jueves, 12 de junio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 10




- 9 + 10 -
 
- ¡¿Qué ha sido eso?! – dijo Sole, acercándose a la fuente de la plaza. Estudió a los custodios y vio que estaban muertos. Andrés se reunió allí con ella y dirigió su mirada hacia el cielo, donde flotaba el portal de forma elíptica, negro, recorrido por descargas de electricidad roja.
- ¡Han sido los Ocho Generales! – dijo el padre Beltrán, acercándose a zancadas hacia el centro de la plaza. Estaba muy apurado. – ¡Hemos llegado tarde! ¡El portal ya se ha abierto! ¡Tenemos que intentar acabar con los generales, antes de que el Príncipe se decida a venir hasta nuestro mundo! ¡¡Vamos!!
El sacerdote de negro siguió andando, pasando de largo al lado de Sole y Andrés. Todo el grupo lo miraba atónito.
- ¿Qué hacemos? – preguntó Sole.
- ¡¡Dividirnos!! – ordenó el padre Beltrán, llegando hasta la moto de Roque, montando en ella y arrancándola con un bramido del motor. – ¡Formar nuevos grupos y encargarnos cada uno de uno de los generales! ¡Yo iré a por ése! – dijo, señalando la estela más larga, la que llegaba hasta Rubiales. Después se puso en marcha y se alejó rápidamente de allí.
- Está bien – dijo Justo entonces, acercándose al centro de la plaza. Decidió encargarse de organizar al grupo: notaba dentro de su pecho un sentimiento de angustia, de irrealidad y de urgencia. Estaban a un paso de perderlo todo o de conseguir sobrevivir. – Tenemos que dividir los equipos. Yo iré en mi coche con Miguel. Sole, usted puede ir con uno de los guardias civiles que le acompañaban antes y el otro (Ángela, por ejemplo) que vaya en un Nissan con Marta. Daniel y Mónica: dividid vuestro grupo y que cada uno vaya con un número de la Guardia Civil en los otros dos Nissan. Los cuatro guardias civiles que iban juntos tendrán que separarse en dos equipos de dos personas. Yo puedo acercar hasta uno de los pueblos de alrededor a un equipo....
- Nosotros llevaremos al otro equipo hasta otro pueblo – dijo Sole, asintiendo.
- Bien. Todos en marcha – dijo Justo, y todo el mundo se dirigió con su nuevo compañero hasta uno de los vehículos.
- ¿Y nosotros? – preguntó Iker Gamarra Gil, con gesto molesto. – Íbamos con el tipo ése raro vestido de cura. ¿Qué hacemos?
- Ustedes deben quedarse aquí – dijo Justo, teniendo la idea mientras hablaba. – El portal sigue abierto y alguien debe vigilarlo. Si algo sale de ahí, mátenlo con la balas de plata.... – dijo, con dureza.
Los tres guardias civiles le miraron irse, con asombro, mientras el veterano agente se dirigía a su R-11, donde le esperaban. Después se miraron entre ellos, tragando saliva, apretando con fuerza sus armas.

