jueves, 19 de junio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 12

- 9 + 12 -
  
Para cuando el padre Beltrán llegó a Rubiales el pueblo ya estaba descontrolado. Había varios incendios, concentrados en varios focos: todos eran de llamas normales, salvo uno que ardía con llamas rojas de tono rosado. Había mucha gente calcinada en el suelo, difícilmente reconocibles. Algunos de los supervivientes corrían por el pueblo, para salir de él. Otros se afanaban por intentar apagar los incendios que afectaban a varias casas y edificios.
El padre Beltrán entró como una exhalación a lomos de su moto (la que había sido de Roque) y se dirigió directamente al incendio de color rojo. La estela que el general había dejado a su paso por el cielo estaba prácticamente deshecha.
Detuvo la moto y colocó el pie de cabra con un golpe del tacón, bajándose de ella con un aleteo de su abrigo largo de paño negro. Se quitó las gafas y oteó los alrededores, en busca del demonio causante de todo aquel caos. A la vez, husmeaba el ambiente.
No podía perdonarse haber llegado tarde. Detener a los custodios debería haber sido fácil, al menos relativamente. Ahora, con el portal abierto y los Ocho Generales en su dimensión, sólo era cuestión de tiempo que el Príncipe hiciese su aparición.
Y detener a los nueve sería prácticamente imposible.
Vio muchos rastros ectoplasmáticos del demonio, por todos los alrededores, pero no supo cuál le indicaría su actual paradero. El olor a azufre era intenso, pero no le serviría para encontrar al general anäziakano: el olor de los incendios le despistaba mucho.
Caminó con paso deliberadamente lento alrededor de la casa en llamas. Una de las paredes se había derrumbado por completo y parte del tejado que tenía encima. Era evidente que allí era donde había aterrizado el demonio. El fuego provenía de los muebles, ropas y demás utensilios combustibles que había en la casa. El padre Beltrán incluso olió la carne humana chamuscada.
Los gritos de la gente en otras partes del pueblo llenaban sus oídos. El padre Beltrán estaba confundido, algo que no le ocurría desde hacía mucho tiempo en su larga carrera.
Pocas cosas se le ocurrían para acabar con los nueve demonios de Anäziak. Podían hostigarlos y pelear con sus armas de plata, pero aquello no les aseguraba la victoria. Los demonios anäziakanos eran unos luchadores incansables, grandes y fuertes guerreros, con una resistencia a toda prueba. Podían herirlos o dañarlos con sus cuchillos o sus balas, pero harían falta muchas heridas para matarlos.
Quizá hubiese otra forma.... pero el padre Beltrán temía ponerla en práctica. La adquirió hacía ya más de una década, negándose la entrada al Paraíso por ello. Su alma ya maldita se maldijo mucho más, durante el proceso.
Se atrevió a realizar el ritual, para hacerse con un arma útil con la que enfrentarse al trece, cuando llegase. Pero al final, el verano pasado, cuando se enfrentó a su enemigo mortal después de tantos años, encontró otra manera de vencerle. Y su arma, su hechizo, quedó olvidado, a la espera.
¿Funcionaría ahora? No estaba seguro. Había pasado mucho tiempo desde que se sometió al procedimiento y no estaba nada convencido de que supiese ponerlo en marcha ahora mismo.
Pensando en ello, rumiándolo dentro de su mente, el padre Beltrán llegó hasta un cadáver que había tirado en el suelo. Se acuclilló delante de él, notando cómo sus viejas piernas se resentían de dolor.
Estaba muy viejo para aquella guerra. Se había preparado toda su vida de auténtico Creyente para enfrentarse al peor enemigo, al mal encarnado, al trece. Su misión había acabado al terminar con el caudillo del mal, pero era evidente que el mal nunca descansaba, así que él no podía descansar. Seguiría luchando mientras hubiese criaturas malignas que acecharan su mundo.
O hasta que muriese.
El cuerpo del suelo no estaba quemado. Tenía varias heridas profundas en el pecho, como puñaladas, muy juntas. El padre Beltrán notó el olor a azufre en la herida. Pasó una mano sobre la herida y notó la presencia del demonio. Introdujo un dedo en una de las heridas, descubriendo que eran redondas.
Se puso en pie, escuchando, más allá del crepitar del fuego y de los gritos de los habitantes de Rubiales.
Escuchó al demonio.
Volvió a ponerse las gafas y saltó sobre la moto, arrancándola y rodando hacia el lugar del pueblo donde creía que estaba el general.
De pronto, en una calle oscura del pueblo, una bola de fuego surgió de un rincón y voló hacia él. El padre Beltrán tuvo tiempo de hacer un pase rápido con su mano derecha y recibió el golpe en el pecho, que le hizo caer hacia atrás, rodando por el suelo. La moto siguió su marcha, sin guía, hasta chocar con una de las paredes de la calle.
El padre Beltrán se levantó, sacudiéndose el fuego del pecho de la sotana, que no había acabado de asentarse. Por suerte conocía un par de hechizos útiles. Sacó su cuchilla plateada mientras miraba al fondo de la calle.
