Los Flemdis vivían en
armonía en Sath-Nür, la Ciudad de los Magos. Y uno de ellos era el más
ambicioso que hubiese formado parte de la orden en toda su historia. Este Mago
se llamaba Iqdbelion. Era un gran Mago. Conocía muchos hechizos y aprendía
cada vez más.
Pero su ambición no tenía límites. Bueno, en realidad tenía uno:
su propia mortalidad.
Cuando Iqdbelion tenía ya
unos setenta años, se dio cuenta de que le quedaban pocas décadas para morir. Y
tuvo miedo. No por su muerte, sino por el hecho de que no podría aprender
todos los hechizos de la historia de su orden en el poco tiempo que le quedaba.
Así que, frenético, se puso a estudiar día y noche. Descuidaba las comidas, su
higiene, el trato con la gente.... se encerró en su estudio en el palacio de
los Flemdis, y dejó de relacionarse con el resto de los habitantes de Sath-Nür.
Un día, descubrió en un
gran libro de hechizos una referencia a un modo de vencer la mortalidad. Pero
el encantamiento no aparecía allí. Sin pedir permiso al resto
de los Flemdis, partió hacia la torre de Ígheon. Allí tenía pensado buscar en
la gran biblioteca de la magia. Quería encontrar el hechizo sobre el que había leído.
Pasó meses en la torre, encerrado
entre libros y legajos. Parecía imposible que pudiese encontrar un
hechizo tan raro y tan poco conocido en algún escrito pero, tras días y días de incansable búsqueda lo consiguió. Iqdbelion encontró el
hechizo, las arcanas palabras que se debían pronunciar para poder hacer
inmortal a un ser mortal. Pero para poder llevar a cabo la magia, se necesitaba
una piedra preciosa, mucho más fuerte que el diamante y también mucho más difícil de encontrar que un diamante.
Un Tiridiamante. La piedra
que Iqdbelion necesitaba era un Tiridiamante. Y si alguna vez se había
encontrado alguno, había sido en las Cuatro Colinas de Hierro. Iqdbelion volvió a viajar,
siendo esas colinas su nuevo destino. Volvió a pasar meses buscando la piedra,
ayudado por los Enanos, sin saber éstos que estaban ayudando al que pronto se
convertiría en un monstruo. Los hábiles Enanos
encontraron la piedra e Iqdbelion la mandó tallar, dándole forma cónica, usando
la magia y con gran esfuerzo. Su pureza era mayor que la de cualquier diamante
conocido y su dureza era inigualable.
Iqdbelion volvió entonces
a Sath-Nür, como un campeón, como un héroe para el pueblo. El resto de los
Flemdis y los habitantes de la ciudad le miraban asombrados, mientras él
entraba en la villa en una carroza, con una comitiva de Enanos de las Cuatro
Colinas de Hierro. Desde la escalinata
del palacio de los Flemdis los otros ocho Magos le miraron incrédulos. Faltaban
pocos días para que Iqdbelion cumpliera los setenta años, pero aparentaba
muchos más: estaba demacrado, consumido, terriblemente delgado, con los
cabellos mucho más grises de cómo los tenía cuando marchó, con una sonrisa
macabra en su rostro pleno de alegría. Algo le había alegrado mucho: estaba exultante.
Y no era para menos: había encontrado todo lo que buscaba, y más. Porque
el hechizo que le había interesado desde el principio resultó ser
mucho mejor de lo que él creía: no sólo proporcionaba la inmortalidad, sino que
daba también más poder, más fuerza, más competitividad.... Lo que era muy
peligroso en un Flemdis.
El Mago reunió a sus ocho
compañeros en una sala del palacio de los Flemdis, en la sala de audiencias,
para exponerles un ultimátum: él, Iqdbelion, se iba a convertir en el Mago más
poderoso de la historia, y quería saber si ellos estaban a su lado o en su
contra. El resto de la orden no le
creyó. Al contrario, le increparon su ausencia sin ninguna noticia, la forma en
que había vuelto como si de un rey se tratara, de su reciente discurso
proclamándose el mejor Mago de Melnûn.