* * * * * *

Justo dejó a los dos guardias civiles en Vegarrosales, para luego seguir él con su nuevo compañero hasta el siguiente pueblo en el que había aterrizado otro de los generales de Anäziak.
- Buena suerte – les dijo, sin más, acelerando luego el viejo R-11, que aguantaba con bastante entereza toda aquella aventura.
Jimena Pérez Redondo y Roberto García Renedo sacaron sus armas reglamentarias y se miraron, con cierto miedo. La mujer tomó la iniciativa y empezó a caminar por las calles empedradas del pueblo, seguida por su compañero.
La estela de humo granate todavía era claramente visible, aunque empezaba a deshilacharse y a deshacerse en el aire. Los dos la siguieron.
Vegarrosales no era un pueblo grande, y cuando habían recorrido más o menos la mitad, los dos guardias civiles empezaron a notar un olor extraño, además de unos destellos rojizos delante de ellos, en la dirección que llevaban, detrás de las casas.
- ¿A qué huele? – preguntó Roberto García Renedo, arrugando la nariz. El olor era penetrante y molesto.
- Parece.... huele como a podrido.... pero algo distinto.... – dijo Jimena Pérez Redondo.
Los dos guardias civiles se acercaron hacia los destellos rojos, donde parecía que terminaba la estela granate de humo. Cuando las casas del pueblo les dejaron ver el origen de los destellos, comprobaron que era un incendio: una casa de adobe estaba envuelta en llamas, unas extrañas llamas de color rojo rosado. La estela de humo granate terminaba sobre la casa en llamas.
- Azufre – dijo Jimena de pronto, y Roberto la miró extrañado. – Huele a azufre, pero algo distinto....
- Picante – respondió su compañero.
Alrededor de ellos y por la zona, varios vecinos del pueblo estaban contemplando el extraño incendio, despertados por el ruido.
- ¿Ustedes saben que ha pasao? – preguntó un hombre muy mayor, vestido con un pantalón de pijama que le venía grande (y que dejaba ver el inicio de sus sucios calzoncillos) y una camiseta de tirantes amarillenta por el sudor.
- No, lo siento – respondió Jimena, que estaba más cerca de él (y que pudo comprobar que el olor corporal del hombre batallaba con el olor azufrado del incendio). – No sabemos nada....
Entonces, desde las llamas y las ruinas del incendio, surgió una figura musculosa, brillante como el barniz. Saltó sobre los escombros y aterrizó en la calle, agazapado.
La gente chilló, pues las llamas rojas del incendio fueron suficientes para iluminar a la criatura y verla correctamente. Era un ser de aspecto humano, espigado y atlético. Tenía músculos marcados, visibles y al aire, ya que no tenía piel. Brillaba como si estuviera barnizado, pues sus músculos estaban cubiertos de una ligera capa brillante, húmeda y pegajosa. Pero lo más terrible (incluso más terrible que el aspecto desollado que presentaba) era su rostro: en una cabeza redonda sin pelo, en la que destacaba el cráneo al aire, un morro aplastado y largo como el de un pato, pero de hueso, sobresalía dos palmos desde la cara, lleno de colmillos afilados.
Los habitantes de Vegarrosales empezaron a correr, mientras el demonio rugía malévolo.
Jimena Pérez Redondo se quedó de piedra, sin saber cómo reaccionar. La criatura se giró en torno a sí, mirando a los humanos que huían, a todo correr. Pareció sonreír y disfrutar con aquello. Ella no supo qué pensar, qué hacer.