Allí estaba el demonio, esperándole. Era una criatura pequeña, redondeada. Tenía la piel rosa y carecía de vello corporal. Parecía redondo y blandito, salvo por las púas negras que le salían de la cabeza, de un dedo de largo. Tenía la palma de la mano derecha hacia arriba, manteniendo en el hueco de la palma una bola de fuego del tamaño de una pelota de golf.
Alguien con un poco más de imaginación habría visto un bebé gordito en aquella aparición. Para el padre Beltrán solamente era un demonio maldito.
- ¡¡Sar, vahlá!! ¡¡Sar, vahlá!! – dijo, en un idioma poderoso, exhortando al demonio a que se rindiera o se fuera, sabiendo que era inútil. – ¡¡Sar!! ¡¡Aundano orti, vahlá!!
El demonio se mantuvo inmóvil, con la bola de fuego en la palma de la mano: ni el fuego ni la sombra podrían herir nunca a un demonio anäziakano.
El padre Beltrán sabía que era una lejana posibilidad, pero debía intentarlo. Se decía que los demonios no podían evitar obedecer una orden directa en lenguaje lyrdeno, aunque sabía de sobra que había demonios y demonios: quizá con los generales anäziakanos no funcionaba.
El demonio pequeño lanzó la bola de fuego, con un gesto rápido y seco. El padre Beltrán volvió a mover la mano, por delante de él, como si corriese una cortina, pero la bola le alcanzó igualmente. Sin embargo, no llegó a quemarle: unas palmadas rápidas en el hombro del abrigo bastaron para apagarlo. Ni siquiera quedaron marcas en el paño.
El demonio alzó las dos manos, con las palmas hacia arriba. Sendas bolas de fuego aparecieron allí y fueron lanzadas hacia el padre Beltrán. Éste hizo dos pases con las manos, primero con la derecha y luego con la izquierda, agachándose y volviéndose de espaldas después. Las dos bolas le dieron en la espalda, y el sacerdote de negro se levantó, quitándose el abrigo con rapidez y echándolo al suelo, apagándolo a patadas. Como las veces anteriores, no quedaron quemaduras ni señales del fuego.
El pequeño demonio lo miró un largo rato: estaba claro que aquella víctima no era como los otros humanos. Era más duro de lo normal. El padre Beltrán recogió el abrigo y la cuchilla del suelo y el demonio se encogió levemente, pero sólo un instante. Después volvió a parecer tan altivo y orgulloso como durante toda la contienda.
Parecía pensar cómo matar a aquel humano molesto, pero luego inclinó la cabeza, escuchando algo. El padre Beltrán prestó atención, pero no escuchó nada nuevo, más allá del crepitar del fuego, el sonido de los motores de los vehículos al alejarse de allí y los gritos de los moribundos. Quizá sólo el demonio pudiese escuchar lo que estaba escuchando.
Miró hacia arriba y hacia atrás, y el padre Beltrán creyó ver algo de nostalgia en la mirada del demonio. La criatura se volvió a mirarle de nuevo, sonriendo de forma macabra. El padre Beltrán supo que iba a perderle.
- Erre – dijo el demonio, sin más, a modo de despedida. Pero también de amenaza.
Conjuró una nueva bola de fuego y la lanzó al suelo, creando una barrera que llegaba de lado a lado de la calle, entre una pared y otra. Después echó a correr.
El padre Beltrán también corrió, guardando la cuchilla, tomando la moto de nuevo y arrancándola. Aceleró a tope, apretando los dientes, para pasar la pared de fuego que el demonio había dejado para que no lo siguiera. Pero no funcionó: la moto del padre Beltrán era fuerte y la determinación del hombre inquebrantable.
Alcanzó a ver cómo el pequeño demonio corría a toda velocidad, moviendo las cortas piernas, casi de forma cómica. Si el padre Beltrán hubiese estado acostumbrado a reír hubiese estallado en carcajadas mientras mantenía la persecución.
Pero el padre Beltrán nunca reía.
Aceleró la moto, intentando alcanzarle, pero el demonio se movía con rapidez. Pronto salieron del pueblo y llegaron a la carretera que lo unía con Siena de Sil. En varias ocasiones le lanzó bolas de fuego, por encima del hombro, sin dejar de correr. El padre Beltrán las esquivó, zigzagueando con la moto.
Pero al final, a un par de kilómetros del pueblo, el demonio se detuvo. Conjuró una nueva bola de fuego, la mantuvo en la palma de la mano y después la lanzó, con gran cuidado. El fuego impactó en la rueda delantera, prendiéndola con rapidez. El padre Beltrán perdió el control de la moto y acabó en la cuneta.
El demonio se acercó, para observar el accidente con deleite. En la cuneta cubierta de hierba y matorrales sólo encontró la moto, ladeada, con la rueda delantera en llamas, que se iban consumiendo poco a poco. No había ni rastro del sacerdote de negro.
El padre Beltrán apareció desde detrás de unos arbustos, en lo alto de la cuneta. Blandía su cuchilla plateada por encima de la cabeza, agarrada con las dos manos. Aullaba como una bestia y el demonio se quedó inmóvil, sorprendido.
El padre Beltrán cayó al suelo, clavando la cuchilla en el hombro del demonio, hundiéndola hasta la empuñadura. Se golpeó en el suelo de tierra compacta de la cuneta y se quedó un instante sin respiración.
