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Para cuando el
padre Beltrán llegó a Rubiales el pueblo ya estaba descontrolado. Había varios
incendios, concentrados en varios focos: todos eran de llamas normales, salvo
uno que ardía con llamas rojas de tono rosado. Había mucha gente calcinada en
el suelo, difícilmente reconocibles. Algunos de los supervivientes corrían por
el pueblo, para salir de él. Otros se afanaban por intentar apagar los
incendios que afectaban a varias casas y edificios.
El padre
Beltrán entró como una exhalación a lomos de su moto (la que había sido de
Roque) y se dirigió directamente al incendio de color rojo. La estela que el
general había dejado a su paso por el cielo estaba prácticamente deshecha.
Detuvo la moto
y colocó el pie de cabra con un golpe del tacón, bajándose de ella con un
aleteo de su abrigo largo de paño negro. Se quitó las gafas y oteó los
alrededores, en busca del demonio causante de todo aquel caos. A la vez,
husmeaba el ambiente.
No podía
perdonarse haber llegado tarde. Detener a los custodios debería haber sido
fácil, al menos relativamente. Ahora, con el portal abierto y los Ocho
Generales en su dimensión, sólo era cuestión de tiempo que el Príncipe hiciese
su aparición.
Y detener a
los nueve sería prácticamente imposible.
Vio muchos
rastros ectoplasmáticos del demonio, por todos los alrededores, pero no supo
cuál le indicaría su actual paradero. El olor a azufre era intenso, pero no le
serviría para encontrar al general anäziakano: el olor de los incendios le
despistaba mucho.
Caminó con
paso deliberadamente lento alrededor de la casa en llamas. Una de las paredes
se había derrumbado por completo y parte del tejado que tenía encima. Era
evidente que allí era donde había aterrizado el demonio. El fuego provenía de
los muebles, ropas y demás utensilios combustibles que había en la casa. El
padre Beltrán incluso olió la carne humana chamuscada.
Los gritos de
la gente en otras partes del pueblo llenaban sus oídos. El padre Beltrán estaba
confundido, algo que no le ocurría desde hacía mucho tiempo en su larga
carrera.
Pocas cosas se
le ocurrían para acabar con los nueve demonios de Anäziak. Podían hostigarlos y pelear con sus
armas de plata, pero aquello no les aseguraba la victoria. Los demonios
anäziakanos eran unos luchadores incansables, grandes y fuertes guerreros, con
una resistencia a toda prueba. Podían herirlos o dañarlos con sus cuchillos o
sus balas, pero harían falta muchas heridas para matarlos.
Quizá hubiese
otra forma.... pero el padre Beltrán temía ponerla en práctica. La adquirió hacía
ya más de una década, negándose la entrada al Paraíso por ello. Su alma ya
maldita se maldijo mucho más, durante el proceso.
Se atrevió a
realizar el ritual, para hacerse con un arma útil con la que enfrentarse al trece, cuando llegase. Pero al final, el
verano pasado, cuando se enfrentó a su enemigo mortal después de tantos años,
encontró otra manera de vencerle. Y su arma, su hechizo, quedó olvidado, a la
espera.
¿Funcionaría
ahora? No estaba seguro. Había pasado mucho tiempo desde que se sometió al procedimiento
y no estaba nada convencido de que supiese ponerlo en marcha ahora mismo.
Pensando en
ello, rumiándolo dentro de su mente, el padre Beltrán llegó hasta un cadáver
que había tirado en el suelo. Se acuclilló delante de él, notando cómo sus
viejas piernas se resentían de dolor.
Estaba muy
viejo para aquella guerra. Se había preparado toda su vida de auténtico
Creyente para enfrentarse al peor enemigo, al mal encarnado, al trece. Su misión había acabado al terminar
con el caudillo del mal, pero era evidente que el mal nunca descansaba, así que
él no podía descansar. Seguiría luchando mientras hubiese criaturas malignas
que acecharan su mundo.
O hasta que
muriese.
El cuerpo del
suelo no estaba quemado. Tenía varias heridas profundas en el pecho, como
puñaladas, muy juntas. El padre Beltrán notó el olor a azufre en la herida.
Pasó una mano sobre la herida y notó la presencia del demonio. Introdujo un
dedo en una de las heridas, descubriendo que eran redondas.
Se puso en
pie, escuchando, más allá del crepitar del fuego y de los gritos de los
habitantes de Rubiales.
