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- ¡¿Qué ha
sido eso?! – dijo Sole, acercándose a la fuente de la plaza. Estudió a los
custodios y vio que estaban muertos. Andrés se reunió allí con ella y dirigió
su mirada hacia el cielo, donde flotaba el portal de forma elíptica, negro,
recorrido por descargas de electricidad roja.
- ¡Han sido los
Ocho Generales! – dijo el padre Beltrán, acercándose a zancadas hacia el centro
de la plaza. Estaba muy apurado. – ¡Hemos llegado tarde! ¡El portal ya se ha
abierto! ¡Tenemos que intentar acabar con los generales, antes de que el
Príncipe se decida a venir hasta nuestro mundo! ¡¡Vamos!!
El sacerdote
de negro siguió andando, pasando de largo al lado de Sole y Andrés. Todo el
grupo lo miraba atónito.
- ¿Qué
hacemos? – preguntó Sole.
-
¡¡Dividirnos!! – ordenó el padre Beltrán, llegando hasta la moto de Roque,
montando en ella y arrancándola con un bramido del motor. – ¡Formar nuevos
grupos y encargarnos cada uno de uno de los generales! ¡Yo iré a por ése! –
dijo, señalando la estela más larga, la que llegaba hasta Rubiales. Después se
puso en marcha y se alejó rápidamente de allí.
- Está bien –
dijo Justo entonces, acercándose al centro de la plaza. Decidió encargarse de
organizar al grupo: notaba dentro de su pecho un sentimiento de angustia, de
irrealidad y de urgencia. Estaban a un paso de perderlo todo o de conseguir
sobrevivir. – Tenemos que dividir los equipos. Yo iré en mi coche con Miguel.
Sole, usted puede ir con uno de los guardias civiles que le acompañaban antes y
el otro (Ángela, por ejemplo) que vaya en un Nissan con Marta. Daniel y Mónica: dividid vuestro grupo y que cada
uno vaya con un número de la Guardia Civil en los otros dos Nissan. Los cuatro guardias civiles que
iban juntos tendrán que separarse en dos equipos de dos personas. Yo puedo
acercar hasta uno de los pueblos de alrededor a un equipo....
- Nosotros
llevaremos al otro equipo hasta otro pueblo – dijo Sole, asintiendo.
- Bien. Todos
en marcha – dijo Justo, y todo el mundo se dirigió con su nuevo compañero hasta
uno de los vehículos.
- ¿Y nosotros?
– preguntó Iker Gamarra Gil, con gesto molesto. – Íbamos con el tipo ése raro
vestido de cura. ¿Qué hacemos?
- Ustedes
deben quedarse aquí – dijo Justo, teniendo la idea mientras hablaba. – El
portal sigue abierto y alguien debe vigilarlo. Si algo sale de ahí, mátenlo con
la balas de plata.... – dijo, con dureza.
Los tres
guardias civiles le miraron irse, con asombro, mientras el veterano agente se
dirigía a su R-11, donde le esperaban. Después se miraron entre ellos, tragando
saliva, apretando con fuerza sus armas.
* * * * * *
Justo dejó a
los dos guardias civiles en Vegarrosales, para luego seguir él con su nuevo
compañero hasta el siguiente pueblo en el que había aterrizado otro de los
generales de Anäziak.
- Buena suerte
– les dijo, sin más, acelerando luego el viejo R-11, que aguantaba con bastante
entereza toda aquella aventura.
Jimena Pérez
Redondo y Roberto García Renedo sacaron sus armas reglamentarias y se miraron,
con cierto miedo. La mujer tomó la iniciativa y empezó a caminar por las calles
empedradas del pueblo, seguida por su compañero.
La estela de
humo granate todavía era claramente visible, aunque empezaba a deshilacharse y
a deshacerse en el aire. Los dos la siguieron.
Vegarrosales
no era un pueblo grande, y cuando habían recorrido más o menos la mitad, los
dos guardias civiles empezaron a notar un olor extraño, además de unos
destellos rojizos delante de ellos, en la dirección que llevaban, detrás de
las casas.