El demonio, con la cuchilla del padre Beltrán clavada en la carne, gritó de dolor, con una voz profunda y grave, que no casaba con su imagen pequeña e infantil, mientras el sacerdote de negro rebullía en el suelo, por el golpe al caer. Los ojos amarillos del demonio se encendieron con el fuego de la rabia y se sacó la cuchilla de un tirón, salpicando sangre granate de la herida en la hierba. Después clavó la cuchilla en el costado del padre Beltrán, que se había puesto de rodillas, recuperando la respiración.
Gritó, con un graznido de cuervo, doloroso. Se echó hacia atrás, para que el demonio no pudiese hacerle más daño, arrastrándose entre las hierbas de la cuneta.
Y, sorprendentemente, el demonio volvió a la carretera, echando a correr de nuevo, con prisa, de camino a Siena del Sil, dejando en la cuneta al padre Beltrán, herido de muerte.
O al menos eso es lo que creía él.
El padre Beltrán estaba muy lejos de su muerte. O, al menos, bastante lejos. Cogió la empuñadura de la cuchilla, justo debajo de su axila izquierda, con la mano derecha. La agarró con decisión y la sacó de un tirón.
La herida le dolió como si hubiesen echado sal en ella y sufrió un escalofrío cuando el filo rozó contra la costilla al salir. Se tendió en el suelo de la cuneta y gritó, con un aullido largo y penetrante.
Se palpó la herida con los dedos de la mano derecha y comprobó que era profunda, pero que no salía aire al respirar. Al menos su pulmón estaba intacto.
Se puso de pie, apretando un pañuelo arrugado y viejo contra la herida del costado, tratando de que se cortara la hemorragia. Volvió a la carretera, dejando la moto atrás: el neumático delantero se había fundido y no podría viajar mucho con ella.
Pero pretendía ir detrás de aquel demonio. Estaba volviendo hacia Siena del Sil, de donde había salido. Donde el portal todavía refulgía en el cielo con descargas eléctricas de color rojo. Era inquietante que un demonio dejase a su víctima herida sin rematarla, con el único objetivo de marchar corriendo hacia el portal que lo había hecho nacer en aquella dimensión.
No le gustaba nada cómo pintaba aquello. Así que, despacio pero sin pausa, el padre Beltrán caminó siguiendo el rastro de sangre granate sobre el asfalto.


lunes, 16 de junio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 11

- 9 + 11 -

Marta bajó del Nissan que conducía la guardia civil Ángela Aguilar Sastre, en medio del caos en que se había convertido Villatercia de Siena, el pueblo hasta el que les había llevado el rastro de humo granate que había dejado el visitante salido del portal que ellas habían elegido.
Las calles del pueblo (uno de los más grandes de la comarca de Concejos) estaban llenas de gente que corría en todas direcciones. Aquel supuesto caos tenía un cierto orden: todos los vecinos del pueblo intentaban llegar hasta un vehículo con el que huir del pueblo.
Algo los había asustado.
- ¿Qué ocurre? – preguntó a una mujer pequeña y delgadita, muy menuda. Era de edad madura, pero el miedo y el cabello despeinado le hacían parecer más vieja.
- ¡¡Un monstruo ha caído del cielo!! – gritó la mujer, fuera de sí, presa del pánico. Se soltó de manos de Marta y corrió.
Marta y la guardia civil se miraron, nerviosas. Las dos sacaron las pistolas, casi a la vez.
Avanzaron con prisa por el pueblo, vigilando en el cielo la marca que el demonio había dejado al caer desde el portal, aquella estela de humo granate que ya se desvanecía poco a poco, pero que todavía era bien visible.
- ¿Qué nos vamos a encontrar? – preguntó Ángela.
Marta no le respondió. No fue porque no debían decirles nada a los guardias civiles sobre las posesiones y los nueve demonios anäziakanos (a aquellas alturas mantenerlo en secreto le parecía algo demasiado estúpido) sino porque no supo qué responderle. En realidad no sabía qué se iban a encontrar.
La estela apuntaba hacia una amplia plaza en el pueblo, y las dos mujeres llegaron hasta allí, esquivando a los habitantes que seguían saliendo de sus casas, cargados con maletas y bultos, huyendo. En el centro de la plaza, un socavón en el empedrado probaba el lugar de aterrizaje del demonio. Tres árboles pequeños que había cerca del agujero se habían incendiado, ardiendo con extrañas llamas rojas rosadas.
El resto de la plaza estaba llena de sangre.
El demonio, un extraño ser que sólo tenía dos piernas pero de cuyas caderas nacían dos torsos diferentes, que se daban la espalda, había matado allí a muchos habitantes de Villatercia. Uno de los torsos, de color rojo brillante, tenía una cabeza picuda y una boca de la que sobresalían dos colmillos afilados. El otro torso, el que sujetaba en ese momento a un hombre, era de color gris verdoso y tenía la cabeza redonda, con orejas en punta y nariz aguileña.
Marta y Ángela corrieron hacia la plaza, empuñando las pistolas con ambas manos. Cuando estuvieron a unos quince metros del demonio apuntaron y le dispararon, pero fue después de que el torso grisáceo clavara sus dientes romos en el cuello del hombre, matándolo.