Entonces, el demonio cayó hacia atrás, alcanzado por una ráfaga de disparos del fusil G36 de su compañero. Roberto García Renedo, más práctico que su compañera, había decidido disparar al demonio.
La criatura cayó desmadejada delante de la casa en ruinas, que seguía quemándose. Jimena Pérez Redondo tragó saliva y se volvió a su compañero.
- Daba mucho miedo, pero no es tan difícil de matar – sonrió Roberto.
Los dos se acercaron al cuerpo del demonio caído y lo observaron con cautela. Desde cerca daba aún más asco.
- ¿Qué cojones es esto? – preguntó Roberto, mirándolo inclinado sobre él. – ¿En qué nos hemos metido?
- No lo sé.... pero me parece que no quiero que me lo cuenten.... – dijo Jimena, segura de su decisión. – Lo que sí es verdad es que las balas de plata funcionan....
- No le he disparado con balas de plata – contestó Roberto, digno.
- ¡¿No?! – se asustó Jimena, irguiéndose, mirando a su compañero con ojos asustados. – ¡¿Por qué?!
- No iba a cambiar todas las balas que traía para el fusil – dijo Roberto, molesto. – No tenía otra cosa mejor que hacer que ponerme a desmontar todas las balas para rellenarlas con los rodamientos que trajo ese viejo cura loco.... ¿Pero de verdad te has creído todo lo que nos han contado? No han dicho más que mentiras, o nos han ocultado la verdad, como con esto....
Roberto señaló desdeñoso con el brazo la criatura tendida a sus pies. En ese momento el demonio aprovechó para alzarse, atrapando el brazo de Roberto García Renedo con sus fauces.
El guardia civil aulló de dolor y sorpresa, intentando liberar el brazo de la presa de colmillos del demonio, sin conseguirlo. Apuntó al vientre de la bestia y apretó el gatillo, disparando a su atacante, que se sacudió por el impacto de las balas, pero no se soltó. Su vientre se llenaba de plomo, pero no sangraba.
Jimena gritó, asustada, tirando de los hombros de su compañero, para liberarle. El demonio, al cabo de un rato, se cansó de aquello y dio un tirón fuerte con el cuello, arrancando el brazo del guardia civil a la altura del húmero. Se giró y se escabulló entre las sombras, agachado, con agilidad.
- ¡Roberto! ¡Roberto! – gritó Jimena, poniendo a su compañero en el suelo. El muñón sangraba mucho y el guardia civil empezó a convulsionar. – ¡¡Roberto!!
Pero Jimena no pudo hacer nada. Roberto García Renedo murió a los pocos segundos, desangrado en la calle.
La guardia civil que quedaba viva escuchó el gruñido del demonio, cerca de ella. Cegada por el terror y el odio, se puso en pie y sacó su pistola automática, apuntando a las sombras. Ella sí cargaba balas de plata.
El demonio, con el vientre reventado pero sin acusar las heridas, salió de entre los restos de la casa quemada, que seguía ardiendo. Jimena lo disparó al instante, intentando abatirle, pero el demonio se movía con mucha rapidez, a saltos y quiebros, acercándose a ella con cada paso. Una bala le hirió en el hombro desnudo, arrancándole un grito de dolor y un estallido de sangre granate brillante. Pero aquello no detuvo su avance.
De una forma increíble, casi mágicamente, el general de Anäziak esquivó las balas y se plantó frente a Jimena. Con un aullido animal y un puñetazo la tendió en el suelo. El arma se le escapó de las manos.
Jimena Pérez Redondo sólo pudo gritar de terror, intentando protegerse con las manos desnudas, cuando el demonio se cernió sobre ella, con las mandíbulas de hueso abiertas de par en par.