- ¿A qué
huele? – preguntó Roberto García Renedo, arrugando la nariz. El olor era
penetrante y molesto.
- Parece....
huele como a podrido.... pero algo distinto.... – dijo Jimena Pérez Redondo.
Los dos
guardias civiles se acercaron hacia los destellos rojos, donde parecía que
terminaba la estela granate de humo. Cuando las casas del pueblo les dejaron
ver el origen de los destellos, comprobaron que era un incendio: una casa de
adobe estaba envuelta en llamas, unas extrañas llamas de color rojo rosado. La
estela de humo granate terminaba sobre la casa en llamas.
- Azufre –
dijo Jimena de pronto, y Roberto la miró extrañado. – Huele a azufre, pero algo
distinto....
- Picante –
respondió su compañero.
Alrededor de
ellos y por la zona, varios vecinos del pueblo estaban contemplando el extraño
incendio, despertados por el ruido.
- ¿Ustedes
saben que ha pasao? – preguntó un
hombre muy mayor, vestido con un pantalón de pijama que le venía grande (y que
dejaba ver el inicio de sus sucios calzoncillos) y una camiseta de tirantes
amarillenta por el sudor.
- No, lo
siento – respondió Jimena, que estaba más cerca de él (y que pudo comprobar que
el olor corporal del hombre batallaba con el olor azufrado del incendio). – No
sabemos nada....
Entonces,
desde las llamas y las ruinas del incendio, surgió una figura musculosa,
brillante como el barniz. Saltó sobre los escombros y aterrizó en la calle,
agazapado.
La gente
chilló, pues las llamas rojas del incendio fueron suficientes para iluminar a
la criatura y verla correctamente. Era un ser de aspecto humano, espigado y
atlético. Tenía músculos marcados, visibles y al aire, ya que no tenía piel.
Brillaba como si estuviera barnizado, pues sus músculos estaban cubiertos de
una ligera capa brillante, húmeda y pegajosa. Pero lo más terrible (incluso más
terrible que el aspecto desollado que presentaba) era su rostro: en una cabeza
redonda sin pelo, en la que destacaba el cráneo al aire, un morro aplastado y
largo como el de un pato, pero de hueso, sobresalía dos palmos desde la cara,
lleno de colmillos afilados.
Los habitantes
de Vegarrosales empezaron a correr, mientras el demonio rugía malévolo.
Jimena Pérez
Redondo se quedó de piedra, sin saber cómo reaccionar. La criatura se giró en
torno a sí, mirando a los humanos que huían, a todo correr. Pareció sonreír y
disfrutar con aquello. Ella no supo qué pensar, qué hacer.
Entonces, el
demonio cayó hacia atrás, alcanzado por una ráfaga de disparos del fusil G36 de
su compañero. Roberto García Renedo, más práctico que su compañera, había
decidido disparar al demonio.
La criatura
cayó desmadejada delante de la casa en ruinas, que seguía quemándose. Jimena
Pérez Redondo tragó saliva y se volvió a su compañero.
- Daba mucho
miedo, pero no es tan difícil de matar – sonrió Roberto.
Los dos se
acercaron al cuerpo del demonio caído y lo observaron con cautela. Desde cerca
daba aún más asco.
- ¿Qué cojones
es esto? – preguntó Roberto, mirándolo inclinado sobre él. – ¿En qué nos hemos
metido?
- No lo sé....
pero me parece que no quiero que me lo cuenten.... – dijo Jimena, segura de su
decisión. – Lo que sí es verdad es que las balas de plata funcionan....
- No le he
disparado con balas de plata – contestó Roberto, digno.
- ¡¿No?! – se
asustó Jimena, irguiéndose, mirando a su compañero con ojos asustados. – ¡¿Por
qué?!