Las balas de plata de las dos mujeres pasaron silbando alrededor del demonio, que se giró hacia ellas. Las dos bocas sisearon, enfadadas.
El demonio cargó corriendo sobre su único par de piernas, con velocidad. Las dos mujeres volvieron a disparar, unas cuantas balas cada una. Algunas hicieron blanco.
El torso de color rojo se llevó la mano al costado, donde un reguero de sangre había empezado a surgir. Gritó de dolor y corrió, alejándose de las mujeres, que volvieron a disparar. Las balas silbaron a su alrededor y levantaron astillas de piedra de los adoquines del suelo. El demonio llegó hasta la esquina de una casa grande de la plaza y la golpeó con los cuatro puños, reventando las piedras que la componían. Se levantó una nube de polvo que pronto cubrió a la criatura, que siguió con su extraño arrebato. Una parte de la casa se derrumbó, cubriendo a la criatura.
- ¿Qué leches ha pasado? – preguntó Ángela Aguilar Sastre, estupefacta.
- No lo sé, pero ese demonio ya está muerto – dijo Marta, creyéndoselo a medias. ¿Quién podría soportar una casa que se le derrumba encima? Quizá uno de los Ocho Generales podía.... – Debemos irnos, escoltar a toda esta gente. No deben ir a los otros pueblos  de la zona.
- Vamos, tienes razón – dijo Ángela, y Marta comprendió que a la mujer le alegraba salir de aquel infierno.
Corrieron hacia el Nissan y montaron, saliendo del pueblo a toda velocidad, adelantando a la comitiva de coches, poniéndose en cabeza para guiarles. Ángela informaba a los vecinos con el megáfono del techo.

* * * * * *

En Torillos de Siena la cosa estaba muchísimo más calmada. Daniel Galván Alija y Gabriel Román Trimiño habían llegado hacía un rato al pequeño pueblo y no habían visto todavía a nadie. Las calles estaban desiertas y no se escuchaba ni un solo ruido.
El único indicio de que en Torillos pasaba algo anormal era la estela de humo granate que cruzaba el cielo del pueblo, justo por encima. Cuando habían llegado al pueblo todavía era perfectamente visible, espesa y opaca. Con el paso del tiempo se había ido diluyendo en el aire.
Y también el incendio.
Gabriel Román Trimiño había aparcado el Nissan al lado de un campo de pasto, a la salida del pueblo. Allí había un socavón de tierra removida, humeante y caliente. Parecía que el demonio había aterrizado allí. Pero no había ni rastro de su presencia.
Gabriel, armado con su fusil, se acercó al agujero, buscando pistas, mientras Daniel observaba con curiosidad los postes de madera que sostenían los alambres de espino que formaban la valla del perímetro del campo. Todos los postes ardían con un extraño fuego color rojo, con tonos rosados. Daniel dedujo que la llegada el demonio había aumentado la temperatura drásticamente, inflamando los postes de madera de las inmediaciones.
Gabriel Román observaba con ojo atento los cadáveres de dos vacas, tendidas en la hierba cerca del agujero de tierra oscura. Daniel se acercó a su compañero el guardia civil y miró los cuerpos de los animales muertos. Estaban abiertos en canal, como por un cuchillo muy afilado. Las entrañas estaban fuera del cuerpo, devoradas. El resto de la carne de las vacas estaba intacto.
- ¿Qué animal hace una cosa así? – preguntó Gabriel, sabiendo que tenía a Daniel detrás.
- No ha sido un animal – contestó el técnico de la ACPEX. – Ha sido un demonio.
- ¿Un demonio? – preguntó Gabriel Román Trimiño, con incredulidad, levantándose y encarándose con el chico. Después miró la estela de humo, el agujero del campo y los postes de madera que ardían como fuegos fatuos de un color rojo extraño y se encogió de hombros. – La verdad es que esta historia siempre ha sido un poco rara. ¿Por qué no?
Daniel sonrió. Gabriel sostuvo con languidez el arma, pero no la soltó. Miraba en derredor, intentando encontrar alguna pista del supuesto demonio que había hecho aquello, pero no lo encontró.
- ¿Qué hacemos ahora? – preguntó.
- Hay que encontrarlo – dijo Daniel, sabiendo que era lo que debían hacer, aunque no fuese exactamente lo que más le apetecía en ese momento.
Los dos hombres echaron a andar, sin un rumbo fijo. Simplemente pensaban deambular por la zona, a la búsqueda de alguna pista sobre el demonio.
Entonces un resoplido fuerte sonó a su espalda. Una mezcla entre relincho de caballo y de ballena. Los dos hombres se dieron la vuelta y miraron a la oscuridad. Allí no había nada.
Pero el resoplido volvió a sonar, un poco después. Sonaba más allá del campo de pastos, hacia el fondo, donde unos arbustos crecían alrededor de una veintena de robles. Gabriel Román encabezó la marcha, con el fusil por delante de él. Le hizo señas a Daniel para que lo siguiera en silencio, y el chico así lo hizo.
Se adentraron en el pequeño bosquecillo de brezos y salieron al otro lado, Gabriel casi en cuclillas y Daniel encogido, muerto de miedo.
- ¿Qué mierda es eso? – musitó Gabriel Román Trimiño, sin poder evitarlo. Daniel no supo qué contestar.