Escuchó al
demonio.
Volvió a ponerse
las gafas y saltó sobre la moto, arrancándola y rodando hacia el lugar del
pueblo donde creía que estaba el general.
De pronto, en una calle oscura del pueblo, una bola de fuego surgió de un rincón y voló
hacia él. El padre Beltrán tuvo tiempo de hacer un pase rápido con su mano
derecha y recibió el golpe en el pecho, que le hizo caer hacia atrás, rodando
por el suelo. La moto siguió su marcha, sin guía, hasta chocar con una de las
paredes de la calle.
El padre
Beltrán se levantó, sacudiéndose el fuego del pecho de la sotana, que no había
acabado de asentarse. Por suerte conocía un par de hechizos útiles. Sacó su
cuchilla plateada mientras miraba al fondo de la calle.
Allí estaba el
demonio, esperándole. Era una criatura pequeña, redondeada. Tenía la piel rosa
y carecía de vello corporal. Parecía redondo y blandito, salvo por las púas
negras que le salían de la cabeza, de un dedo de largo. Tenía la palma de la
mano derecha hacia arriba, manteniendo en el hueco de la palma una bola de
fuego del tamaño de una pelota de golf.
Alguien con un
poco más de imaginación habría visto un bebé gordito en aquella aparición. Para
el padre Beltrán solamente era un demonio maldito.
- ¡¡Sar,
vahlá!! ¡¡Sar, vahlá!!
– dijo, en un idioma
poderoso, exhortando al demonio a que se rindiera o se fuera, sabiendo que era
inútil. – ¡¡Sar!!
¡¡Aundano orti, vahlá!!
El demonio se
mantuvo inmóvil, con la bola de fuego en la palma de la mano: ni el fuego ni la
sombra podrían herir nunca a un demonio anäziakano.
El padre
Beltrán sabía que era una lejana posibilidad, pero debía intentarlo. Se decía
que los demonios no podían evitar obedecer una orden directa en lenguaje lyrdeno, aunque sabía de sobra que había
demonios y demonios: quizá con los generales anäziakanos no funcionaba.
El demonio
pequeño lanzó la bola de fuego, con un gesto rápido y seco. El padre Beltrán
volvió a mover la mano, por delante de él, como si corriese una cortina, pero
la bola le alcanzó igualmente. Sin embargo, no llegó a quemarle: unas palmadas
rápidas en el hombro del abrigo bastaron para apagarlo. Ni siquiera quedaron
marcas en el paño.
El demonio
alzó las dos manos, con las palmas hacia arriba. Sendas bolas de fuego
aparecieron allí y fueron lanzadas hacia el padre Beltrán. Éste hizo dos pases
con las manos, primero con la derecha y luego con la izquierda, agachándose y
volviéndose de espaldas después. Las dos bolas le dieron en la espalda, y el
sacerdote de negro se levantó, quitándose el abrigo con rapidez y echándolo al
suelo, apagándolo a patadas. Como las veces anteriores, no quedaron quemaduras
ni señales del fuego.
El pequeño
demonio lo miró un largo rato: estaba claro que aquella víctima no era como los
otros humanos. Era más duro de lo normal. El padre Beltrán recogió el abrigo y la
cuchilla del suelo y el demonio se encogió levemente, pero sólo un instante.
Después volvió a parecer tan altivo y orgulloso como durante toda la contienda.
Parecía pensar
cómo matar a aquel humano molesto, pero luego inclinó la cabeza, escuchando
algo. El padre Beltrán prestó atención, pero no escuchó nada nuevo, más allá
del crepitar del fuego, el sonido de los motores de los vehículos al alejarse
de allí y los gritos de los moribundos. Quizá sólo el demonio pudiese escuchar
lo que estaba escuchando.
Miró hacia
arriba y hacia atrás, y el padre Beltrán creyó ver algo de nostalgia en la
mirada del demonio. La criatura se volvió a mirarle de nuevo, sonriendo de
forma macabra. El padre Beltrán supo que iba a perderle.
- Erre – dijo el demonio, sin más, a modo de
despedida. Pero también de amenaza.
Conjuró una
nueva bola de fuego y la lanzó al suelo, creando una barrera que llegaba de
lado a lado de la calle, entre una pared y otra. Después echó a correr.