- No iba a
cambiar todas las balas que traía para el fusil – dijo Roberto, molesto. – No
tenía otra cosa mejor que hacer que ponerme a desmontar todas las balas para
rellenarlas con los rodamientos que trajo ese viejo cura loco.... ¿Pero de
verdad te has creído todo lo que nos han contado? No han dicho más que
mentiras, o nos han ocultado la verdad, como con esto....
Roberto señaló
desdeñoso con el brazo la criatura tendida a sus pies. En ese momento el
demonio aprovechó para alzarse, atrapando el brazo de Roberto García Renedo con
sus fauces.
El guardia
civil aulló de dolor y sorpresa, intentando liberar el brazo de la presa de
colmillos del demonio, sin conseguirlo. Apuntó al vientre de la bestia y apretó
el gatillo, disparando a su atacante, que se sacudió por el impacto de las
balas, pero no se soltó. Su vientre se llenaba de plomo, pero no sangraba.
Jimena gritó,
asustada, tirando de los hombros de su compañero, para liberarle. El demonio,
al cabo de un rato, se cansó de aquello y dio un tirón fuerte con el cuello,
arrancando el brazo del guardia civil a la altura del húmero. Se giró y se escabulló
entre las sombras, agachado, con agilidad.
- ¡Roberto!
¡Roberto! – gritó Jimena, poniendo a su compañero en el suelo. El muñón
sangraba mucho y el guardia civil empezó a convulsionar. – ¡¡Roberto!!
Pero Jimena no
pudo hacer nada. Roberto García Renedo murió a los pocos segundos, desangrado
en la calle.
La guardia
civil que quedaba viva escuchó el gruñido del demonio, cerca de ella. Cegada
por el terror y el odio, se puso en pie y sacó su pistola automática, apuntando
a las sombras. Ella sí cargaba balas de plata.
El demonio,
con el vientre reventado pero sin acusar las heridas, salió de entre los restos
de la casa quemada, que seguía ardiendo. Jimena lo disparó al instante,
intentando abatirle, pero el demonio se movía con mucha rapidez, a saltos y quiebros,
acercándose a ella con cada paso. Una bala le hirió en el hombro desnudo,
arrancándole un grito de dolor y un estallido de sangre granate brillante. Pero
aquello no detuvo su avance.
De una forma
increíble, casi mágicamente, el general de Anäziak esquivó las balas y se plantó frente a
Jimena. Con un aullido animal y un puñetazo la tendió en el suelo. El arma se
le escapó de las manos.
Jimena Pérez
Redondo sólo pudo gritar de terror, intentando protegerse con las manos
desnudas, cuando el demonio se cernió sobre ella, con las mandíbulas de hueso
abiertas de par en par.
* * * * * *
Justo Díaz
Prieto y Miguel Aldea López se bajaron del R-11, mirando la estela de humo
granate que permanecía en el aire, cada vez más disgregada. Estaba por encima
de ellos, y después de recorrer unos cuatrocientos metros del cielo de
Veguillas de Siena, caía en picado hacia el suelo.
Justo empuñó
la palanqueta bañada en plata que había cogido de la bolsa de las armas del
padre Beltrán y se encaminó hacia el punto de aterrizaje del general
anäziakano, seguido por el guardia civil, que llevaba su fusil G36 en las
manos.
La calle
estaba llena de gente que se había despertado por el estruendo del visitante al
aterrizar. Había caído sobre una casa de piedra, echándola abajo. Algunas vigas
de madera y montones de paja humeaban, con un fuego bajo de color rojo rosado;
el resto de los escombros estaban intactos. Del demonio no había ni rastro.
- Lo que haya
caído allí está por el pueblo y es peligroso – explicó Justo a su compañero. No
pensaba explicarle más (tampoco es que tuvieran mucho tiempo) pero necesitaba
decirle lo justo para que su compañero fuese efectivo. – Tenemos que acabar con
él antes de que cause estragos en el pueblo. Hay mucha gente por las calles....
- ¿Nos
separamos? – preguntó Miguel.
- ¡No! Eso
sería desastroso....