Delante de ellos, rasguñando la hierba y la tierra con las garras de las patas delanteras, había una criatura extraña. Era de color negro, brillante como el basalto. Era un cuadrúpedo, como un caballo o un buey, pero tenía largas garras en las patas, afiladas y gruesas, de unos siete u ocho centímetros. La cabeza le recordó inmediatamente a Daniel a una maceta, dada la vuelta: era una cabeza cilíndrica, grande, de color un poco más claro que el resto del cuerpo, casi gris. Tres ojos grandes y redondos y la boca amplia resaltaban en el costado redondeado de la cabeza. Parecía un animal, pero aquel rostro denotaba una inteligencia superior al de cualquier bestia.
El demonio los miró detenidamente y sonrió.
- ¿Qué hacemos? – preguntó Gabriel, en un susurro, nervioso.
- Mátale.... – respondió Daniel, de la misma manera.
Pero Gabriel Román Trimiño nunca llegó a apretar el gatillo. Aquel demonio con extraño aspecto de toro o buey se lanzó contra él, embistiéndole con la parte alta de su cabeza, la base plana del cilindro. Le dio en el pecho y lo lanzó por los aires, pasando por encima del bosquecillo de brezos que acababan de atravesar hasta el campo de más allá. Por el camino perdió el fusil, que aterrizó en la hierba con unos chasquidos sordos.
Daniel reaccionó como nunca hubiese imaginado. Sacó del cinturón el machete de plata que había cogido de la bolsa de las armas que el padre Beltrán les había ofrecido a todos y le lanzó un tajo fuerte al demonio, hiriéndole en un costado de la pétrea cabeza cilíndrica. A pesar de la dureza de la piel del demonio, un corte granate se abrió en su rostro, dejando salir una sangre del mismo color.
El demonio aulló de dolor, con un quejido similar al de un lobo, momento que Daniel aprovechó para atravesar los brezos, corriendo totalmente erguido, notando cómo las duras ramas le arañaban las piernas, a pesar de los vaqueros. Llegó otra vez al campo abierto y vio a lo lejos a Gabriel, que se removía dolorido en el suelo.
Antes de que pudiese darse la vuelta y enfrentarse otra vez al demonio, éste ya le había alcanzado. Rehecho del ataque del ser humano, el general anäziakano corrió tras él y lo alcanzó. Se puso de manos y le propinó un zarpazo con las patas delanteras, seccionándole el brazo izquierdo a la altura del codo.
Daniel gritó de dolor, notando cómo su brazo recién cortado caía en la hierba, cerca de su pie. El corte le dolía y le ardía, como si estuviese puesto al fuego. Las garras del demonio se habían notado calientes.
Presa del dolor, a punto de desmayarse por él, Daniel fue capaz de apretar con fuerza el machete y girarse, buscando el cuello del demonio, que previó el ataque y lo esquivó, clavándose el machete en el lomo, al final.
El demonio aulló de dolor de nuevo, trotando por el campo con el machete clavado en el lomo, alejándose de Daniel, que cayó al suelo de rodillas, con la frente cubierta de gotas de sudor, a causa del dolor del brazo. Se llevó la mano hasta la herida y notó el corte seco, casi como la textura de un neumático caliente. La mano derecha no se manchó de sangre y Daniel lo comprendió entonces: las garras ardientes del demonio le habían cauterizado la herida en el mismo momento de propinársela.
Desde el suelo, con el cabello empapado de sudor caído y pegado en la frente, Daniel observó cómo el demonio se sacaba el machete con los dientes y lo dejaba caer en la hierba, con un ruido metálico sordo. Después se volvió hacia Daniel, mirándolo con su inteligente rostro: estaba furioso.
Pero, en lugar de atacar, mudó su cara por el desconcierto. El demonio levantó la cabeza hacia el cielo y husmeó el aire, con aspiraciones fuertes. Movió la cabeza en varias direcciones, sin dejar de oler, hasta que descubrió lo que fuese que había olido. Sonrió, con un toque victorioso, miró de nuevo a Daniel, sarcástico, y después se marchó al galope, hacia el pueblo.
Daniel se dejó caer hacia adelante, sosteniéndose contra el suelo con la mano derecha, indemne. Jadeó, tratando de aguantar el dolor, sin dejar que lo desmayara. Al cabo de unos minutos se volvió a sentir con fuerzas, así que se levantó y caminó despacio hacia Gabriel, que seguía removiéndose en el suelo.
- ¿Estás bien? – le preguntó, inclinándose sobre él.
- Me duele todo – dijo el guardia civil, con sangre en los labios. Daniel le estudió un poco y no vio ninguna herida evidente.
- Vamos, tenemos que irnos de aquí. Ese monstruo se ha largado, y tenemos que alcanzarle – explicó Daniel, ayudando a Gabriel a ponerse en pie y sosteniéndole con su brazo completo.
- Pero tío.... ¡tu brazo! – se sorprendió Gabriel.
- Por eso quiero alcanzar a ese hijo de puta.... – dijo Daniel, con rabia. – ¿Puedes conducir? – preguntó y Gabriel negó con la cabeza, antes de toser y escupir sangre por la boca. – Entonces tendremos que andar. Mónica y tu amigo Eduardo habían ido al pueblo de al lado. Creo que podemos llegar andando, poco a poco: ellos nos ayudarán.
