descansó el resto de la tarde en las orillas del
río que atravesaba la ciudad, tumbado en la hierba, escondido entre los
arbustos.
Era cierto que
la ciudad era muy peligrosa y también era cierto que él no aguantaría allí más
de una semana, pero Ramón era muy cabezota y decidió aquella tarde que no iba a
irse de la ciudad hasta que no hubiese encontrado un trabajo en el que no
quisiesen comérselo.
Así,
asustadísimo, pero decidido, salió al día siguiente de la pensión para ratones
y trotó por la ciudad, pegado a las paredes, aprovechando los callejones y las
calles menos concurridas, pasando por debajo de los coches aparcados,
intentando pasar desapercibido.
De esta forma llegó
hasta una tienda pequeña, ante la cual se detuvo. El olor que salía de ella era
fuerte y atractivo. Ramón se detuvo delante de ella, escondido debajo de un
coche aparcado al lado de la acera. Olía a cuero, a betún, a aceites
impermeables.
Estaba frente
a una zapatería pequeña, pero muy aparente. Ramón pensó entonces que hacer
zapatos parecía un buen trabajo. Era verdad que los ratones de campo no iban
calzados, pero los estirados ratones de ciudad quizá encontrasen elegante
llevar dos pares de zapatos o de botas en sus diminutas patitas. Si se lo
montaba bien podía llegar a convencer a sus clientes urbanos de que unas botas
elegantes les darían estilo y clase al caminar.
Así que salió
de debajo del coche (cuando estuvo seguro de que ningún humano pasaba por allí)
y se coló en la tienda, que tenía la puerta abierta.
El olor a
cuero, a piel y a ungüentos para tratar el calzado era más fuerte una vez
dentro. Incluso el olor de la cola para cuero y para caucho era atractivo.
Ramón cruzó la pequeña tienda y pasó al otro lado del mostrador, pasando al
taller posterior.
Allí estaba el
maestro zapatero, arreglando un par de zapatos, poniéndoles suelas nuevas y
atendiendo un par de botas que estaban puestas en la horma para ensancharlas.
Ramón trepó
con dificultad por el lateral de una mesa de trabajo que había detrás del
maestro zapatero, aprove-chando la pared de una cajonera vieja de madera, llena
de grietas que le ayudaron a escalar. Una vez sobre la mesa (en la que había
trozos de suelas de caucho, agujas curvadas, trozos de cordel y de
cordones....) Ramón no quitó ojo del maestro zapatero.
- Es un
genio.... – escuchó una voz a su lado, al cabo de un rato. Ramón se giró y vio
a un gato negro, de cabello largo y esponjoso. Ramón dio un brinco y se alejó
del gato, que se había colocado a su lado con sigilo, pero no hizo ninguna
intención de ir a por él. – Verlo trabajar es un espectáculo, una obra de
arte....
Ramón lo miró
un rato más, sin poder bajar de la mesa. El gato persa no quitaba ojo del
maestro zapatero, con admiración. Después de un rato, volvió su cara chata
hacia Ramón y lo miró con sus ojos color miel.
- ¿Y tú qué
estás haciendo aquí? ¿No habrás venido a molestarle? – preguntó, en voz baja
para no molestar al maestro zapatero, pero con tono molesto.
- No, no.... –
contestó Ramón, con dificultad. Le costaba mucho mantener la calma delante de
aquel gato, después de sus experiencias recientes, aunque este ejemplar parecía
tranquilo y educado. – He venido a aprender de él.
- ¿Quieres ser
zapatero? – se sorprendió el gato, alegrándose. – Entonces has venido a
aprender con el mejor....
Los dos
animales miraron al maestro zapatero un rato más, desde su espalda, el ratón curioso
y asustado y el gato persa negro orgulloso.
- ¿Y para qué
quieres ser zapatero? – preguntó el gato persa al cabo de un rato, volviéndose
a mirar al ratón. – Si los ratones no lleváis zapatos....
Ramón se quedó
un instante en silencio, pensando cómo explicarle a aquel desconocido (y gato,
para más señas) su plan de vida.
- Estoy
buscando trabajo – acabó por explicar – y he descubierto que lo de ser zapatero
me gusta. Parece un trabajo tranquilo, bonito y muy interesante.
- Pero los
ratones no lleváis zapatos.... – repitió el gato persa, machaconamente.
- Ya lo sé....
– dijo Ramón, sintiéndose atacado. Empezaba a dudar de ser zapatero, cuando
creía que lo tenía tan claro. – Pero eso no es ningún problema: convenceré a
los ratones de ciudad para que lleven zapatos, botas, katiuskas y zapatillas de
andar por casa. Si se lo vendo de la forma adecuada les convenceré de que es lo
que necesitan.
El gato persa
lo miró sin cambiar su cara chata y enfurruñada. Después hizo una mueca de
extrañeza.
- ¿Y por qué
querría trabajar un ratón? – preguntó, volviéndose a mirar al maestro zapatero.
Ramón se sorprendió
teniendo que pensar la respuesta un segundo.
- Bueno....
Quizá los gatos no tenéis que trabajar porque vivís con los humanos, y ellos os
dan todo lo que necesitáis.... pero nosotros vivimos por nuestra cuenta,
incluso escondidos de ellos. Tenemos que ganarnos la vida.
- Me parece
muy tonto tener que trabajar cuando ya lo hacen todo ellos.... – respondió el
gato persa.
- A los
ratones no nos hacen nada. Y si me apuras, lo que nos hacen es ponernos
trampas, cazarnos y matarnos. Por eso tenemos que trabajar....
En ese momento
el maestro zapatero se puso en pie, habiendo terminado su trabajo. Se enderezó
y estiró la espalda, con un gemido de placer. Metió la silla dentro de la mesa
y se dirigió a la tienda, acariciando descuidadamente al gato persa negro al
pasar por su lado. No notó la presencia de Ramón.
- Es un
genio.... – dijo el gato persa, con tono de admiración. – Por eso no he querido
molestarle mientras estaba trabajando.
Y a
continuación, sin más avisos, se lanzó encima de Ramón.
Pero el ratón
estaba preparado. Aunque la conversación con el gato le había pillado de
sorpresa, no había bajado la guardia. Había estado alerta todo el rato.
Por eso,
cuando el gato persa se le echó encima, Ramón cogió una de las agujas curvadas
que había encima de la mesa de trabajo y la blandió hacia él, clavándosela en
las mullidas patas, que el gato llevaba por delante para atraparle.
El gato persa maulló de dolor, intentando sacarse
la aguja de la garra, mientras Ramón corría por la mesa y saltaba al suelo,
rodando al aterrizar hecho un ovillo de pelo. Después salió corriendo de allí,
olvidando sus ganas de ser zapatero.
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