Iqdbelion se rió mucho cuando se acercó a una ventana de la sala y, levantando sus dedos hacia
el Sol, lo apagó con un gesto. Los Magos se quedaron sin habla cuando
lo vieron. Y la gente de Sath-Nür, a pesar de estar acostumbrada a la magia, se asustó mucho cuando vio que el Sol se apagaba con la misma facilidad que una hoguera a
la que se le echa un cubo de agua.
El Sol volvió a encenderse
cuando el Mago lo quiso, y el resto de los Flemdis tuvieron que reconocer que
su poder había aumentado. Habían sido muchos meses leyendo hechizos para
encontrar el que él quería, y su mente preclara había aprendido muchos que se
había guardado.
Iqdbelion se recluyó
entonces en sus aposentos. Quería descansar, preparándose para su gran día. Los
otros ocho Flemdis tuvieron varias discusiones acaloradas, en las cuales se vio
claramente que la orden se había dividido en dos facciones: una que reconocía
la superioridad de Iqdbelion y proponía nombrarle Mago Supremo de la orden y
otra que pugnaba por expulsar al soberbio Mago, poniendo en marcha una
selección de aspirantes al puesto vacante, que deberían pasar las pruebas en la
torre de Ígheon.
A los pocos
días, Iqdbelion se presentó
ante los ocho Flemdis y les dijo
que se había acabado el tiempo. Tenían que ponerse de su lado o darle la
espalda. Seis se pusieron de su parte, aunque le rogaron que no fuese tan
extremista. Reconocían su superioridad, pero no compartían su ideal de dominio
total de la tierra de Melnûn por su parte. Los otros dos se negaron, aduciendo
que la orden había sido siempre de nueve y no de uno, con ocho siervos. Pero
entonces Iqdbelion les dijo que la orden quedaba deshecha y que a partir de
entonces el único que importaba sería él.
De sus manos comenzaron a
salir rayos de color verde, finos y retorcidos como patas de araña, que
atravesaron la piedra de las paredes y el suelo. Sus cabellos, eléctricos, se
pusieron enhiestos en torno a su cabeza. Sus ojos estaban abiertos, llenos de
demencia. Ante el temor que él les
inspiraba, los seis Flemdis cobardes se rindieron a sus pies. Sin embargo, los
otros dos se mantuvieron firmes y se negaron a aceptar a Iqdbelion como dueño y
señor de Melnûn. Iqdbelion los amenazó, diciendo que se encargaría de ellos
cuando estuviese preparado.
Entonces el tan esperado hechizo
se llevó a cabo. Iqdbelion tomó entre sus manos el Tiridiamante, rodeado por
sus seis servidores, y recitó las palabras que había memorizado en la torre de
Ígheon. Tras la alocución, una serie de espasmos le convulsionaron. Su alma, en
forma de nube de vapor verde, salió de su cuerpo por la boca para introducirse
en el Tiridiamante. Se había librado de su alma mortal para convertirse en
inmortal.
Su cuerpo había cambiado.
Sus ojos se habían rodeado de espesas y negras ojeras. Sus carnes parecían
haberse esfumado, para dejar solo un cuerpo huesudo cubierto de finos músculos
y piel. Sus manos se volvieron descarnadas y largas y su nariz aquilina. Los
ojos refulgían con una luz verdosa.
Entonces, su primera
acción fue recompensar a sus fieles seguidores, los otros seis Flemdis que
habían sido leales a su poder. Modificando el maldito hechizo en ese mismo
instante, les impuso las manos y se alimentó con sus almas, convirtiéndoles en
lo que los habitantes de Melnûn llamaron Sacerdotes Oscuros. Iqdbelion mostró su
crueldad con sus mismos seguidores. Les condenó a no tener rostro, a no tener
formas definibles, a ser entre muertos y vivos, a tener que alimentarse de las
almas de los mortales.... Pero también les convirtió en inmortales, seres que
nunca podrían morir. Sólo eran débiles ante las armas hechas con hierro azul.