El técnico ayudó a andar al guardia civil y los dos, cansados y maltrechos, echaron a andar hacia el vecino pueblo de Los Cármenes.


jueves, 12 de junio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 10




- 9 + 10 -
 
- ¡¿Qué ha sido eso?! – dijo Sole, acercándose a la fuente de la plaza. Estudió a los custodios y vio que estaban muertos. Andrés se reunió allí con ella y dirigió su mirada hacia el cielo, donde flotaba el portal de forma elíptica, negro, recorrido por descargas de electricidad roja.
- ¡Han sido los Ocho Generales! – dijo el padre Beltrán, acercándose a zancadas hacia el centro de la plaza. Estaba muy apurado. – ¡Hemos llegado tarde! ¡El portal ya se ha abierto! ¡Tenemos que intentar acabar con los generales, antes de que el Príncipe se decida a venir hasta nuestro mundo! ¡¡Vamos!!
El sacerdote de negro siguió andando, pasando de largo al lado de Sole y Andrés. Todo el grupo lo miraba atónito.
- ¿Qué hacemos? – preguntó Sole.
- ¡¡Dividirnos!! – ordenó el padre Beltrán, llegando hasta la moto de Roque, montando en ella y arrancándola con un bramido del motor. – ¡Formar nuevos grupos y encargarnos cada uno de uno de los generales! ¡Yo iré a por ése! – dijo, señalando la estela más larga, la que llegaba hasta Rubiales. Después se puso en marcha y se alejó rápidamente de allí.
- Está bien – dijo Justo entonces, acercándose al centro de la plaza. Decidió encargarse de organizar al grupo: notaba dentro de su pecho un sentimiento de angustia, de irrealidad y de urgencia. Estaban a un paso de perderlo todo o de conseguir sobrevivir. – Tenemos que dividir los equipos. Yo iré en mi coche con Miguel. Sole, usted puede ir con uno de los guardias civiles que le acompañaban antes y el otro (Ángela, por ejemplo) que vaya en un Nissan con Marta. Daniel y Mónica: dividid vuestro grupo y que cada uno vaya con un número de la Guardia Civil en los otros dos Nissan. Los cuatro guardias civiles que iban juntos tendrán que separarse en dos equipos de dos personas. Yo puedo acercar hasta uno de los pueblos de alrededor a un equipo....
- Nosotros llevaremos al otro equipo hasta otro pueblo – dijo Sole, asintiendo.
- Bien. Todos en marcha – dijo Justo, y todo el mundo se dirigió con su nuevo compañero hasta uno de los vehículos.
- ¿Y nosotros? – preguntó Iker Gamarra Gil, con gesto molesto. – Íbamos con el tipo ése raro vestido de cura. ¿Qué hacemos?
- Ustedes deben quedarse aquí – dijo Justo, teniendo la idea mientras hablaba. – El portal sigue abierto y alguien debe vigilarlo. Si algo sale de ahí, mátenlo con la balas de plata.... – dijo, con dureza.
Los tres guardias civiles le miraron irse, con asombro, mientras el veterano agente se dirigía a su R-11, donde le esperaban. Después se miraron entre ellos, tragando saliva, apretando con fuerza sus armas.

* * * * * *

Justo dejó a los dos guardias civiles en Vegarrosales, para luego seguir él con su nuevo compañero hasta el siguiente pueblo en el que había aterrizado otro de los generales de Anäziak.
- Buena suerte – les dijo, sin más, acelerando luego el viejo R-11, que aguantaba con bastante entereza toda aquella aventura.
Jimena Pérez Redondo y Roberto García Renedo sacaron sus armas reglamentarias y se miraron, con cierto miedo. La mujer tomó la iniciativa y empezó a caminar por las calles empedradas del pueblo, seguida por su compañero.
La estela de humo granate todavía era claramente visible, aunque empezaba a deshilacharse y a deshacerse en el aire. Los dos la siguieron.
Vegarrosales no era un pueblo grande, y cuando habían recorrido más o menos la mitad, los dos guardias civiles empezaron a notar un olor extraño, además de unos destellos rojizos delante de ellos, en la dirección que llevaban, detrás de las casas.
- ¿A qué huele? – preguntó Roberto García Renedo, arrugando la nariz. El olor era penetrante y molesto.
- Parece.... huele como a podrido.... pero algo distinto.... – dijo Jimena Pérez Redondo.
Los dos guardias civiles se acercaron hacia los destellos rojos, donde parecía que terminaba la estela granate de humo. Cuando las casas del pueblo les dejaron ver el origen de los destellos, comprobaron que era un incendio: una casa de adobe estaba envuelta en llamas, unas extrañas llamas de color rojo rosado. La estela de humo granate terminaba sobre la casa en llamas.
- Azufre – dijo Jimena de pronto, y Roberto la miró extrañado. – Huele a azufre, pero algo distinto....
- Picante – respondió su compañero.
Alrededor de ellos y por la zona, varios vecinos del pueblo estaban contemplando el extraño incendio, despertados por el ruido.
- ¿Ustedes saben que ha pasao? – preguntó un hombre muy mayor, vestido con un pantalón de pijama que le venía grande (y que dejaba ver el inicio de sus sucios calzoncillos) y una camiseta de tirantes amarillenta por el sudor.