* * * * * *

Justo Díaz Prieto y Miguel Aldea López se bajaron del R-11, mirando la estela de humo granate que permanecía en el aire, cada vez más disgregada. Estaba por encima de ellos, y después de recorrer unos cuatrocientos metros del cielo de Veguillas de Siena, caía en picado hacia el suelo.
Justo empuñó la palanqueta bañada en plata que había cogido de la bolsa de las armas del padre Beltrán y se encaminó hacia el punto de aterrizaje del general anäziakano, seguido por el guardia civil, que llevaba su fusil G36 en las manos.
La calle estaba llena de gente que se había despertado por el estruendo del visitante al aterrizar. Había caído sobre una casa de piedra, echándola abajo. Algunas vigas de madera y montones de paja humeaban, con un fuego bajo de color rojo rosado; el resto de los escombros estaban intactos. Del demonio no había ni rastro.
- Lo que haya caído allí está por el pueblo y es peligroso – explicó Justo a su compañero. No pensaba explicarle más (tampoco es que tuvieran mucho tiempo) pero necesitaba decirle lo justo para que su compañero fuese efectivo. – Tenemos que acabar con él antes de que cause estragos en el pueblo. Hay mucha gente por las calles....
- ¿Nos separamos? – preguntó Miguel.
- ¡No! Eso sería desastroso....
Los dos hombres enseñaron sus credenciales y mandaron a todo el mundo a sus casas, por su bien. Muchos obedecieron, pero había mucha gente en la calle que quería hacer preguntas, y que se moría de curiosidad. Resultaría imposible mandarles de vuelta a casa.
Justo, resignado al ver que no podía hacer mucho más, emprendió la marcha con su compañero Miguel. Los dos recorrieron el pueblo en estado de alerta, desde el pequeño incendio hacia fuera, buscando pistas.
Al cabo de unos minutos de búsqueda a ciegas, escucharon unos sonidos extraños. Eran crujidos húmedos y respiraciones afanosas, como jadeos.
Miguel se llevó el fusil a la cara y le hizo gestos a Justo. No sabían qué era aquello, pero tampoco podían bajar la guardia.
Los extraños sonidos (Justo cada vez estaba más convencido de que eran mordiscos, lo que no le tranquilizaba) sonaban detrás de un muro de piedras que delimitaba un corral abierto en ruinas. Miguel le indicó por gestos a Justo que debían dividirse, para rodear el muro cada uno por un lado. Justo asintió y agarró con más decisión la barra de acero bañada de plata. Miguel, con paso seguro y silencioso fue hasta el otro extremo del muro, para rodearlo a la vez que Justo.
A una seña del guardia civil, los dos rodearon los extremos del muro y se asomaron al corral en ruinas, observando el dantesco espectáculo. El interior de lo que había sido el corral estaba cubierto de plantas silvestres, a la altura de las rodillas. Había cardos y bastante hierba amarillenta.
Sentado entre las plantas, apoyado contra el muro, encontraron al demonio. Era enorme, grande como un troll de cuento. Tenía la piel gris, y parecía gruesa y dura. La nariz era ancha y chata, aplastada contra la cara, de la que salía un pequeño cuerno afilado. Las manos eran enormes, con nueve dedos, y sostenían una pierna que el demonio se estaba comiendo.
Una pierna humana.
Justo tembló, siendo consciente entonces del charco de sangre que rodeaba al monstruo, de los huesos que había a su alrededor y de los trozos de carne y miembros que cubrían su pecho fofo, su barriga y sus piernas de elefante.
Miguel disparó, hiriéndole en el brazo derecho (el más cercano por su lado), el hombro y la cara. El globo ocular de ese lado del monstruo estalló. El demonio gimió de dolor y se puso en pie de un salto, furioso. Parecía increíble que un ser de ese tamaño pudiese moverse con esa velocidad y agilidad. Soltó la pierna mordida que se estaba comiendo (y que todavía conservaba una zapatilla de felpa de andar por casa) y dio dos zancadas para acercarse a Miguel, haciendo retumbar el suelo. Justo pensó que pesaría unos quinientos kilos, mientras el demonio cerraba su puño de nueve dedos, descomunal, y lo usaba para aplastar a Miguel Aldea López, salpicando restos humanos en todas direcciones.
Justo no pensó. Aquello era demasiado para un cerebro humano, así que se dejó llevar por sus sentimientos (incredulidad, odio, miedo, deber, furia) y cargó contra el demonio gigantesco, blandiendo su barra de plata. Le golpeó en la espalda desnuda, abultada por los músculos, y cayó hacia atrás, por el golpe.
El demonio aulló de dolor, y una marca roja se destacó en su espalda, alargada como la barra con la que le habían golpeado. Era cierto que la plata hería a aquellos seres.
Se giró y dedicó un manotazo a Justo, con el dorso de la enorme mano, lanzándolo por encima del muro del corral abandonado. El agente de la ACPEX, después de un corto vuelo dando vueltas, acabó aterrizando contra la pared de una casa, quedando tendido en el suelo.
El demonio gritó de dolor, observando su brazo derecho herido: de cada impacto de bala salía un reguero pequeño de sangre granate.
Después, dolorido y molesto, tomó el resto de la pierna y continuó devorándola, mientras caminaba en busca de más carne para comer.

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