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La transición
fue mucho más rápida que en otros casos. No hubo arcadas calientes, ni náuseas,
ni dolores de cabeza, ni temblores, ni mareos. Simplemente, un instante estaban
allí y al siguiente sintieron como si los empujaran y apartaran de su propia
consciencia, pasando a ser espectadores de su propia vida, viéndola a través
de las pantallas de sus ojos.
En un
parpadeo.
Eran un chico
y una chica. Ambos tenían doce años, ambos vivían en la misma ciudad, pero no
se conocían. Él era bastante alto para su edad y ella estaba bastante desarrollada
para la suya. Él medía ya un metro setenta y los clubes de baloncesto de la
ciudad se lo rifaban. Ella notaba que los chicos mayores del colegio le
lanzaban miradas, debido a sus incipientes y abultados pechos y a la cintura
que se afinaba sobre sus caderas crecientes.
Caminaron por
la calle, como dormidos, pero sabiendo bien a dónde iban. Se encontraron en una
pequeña plaza, en la que apenas quedaba gente: era prácticamente la hora de
comer. En una esquina de sus cerebros, sus conciencias se dieron cuenta de que
sus respectivas madres empezarían a preocuparse porque sus hijos no estaban en
casa a la hora de comer, pero los demonios que los controlaban no tenían
madres de las que preocuparse. Solamente tenían una misión que debían cumplir.
El niño y la
niña (al menos sus cuerpos parecían de niño y niña) se dieron de la mano,
sintiendo la presencia de su congénere en el cuerpo prestado del otro.
Agarrados de la mano echaron a andar.
Caminaban
erguidos, envarados, con la vista al frente, sin parpadeos. Caminaban con paso
firme, regular y decidido. Caminaban indiferentes a lo que había a su
alrededor, pues su objetivo estaba lejos de allí.
En la pantalla
de la “Sala de Luces” aparecieron como dos puntos rojos juntos, pegados uno a
otro.
Caminaron sin
descanso hasta llegar a la carretera que salía de su ciudad hacia el campo.
Pasaron al lado del cartel con el nombre de su ciudad tachado, sin mirarlo, sin
sentir nostalgia ni pena.
Entonces se
detuvieron un momento en el arcén. Fue la única pausa que dedicaron a su avance
lento y metódico. Sin soltarse de la mano esperaron.
Pasaron varios
coches, a los que ignoraron. Pero, de repente, sin ningún motivo aparente, los
dos levantaron su mano libre para extender el pulgar, en el gesto internacional
de autostop, cuando un coche
insignificante se acercó a ellos.
El coche se
detuvo, un poco por delante de ellos. Los dos “niños” se acercaron a la
ventanilla del conductor, juntos, sin soltarse de la mano.
- ¡Hola! –
saludó el conductor, un chico joven de no más de veinte años, bajando la
ventanilla. – ¿Os habéis perdido? ¿Queréis que os lleve a casa?
- Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – murmuró el “niño”.
- ¿Perdona? –
dijo el conductor, con gesto de extrañeza.
- Erre – musitó la “niña”.
Entonces, como
si se tratase de la orden para actuar, el “niño” lanzó su puño hacia el
conductor, atravesándole la frente y llegándole al cerebro, aplastándole la
parte alta de los huesos de la cara. El conductor se sacudió un instante, con
movimientos espasmódicos, pero al cabo de un rato se detuvo. El “niño” sacó su
puño de la masa de huesos, sangre y cerebro y abrió la puerta.
Los “niños” se
soltaron de la mano, por fin. La “niña” sacó el cuerpo del conductor y lo dejó
tendido en la carretera, para ocupar su puesto después. El “niño” dio la vuelta
al coche para subirse al asiento del acompañante. La “niña” acercó el asiento,
para que sus pies llegasen a los pedales y después arrancó.
Viajaron por
las carreteras españolas hacia su destino. No necesitaron mapas ni GPS para
orientarse: su destino estaba grabado a fuego en sus cerebros de demonio.
Los dos puntos
de la pantalla de la “Sala de Luces” comenzaron a moverse, a la par, unidos
todavía, hacia el oeste.
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