- No, lo siento – respondió Jimena, que estaba más cerca de él (y que pudo comprobar que el olor corporal del hombre batallaba con el olor azufrado del incendio). – No sabemos nada....
Entonces, desde las llamas y las ruinas del incendio, surgió una figura musculosa, brillante como el barniz. Saltó sobre los escombros y aterrizó en la calle, agazapado.
La gente chilló, pues las llamas rojas del incendio fueron suficientes para iluminar a la criatura y verla correctamente. Era un ser de aspecto humano, espigado y atlético. Tenía músculos marcados, visibles y al aire, ya que no tenía piel. Brillaba como si estuviera barnizado, pues sus músculos estaban cubiertos de una ligera capa brillante, húmeda y pegajosa. Pero lo más terrible (incluso más terrible que el aspecto desollado que presentaba) era su rostro: en una cabeza redonda sin pelo, en la que destacaba el cráneo al aire, un morro aplastado y largo como el de un pato, pero de hueso, sobresalía dos palmos desde la cara, lleno de colmillos afilados.
Los habitantes de Vegarrosales empezaron a correr, mientras el demonio rugía malévolo.
Jimena Pérez Redondo se quedó de piedra, sin saber cómo reaccionar. La criatura se giró en torno a sí, mirando a los humanos que huían, a todo correr. Pareció sonreír y disfrutar con aquello. Ella no supo qué pensar, qué hacer.
Entonces, el demonio cayó hacia atrás, alcanzado por una ráfaga de disparos del fusil G36 de su compañero. Roberto García Renedo, más práctico que su compañera, había decidido disparar al demonio.
La criatura cayó desmadejada delante de la casa en ruinas, que seguía quemándose. Jimena Pérez Redondo tragó saliva y se volvió a su compañero.
- Daba mucho miedo, pero no es tan difícil de matar – sonrió Roberto.
Los dos se acercaron al cuerpo del demonio caído y lo observaron con cautela. Desde cerca daba aún más asco.
- ¿Qué cojones es esto? – preguntó Roberto, mirándolo inclinado sobre él. – ¿En qué nos hemos metido?
- No lo sé.... pero me parece que no quiero que me lo cuenten.... – dijo Jimena, segura de su decisión. – Lo que sí es verdad es que las balas de plata funcionan....
- No le he disparado con balas de plata – contestó Roberto, digno.
- ¡¿No?! – se asustó Jimena, irguiéndose, mirando a su compañero con ojos asustados. – ¡¿Por qué?!
- No iba a cambiar todas las balas que traía para el fusil – dijo Roberto, molesto. – No tenía otra cosa mejor que hacer que ponerme a desmontar todas las balas para rellenarlas con los rodamientos que trajo ese viejo cura loco.... ¿Pero de verdad te has creído todo lo que nos han contado? No han dicho más que mentiras, o nos han ocultado la verdad, como con esto....
Roberto señaló desdeñoso con el brazo la criatura tendida a sus pies. En ese momento el demonio aprovechó para alzarse, atrapando el brazo de Roberto García Renedo con sus fauces.
El guardia civil aulló de dolor y sorpresa, intentando liberar el brazo de la presa de colmillos del demonio, sin conseguirlo. Apuntó al vientre de la bestia y apretó el gatillo, disparando a su atacante, que se sacudió por el impacto de las balas, pero no se soltó. Su vientre se llenaba de plomo, pero no sangraba.
Jimena gritó, asustada, tirando de los hombros de su compañero, para liberarle. El demonio, al cabo de un rato, se cansó de aquello y dio un tirón fuerte con el cuello, arrancando el brazo del guardia civil a la altura del húmero. Se giró y se escabulló entre las sombras, agachado, con agilidad.
- ¡Roberto! ¡Roberto! – gritó Jimena, poniendo a su compañero en el suelo. El muñón sangraba mucho y el guardia civil empezó a convulsionar. – ¡¡Roberto!!
Pero Jimena no pudo hacer nada. Roberto García Renedo murió a los pocos segundos, desangrado en la calle.
La guardia civil que quedaba viva escuchó el gruñido del demonio, cerca de ella. Cegada por el terror y el odio, se puso en pie y sacó su pistola automática, apuntando a las sombras. Ella sí cargaba balas de plata.
El demonio, con el vientre reventado pero sin acusar las heridas, salió de entre los restos de la casa quemada, que seguía ardiendo. Jimena lo disparó al instante, intentando abatirle, pero el demonio se movía con mucha rapidez, a saltos y quiebros, acercándose a ella con cada paso. Una bala le hirió en el hombro desnudo, arrancándole un grito de dolor y un estallido de sangre granate brillante. Pero aquello no detuvo su avance.
De una forma increíble, casi mágicamente, el general de Anäziak esquivó las balas y se plantó frente a Jimena. Con un aullido animal y un puñetazo la tendió en el suelo. El arma se le escapó de las manos.
Jimena Pérez Redondo sólo pudo gritar de terror, intentando protegerse con las manos desnudas, cuando el demonio se cernió sobre ella, con las mandíbulas de hueso abiertas de par en par.