El padre
Beltrán también corrió, guardando la cuchilla, tomando la moto de nuevo y
arrancándola. Aceleró a tope, apretando los dientes, para pasar la pared de
fuego que el demonio había dejado para que no lo siguiera. Pero no funcionó: la
moto del padre Beltrán era fuerte y la determinación del hombre inquebrantable.
Alcanzó a ver
cómo el pequeño demonio corría a toda velocidad, moviendo las cortas piernas,
casi de forma cómica. Si el padre Beltrán hubiese estado acostumbrado a reír hubiese
estallado en carcajadas mientras mantenía la persecución.
Pero el padre
Beltrán nunca reía.
Aceleró la
moto, intentando alcanzarle, pero el demonio se movía con rapidez. Pronto
salieron del pueblo y llegaron a la carretera que lo unía con Siena de Sil. En
varias ocasiones le lanzó bolas de fuego, por encima del hombro, sin dejar de
correr. El padre Beltrán las esquivó, zigzagueando con la moto.
Pero al final,
a un par de kilómetros del pueblo, el demonio se detuvo. Conjuró una nueva bola
de fuego, la mantuvo en la palma de la mano y después la lanzó, con gran
cuidado. El fuego impactó en la rueda delantera, prendiéndola con rapidez. El
padre Beltrán perdió el control de la moto y acabó en la cuneta.
El demonio se
acercó, para observar el accidente con deleite. En la cuneta cubierta de hierba
y matorrales sólo encontró la moto, ladeada, con la rueda delantera en llamas,
que se iban consumiendo poco a poco. No había ni rastro del sacerdote de negro.
El padre
Beltrán apareció desde detrás de unos arbustos, en lo alto de la cuneta.
Blandía su cuchilla plateada por encima de la cabeza, agarrada con las dos
manos. Aullaba como una bestia y el demonio se quedó inmóvil, sorprendido.
El padre
Beltrán cayó al suelo, clavando la cuchilla en el hombro del demonio,
hundiéndola hasta la empuñadura. Se golpeó en el suelo de tierra compacta de la
cuneta y se quedó un instante sin respiración.
El demonio,
con la cuchilla del padre Beltrán clavada en la carne, gritó de dolor, con una
voz profunda y grave, que no casaba con su imagen pequeña e infantil, mientras
el sacerdote de negro rebullía en el suelo, por el golpe al caer. Los ojos
amarillos del demonio se encendieron con el fuego de la rabia y se sacó la
cuchilla de un tirón, salpicando sangre granate de la herida en la hierba.
Después clavó la cuchilla en el costado del padre Beltrán, que se había puesto
de rodillas, recuperando la respiración.
Gritó, con un
graznido de cuervo, doloroso. Se echó hacia atrás, para que el demonio no
pudiese hacerle más daño, arrastrándose entre las hierbas de la cuneta.
Y,
sorprendentemente, el demonio volvió a la carretera, echando a correr de
nuevo, con prisa, de camino a Siena del Sil, dejando en la cuneta al padre
Beltrán, herido de muerte.
O al menos eso
es lo que creía él.
El padre
Beltrán estaba muy lejos de su muerte. O, al menos, bastante lejos. Cogió la
empuñadura de la cuchilla, justo debajo de su axila izquierda, con la mano
derecha. La agarró con decisión y la sacó de un tirón.
La herida le
dolió como si hubiesen echado sal en ella y sufrió un escalofrío cuando el filo
rozó contra la costilla al salir. Se tendió en el suelo de la cuneta y gritó,
con un aullido largo y penetrante.
Se palpó la
herida con los dedos de la mano derecha y comprobó que era profunda, pero que
no salía aire al respirar. Al menos su pulmón estaba intacto.
Se puso de
pie, apretando un pañuelo arrugado y viejo contra la herida del costado,
tratando de que se cortara la hemorragia. Volvió a la carretera, dejando la
moto atrás: el neumático delantero se había fundido y no podría viajar mucho
con ella.
Pero pretendía
ir detrás de aquel demonio. Estaba volviendo hacia Siena del Sil, de donde
había salido. Donde el portal todavía refulgía en el cielo con descargas
eléctricas de color rojo. Era inquietante que un demonio dejase a su víctima
herida sin rematarla, con el único objetivo de marchar corriendo hacia el
portal que lo había hecho nacer en aquella dimensión.
No le gustaba
nada cómo pintaba aquello. Así que, despacio pero sin pausa, el padre Beltrán
caminó siguiendo el rastro de sangre granate sobre el asfalto.