Con su nuevo séquito de
macabros servidores, Iqdbelion se mostró ante la población de Sath-Nür. Salió a
una balconada del palacio con una capa negra sobre sus hombros y anunció con
una voz serena y clara que se nombraba a sí mismo Señor de Melnûn y que como
primera muestra de su poder pensaba arrasar esa insignificante ciudad con un
solo movimiento de su mano. Les daba dos horas para abandonarla.
La gente no le creyó. Le
habían visto llegar a la ciudad hacía tan sólo unos días, como un emperador.
Todos creyeron que se había vuelto loco. Pensaron que la orden se apresuraría a
invitarle a abandonarla y comenzarían las pruebas en la torre de Ígheon para
encontrar a su sustituto. Así que atribuyeron tan grandilocuente discurso a su
locura. Pero cuando el tiempo se
cumplió, todos se arrepintieron de no haber escuchado a los dos Flemdis que habían
recorrido la ciudad durante ese tiempo, conminándoles a huir.
Primero Iqdbelion apareció
en el mismo sitio que antes, la balconada de mármol en lo alto del palacio de
los Flemdis. Con las manos en alto, anunció que había llegado la hora de
demostrar el gran poder del Señor de Melnûn. La mayoría de los ciudadanos que
estaban en las calles se acercaron a ver qué ocurría. Incluso los que estaban
lejos, sintieron la necesidad de acercarse a la plaza del palacio de los
Flemdis. Los que estaban en sus casas, notaron que algo iba a ocurrir, saliendo
de ellas o asomándose a las ventanas.
Después, el cielo se
oscureció, no porque el Sol se hubiese apagado como hacía unos días, sino
porque una serie de nubes habían surgido de la nada para cernirse sobre
Sath-Nür en espirales. Entonces Iqdbelion
bajó los brazos,
que había mantenido en alto
mientras murmuraba unas palabras en el idioma de la magia.
Un enorme cometa de fuego
surgió del centro de las espirales de nubes. Cubierto de llamas y seguido por
brasas y cenizas, cayó sobre la ciudad. Nadie quedó vivo. El
cometa cayó sobre la plaza que había frente al palacio, donde hizo un agujero
del que salió despedido el fuego y las rocas ardientes. La ciudad se agrietó
desde ese agujero, tragándose los edificios y a la gente. La tierra retumbó,
generándose terremotos que se propagaron hasta la cercana Hávet y hasta el país
de los Elfos. La ciudad se convirtió en una serie de ruinas ardientes, grietas
de las que salía roca fundida y simas por las que caían los habitantes y las
construcciones.
El Apocalipsis sacudió la
tierra de Melnûn.
Todos los habitantes de Sarh-Nür murieron. Los únicos que surgieron de entre las llamas y la destrucción fueron
Iqdbelion y sus seis Sacerdotes Oscuros.
Después, lleno de soberbia y de poder mágico, Iqdbelion (con su séquito de muertos andantes) viajó hacia el oeste.
Se dirigieron a Hávet, otra de las grandes ciudades de Melnûn.
Viajaron sin prisa, utilizando tres o cuatro días en llegar. Una vez allí, repitió
el espectáculo de Sath-Nür: les daba dos horas para dejar la ciudad. Los
habitantes de la ciudad costera, que habían visto el cometa que había acabado con la Ciudad de los Magos, huyeron enseguida.
Pero esta vez Iqdbelion no esperó el lapso de tiempo prometido: al ver a los
habitantes huir, convocó a las aguas del mar, que se elevaron desde la playa e
inundaron las calles, arrasando con todo lo que encontraron. Pájaros de fuego
bajaron desde el cielo por orden del Mago, incendiando lo que sobresalía de las
aguas y quemando a los supervivientes. Los pocos que sobrevivieron aseguraron
que cuando Iqdbelion se marchaba, una risa macabra y déspota le hacía
convulsionarse, complacido.