* * * * * *

Justo Díaz Prieto y Miguel Aldea López se bajaron del R-11, mirando la estela de humo granate que permanecía en el aire, cada vez más disgregada. Estaba por encima de ellos, y después de recorrer unos cuatrocientos metros del cielo de Veguillas de Siena, caía en picado hacia el suelo.
Justo empuñó la palanqueta bañada en plata que había cogido de la bolsa de las armas del padre Beltrán y se encaminó hacia el punto de aterrizaje del general anäziakano, seguido por el guardia civil, que llevaba su fusil G36 en las manos.
La calle estaba llena de gente que se había despertado por el estruendo del visitante al aterrizar. Había caído sobre una casa de piedra, echándola abajo. Algunas vigas de madera y montones de paja humeaban, con un fuego bajo de color rojo rosado; el resto de los escombros estaban intactos. Del demonio no había ni rastro.
- Lo que haya caído allí está por el pueblo y es peligroso – explicó Justo a su compañero. No pensaba explicarle más (tampoco es que tuvieran mucho tiempo) pero necesitaba decirle lo justo para que su compañero fuese efectivo. – Tenemos que acabar con él antes de que cause estragos en el pueblo. Hay mucha gente por las calles....
- ¿Nos separamos? – preguntó Miguel.
- ¡No! Eso sería desastroso....
Los dos hombres enseñaron sus credenciales y mandaron a todo el mundo a sus casas, por su bien. Muchos obedecieron, pero había mucha gente en la calle que quería hacer preguntas, y que se moría de curiosidad. Resultaría imposible mandarles de vuelta a casa.
Justo, resignado al ver que no podía hacer mucho más, emprendió la marcha con su compañero Miguel. Los dos recorrieron el pueblo en estado de alerta, desde el pequeño incendio hacia fuera, buscando pistas.
Al cabo de unos minutos de búsqueda a ciegas, escucharon unos sonidos extraños. Eran crujidos húmedos y respiraciones afanosas, como jadeos.
Miguel se llevó el fusil a la cara y le hizo gestos a Justo. No sabían qué era aquello, pero tampoco podían bajar la guardia.
Los extraños sonidos (Justo cada vez estaba más convencido de que eran mordiscos, lo que no le tranquilizaba) sonaban detrás de un muro de piedras que delimitaba un corral abierto en ruinas. Miguel le indicó por gestos a Justo que debían dividirse, para rodear el muro cada uno por un lado. Justo asintió y agarró con más decisión la barra de acero bañada de plata. Miguel, con paso seguro y silencioso fue hasta el otro extremo del muro, para rodearlo a la vez que Justo.
A una seña del guardia civil, los dos rodearon los extremos del muro y se asomaron al corral en ruinas, observando el dantesco espectáculo. El interior de lo que había sido el corral estaba cubierto de plantas silvestres, a la altura de las rodillas. Había cardos y bastante hierba amarillenta.
Sentado entre las plantas, apoyado contra el muro, encontraron al demonio. Era enorme, grande como un troll de cuento. Tenía la piel gris, y parecía gruesa y dura. La nariz era ancha y chata, aplastada contra la cara, de la que salía un pequeño cuerno afilado. Las manos eran enormes, con nueve dedos, y sostenían una pierna que el demonio se estaba comiendo.
Una pierna humana.
Justo tembló, siendo consciente entonces del charco de sangre que rodeaba al monstruo, de los huesos que había a su alrededor y de los trozos de carne y miembros que cubrían su pecho fofo, su barriga y sus piernas de elefante.
Miguel disparó, hiriéndole en el brazo derecho (el más cercano por su lado), el hombro y la cara. El globo ocular de ese lado del monstruo estalló. El demonio gimió de dolor y se puso en pie de un salto, furioso. Parecía increíble que un ser de ese tamaño pudiese moverse con esa velocidad y agilidad. Soltó la pierna mordida que se estaba comiendo (y que todavía conservaba una zapatilla de felpa de andar por casa) y dio dos zancadas para acercarse a Miguel, haciendo retumbar el suelo. Justo pensó que pesaría unos quinientos kilos, mientras el demonio cerraba su puño de nueve dedos, descomunal, y lo usaba para aplastar a Miguel Aldea López, salpicando restos humanos en todas direcciones.
Justo no pensó. Aquello era demasiado para un cerebro humano, así que se dejó llevar por sus sentimientos (incredulidad, odio, miedo, deber, furia) y cargó contra el demonio gigantesco, blandiendo su barra de plata. Le golpeó en la espalda desnuda, abultada por los músculos, y cayó hacia atrás, por el golpe.
El demonio aulló de dolor, y una marca roja se destacó en su espalda, alargada como la barra con la que le habían golpeado. Era cierto que la plata hería a aquellos seres.
Se giró y dedicó un manotazo a Justo, con el dorso de la enorme mano, lanzándolo por encima del muro del corral abandonado. El agente de la ACPEX, después de un corto vuelo dando vueltas, acabó aterrizando contra la pared de una casa, quedando tendido en el suelo.
El demonio gritó de dolor, observando su brazo derecho herido: de cada impacto de bala salía un reguero pequeño de sangre granate.
Después, dolorido y molesto, tomó el resto de la pierna y continuó devorándola, mientras caminaba en busca de más carne para comer.