Los dos
hombres enseñaron sus credenciales y mandaron a todo el mundo a sus casas, por
su bien. Muchos obedecieron, pero había mucha gente en la calle que quería
hacer preguntas, y que se moría de curiosidad. Resultaría imposible mandarles
de vuelta a casa.
Justo,
resignado al ver que no podía hacer mucho más, emprendió la marcha con su
compañero Miguel. Los dos recorrieron el pueblo en estado de alerta, desde el
pequeño incendio hacia fuera, buscando pistas.
Al cabo de
unos minutos de búsqueda a ciegas, escucharon unos sonidos extraños. Eran
crujidos húmedos y respiraciones afanosas, como jadeos.
Miguel se
llevó el fusil a la cara y le hizo gestos a Justo. No sabían qué era aquello,
pero tampoco podían bajar la guardia.
Los extraños
sonidos (Justo cada vez estaba más convencido de que eran mordiscos, lo que no
le tranquilizaba) sonaban detrás de un muro de piedras que delimitaba un corral
abierto en ruinas. Miguel le indicó por gestos a Justo que debían dividirse,
para rodear el muro cada uno por un lado. Justo asintió y agarró con más
decisión la barra de acero bañada de plata. Miguel, con paso seguro y
silencioso fue hasta el otro extremo del muro, para rodearlo a la vez que
Justo.
A una seña del
guardia civil, los dos rodearon los extremos del muro y se asomaron al corral
en ruinas, observando el dantesco espectáculo. El interior de lo que había sido
el corral estaba cubierto de plantas silvestres, a la altura de las rodillas.
Había cardos y bastante hierba amarillenta.
Sentado entre
las plantas, apoyado contra el muro, encontraron al demonio. Era enorme, grande
como un troll de cuento. Tenía la piel gris, y parecía gruesa y dura. La nariz
era ancha y chata, aplastada contra la cara, de la que salía un pequeño cuerno
afilado. Las manos eran enormes, con nueve dedos, y sostenían una pierna que el
demonio se estaba comiendo.
Una pierna
humana.
Justo tembló,
siendo consciente entonces del charco de sangre que rodeaba al monstruo, de los
huesos que había a su alrededor y de los trozos de carne y miembros que cubrían
su pecho fofo, su barriga y sus piernas de elefante.
Miguel
disparó, hiriéndole en el brazo derecho (el más cercano por su lado), el hombro
y la cara. El globo ocular de ese lado del monstruo estalló. El demonio gimió
de dolor y se puso en pie de un salto, furioso. Parecía increíble que un ser de
ese tamaño pudiese moverse con esa velocidad y agilidad. Soltó la pierna
mordida que se estaba comiendo (y que todavía conservaba una zapatilla de felpa
de andar por casa) y dio dos zancadas para acercarse a Miguel, haciendo
retumbar el suelo. Justo pensó que pesaría unos quinientos kilos, mientras el
demonio cerraba su puño de nueve dedos, descomunal, y lo usaba para aplastar a
Miguel Aldea López, salpicando restos humanos en todas direcciones.
Justo no
pensó. Aquello era demasiado para un cerebro humano, así que se dejó llevar por
sus sentimientos (incredulidad, odio, miedo, deber, furia) y cargó contra el
demonio gigantesco, blandiendo su barra de plata. Le golpeó en la espalda
desnuda, abultada por los músculos, y cayó hacia atrás, por el golpe.
El demonio
aulló de dolor, y una marca roja se destacó en su espalda, alargada como la
barra con la que le habían golpeado. Era cierto que la plata hería a aquellos
seres.
Se giró y
dedicó un manotazo a Justo, con el dorso de la enorme mano, lanzándolo por
encima del muro del corral abandonado. El agente de la ACPEX, después de un
corto vuelo dando vueltas, acabó aterrizando contra la pared de una casa,
quedando tendido en el suelo.
El demonio
gritó de dolor, observando su brazo derecho herido: de cada impacto de bala
salía un reguero pequeño de sangre granate.
Después,
dolorido y molesto, tomó el resto de la pierna y continuó devorándola, mientras
caminaba en busca de más carne para comer.
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