Iqdbelion se instaló en la
torre de Ígheon, convirtiéndose en la capital de Melnûn. Pero el resto del
continente no se quedó de brazos cruzados. El relato espeluznante del
Apocalipsis vivido en Sath-Nür y en Hávet que contaron los supervivientes de
ésta última despertó la ira del resto de razas y habitantes de Melnûn.
Enanos, Guerreros
D’Anesti, Rasharrezum, Hombres, Centauros, Elfos.... Se enfrentaron a Iqdbelion
y su ejército, compuesto por los seis Sacerdotes Oscuros y un puñado de Mélgodos
de las montañas, que logró atraer a su causa prometiéndoles poder saquear el
campo de batalla y los cuerpos de los caídos cuando todo hubiese acabado.
La batalla tuvo lugar en
el llano de Hávet, al norte de la destruida ciudad. El cronista de la torre de Ígheon (Tarrestmont, un historiador elegido y coaccionado por Iqdbelion) lo llamó batalla, pero debería
haber escrito carnicería: según las crónicas, nueve de cada diez combatientes del
ejército aliado sucumbieron en la lucha. Cientos de miles de soldados contra un
centenar de Mélgodos, seis seres sin alma y el Nigromante. Y no hubo victoria.
Entonces comenzó el
reinado de terror de Iqdbelion. Comenzó a exprimir al pueblo, se alió con los
Mélgodos de Kûnten-Dhaza para seguir reprimiendo a la población, atacó
duramente a las razas que habían participado en la batalla.... Los Guerreros
D’Anesti y los Rasharrezum habían acudido en masa a la batalla: fueron los más
perseguidos después. Los Centauros y los Enanos participaron en la batalla en
gran número, pero los primeros habían sido diezmados y el Nigromante se olvidó
pronto de ellos; y los segundos fueron obligados a construir un pueblo
amurallado alrededor de la torre de Ígheon. Los Elfos pelearon bravamente, pero
fueron pocos los que estuvieron en el llano de Hávet: Iqdbelion no les molestó
demasiado. En cuanto a los Duendes, no participaron en la batalla y los
Caballeros de Iridia, por su parte, además de no participar en el levantamiento
contra el Nigromante, se unieron a él, sabedores de cuál era el equipo ganador
en el nuevo orden de Melnûn.
La población siguió
siendo atacada por las tropas del Nigromante. Los habitantes de Melnûn fueron
disminuyendo, hasta convertir el continente en una tierra deshabitada. Además, los habitantes que quedaron y que nacieron a partir de entonces tuvieron que
hacer frente a una serie de leyes de férreo cumplimiento:
La ley de restricción de
las armas obligaba a cualquier habitante de Melnûn a portar
tan sólo un arma, ya sea cuchillo, espada, hacha, lanza.... Los arcos estaban
permitidos, aunque los Mélgodos, los encargados de mantener el orden en el nuevo orden establecido, a menudo tomaban presa a la gente sin motivo aparente. Llegaron a arrestar a gente que cazaba por el campo que
sólo llevaba un cuchillo de monte y un arco corto para cazar. Las armas
de hierro azul (el metal prohibido) estaban terminantemente prohibidas.
La ley de las bebidas
espirituosas y embriagantes prohibía el consumo y producción de bebidas
alcohólicas. Todos los licores, cervezas y vinos estaban controlados y requisados por el Nigromante.
La ley de asilo prohibía prestar ayuda y
acoger en casa a cualquier viajero que se presentara en la puertas. Para viajar por Melnûn se necesitaba un visado válido, extendido y validado por las patrullas de Caballeros de Iridia y de Mélgodos que
vigilaban los caminos.
La ley del control de la
población sólo permitía tener un hijo, fuera del sexo que fuera, a cualquier pareja, sin
excepción en cuanto a la raza.
La pena impuesta por Iqdbelion ante los que ignoraban o se saltaban estas leyes (considerados criminales de guerra y enemigos del Nigromante) iban desde castigos físicos y torturas; pérdida de la casa, la granja y los animales; trabajos forzados.... hasta el encierro perpetuo en prisión y la muerte.
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